Walter Benjamin, uno de los pensadores más lúcidos del siglo XX, afirmaba que “no existe documento de la civilización que no sea al mismo tiempo documento de la barbarie”. Son palabras importantes, sentenciadas por quien entregó su vida huyendo de la barbarie fascista. Y sin embargo, la impactante afirmación del filósofo alemán solo llegaría a suscitar perplejidad, para comenzar a cobrar conciencia histórica, después de la Segunda Guerra Mundial, especialmente después de Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki y Gulag, entre otras tantas muestras de barbárica crueldad por parte de la llamada civilización. Constancia objetiva de cómo la razón instrumental puede llegar fácilmente a convertirse en locura criminal, en la más viva y auténtica expresión de crueldad. Paradójicamente, el camino que conduce hasta el corazón de las tinieblas puede ser transitado invirtiendo los flechados de la historia.
Las formas vaciadas de contenido, propias de la racionalidad instrumentalizada, ocultan tras su aparente neutralidad y la ambigüedad de sus presupuestos “universales” la misma violencia inmanente a la barbarie. De hecho, ella misma es barbarie reflexivamente sublimada y elevada a modo de vida, bajo cuyo dominio aún subsiste, clandestinamente, el ser de la civilidad. Del antiguo Bar-Bar de los griegos va quedando muy poco. Para ellos, un barbaroi designaba a todo aquel que no hablaba griego. Pero el hecho de no saber hablar griego no lo convertía en un extranjero (xénos). El bárbaro propiamente dicho designa a un cierto tipo de población extranjera carente de organizaciones representativas, regido por poderes autocráticos o por un mandato de linaje impuesto sobre los fámulos, los hambrientos (de donde proviene el término “familia”). Se trata de pueblos en los que no existen leyes igualitarias ni libertad de expresión, cabe decir, de pueblos carentes de ciudadanía. Y así lo asumieron los romanos de la República, antes de la construcción del Imperio. De hecho, barbarus es un modo de nombrar a todo aquel que desconoce por completo el significado (el contenido) de las palabras justicia y libertad. El bárbaro suele mentir. Es polimorfo y perverso, como los niños, según Freud. La figura representativa del Imperio chino es la del niño que nace anciano, no por casualidad. “A pesar de tu gran edad -escribe Lao Tse-, tienes la frescura del niño”. Y sin embargo, el movimiento espiral de la historia va dejando marcadas sus huellas con el paso del tiempo. A la luz del saber histórico, la atractiva tersura por la eterna -y siempre efímera- puericia asiática queda sorprendida en la vetusta perversión de sus autocráticas ambiciones milenarias, centradas en su obsesivo rencor contra Occidente.
Después de Flavio Valerio Costantino y ya penetrados de orientalismo, al irrumpir en otros territorios para “llevar la palabra” y ampliar las fronteras, el Imperio fue asimilando progresivamente las formas, los usos y costumbres, de los conquistados. Después de todo, el “llueve” o “no llueve” no funciona en la historia viva, a menos que sea impuesto como “ley” y que sustituya la realidad, que es, de hecho, una expresión “clara y distinta” de barbarie. Y fue entonces que se comenzó a dar por sentado el “nosotros” y el “ellos”, hegémone visible mediante el lenguaje, que ya desde entonces reflejaba la inversión especular del sí mismo en el otro. “Nosotros”, los racionales, los justos, los educados. “Ellos”, los irracionales, los crueles, los ignorantes. El veneno había surtido efecto, y ahora, la “palabra” comportaba un nuevo significado, hasta hacerse barbarie ritornata. El entendimiento abstracto iniciaba su dominio sobre el mundo, guiado por las manos manchadas de tinta de la escolástica, la madre putativa de la Ilustración.
La fiereza y crueldad de la barbarie ya no es exclusividad de “los otros”. Quienes creen poder formar profesionales universitarios prescindiendo del Ethos, de la formación clásica y de la autonomía, sustituyéndolas por el caletre de memoria, la didáctica y la metodología, es decir, por un conocimiento sin re-conocimiento, un mero requisito formal para obtener un “título”, con el fin de incorporar a los futuros profesionales y técnicos a un mercado laboral ficticio o para engrosar aún más la miserable burocracia, ni sabe qué es educar, ni tiene idea de lo que es una universidad. Ni le interesa. Después de todo, la barbarie ha terminado por convertirse en el sentido común del presente, en el más común de todos los sentidos. Es el auténtico morbo de la llamada civilización contemporánea, el carácter unidimensional, reflejo, de la inhumanidad.
La demediación -el partir o dividir en mitades, propio del entendimiento abstracto- es la objetivación de la conciencia desgraciada del mundo contemporáneo, la más palmaria expresión de la pobreza de Espíritu que gobierna sobre el ser social de la época. Era eso a lo que Hegel llamaba Gebrohene mitte. El “otro”, el enemigo de la civilización, el ente irracional y feroz, se ha internalizado: es el calvario que la actual civilización lleva por dentro. ¿Qué puede quedar entonces del viejo término de bar-bar en medio de este progreso regresivo, en el que las fuerzas productivas de la sociedad se han transmutado en fuerzas cada vez más autodestructivas? Pareciera que no sólo la barbarie se ha civilizado sino que la civilización se ha barbarizado. Es el respetado -temido- gánster vestido de regia seda en su mansión o en su camioneta blindada, y que de lunes a viernes atiende sus “negocios” desde el palacio presidencial, el tribunal supremo, la fiscalía o el parlamento. Es el reconocimiento y la institucionalización del terrorismo de Estado.
La barbarie ha devenido heredera de una civilización ficticia, toda vez que esta última ha devenido razón instrumental. La neutral enseñanza de cómo se enseña, sin que se sepa qué se está enseñando, la utilización de presuntos ‘mapas’ o metodologías de la realidad social y política, que luego la convierten en un dato sin importancia, a los efectos del procesamiento de datos y la simbolización binaria, ni son neutras ni, mucho menos, inocentes. El mejor modo de destruir una sociedad consiste en aniquilar el ente generador del saber autónomo. Con razón, las universidades van siendo desplazadas por instituciones en las cuales ni se pone en duda lo existente ni se estudian soluciones para los grandes problemas que aquejan a la sociedades. Ya no hay verdades por descubrir. El descubrimiento es percibido como un invento humanista. Cosas del pasado, se afirma. Solo quedan el silencio y la obediencia ante el terror. La barbarie vive. La civilización sigue.
@jrherreraucv
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