José Rafael Herrera
@jrherreraucv
“Ahora te estás pareciendo demasiado al alcatraz viejo, que si joven es
tan rápido como el gavilán, al perder la vista se estrella contra las rocas”.
Francisco Herrera Luque, El vuelo del alcatraz
A mi viejo colega y amigo de siempre, Omar Noria
La edad que se tiene depende de la intensidad con la que se vive. En 1826, con apenas 43 años, el Libertador Simón Bolívar semejaba a un provecto. Quizá no tanto por fuera como por dentro, allá, en las profundidades de los delirios de su alma desgarrada, a consecuencia de las guerras que llevaba a cuestas, no solo las que lo habían enfrentado contra el poderoso Imperio español sino las que debía enfrentar contra su propio entorno y, lo que tal vez resulte menos sorprendente, las que a diario libraba contra sí mismo. Una vida marcada por la guerra. Una guerra que no acaba nunca, similar al oleaje del mar que, en vano, se pretende arar. La sentencia de Heráclito proyecta con extraordinaria y pasmosa nitidez la cronológicamente breve y al mismo tiempo históricamente dilatada existencia del Libertador: “la guerra es el origen de todas las cosas”.
Fue Herrera Luque quien tuvo el mérito de elevar a la conciencia social esta extraordinaria experiencia que, por lo demás, da cuenta de lo que, desde entonces, ha sido el devenir de un pueblo habituado a hacer de la devoción al caudillo el hilo conductor de su discurrir histórico. El precio, post-festum -como resultado- ha sido muy alto. Se trata del militarismo, onto-históricamente concebido, como destino. No por caso, Lovera De-Sola, curador y prologuista de El vuela del alcatraz, observa que propósito de Herrera Luque consistió en “plantear los momentos más difíciles de la vida de Simón Bolivar, y lo hizo siempre para volver a contar la historia, para no mentir a través de ella, para humanizar a sus protagonistas, para hacer comprensible nuestro pasado a los venezolanos de hoy”.
Así deben ser interpretadas las palabras puestas por Herrera Luque en boca del fiel mayordomo José Palacios y dirigidas al Libertador, dado que bien pudieran ser premonitorias a la hora de dar cuenta de las desbordadas felonías del presente: “Tenga confianza, mi amigo, en lo que dice este negro, que por nacido en su casa y llevarle unos cuantos años lo considera su hijo o su hermano menor. Así como fuiste gavilán primito con Piar, Morillo, San Martín y los peruanos, te estás volviendo cegato. Después de volar tan alto no diferencias una sardina gorda de un peñasco. ¿Quieres que te diga una vaina? Ni Páez ni Santander: los dos te la tienen jurada”.
Los venezolanos -según afirmaba Francisco Antonio Zea- fundamentan el derecho al mando en el poder de fuego. De ahí -sostenía el entonces vicepresidente de la naciente República- que Venezuela se construyera sobre los fundamentos del militarismo. Una opinión que Santander compartía de plano con su compatriota: “los venezolanos creen que la guerra, más que una función trascendente, es una forma de trepar en la sociedad y de adquirir riquezas”.
Al finalizar el sueño republicano y ya escindidas las antiguas provincias que conformaron la utopía grancolombina, se despertaron las ambiciones de sus caudillos sedientos de poder absoluto. Los nuevos amos reclamaban el mando. Había comenzado la época de los “coroneles”, muchos de los cuales habían perdido sus cuotas de poder central. En no pocos casos, aquellos héroes de guerra se sentían “llamados” a controlar y tomar posesión de un territorio mucho más amplio, más vasto, que el que -en el reparto de los latifundios post-independentista- les había correspondido. ¿Porqué conformarse con el dominio absoluto de una región, teniendo por horizonte la vastedad? ¡Si todo el país podía estar bajo su égida, forjada al fragor de sus hazañas! Para ellos, un pueblo sin mayor formación ciudadana era un botín de guerra. Un botín que concebían como mezcla de razas, un pardaje -como se decía por entonces- que, al decir de Hume, no pasaba de conformar una población de “niños perdidos”, desorientados y sin un guía, un condottiero, sobre todo ahora que estaban huérfanos de rey. Los fámulos necesitaban un padre, un “amito”, un patrón. Un Páez o un Monagas, un Guzmán o un Zamora, un Castro o un Gómez. En el fondo, se trataba -y aún se sigue tratando- de una cultura para el sometimiento cuartelario y la heteronomía, a pesar de que todas las llamadas “revoluciones” se hicieron invocando el sagrado nombre de la Libertad.
No por azar, ese despotismo caudillista, ese militarismo infame, fue la premisa real sobre la cual se levantó la construcción del socialismo en Venezuela, como en el resto de la América Latina. Un caudillismo que, bajo la pomposa nominación de “cesarismo democrático” , tuvo en las academias su mejor respaldo argumentativo. Cierta hermenéutica contemporánea, llevada de la mano de la lógica positivista, presupone que la naturaleza del pensamiento marxista latinoamericano es lo más ajeno y distante a la cultura vernácula. No obstante, conviene señalar que esta presuposición comporta una retórica simplista e increíblemente artificial. Una retórica que por años ha intentado imponer como su única “lógica” su anti-marxismo patológico. Pero la realidad es otra. De hecho, y a pesar de lo que digan los manuales, las colonias de la América hispana recibieron una formación escolástica sustentada sobre los rígidos principios implantados por un catolicismo contra-reformista, que hizo del dogmatismo y la ortodoxia de la fe sus mayores virtudes, siendo, además, el “santo oficio” la garantía de su fiel cumplimiento. La fe positivizada y puesta en manos de la teología filosofante, con el tiempo, se transformaría en el fundamento, no siempre visible, de la lógica del entendimiento abstracto. De la teología de la Ilustración surgieron y se nutrieron las universidades latinoamericanas, de donde inevitablemente tenía que surgir el positivismo, el mismo que sirvió de sustentación a los caudillos que se hicieron del poder. Pero, además, fue el positivismo la premisa lógica necesaria para que surgiera el interés por el diamat, como consecuencia necesaria de sus tesis fundamentales.
La suerte estaba echada. La Positivität, ese certum que ha sido puesto por la reflexión del entendimiento como sustituto de la verdad, es el resultado de una audaz operación lógica, histórica, política, social e ideológica. Pero ese mismo entendimiento abstracto -de origen teológico y escolástico- fue el guía supremo de la Ilustración, aunque con caracteres invertidos. Más tarde lo sería de la doctrina positivista y del empirismo lógico, que en buena medida terminarían sustituyendo el espíritu de la Ilustración por su letra inerte. Para sorpresa de muchos, el diamat, la doctrina materialista sobre la cual se sustenta la gobernante versión asiática del socialismo actual, es el heredero no reconocido de la lógica del entendimiento. Por eso los nietos de los viejos caudillos se convirtieron, primero, en los peores enemigos de la inédita experiencia democrática venezolana y, más tarde, en los secuestradores de un país que han terminado por conducir a la ruina. Al final, el viejo alcatraz no solo terminó confundiendo el mortal peñasco con una “sardina gorda”. Dejó el legado de lanzarse sumariamente para perder la vida al estrellarse contra los riscos.
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