En recuerdo de Ezra Heymann y Yolanda Steffens,
queridos profesores ucevistas, quienes me enseñaron
a transitar por las espiras del laberinto, desde Kant
hacia Hegel.
“Lo
bello es el símbolo de la moralidad”
I. Kant
“porque
a través de la belleza que se llega a la libertad”
F. Schiller
Dice Schiller, en
sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad, que “el encanto
de la belleza estriba en su misterio” y que, justamente por esa razón, el arte
es “la mejor parte de nuestra dicha”, porque “toca de cerca la nobleza moral de
la humana condición”. Misterio al que, por cierto, no debe interpretarse como
el preciado objeto de una secta de magos ocultistas, como si se tratara del
arcano secreto de unos pocos “escogidos”, enigmático e ininteligible sino, más
bien, en el sentido clásico del μυστήριον, palabra que deriva de μύστης o “iniciado”
y que designa a las ceremonias -o costumbres- propias de la religión popular
republicana greco-romana, celebradas en virtud -vir- de la patria, pues
a ella, al espíritu del pueblo, dedicaban su vida por completo, sin exigir
indemnizaciones o beneficio individual alguno. Un mistérion es, pues,
aquel que trabaja por una idea, por deber, sin exigir nada a cambio,
y sólo espera poder vivir en compañía de sus dioses y héroes en los Campos
Elíseos. Este es el “misterio” al que hace referencia Schiller en su ensayo
sobre la Äesthetische Erziehung.
Más interesante
todavía es la inescindible relación que el gran pensador alemán establece entre
ética y estética, siguiendo para ello -hasta cierto punto- la Crítica kantiana
del juicio. En efecto, para Kant, la condición sine qua non tanto del
juicio ético como del juicio estético es la libertad. Pero, lo que en Kant es
una analogía de dos dimensiones distintas, en Schiller se transforma en el
movimiento que posibilita la adecuación de una auténtica “estética operativa” o
de una “ética de la realización”. En él, la ética deja de ser el desiderato de
la ley moral para descender sobre el terreno firme del hecho estético, de lo
sensible, en virtud de la libre voluntad, con lo cual la ética y la estética llegan
a traspasar los rígidos límites del entendimiento abstracto, meticulosamente
trazados por Kant, para devenir actividad sensitiva humana o, al decir
de Benedetto Croce, “hazaña de la libertad”. El Bien y la Belleza ya no son más
simples representaciones abstractas ni simples ejercicios de retórica
escolástica, sino nada menos que la realización histórico-concreta de una
sociedad material y espiritualmente libre. Y es que, para Schiller, la obra de
arte más perfecta, más bella, que puede llegar a construir la humanidad es la
conquista de “una verdadera libertad política”. De manera que “para resolver en
la práctica el problema político, se precisa tomar el camino de lo estético,
porque a la libertad se llega por la belleza”.
Incluso formando
parte de la naturaleza, lo que distingue al ser humano del resto de los entes
naturales consiste en su capacidad de poder decidir voluntariamente -por
supuesto, dentro de ciertas y determinadas condiciones objetivas. La voluntad
humana es potencialmente creación que no puede permanecer sometida al estado
que impone la naturaleza, porque “posee la capacidad de desandar, por medio de
la razón, los pasos que la naturaleza anticipó, de transformar en obra de su
libre albedrío la obra de la férrea constricción y de tornar la necesidad
física en necesidad moral”. Por eso mismo, y como dice Schiller, siendo el arte
“hijo de la libertad”, recibe sus leyes “no de las imposiciones de la materia
sino de las necesidades del espíritu”. De hecho, sustentado en necesidades
espirituales, ha terminado siendo el gran diseñador de la historia humana, esa
“segunda naturaleza”. Por lo menos lo fue hasta que el entendimiento abstracto
y el mecanicismo, propio de una racionalidad meramente instrumental, decidió
imponer su predominio absoluto sobre el espíritu de la sociedad,
empobreciéndolo, toda vez que hizo de la “segunda naturaleza” un “Estado
natural”, con lo cual trajo de regreso, con sus “leyes”, calcadas de “el libro
de la naturaleza”, las fuerzas ciegas de esa insufrible rotonda del “nada nuevo
bajo el sol”, transformando la libre voluntad creadora en estricta techné
y provocando con ello la latente amenaza de la barbarie retornada, que acecha
de continuo la vida civil. Imperfecta, advierte Schiller, es una constitución
política que “sólo suprimiendo la multiplicidad consigue establecer la unidad”.
No es posible
retroceder, echando por la borda el desarrollo tecnológico y científico que,
sin lugar a dudas, ha dejado, tras las huellas de su audacia, la labor del
entendimiento reflexivo, abstracto. Nadie puede dejar de reconocer el triunfo
del análisis, del conocimiento científico, de la experimentación y de la
especialización modernas, todas las cuales tienen sus fundamentos conceptuales,
sustancialmente, en el pensamiento de Kant. Pero algo de razón tuvo Hegel al
caracterizarlo como el “Genghis Khan” de la filosofía. Al desestimar la
educación estética, al instrumentalizarla, concentrándose exclusivamente en la
instrucción, a objeto de producir masivamente técnicos y especialistas, aptos
para la producción en serie, la sociedad moderna -heredera legítima de la
“analítica trascendental”- fue creando el ambiente propicio para que, de un
lado, la moral se hiciera un manojo de “buenos principios” inalcanzables,
reflejados en manuales de “auto-ayuda” y, en realidad, extraños al desmembrado
tejido social; del otro, la sociedad, escindida en sí misma y convertida en una
gigantesca cadena de montaje -un mecanismo de reloj, dice Schiller-, oculta en
sus entrañas -tras el monstruoso mecanismo- sus instintos más primitivos, más
violentos y salvajes: “la letra muerta toma el puesto de la inteligencia viva,
y una memoria ejercitada es guía más valioso que el genio y la sensibilidad”.
De este modo, “el
pensador abstracto suele tener un corazón frío, y el profesional suele
tener el corazón estrecho, porque su imaginación, recluida en el círculo
uniforme de la especialidad, no puede extenderse a otras formas
representativas. Cuando en el hombre se aíslan las facultades particulares y se
arrogan el derecho a legislar por sí solas, caen en contradicción con la verdad
de las cosas y obligan al instinto de lucro, que con indolente frugalidad solía
descansar en la apariencia externa, a penetrar en lo profundo de los objetos.
El entendimiento puro usurpa autoridad sobre el mundo sensible; el
entendimiento empírico se ocupa de someter aquel a las condiciones de la
experiencia”.
Se impone la
necesidad de volver a enmendar al entendimiento, como en su momento lo
reclamaran, primero, Spinoza, y, más tarde, Hegel. El llamado “conflicto de las
facultades” ha llegado al paroxismo. Por eso mismo, y sobre los fundamentos de
una nueva Enmendatio, conviene reconstruir todo el sistema educativo, a
objeto de que se reconozca la apremiante necesidad de la educación estética como
nunca antes, por el bien de la entera humanidad.
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