A Theodor W. Adorno, a los 52 años de su muerte
... y a los 118 años de su nacimiento
El signo, según el semiólogo Ferdinand de Saussure, es una entidad que
comporta dos lados o aspectos que configuran su necesaria y consecuente
adecuación. Se trata del significado y del significante, del concepto y de la
imagen, de lo designante o representado y de su designación o representación.
No obstante, y más allá de los importantes hallazgos hechos por el filósofo y
lingüísta suizo, no se trata ni de estructuras innatas ni de meras figuraciones
psíquicas, sino del resultado de la
actividad sensitiva humana -la sinnlich menschliche Tätigkeit-,
de la praxis histórica continua. Sittlichkeit, la llamaba Hegel. Como
señalara Adorno, “la tarea de la filosofía no consiste en investigar
intenciones ocultas de la realidad, sino en interpretar la realidad no
intencional mediante la construcción de figuras, de imágenes a partir de los
elementos aislados de la realidad, gracias a los cuales formula las cuestiones
que es tarea de la ciencia abordar con toda exactitud”, porque la vida del
Espíritu, en su conjunto, no es un “algo dado”, un presupuesto ahistórico o
“natural”, sino del incesante y contradictorio devenir de sus formas cambiantes
e históricamente comprensibles a través, precisamente, de su historicidad.
En este mismo
sentido, no hay mayor signo de desgarramiento que el que padece la sociedad en
los tiempos actuales. Una sociedad rota, escindida en sí misma, que Adorno pudo
advertir ya desde las penumbras de mediados del siglo XX, a pesar de quienes
hoy insisten en considerar que, en relación con los increíblemente
sorprendentes avances científico-tecnológicos y de las no menos sorprendentes
innovaciones hermenéuticas del presente, su pensamiento filosófico ya resulta
anacrónico y fuera de contexto.
Y sin embargo,
conviene recordar que la filosofía no se distingue de la ciencia y del
desarrollo de la tecnología, como suponen los opinadores de oficio -siempre
llevados de las orejas por la “mano invisible” de la doctrina positivista-, con
base en una supuesta condición vetusta o en un mayor grado de generalidad o por
el carácter abstracto de sus categorías. Ni siquiera por la especificidad de sus
objetos de estudio. La diferencia esencial consiste en que mientras la ciencia
investiga a objeto de encontrar respuestas, la filosofía interpreta a objeto de
formular preguntas: “La auténtica interpretación filosófica -dice Adorno- no da
con un sentido que estaría ya listo y que persistiría tras la pregunta, sino
que la ilumina repentina e instantáneamente a la vez que la elimina”. Y es
justo ahí, en medio de la “escoria del mundo de los fenómenos” del presente,
donde reside su labor interpretativa, es decir, dialéctica: la autenticidad y
la vigencia de sus siempre incómodas preguntas. Por eso, “la función que en
otros tiempos la filosofía esperaba que cumpliesen las ideas suprahistóricas de
significación simbólica, las cumplen hoy las ideas no simbólicas constituidas
intrahistóricamente”.
Se equivocan, según
Adorno, quienes han insistido en convertir la Tesis XI sobre Feuerbach
de Marx en la bancarrota de la filosofía y su inminente pasaje al fervor de la
actividad política inmediata: “Si Marx reprochó a los filósofos haberse
limitado a interpretar el mundo de distintas formas, cuando de lo que se
trataría es de transformarlo, esta frase no sólo extrae su legitimidad de la
praxis política, sino también de la teoría filosófica. Sólo en la eliminación
de la pregunta se prueba la autenticidad de la interpretación filosófica. Es
superfluo especificar una concepción del pragmatismo en la que teoría y praxis
se ensamblen de la misma forma que en la dialéctica”.
Al más especulativo
y hondo de los exponentes de la teoría crítica de la sociedad no lo inmuta el
mote de “negativista”: “No temo el reproche de negativismo infructuoso. Si de
hecho la interpretación filosófica sólo puede prosperar dialécticamente, el
primer punto de ataque dialéctico se le ofrece a la filosofía que cultiva
precisamente esos problemas. Solamente una filosofía adialéctica, una filosofía
orientada a una verdad ahistórica, podría llegar a pensar que es posible dejar
de lado los viejos problemas olvidándolos y empezando simplemente desde el
comienzo”.
Hoy la racionalidad
instrumental y la cultura de masas -auténticos brazos armados del entendimiento
abstracto- se han vuelto contra el pensamiento pensante, incluso con mayor
profundidad que en los tiempos de Adorno. Al transformar a los individuos en
meros instrumentos -mecanos- del dominio sistemático de una gran cadena de
montaje, nada escapa del control de un sistema en “circuito cerrado”,
omnisciente y todopoderoso, en el que todo termina funcionando según su mandato.
El “aprendiz de brujo”, ya advertido por Goethe, despertó lo inanimado, pero
ahora eso se ha vuelto contra su demiurgo. Lejos de superarse el dominio
sobre los individuos y su consecuente sometimiento a la nueva barbarie
totalitaria, éstos -los individuos- terminan siendo pequeñas piezas, pernos y
tuercas, de una gran maquinaria social abstracta. Es la era de la máxima
reproducción técnica, de la potenciación extrema de la dialéctica de la
Ilustración. Es la “tragedia de la cultura”, de la transformación de la
creación artística en cliché y de la libertad en perversión, instinto y
violencia, en cuyo destino se inscribe su progresiva mutilación y su propia
muerte. De ahí las miradas esquivas frente al abuso de poder totalitario y
gansteril. El lobo acecha. Se ha hecho, efectivamente, “lobo del hombre”.
Las consecuencias
están a la vista. A medida que la pobreza de Espíritu avanza y se va trabando
cada vez más la capacidad de pensar, la prismática presencia de la Dialéctica
Negativa de Theodor Adorno se vuelve más indispensable, más cercana para
las necesidades de la inteligencia. Su densidad, la reciedumbre de sus ideas,
el desafío de su Minima Moralia, revelan el signo del presente. Devienen
sentencias del ocaso de un tiempo que se ha negado a ejercer el sagrado derecho
a decir que no.
José Rafael Herrera
@jrherreraucv
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