Potencia de la razón: Control de afectos y libertad del alma - Spinoza

Descubre cómo la razón controla los afectos y la libertad del alma según Spinoza en la Ética. #Filosofía #Spinoza #RazónVSafectos
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PARTE QUINTA: DEL PODER DEL ENTENDIMIENTO O DE LA LIBERTAD HUMANA PREFACIO 

Imagen de una glándula pineal suspendida en el cerebro, interactuando con los espíritus animales.


Paso, por fin, a esta última Parte de la Ética, que trata de la manera de alcanzar la libertad, es decir, del camino para llegar a ella. En esta Parte me ocuparé, pues, de la potencia de la razón, mostrando qué es lo que ella puede contra los afectos, y, a continuación, qué es la libertad del alma, o sea la felicidad; por todo ello, veremos cuánto más poderoso es el sabio que el ignaro. 

De qué manera y por qué método deba perfeccionarse el entendimiento, y mediante qué arte ha de cuidarse el cuerpo a fin de que pueda cumplir rectamente sus funciones, son cuestiones que no pertenecen a este lugar; lo último concierne a la Medicina, y lo primero, a la Lógica. Aquí trataré, como he dicho, solamente de la potencia del alma, o sea, de la razón, y mostraré ante todo la magnitud y características de su imperio sobre los afectos, en orden a regirlos y reprimirlos. Ya hemos dicho más arriba que, desde luego, no tenemos un absoluto imperio sobre ellos. Sin embargo, los estoicos creyeron que los afectos dependen absolutamente de nuestra voluntad, y que podemos dominarlos completamente. 

Con todo, ante la voz de la experiencia, ya que no en virtud de sus principios, se vieron obligados a confesar que para reprimir y moderar los afectos se requiere no poco ejercicio y aplicación, y uno de ellos se esforzó por ilustrar dicha cuestión, si mal no recuerdo, con el ejemplo de los dos perros, uno doméstico y otro de caza: el repetido ejercicio acabó por conseguir que el doméstico se habituase a cazar y el de caza dejase de perseguir liebres. 

Dicha opinión está muy próxima a la de Descartes. Pues admite que el ánima o el alma está unida principalmente a cierta parte del cerebro, a saber, la llamada glándula pineal, por cuyo medio el alma percibe todos los movimientos que se suscitan en el cuerpo, así como los objetos exteriores, pudiendo el alma moverla de diversas maneras, con solo quererlo. Sostiene que dicha glándula se halla suspendida en medio del cerebro, de tal modo que puede ser movida por el más pequeño movimiento de los espíritus animales. Sostiene, además, que esa glándula, suspendida en medio del cerebro, adopta tantas posiciones distintas cuantas maneras de chocar tienen con ella los espíritus animales; y que se imprimen en ella tantos vestigios distintos cuantos son los distintos objetos exteriores que empujan contra ella a esos mismos espíritus animales; de donde proviene que, si posteriormente la glándula, por la voluntad del ánima que la mueve de diversas maneras, resulta estar suspendida de un modo que los espíritus animales agitados en una u otra forma ya le habían hecho adoptar con anterioridad, entonces esa misma glándula impulsará y determinará a los espíritus animales del mismo modo que lo había hecho cuando su manera de estar suspendida era la misma. Sostiene, además, que toda volición del alma está unida por naturaleza a cierto movimiento de la glándula. Por ejemplo, si alguien quiere mirar un objeto lejano, esa volición hará que la pupila se dilate, pero si solo piensa en la dilatación de la pupila, quererla no le será de ninguna utilidad, porque la naturaleza no ha unido el movimiento de la glándula —que sirve para impulsar los espíritus animales hacia el nervio óptico de manera que dilaten o contraigan la pupila— con la volición de contraerla o dilatarla, sino solo con la volición de mirar objetos lejanos o próximos. Finalmente, sostiene que, aunque cada movimiento de esta glándula parezca estar conectado por la naturaleza, desde el comienzo de nuestra vida, a uno solo de nuestros pensamientos, puede unirse mediante el hábito, sin embargo, a otros, lo cual se esfuerza en probar en el artículo 50 de la Parte I de Las pasiones del alma. 

Concluye de ello que ninguna alma es tan débil que no pueda, bien dirigida, adquirir un absoluto poder sobre sus pasiones. Pues estas, tal como él las define, son percepciones, sentimientos o emociones del ánima, que se refieren especialmente a ella, y que (nótese bien) son producidas, mantenidas y robustecidas por algún movimiento de los espíritus (ver artículo 27 de la Parte I de Las pasiones del alma). Ahora bien, supuesto que a una volición cualquiera podemos unir un movimiento cualquiera de la glándula y, consiguientemente, de los espíritus animales, y que la determinación de la voluntad depende de nuestra sola potestad, entonces, si determinamos nuestra voluntad mediante juicios ciertos y firmes conformes a los cuales queremos dirigir las acciones de nuestra vida, y unimos a tales juicios los movimientos de las pasiones que queremos tener, adquiriremos un imperio absoluto sobre nuestras pasiones. Tales son las opiniones de este preclarísimo varón (según puedo conjeturarlas por sus palabras), y difícilmente hubiera podido creer que provenían de un hombre tan eminente, si no fuesen tan ingeniosas. 

Verdaderamente, no puedo dejar de asombrarme de que un filósofo que había decidido firmemente no deducir nada sino de principios evidentes por sí, ni afirmar nada que no percibiese clara y distintamente, y que había censurado tantas veces a los escolásticos el que hubieran querido explicar cosas oscuras mediante cualidades ocultas, parta de una hipótesis más oculta que cualquier cualidad oculta. Pues ¿qué entiende, me pregunto, por «unión» de alma y cuerpo? ¿Qué concepto claro y distinto, quiero decir, tiene de la íntima unión de un pensamiento y una pequeña porción de cantidad? Quisiera, ciertamente, que hubiese explicado dicha unión por su causa próxima. Pero había concebido el alma como algo tan distinto del cuerpo, que no pudo asignar ninguna causa singular ni a esa unión ni al alma misma, y le fue necesario recurrir a la causa del universo entero, es decir, a Dios. 

Me gustaría mucho saber, además, cuántos grados de movimiento puede el alma comunicar a dicha glándula pineal, y con cuánta fuerza puede tenerla suspendida. Pues no sé si esa glándula es sacudida más lenta o más rápidamente por el alma que por los espíritus animales, ni si los movimientos de las pasiones que hemos unido íntimamente a juicios firmes no pueden ser separados otra vez de ellos por obra de causas corpóreas; de ello se seguiría que, aunque el alma se hubiera propuesto firmemente ir al encuentro de los peligros, y hubiera unido a tal decisión movimientos de audacia, al ver el peligro, sin embargo, la glándula estuviera suspendida de manera que el alma no pudiese pensar sino en la huida. Y, ciertamente, como no hay ninguna proporción entre la voluntad y el movimiento, no puede haber tampoco comparación entre la potencia o fuerza del alma y la del cuerpo, y, por consiguiente, las fuerzas de este nunca pueden estar determinadas por las fuerzas de aquella. Añádase a esto que dicha glándula tampoco se encuentra en medio del cerebro dispuesta de manera que pueda ser movida con tanta facilidad y de tantos modos, y que no todos los nervios se prolongan hasta las cavidades del cerebro. Por último, omito todo lo que afirma acerca de la voluntad y de la libertad de esta, ya que he mostrado sobradamente que es falso. Así, pues, dado que la potencia del alma, como más arriba he mostrado, se define por la sola capacidad de conocer, los remedios contra los afectos —remedios que todos conocen por experiencia, pero que, según creo, no observan cuidadosamente ni comprenden con distinción— los determinaremos por el solo conocimiento del alma, y de dicho conocimiento deduciremos todo lo que concierne a su felicidad.

 AXIOMAS DE LA PARTE 5.

I. —Si en un mismo sujeto son suscitadas dos acciones contrarias, deberá necesariamente producirse un cambio, en ambas o en una sola de ellas, hasta que dejen de ser contrarias. 

II. — La potencia de un efecto se define por la potencia de su causa, en la medida en que su esencia se explica o define por la esencia de su causa. Este Axioma es evidente por la Proposición 7 de la Parte III

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