“La tradición no es la adoración de las cenizas,
sino la
preservación del fuego”.
Gustav Mahler
La palabra latina conatus
da cuenta del impulso, esfuerzo o voluntad, que se es capaz de ejercer a
fin conquistar un determinado objetivo o propósito. Spinoza, cuya formación en
la tradición de la filosofía clásica antigua nadie puede poner en cuestión,
señala que la esencia de todo ser consiste, justamente, en ese esfuerzo
inmanente por perseverar el propio ser. Más aún, en el caso de los seres
humanos, Spinoza considera que el deseo actúa como la conciencia de dicho conatus.
A diferencia de Descartes, quien siguiendo a la escolástica consideraba el ser
humano como sustancia, Spinoza lo concibe como un modo en el que cabalmente se
adecuan extensión y pensamiento. Se trata de una armoniosa identidad, un ordo
et conectio de movimiento y pensamiento en el que lo uno y lo otro se
esfuerzan en la preservación de su ser, de su seguir existiendo. La muerte se
produce como resultado de la confrontación ante una fuerza mayor, respecto de
la cual el conatus se muestra impotente.
Cuando la mente
actúa sustentada en ideas adecuadas, lo hace en conformidad con su naturaleza,
cabe decir, libremente, con lo cual aumenta la potencia de preservar su ser.
Como dice Spinoza, “un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su
sabiduría no es una meditación sobre la muerte, sino sobre la vida”. Pero
cuando las pasiones -particularmente las “tristes”- son las que gobiernan,
entonces ya no hay adecuación ni libertad. Todo lo contrario, la inadecuación
conduce a la esclavitud. Ya la mente no actúa en libertad, la potencia
disminuye y, con ella, disminuye la preservación del propio ser. El odio y la
tristeza disminuyen tanto la potencia que se comienza a vivir para la muerte.
Pronto, más temprano que tarde, se manifiesta el temor, ante el acechante
anuncio de la inminente llegada muerte. Y, como se sabe, quien acecha espera.
La amenaza de la muerte aumenta la esperanza de vivir. La esperanza de vivir
aumenta la amenaza de la muerte.
En la medida en que
prevalece lo que Spinoza designa como “el imperio de la imaginación” -eso a lo
que en el presente se denomina genéricamente como la posverdad-, en esa misma
medida crece el temor y disminuye el conatus. Lo que para Spinoza
representa el “conocimiento de oídas o por vaga experiencia”, para este
menesteroso y difuso presente, cautivado como está por una ontología digital y
por el ímpetu atropellante del metaversismo, viene a ser todo un estallido de
impresiones visuales, pero no por eso una experiencia menos vaga. El hecho de
sustentarse en la virtualización solo implica que se ha sustituido la realidad
inmediata, tangible y, por eso mismo, abstracta, por una intangible, pero no
por eso menos sensitiva e igualmente abstracta. Ambas, de hecho, comportan el
mismo “defecto capital” ya advertido por Marx en sus Thesen über Feurbach,
a saber, que “el término del pensamiento (Gegenstand), la
realidad, lo sensible, ha sido concebido bajo la forma de objeto (Objekt)
o de intuición (anschauung) y no como actividad sensitiva humana (sinnlich
menschliche tätigkeit), como praxis, subjetivamente”. Es la absoluta
ausencia del Amor Dei intellectualis, como diría Spinoza.
Más interesante
todavía resulta ser la sorprendente conclusión que el genial Giambattista Vico
supo extraer de la tesis spinoziana acerca del temor. En efecto, Vico sostiene
que desde los tiempos de la primera humanidad, presa de “violentísimas
pasiones”, aquellos “bestioni” solo podían ser retenidos por una
“excitadísima imaginación”, capaz de transfigurar las fuerzas incontrolables de
la naturaleza -que en realidad se mantienen indiferentes ante sus vicisitudes-
en un ente todopoderoso al cual se debía obedecer, dado que lo creían
invencible y mucho más impetuoso que ellos. Y fue así -concluye Vico- como con
el temor a “lo divino” tuvo sus inicios el conatus, la voluntad humana,
“y ya no más una bestia”. La tesis viquiana -via negationis- invierte
la dirección trazada por los exponentes del Derecho Natural. Es verdad que las
ideas de justicia, equidad, moralidad, etc., regulan el mundo civil, pero tales
ideas son conquistas humanas, el resultado del quehacer social que termina
sublimando sus necesidades, sus pasiones, sus deseos, en busca de la propia
utilidad. Y es sobre dichas acciones que puede emerger el derecho racional, no
al revés.
El surgimiento de
la vida civil es el resultado de la dramática historia de las pasiones, los
egoísmos y las confrontaciones humanas. Pero en su morigeración no interviene,
como sostiene Hobbes, la racionalidad del contrato social sino, precisamente,
el temor ante una fuerza superior, aterradora y espantosa, frente a la cual los
pueblos se inclinan y ruegan por preservar sus vidas. De este modo, las
primeras leyes de convivencia se sustentan sobre elementos con significados
míticos y religiosos. La religiones primitivas, ciegas e irracionales para la
modernidad y la Ilustración, crearon los primeros vínculos constitutivos de la
sociedad. Las desenfrenadas fantasías, lejos de ser un lejano aspecto
propedéutico de la racionalidad, conformaron el verdadero principio
onto-histórico en virtud del cual el mundo adquirió formas y significados humanos.
Todo lo cual redunda en una concepción histórico-filosófica que da cuenta de
cómo los “universales fantásticos” le sirvieron de fundamento a la doctrina del
derecho natural. El innatismo racional que dicha doctrina le atribuye al
derecho es una mera ficción. La humanidad va construyendo el derecho natural de
gentes en la medida en que logra superar su originaria condición bestial a
la sombra del temor, sublimado en los mitos y las religiones, devenidas máximas
razonadas por quienes eran considerados los más versados en estos asuntos.
Paradójicamente, plenada de temor, la humanidad se ve obligada a generar el
necesario consenso que le permita vivir en “civil felicidad”, cabe decir, en un
ambiente de eticidad, justicia y libertad. Todo lo cual le brinda la
posibilidad de preservar su ser y aumentar su potencia.
Enterrado el temor originario en la historia, desprestigiadas en gran medida las religiones en el presente, sustituidos los mitos y sus expresiones estéticas por los enlatados y el consumo masivo que de continuo estimula la industria cultural, valdría la pena preguntarse si la crisis ética y política, el éxito del populismo y de la corrupción gansteril, no serán, en alguna medida, el anuncio de una nueva -¡de otra!- insoslayable “barbarie ritornata” y al mismo tiempo del estímulo para el surgimiento de un nuevo concepto de civilidad.
José Rafael Herrera
@jrherreraucv
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