“La historia
penetra en las constelaciones de la verdad:
quien quiera
participar ahistóricamente de ella resultará
fulminado en su
confusión por las estrellas, a través de la
muerta mirada
de la muda eternidad”.
T. W. Adorno
Francisco de
Miranda desembarcó en la costa venezolana de La Vela de Coro el tercer día del
mes de Agosto de 1806, ante la indiferencia, la desconfianza e incluso el pánico
de una población que no comprendía bien de qué se trataba toda aquella revuelta
y ulterior discurso sobre independencia y libertad. Quizá porque consideraban
al líder y autor de la -para ellos- ininteligible Proclamación a los pueblos
habitantes del continente Américo-Colombiano -además, bajo el cobijo
de aquella extraña bandera tricolor solemnemente izada- como un
aventurero más, probablemente otro de los tantos capitanes corsarios que, como
en anteriores oportunidades, intentaba tomar y saquear los imperiales dominios
pertenecientes al “buen rey, por la gracia de Dios”. A partir de entonces, se
iniciaría el curso -y, como su consecuencia necesaria, el re-curso-
de la historia in fieri -vale decir, del incesante hacerse y deshacerse
de Venezuela. Su incursión no sería la última, por cierto. Y cada una,
triunfante o no, terminará formando la colcha, entretejida con las hilachas y
retazos de una “historia en construcción” que nunca termina de construirse.
Algo de Penélope, tejiendo y destejiendo la mortaja de Ulises, hay en este
doloroso proceso. Pero mucho más de Sísifo, pues al igual que sucede en el
mito, todo es demolido y echado por tierra para volver a comenzar de nuevo, una
y otra vez, immerwieder.
Leander no
es tan solo el nombre de una embarcación. Ni es obra del acaso. Nisiquiera se
trata del hecho de haber bautizado la famosa embarcación con el nombre de su
hijo. La paciente y aguda maestría de Juan David García Bacca ha dado cuenta de
cómo la biblioteca de las obras clásicas de Francisco de Miranda llegó a ser no
solo una de las más importantes sino, tal vez, la más rica y completa de
América Latina. Más bien, Leandro, el nombre de su hijo, se debe a su
pasión por la lectura de los clásicos y, en este caso, de las Heroidas de
Ovidio, del Liber spectaculorum de Marcial o del “divino poema”
de Museo, obras en las cuales se recrea y enaltece el mito de Hero y Leandro,
los jóvenes amantes que habitaban en los extremos del Helesponto y a quienes
sus padres prohibieron casarse. Pero, a pesar de la prohibición, todas las
noches Hero encendía un faro en la torre de Sesto para que Leandro, en la
orilla opuesta, nadara hasta ella. Una noche, mientras esperaba a su amado,
Hero se quedó dormida. Un fuerte vendaval apagó la lumbre y Leandro perdió el
rumbo. A la mañana siguiente, Leandro apareció en la playa ahogado y al verlo
Hero, desconsolada, se lanzó desde la torre. Su vida había perdido todo sentido
sin la presencia de su amado Leandro.
No es improbable
que estas figuras míticas -y particularmente la de Leandro frente al inexorable
y oscuro destino- hayan inspirado, en buena medida, la concepción general del
mundo, la Weltanschauung, de Don Francisco de Miranda y que, en tal
sentido, le hayan servido como gran telón de fondo de su propia fatalidad. Hero
y Leandro resumen el desenlace de la unidad que ha sido separada, del amor
anhelado y no realizado de Venezuela y Miranda, el dolor de su toccata et
fuga. Y no solo de Miranda. Porque a partir de aquel infortunado
desencuentro del Leander con su amada tierra, de su naufragio en la mar
de la indiferencia, se podría comenzar a trazar una constante curvatura
hermenéutica que da cuenta del devenir de la autoconciencia del ser social
venezolano. Hero y Leandro: dos figuras que son, objetiva e históricamente, la
cabal representación estético-literaria del mito fundacional de los extremos
polares de la oposición -no resuelta- de la historia republicana de Venezuela.
A fin de cuentas, la conciencia ilustrada venezolana, que encendió la antorcha
de la independencia y de la libertad suramericana, es heredera legítima de la
cultura greco-latina y, por eso mismo, de sus tragedias. El bullicioso y alegre
venezolano del presente, seminador y diseminador del “bochinche”, ya
estigmatizado por Miranda, oculta en el laberinto de su inconsciente
histórico-cultural el temor atávico frente al -Vicus dixit- Minotauro de
ultramar que lo conduce, cada cierto tiempo, al dolor, la flagelación y el
“auto-suicidio”.
Ritmo del decoro
dramático, no exento de cierto modo funcional y de crítica arquetípica, en
virtud de la cual la consciencia social se muestra en todo su vértigo
problemático, estableciendo, mediante su fuerza negativa inmanente, el pasaje
de la contingencia a la necesidad, hasta arribar al punto en el que todo se
expresa de un modo sustancial. Es la muerta mirada de la muda eternidad. Todo
se hace simbólico, todo no es más que lo que significa y no significa más que
lo que es. El exilio es también la promesa de un reencuentro aplazado, un nuevo
intento por estrechar los brazos de lo que más se anhela y no se alcanza.
Afirma Mariano Picón-Salas que “dos grandes generaciones ha conocido hasta hoy
la historia de Venezuela, la de aquel puñado de audaces que realizaron la
independencia y la de aquellos más tranquilos, pero no menos inteligentes, cuyo
doloroso testimonio quedó expresado en los discursos y discusiones de la
Convención de Valencia en 1958. Hemos sabido olvidar el pensamiento de los
héroes civiles -Gual, Fermín Toro, Valentín Espinal, Juan Vicente Gonzalez,
Cecilio Acosta- que supieron ver como pocos y teniendo la esperanza de
mejorarla, la oscura y tumultuosa verdad autóctona después de ellos, o
simultáneamente con ellos, en la que comenzó la era de los “caudillos únicos”,
de los “césares democráticos”, bajo cuyo reinado el pensamiento nacional perdió
su fuerza creadora y combativa, o se ocultó y proliferó en el matorral de
inofensiva retórica”. Sin duda, hubo una tercera generación -la del '28-, que
en el momento preciso tomó la decisión de retornar al país, para -una vez más-
reconstruirlo. Pero hoy los márgenes del Helesponto se han vuelto más anchos y
la recia borrasca de nuevo ha dejado el faro sin luz. ¿Podrá una cuarta
generación de exiliados romper finalmente la maldición del bucle, el fatídico
circulo vicioso, la espesa ficción del “eterno retorno” de las olas que, no sin
astucia, han sabido musitar el sueño de la larga noche de la tiranía?
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