“El hombre, por la indefinida naturaleza
de la mente humana,
cuando esta se sumerge en la ignorancia
hace de sí mismo la
regla del universo”
Giambattista. Vico
La expresión “mito”
(Mythos) es anuncio del discurrir discursivo o del movimiento del
discurso en clave poética, y más específicamente, del devenir de la palabra.
Por eso mismo, también designa la maquinación, la proyección, el proyecto. En
sus orígenes, no hay indicios de separación del hablar y del ser, lo que, más
tarde, se encargará de establecer como estricta norma, primero, la teología
filosofante y, luego, la modernidad filosófica. Para la cultura clásica, en
cambio, su significado se emparentaba con el de “volver a contar” o, más
simplemente, con el re-contar. De ahí el afán por el recuento de las viejas
historias fundacionales, como las dedicadas a los dioses, a los seres divinos,
a los divinari, según las indicaciones hechas por Platón en República
(392a). Pero quizá la definición más precisa y, tal vez, la mejor lograda
en el sentido estético del término, sea la que ofrece Aristóteles en Metafísica,
en la que puede leerse que “los hombres comienzan a filosofar” -cabe decir, a
pensar- “movidos por el asombro (thauma)” o “por el maravillarse. Al
principio, admirados por fenómenos sorprendentes, los más comunes. Luego,
planteándose problemas mayores, como los cambios de la luna, el sol, las
estrellas y la generación del universo. Pero el que se plantea un problema y se
admira reconoce su ignorancia. Por eso, quien ama los mitos es, en cierto modo,
filósofo, porque el mito se compone de elementos maravillosos” (Met., I,2).
El Mythos no
requiere ser demostrado, a diferencia del Logos. No obstante, el hecho
de ser consensualmente creído y no demostrado no implica que no comporte en su
seno un potencial y significativo componente de verdad. Y a pesar de que, por
lo general, los mitos están revestidos por la fantasía, que presentan lo real
de un modo maravilloso, ellos expresan -o son la expresión- de una genuina
concepción del mundo propia de la condición primitiva de los pueblos. En otras
palabras, y al decir de Spinoza, los mitos son la fuente de la poderosa
imaginación (la imaginatio) que no pocas veces hace posible la cohesión,
el cemento unitivo de las costumbres (el Ethos) de un determinado
pueblo, de una determinada sociedad. Los mitos, en efecto, hacen prosperar el
“saber de oídas o por vana experiencia” que, por cierto, no implica falsedad o
mentira, porque en él yace inmanentemente el material histórico-concreto a
partir del cual, retrospectivamente, es posible comprender -y superar- el
proceso de formación del Espíritu de un pueblo. Porque así como la pureza sólo
puede surgir de la impureza, conviene observar que los mitos son, en realidad,
la materia prima desde la cual surge la más elevada verdad. Una sociedad
barbárica no se supera a sí misma, no deviene ciudadanía, cuando decide desechar sus mitos. Más bien, logra
superarlos cuando los realiza. Como dice Adorno, “sólo cuando los extremos se
tocan la humanidad sobrevive”.
Es verdad que, como
observa Vico, “la fantasía es más robusta cuanto más débil es el raciocinio”.
De ahí que los mitos, inevitablemente recubiertos de lo fantástico, presenten
la realidad de un modo maravilloso, porque los mitos expresan una genuina
concepción del mundo propia de la condición primitiva -o infantil, acotaría
Freud- de los pueblos. Si mito quiere decir re-contar, entonces, a medida que
se van contando, una y otra vez, va transitando desde lo elocuente hasta lo
grandi-elocuente, de la epopeya a la proso-popeya. La grandilocuencia del mito
aumenta las proporciones hasta elevar lo humano a una condición divina. Actúa
como una gran lente de aumento, tal como ocurre en la Venezuela heroica de
Eduardo Blanco, auténtico cantor homérico de la conciencia social de un país -y
podría decirse que de todo un continente- que terminaría haciendo del
caudillismo militarista el glorioso ricorso continuo de la barbarie
ritornata.
Si el Logos es el
discurso propio de los tiempos de la razón y la libertad republicanas, el Mito
lo es de los tiempos de culto al heroísmo y la barbarie autocráticas. Los
autoritarismos nacen de la creencia en enviados especiales del cielo que vienen
con la misión de imponer la justicia y el orden extraviados, de saciar las
penurias de los pueblos, de poner fin a las miserias. Es el arribo de Zeus -¡Zos!,
de donde se derivan tanto Deus como Ius-, o de uno de sus
emisarios, encargado de restablecer la sacrosanta heteronomía de los hijos del
“amito”, del “taita”, del “jefecito” o, más simplemente, del coronel o del
comandante. En fin, del “líder supremo”. Es Boves escoltado por una multitud
desenfrenada de negros y pardos descamisados y sedientos de venganza, que
vocifera la -cuando menos- incoherente consigna de guerra: “¡Muerte a los
negros!, ¡que viva el rey!”. De ahí que subestimar la potencia de
los cantos de gloria eterna a los héroes, lejos de conjurar su hegemonía,
termine fortificando sus dominios sobre las mentes de los más simples e incluso
de los no tan simples. Por eso mismo, es necesario seguir de cerca los
antecedentes, tanto como el surgimiento y la consolidación de un mito, con el
propósito de descubrir su lógica inmanente, la “razón de la locura” de la que
hablaba Shakespeare. La razón histórica permite comprender el hecho de que los
mitos no solo ocultan la verdad, sino que forman parte de su estructura. Verum
index sui et falsi. Muy al contrario de lo que imaginan los “mejores
amigos” del entendimiento reflexivo (a saber: los positivistas y los teólogos
filosofantes, cuya supremacía catedrática ya se ha hecho legendaria), detrás de
las construcciones de yeso, madera y neón puede sorprenderse la cara encubierta
de la desgracia.
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