“Tu hechizo
vuelve a unir
lo que el mundo
había separado,
todos los
hombres se vuelven hermanos”
F.
Schiller
Un partido político
o una alianza de partidos políticos que se propongan con auténtica
responsabilidad construir la estrategia adecuada que permita ponerle fin a un
período histórico signado por el deslizamiento del populismo desde el
neo-totalitarismo hacia la gansterilidad, amerita -más que entender- comprender
que su objetivo fundamental consiste en superar las formas de consenso
hegemónico predominantes que le han servido de oxígeno -o de combustible- al
régimen que, a pesar de hallarse en situación de usurpación, ha terminado por
hacerse costumbre y normalidad, al punto de ser identificado, reconocido y
aceptado por la mayoría como aquel que sostiene las riendas efectivas del poder
político, social y cultural del ser y de la conciencia sociales. La pretensión
de montar un circo al lado de otro circo, con diferentes atracciones, coloridos
y payasos, luce, además de ridícula, poco atractiva. Toda imitación carece de
genuina autenticidad y es, inconfundiblemente, la marca de fábrica de un
ingenio limitado, como el que hasta ahora han lucido los “expertos” del marketing
político en Venezuela.
Que se sepa, no
existen las varitas mágicas, por lo menos no en política, y en el caso de que
existieran parecieran ser muy escasas, especialmente en una época de crisis
orgánica como la actual, alejada de la luz de la fantasía concreta, atrapada en
un agujero de gusano del multiverso y sumergida, como está, en las
profundidades del pestilente océano de la posverdad. Que se intente jugar a ser
más populistas que los populistas no solo es insensato, es irresponsable y
suicida. Que, por contraste, se oferte el más descarnado neoliberalismo como
panacea universal de todos los males de una sociedad y una cultura que durante
los últimos cincuenta años hizo del estado de bienestar su modelo “natural” de
existencia, además de chocante, no es menos suicida. De modo que los atractivos
de una “clase” política sorprendida en su desubicación, es decir, indefinida,
indeterminada, reactiva, acostumbrada a los vaivenes del día a día y habituada
al no pensar demasiado, conspiran no solo en contra de sí misma sino de la
estructural resolución del abismo en el que se halla sumergido más del ochenta
por ciento de su población. Y, por una vez, tiene la necesidad imperiosa de
revisarse a fondo, de comprender que no hay atajos, que los caminos verdes son
sendas perdidas. Por una vez, pues, se trata de dejar de apostarle a las
circunstancias, a los ecos lejanos de Sri Lanka o a los últimos acontecimientos
argentinos, cuya intempestividad es eufóricamente estimada por algunos impetuosos
entusiastas como el inicio de la primavera latinoamericana. No hay fortuna sin
virtud. En cuestiones de política, nadie se gana “el premio gordo” de la
lotería sin levantar un dedo, sin hacer un esfuerzo de astucia, preparación e
inteligencia combinado, quedándose sentado a la espera de que las cosas, por sí
solas, se “den” o hasta que llegue el ocaso para ver pasar frente a la choza el
purulento “cadáver del enemigo”.
Más sensato
pareciera ser el “desechar las ilusiones” e irse “preparando para la lucha”,
una lucha dura, de resistencia, de tejido continuo y largo aliento, en la que
conviene tener presente la compañía de la soledad, más allá de las palmaditas
solidarias o de la retórica comunicacional. Lucha que, en consecuencia,
requiere de la constancia que en medio de los peores momentos recomendaba el
propio Bolivar. Todo lo cual parte, en primera instancia, de la pregunta por el
para qué. Si la respuesta es para obtener el poder bajo la misma
estructura jurídico-política de los últimos veintitrés años y mantener
similares políticas económicas y sociales, entonces el esfuerzo habrá valido
muy poco la pena. El “quítate tú pa´ponerme yo” en nada beneficia a lo que aún
queda de país. El resentimiento y la vendetta no son más que
“pasiones tristes”, como dice Spinoza, que solo contribuyen a la disminución de
la potencia del ser social. Si la respuesta es para producir un cambio radical
del modelo económico y social, con la imposición de políticas de libre mercado
y privatización de la educación, la salud, la seguridad social y los servicios
básicos, entonces se producirá un shock que en muy poco tiempo traerá de vuelta
al populismo gansteril al poder. Incluso, si se persigue un “pacto de
convivencia” -o de resignación- a través de lo que se ha dado en llamar la “vía
electoral, pacífica y constitucional”, se seguirá jugando a la baratija
demagógica, se acudirá a la más desleal de las hipocresías y no solo no habrá
solución a la crisis sino que el régimen narco-terrorista se perpetuará
indefinidamente en el poder. En un territorio sin democracia, con los poderes
públicos secuestrados, sometido a la brutal barbarie de los cuerpos de
seguridad, sin derechos humanos, material y espiritualmente empobrecido y con
una carta constitucional que fue hecha a la medida del difunto rey desnudo, por
lo demás, plagada de la más grosera politiquería y de un lenguaje
depauperadamente insufrible, apostar al engaño -además, para quitarse de encima
el mote de “derecha golpista” que les impusieran precisamente los golpistas- es
garantía de un fracaso anunciado.
Hay otra opción,
que sin duda requiere de mayor esfuerzo y de mayor tiempo, pero que enterrará
definitivamente la barbarie y le otorgará al país la grandeza que bien se
merece. Se trata de la conformación del proyecto de construcción de una
república sustentada sobre la educación estética. No para ser construida
después de “la salida” del régimen, sino para comenzarlo desde ya, in der
praktischen, porque no habrá ninguna salida si no se construye. Toda
auténtica poiesis es praxis. El entendimiento por sí solo no
puede, no basta. Del entendimiento solo surge la barbarie actual. Y
precisamente, dado que se trata de estética, más que por el entendimiento y la
razón instrumental, a ella se llega a través de la sensibilidad y, como
sostiene Schiller, nada menos que por el juego, es decir, por lo jocoso, lo que
es capaz de transmitir la mayor alegría. Lo dice, por cierto, el autor de la Ode
an die Freude o Canción a la alegría, letra de la Novena Sinfonía o
Sinfonía “Coral” de Ludwig van Beethoven, el himno de Europa. El finale fenomenológico
es un llamado schilleriano: “del cáliz de este reino de los espíritus rebosa
para él su infinitud”.
Ningún cambio
ocurrido en la historia se decreta. No es la consecuencia de una ley, de un mandato
o de un dictamen jurídico-político. Por el contrario, las leyes, dictámenes y
mandatos, lejos de ser un principio, son el resultado de un largo proceso en el
que ha mediado la costumbre -die Sitte-, de la que proviene la
ciudadanía o eticidad -Sittlichkeit. Pero no se llega al Estado ético, a
la eticidad propiamente dicha, sin la formación para la vida estética. Verdad y
bondad se abrazan en la esteticidad. La conformación de una república estética
es, en consecuencia, el fruto de una larga jornada de trabajo que requiere de
un profundo cultivo y enriquecimiento del lenguaje y de la acción comunicativa
en todas sus formas posibles de representación -lo cual, dadas las actuales
circunstancias, implica su negación determinada, su Aufgehoben. Se trata
de la creación de un nuevo modo de ser, de pensar y de hablar, que implica una
nueva forma de ver, de sentir, de percibir, de interpretar y de concebir,
mientras se va tejiendo la poderosa red social que finalmente lleve ante la
justicia a los criminales. No hay Ethos sin libertad ni libertad sin
belleza. En suma, se trata de la creación de una nueva cultura, un nuevo modo
de producir, una nueva hegemonía sustentada en el consenso y no en la coerción.
Es la bella eticidad, fundamento de un Estado con instituciones sólidas
y creíbles, de la armonía entre la sociedad y el individuo, de un orden civil y
civilizado, auténticamente libre y democrático. Premisa de toda república
estética.
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