Como tristeza que es, es mala en sí misma; pero el bien que de ella se sigue, es decir, el esfuerzo por liberar de sus miserias a otro hombre, es un dictamen de la razón y sólo en virtud de ese dictamen es posible hacer “algo que se sabe con certeza que es bueno”. De lo cual se sigue que quien vive bajo la guía de la razón se esfuerza, cuanto puede, en lograr no ser tocado por la conmiseración. Y es por eso, además, que “quien haya conocido rectamente que todas las cosas se siguen de la necesidad de la naturaleza divina y se hacen según las leyes y reglas eternas de la naturaleza, sin duda, no hallará nada que sea digno de odio, risa o desprecio, ni se compadecerá de nada, sino que, en cuanto lo permite la humana virtud, se esforzará por obrar bien y, como dicen, estar alegre. A esto se añade que aquel que fácilmente es tocado por el afecto de la conmiseración y por la miseria o las lágrimas de otro, con frecuencia hace algo de lo que después se arrepiente; tanto porque por afecto no hacemos nada que sepamos con certeza que es bueno, como porque fácilmente somos engañados por las falsas lágrimas. Hablo aquí expresamente del hombre que vive bajo la guía de la razón. Pues el que ni por la razón ni por la conmiseración se mueve a prestar auxilio a otros, con razón se llama inhumano” (Eh., pro. 51, al).
El saber racional,
reconstructivo, comprendido como re-conocimiento -cabe decir, como crítica de
la razón histórica-, es capaz de liberarnos de las pasiones, de esas vivencias
de la imaginación definidas por el autor de la Ethica como “afecciones
de la opinión” o expresiones de la pasividad humana, las mismas que hoy
conforman el universo de la llamada posverdad y que necesariamente conducen a
la enajenación y la esclavitud. Tómese en cuenta que la palabra pasión viene
del latín passio y este del verbo pati o patior, que
significa padecer o sufrir y que es lo contrario a la acción, por
lo que toda passio comporta pasividad, conformismo, resignación y
entrega. Latinoamérica entera la lleva a cuestas como si fuese un orgulloso
estandarte, un rosario de virtudes. De ahí que la conmiseración (o com-pasión)
sea, ella misma, la fiel representación de la aceptación de la derrota
continua. A esto se opone la máxima spinoziana: “Nec ridere, nec
lugere”. En efecto, según Spinoza, tal es el modo adecuado de comprender y
superar los límites de quienes viven presos en la miseria de sus pequeñas
pasiones, especialmente de las tristes, que son el resultado de la ignorancia
que termina por separarlos del bienestar y de la libertad. Es cierto que nunca
se podrá salir por completo de la ignorancia y, por ende, de las pasiones. Pero
el “verdadero bien” consiste, justamente, en el esfuerzo continuo por salir de
ella y, como consecuencia, de ellas. Para lo cual, es indispensable la
reconstrucción del Ethos, la más humana y al mismo tiempo sublime
obras de arte de la humanidad. Si la posmodernidad hizo de la pars destruens
su razón última de ser, ha llegado el momento de hacer las cuentas con
ella, porque toda negación es una determinación y, por eso mismo,
después del desastre provocado, ha llegado el tiempo de la pars costruens,
si es que se aspira salir de una vida de fragmentos y manipulaciones infinitas,
que han arrastrado a lo que va quedando de Occidente al abismo de la barbarie
populista y al imperio de los totalitarismos autocráticos orientalistas.
No se puede
eliminar lo que no se conoce. En menester encaminar las emociones por el
sendero de lo que aumenta la potencia de la creación, de la realización de los
objetivos concretos en y para el ser social, con el firme propósito de
reconquistar -Aufheben- la condición ciudadana y sus instituciones
correspondientes. Los escándalos, a decir verdad, las pequeñas miserias que
cotidianamente presenta la existencia de una población espiritualmente
empobrecida, son distracciones, diminutas piedras en el camino de la larga
jornada que aún queda por delante. Lo que contrasta, por cierto, con una de las
más fidedignas exhortaciones hechas por el pensamiento dialéctico: “nada grande
se ha hecho en el mundo sin una gran pasión”. La diferencia es, en este
sentido, esencial, y, parafraseando a Hegel, hasta se podría afirmar que, todo
lo contrario, nada grande se ha hecho en el mundo con las pequeñas pasiones, ni
con los destemplados y grises apasionamientos.
Es tiempo de
revisarse, de cambiar de ruta y asumir -¡por una vez!- un compromiso que
trascienda la magnificación de las nimiedades, los detalles superfluos
transmutados en grandes escándalos de tres días o una semana a lo sumo, hasta
“el próximo capítulo” de una interminable teleculebra, llena de “bichitos”:
usurpadores, tenientuchos, sargentones, psiquiatras pervertidos, barraganas y
jineteras, presidentes de cupón salidos de la caja “premiada” de algún
detergente, gobernadores con complejo de vampiro y autoridades académicas, sin
vergüenza en el rostro, que gustan servirles cual minions. Entre
tropelías y villanías, candidatos presidenciales sin espacio ni tiempo, pero,
sobre todo, frente los cuales toda eventual conmiseración queda sorprendida en
su hipócrita banalidad, porque pronto se pone de manifiesto, bajo la piel del
ovejo, la hiena sinvergüenza, el negociante de pulpería que reclama su “ñapa”
sin importarle en lo más mínimo el desangramiento entero de una población que
en algún momento tuvo una vida digna, decente. La expresión criolla
“pobrecito”, podría ser infinitamente repetida por Spinoza, para referirse a
una clase política que se ha extraviado a sí misma, y que con el único objetivo
de conquistar honores inmerecidos, riquezas mal habidas y una existencia
entregada al lujo y la lujuria han vendido los valores e ideas que, alguna vez,
brindaron decoro a la praxis política de la actual ex-república. Por una vez,
como ya se ha dicho, por el Amor intellectualis dei y el espíritu
auténticamente democrático y republicano. Pero, sobre todo, por los asesinados,
los presos políticos, los millones de exiliados y las víctimas de Darién,
convendría dar un giro, marchar con la frente en alto y por todo el medio de la
calle.
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