«El amor puede empezar con una sola metáfora», escribe Milan Kundera en su Insoportable levedad del ser. Hay una antigua alianza entre emociones y palabras: las primeras cristalizan en las segundas. La palabra constituye para la imprecisa sensación un soporte que se parece a la realidad; antes de ella solo hay impulso, instinto ciego, respuesta a estímulo, reacción primaria: aproximarse, huir o luchar.
Cuando atribuimos un sentido, cuando asumimos un significado, de repente acude a nosotros, unido a él, una maraña de semánticas. Mucho más en el caso de las metáforas, que por su misma naturaleza están repletas de connotaciones. Cuando una mirada se convierte en imagen, y nos habla (aunque somos nosotros los que le ponemos voz), de repente se sale del mundo y pasa a acoplarse a nuestro mundo. Antes solo había sucesos, descoloridos y fragmentarios, más o menos ajenos. Ahora estamos nosotros, enredados en esa malla. El mundo nos cambia porque nosotros lo cambiamos: se ha abierto un portal de ida y vuelta, como los que permiten viajar en el tiempo en las películas de ciencia ficción, solo que aquí comunica el territorio íntimo y el universo.
Así, una mera atracción no es más que una anécdota hasta que la otra persona acapara nuestra conciencia y traspasa la frontera de lo indiferente. A lo largo del día sentimos infinidad de atracciones y repulsas, en una continua ondulación del ánimo que Spinoza describió con precisión. De pronto, una de ellas cobra más consistencia, destaca sobre el resto, se incrusta en nuestra atención y nos interpela. Parece como si despertáramos de un sueño, como si solo ahora cayéramos en la cuenta de que habíamos vivido en un mundo sin colores o en penumbra, ahora que alguien se nos aparece realmente luminoso y colorido. Habitábamos sin apenas conciencia en el légamo de la rutina, hasta que un acontecimiento nos ha impulsado a la cumbre de la excepción.
Entonces se precipita sobre nosotros un torrente de recuerdos, sueños, esperanzas, creencias, anhelos. El deseo se impregna de significado, se convierte en parte de una historia; nos parece magia, y quizá sea magia quedarnos fascinados por ese desembarco repentino, que nos parece misterioso porque brota de nuestro misterio. Entonces nos atrevemos a utilizar la palabra, como un poste indicador de ese embeleso: enamorado. Las palabras son poderosas porque están cargadas de constelaciones de significados compartidos, que se engarzan con los que ya nos ocupaban. Por eso hay que tener cuidado con ellas, porque tienen vida propia y nos arrastran. Tienen un poder performativo. Si creo que estoy enamorado, la creencia pedirá ser confirmada, la palabra pugnará por ensancharse. Creo que a eso se refiere el comentario de Kundera.
Con su efecto performativo, las palabras nos permiten entender, o al menos hacen que la extrañeza y el descontrol nos parezcan menores porque podemos manejarlos. Las palabras organizan nuestras experiencias caóticas de un modo muy real, porque expresan estructuras erigidas socialmente, y nos dotan de artefactos mentales arraigados en la cultura. Estar enamorado no solo es un sentimiento, es también una comedia y un papel, del que cabe esperar determinadas actuaciones, sujetas a su argumento. Un enamorado buscará el modo de acercarse a su amada, de conquistarla, de asegurarla, o bien la venerará en silencio. La palabra, el rol, le han asignado bastante trabajo, una tarea nueva que antes no tenía. Y esa tarea ocupará su existencia mientras el enamoramiento dure, mientras persista el sentimiento, mientras reine la palabra.
Artículo publicado el 17/08/2024 en mi blog Filosofías para vivir.
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