Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris, añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas».
Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.
Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería, en tanto que dolor causado por un apego. Sin embargo, la inclinación de la añoranza es blanda y está impregnada del tenue resplandor de los recuerdos afables. Quizá la nostalgia sea la tristeza más noble: por lo que tiene de gratitud y de ternura, por su humilde trabajo arqueológico.
Por supuesto que todas las tristezas tienen sus excesos, y la nostalgia no es una excepción. Hay algo de histrionismo en la exaltación del pasado, como si en él no hubieran anidado tantas sombras como en el futuro. Muchas viejas glorias lo son solo porque son viejas, del mismo modo que hay nombres que no se alaban hasta que forman parte de los muertos. Si el ayer deja de ser esa estación abandonada que vemos pasar por la ventanilla, y se convierte en espectral morada, deja de enriquecer la vida con la experiencia y se limita a confinarla en una celda de recuerdos idealizados. Así le sucede, por ejemplo, al patético Davenne de la película de Truffaut La habitación verde, un hombre anclado en los recuerdos de su mujer fallecida porque ya hace mucho que murió con ella.
Sin embargo, acusar a la nostalgia de irresponsable implica ponerla en la picota dogmática del moralismo. Habrá, seguro, una nostalgia irresponsable, que, como argumenta don filósofo, quiera justificar la inacción (o la reacción) escudándose en ese socorrido pasado que siempre fue mejor. La memoria usada de componenda contra el futuro constituye un recurso más bien mísero y tosco: la vida se abre paso de todos modos, y arrojarle pedazos de pretérito no hace más que astillarla. Hay una nostalgia reticente que se aferra a lo malo conocido para no afrontar la intemperie de lo bueno por conocer. Hay una nostalgia cobarde, timorata, que inundaría el presente de pasado solo para ahogar los inciertos brotes del futuro.
Pero, si vivir es perder, la nostalgia es, ante todo, la obligada ternura que nos inspira la felicidad perdida, la punzada de congoja por los páramos marchitos que evocan antiguos vergeles. El tiempo se lo lleva todo, lo bueno y lo malo, y abre la puerta a todo lo que, malo o bueno, aguarda en el porvenir; pero la gratitud y el amor dedican sus atardeceres al resignado desmantelamiento de las ruinas, venerándolas como sagrados testigos de regocijos que un día estuvieron vivos y ya no volverán. Hay una nostalgia benévola y devota que echa un vistazo atrás antes de encarar el futuro, que ejercita con afecto la cálida poesía de la memoria.
¿Irresponsable la nostalgia? Irresponsable es no honrar la felicidad donde se nos dio; irresponsable es demoler la casa de los padres sin una lágrima, y no llevarles flores a los muertos.
Artículo publicado también en mi blog Filosofías para vivir.
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