Inflamando lo mínimo

 


El poder del pensamiento de Lucrecio radica en descifrar las palabras y los símbolos que mueven las cosas desde su necesidad radical, las palabras son perspectivas simples de lo que es realmente la vida, pero que se alteran en un ornamento falaz, misterioso; se debe por tanto rehuir de la mentira sin erradicar los misterios que comprenden los motores que atesoran su resistencia. Bajo esta figura, lo falso estará en la luz, mientras que lo profundamente verdadero, en las sombras, bajo el alero de la noche. La luz es trabajosa, necesita de procesos químicos y físicos tremendamente complejos para manifestarse, en este proceso explica la realidad mintiendo, es fenómeno, nunca noumeno; mientras la oscuridad es parca, sobria, elegante y justa. Como el pequeño punto de apoyo que necesitaba Arquímedes para mover el mundo, las cosas pequeñas inician a las grandes, comienzan lo eterno, lo que está más allá de nuestro entendimiento; como el principio científico del Big Bang necesitó de su mínimo posible en cuanto a espacio y tiempo para ser grande, las grandes verdades se dicen con poco, en el enfrentamiento común del individuo con sus necesidades, allí donde se fricciona con las cosas; cuando se caen las máscaras y vuelven a nacer las pasiones, junto con ellas todos los dioses, los más elementales, para que en la dialéctica del tiempo se vuelvan a hacer misteriosas y simples a la misma vez. En este choque con las cosas, los sentidos se alteran y la razón se vuelve inútil, incapaz de sostener aquello que dedujo a través de ellos, se maneja el todo con el todo, ya no es una mascara participando con algo, solamente hay sustancia alejada de la razón.

El producto se torna inevitable en algún momento de la historia, es ahí cuando el hombre toma su curso natural dejando lo artificial en el olvido; se prioriza la emergencia. La verdad no necesita memoria, esta misma se recuerda por siempre para no dejar de ser en ningún momento, el resto es un intento de detener el tiempo, y, aunque ocurre, no presenta cambios en el orden de las cosas, solamente perpetúa una mentira difícil de ignorar, porque representa una tentativa a la permanencia, recordando signos que debiesen existir por si mismos, pero, por no tener existencia propia, deben repetirse constantemente en las mentes establecidas de la democracia. No es el hecho una repetición, nuestra lengua y nuestra mente tratan de repetirse para vagar confiadamente en un mundo inhóspito que requiere de lo pagano primeramente para sobrevivir, es por ello que los dioses, que se repiten, nos dan la vida y la mantienen, en una estrecha relación que con el tiempo torna a religión, para luego pasar a un sistema político-económico que lo vulgariza todo. Es un extremo que no se puede sujetar, aunque se disfrute de un cambio relativo al subjetivismo del tiempo que se vaya creando tan lentamente, que las generaciones apenas noten sus cambios; en este sentido, lo fabricable tiene que ver con un gesto que avisa de qué moriremos; los vanos días que permanezcamos en este mundo podrían servir para servirnos, para acercarnos o alejarnos de la naturaleza; para aproximarse a lo mínimo y aspirar a lo máximo, dependiendo de los estados de conciencia que se alcancen con respecto a los ritmos de los dioses del tiempo.

Lucrecio fue contrario a toda religión, ya que ésta establece e impone las normas desde las cuales se deben desarrollar las conexiones intimas de los humanos con lo sagrado, intentos hegemónicos para protagonizar la mentira que recorta la realidad, desfigurando a los dioses; validando su existencia desde el amparo contrario al nacimiento de éstos, desde el absoluto desamparo. Por ello, se considera que Lucrecio manifestó en su filosofía la doctrina epicúrea de esconder la vida, la que podría traducirse de muchas maneras, pero que deja una huella interesante con respecto a la sacralidad de lo que el humano, como un ser que debería ser más que un bípedo implume, debería ganar, para dejar atrás el sinsentido sin goce, el tiempo sin estaciones, o las filosofías verdaderas, pero poco oscuras. Esconder la vida es esconder las razones, para no crear proselitismo ante una experiencia meramente personal de conocimiento, con respecto a la cual se podría orientar sin imponer, mientras se logre enseñar sin condenar. Esconder la vida es esconder la palabra, porque los nombres de los dioses son santos, recabados solamente por la impronta contingencia hacia contactos de paso, pero reveladores, estremecedores y escalofriantes. Dado estos casos, es menester no juzgar a quienes relatan dichas revelaciones.

Desde el ateísmo, este contacto no es más que encontrar algo más grande que uno, cosa no muy difícil de lograr. Ante esto, la historia del suicidio de Lucrecio, aunque no confirmada, propone una visión mágica del mundo antiguo con respecto al ateísmo, que puede explicarse con la libertad total y absoluta si se permite; esto es, no hay dios que decida ni cuándo se nace ni cuándo se muere, aunque, con respecto a esto último, la libertad de elección es total, sin cuestionamientos. Es la tesis del suicidio la forma de morir del ateo, que, aunque crea en un orden natural sin la necesidad de un ordenador, también entiende el orden artificial que se puede imponer para mentirle a las cosas, sin necesidad de establecer una deidad, dado que entiende que está necesidad es ilusoria, aunque desconociendo qué tan necesaria; empero, el suicidio, aunque artificial, no viola ninguna ley natural más que las divinas, en las cuales son los dioses los que deciden sobre los tiempos humanos, sin olvidar que el dios que nos rescata, bien puede rescatarnos con la libertad que tenemos en el artificio de sus cosas. El suicidio es quizás la única forma artificial que no banaliza la vida con su permanencia.

Es así que no se debe temer, según Lucrecio, ni a los dioses ni a la muerte, ya que estos vienen a rescatarnos con el hecho azaroso de mantener una mente serena, estableciendo que el cambio fortuito nos regala la cordura con su antónimo a veces. Es bueno entonces, recibir a la fortuna con la calma que debiera permanecer por siempre en nuestras mentes, recibir con una constante, dado que el resto es sólo verdad manifestándose eternamente en pluralidad de términos, desviaciones atómicas que brindan oportunidades caóticas para la excusa existencial de algún tipo de deidad, memorias que solamente quedan en especies capaces de sobrevivir lo suficiente como para visualizar símbolos o mitificarlos.

Aunque se alude mucho al término de los dioses para este artículo, la verdad es que Lucrecio no los consideraba importantes para la vida del hombre, no consideraba que éstos influyeran en sus acontecimientos, es más, es el individuo quién les da vida, y les llama según sus necesidades. Ahí radica la importancia de nombrarlos en filosofía. Muy atomista, como las palabras, los átomos desarrollan la historia en su interacción. El alma material, conviene acomodarla a la naturaleza, las palabras materiales, conviene acomodarlas a las cosas, mientras que los poemas responden a todas las preguntas. La vida, en última instancia, es placer, por lo que no es vano crear desde el ámbito artístico, entendiendo que en la estratificación del arte se encuentra una autentica adoración a figuras de paso, que hacen llorar o dan risa.

Un lente para no ver

 


El espíritu está en el presente. El espíritu es en tanto espíritu porque representa para el hombre cierta transparencia ante lo que es, el presente es lo que es, aunque con esto no se pueda decir ninguna cosa... El espíritu se muestra como la punta del iceberg, es una pasión trascendente, es la cosa que permanece más allá de la materia; el espíritu es un misterio intuitivo y metafísico que merece ser nombrado, pero que excluye todo nombre, que excluye a la materia, aunque puede manipularla y ser parte de ella; el espíritu es devenir; pero no un devenir constitutivo por las leyes inmutables, las que en este estado, en este aspecto, simplemente no existen, cosa obvia para algunos, siempre debe aclararse. No hay elementos medibles para el espíritu, lo que se puede medir no es más que un plano que sobrepasa al individuo. Es la corriente más allá, incluye todos los tiempos, incluye todos los espacios, incluye todas las materias, incluye todas las formas, los propósitos, las reacciones, las funciones. El presente es el espíritu moviéndose, manifestándose en el plano material, pero no es Esa forma, no es un atajo, el presente es la inconmensurabilidad de todo en la nada genuina, por eso avasalla con el peso del fenómeno tan vasto como lo que el sujeto sea capaz de soportar. El espíritu es parte de lo máximo y nada más, el punto visible e invisible hacia el todo que apenas se deja notar.

El espíritu tienes leyes que sobrepasan cualquier fantasía, son lógicas, son analíticas, pero no son eso solamente. La utopía analítica es estudiar el lenguaje que es una adaptación al infinito, ergo, lo analítico, si no es mediocre, debería aspirar a lo infinito, no tratando de ordenar aquello que trata de capturar lo inconmensurable. La mera existencia de la filosofía analítica es un absurdo, por redundante, el lenguaje se estructura solo y no miente, mentimos nosotros usándolo. No se trata de encontrar, siendo exagerados, brujerias, conspiraciones, orígenes, destinos, o posibles realidades; estudiar el espíritu y todas sus posibilidades metafísicas no hacen más que expandir nuestra conciencia, expandir la realidad tan cambiante como el clima, y tan aparentemente estable como la geología. He ahí la falta de rigor en positivismos vanos y desmoronables, en analíticas perfectas de cambios estandarizados y complejos, dado que no contemplan el infinito indemostrado de visiones astronómicas, ni los experimentos cuánticos desde el absoluto, sino que en su misma realidad que los rodea por necesidad, es un contacto torpe e infravalorado. ¿Por qué la filosofía debiese tenerle miedo a la palabra magia, por ejemplo? ¿No es esto un mal minimalismo del potencial real de las categorías, de los universales, de los imperativos, de las mónadas, o de incluso, del signo, de la gramática, de la estructuración de las palabras y de su desestructuración. ¿Esto no reduce el potencial de abrirnos al mundo para tratar de masticar con un poco más de dignidad la realidad, con la frente en alto, sin engaños? ¿Por qué el miedo ha de hablar y hacer arquitectura con lo que uno sabe desde la general realidad y no desde la particularidad? Para un espíritu tan nuestro, no es más que la manifestación de los temores de quienes quisieron vedar la metafísica, alejando precisamente la misma magia de las cosas; vedar la alquimia que tanto decía, pero que en gran parte se perdió permaneciendo oculto en grupos sectarios, ocultos y elitistas. Así como el paganismo huyó del cristianismo y del Islam, para preservar algún tipo de conocimiento, el positivismo oscureció estas doctrinas porque liberaban las aristas humanas quitando el rigor que necesitaban para abstraerse. No hay libertad en la analítica, no hay libertad en el positivismo.

Cómo lograr la empresa de derribar el conocimiento humano con conocimiento humano… esta respuesta la gritan las máquinas con las posibilidades que les brindaron millones y millones de medios, desde el Big Data; aunque no por algún tipo de voluntad propia, sino porque la propia existencia de las máquinas reconocen su negación. La negación de un conocimiento equiparable a lo que el individuo desde el comienzo de los tiempos presumió. Por ello, en esta intima relación que tiene el ser humano con la realidad, se debe luchar en contra de las certezas y alimentar la posibilidad, no veo otro medio por el momento. No se trata de negarse ciegamente a estar convencido, sino de observar cómo estás certezas se agrietan por sí solas en el proceso de contradicción con "todo lo demás", todo lo demás son las posibilidades. Hay certezas que evidentemente sobrevivirán a nosotros, el conocimiento es una forma de permanecer con el espíritu que se mueve suavemente en los detalles de la vida, en el ojo imperfecto de lo que se Es para que se aventure hacia el otro lado, sin importar las nociones del mundo, del comercio o la cultura. Se mueve a través de todo y no excluye a nada.

Probablemente es el paganismo en toda su acepción eufemística, la forma en que se deba buscar la verdad. El habitante del pago (pagano) o de la aldea, comenzó a negar que sus creencias se vieran afectadas por una corriente imperial, pero y más que eso, que otra creencia diferente a la suya fuese impuesta. La fe dejó en este aspecto de necesitarse, y los avances políticos comenzaron a ser más importantes que los suplicios que el devenir pudiera traer para cualquier tipo de creyente. “El espíritu es fe”, supongo que es la primera acepción de cualquier religión que grite a los cuatro vientos que confía en sus deidades para algo. Una verdadera religión, como la de Jacob, necesita luchar contra la fuerza que la mantiene; toda la historia debe conectarse con el infinito, la religión necesita demostrar su objetivo, de lo contrario, es un partido político más. No hay una forma corta para la observación ya que en estos caminos no existen distancias. No olvidemos que la presencia de los totalitarismos fueron consecuencia de la disposición a creer solamente en algunas leyes ¿Dónde quedaron las leyes que nos dieron la libertad, que nos hicieron morir por ella? Olvidadas en algún armario, se sentía el latir de otro regalo, de otra carencia. La libertad depende de la cantidad de espíritu que tenga nuestro pensar, atrayendo con ello errores y virtudes que radican lejos de la estabilidad, en un pensamiento dinámico, transitorio, un poco más real, un poco más espiritual, un poco más vivencial. 

Los objetos terminarían presentándose, como Hegel diría, anunciando su universal, proponiendo su existencia y su nada, abarcando un todo. Pero lejos. Muy lejos de su significado.

Los estereotipos en la filosofía y en el arte


Los estereotipos en la filosofía y en el arte
Discusión sobre estereotipos en la filosofía y el arte: Generaciones contrastantes frente a obras clásicas
Georg Lukács fue uno de los primeros en preocuparse por el pensamiento cotidiano, gran olvidado de las teorías del conocimiento. Para el pensador húngaro, estas estaban en cierto modo demasiado alejadas de la vida práctica, sobre todo debido a su alto grado de especialización. Sin embargo, en nuestro día a día impera la conexión entre teoría y práctica: la percepción inmediata de la realidad nos suministra una serie de rasgos básicos, que unimos para obtener consecuencias. Después, esas analogías determinan el pensamiento y el comportamiento ordinarios. Para Lukács con el arte nace una generalización, una superación de la particularidad, aún sin perder la vivencialidad individual.


Por su parte, en ¿Qué es la filosofía? Deleuze y Guattari afirman que el arte enfrenta al caos tratando de crear algo finito como contraposición a lo infinito. De este modo, las figuras estéticas portan una mezcla de las sensaciones experimentadas y muestran una imagen más concreta, que el receptor pueda procesar más fácilmente.

Cuando decimos de alguien que es “el típico soldado”, o “el típico caballero” nos estamos refiriendo, sin duda, a lo que nosotros entendemos por el miembro estándar de dicho grupo. Para nosotros entra dentro del estereotipo. Sin embargo, quizás nuestra concepción de ese estereotipo no sea muy parecida a la de otra persona.

Esto puede estar marcado por el lugar y el contexto en que se desarrolla nuestra vida. Para un habitante de España de, por ejemplo, setenta años, la experiencia de la Guerra Civil española teñirá los rasgos pertenecientes a su estereotipo de soldado, que tendrá probablemente características de indumentaria, comportamiento y carácter de los soldados que participaron en aquel conflicto concreto. Sin embargo, para un español de tan solo veinte años es poco probable que, cuando imagina lo que él considera un soldado típico, sin entrar en detalles, éste tenga rasgos de los combatientes de la Guerra Civil. Su contacto con la guerra ha podido darse con más facilidad a través de películas de acción (sobre todo americanas) y videojuegos de guerra, protagonizados en su mayoría por militares estadounidenses contemporáneos. Esto significa que cambian las armas, cambia la ropa, cambian la actitud, el lugar y el tiempo vinculados a la imagen mental.

Pero también por la profundidad y el tipo de los conocimientos que poseamos pueden producirse variaciones en el estereotipo imaginado entre dos personas. Pensemos de nuevo en el mismo chico español de veinte años, solo que añadiendo el detalle de que es un apasionado estudioso de la historia reciente de España. Ahora su soldado idealizado tiene muchos más puntos en común con el del primer protagonista de nuestro ejemplo, el hombre de setenta años, aunque esos rasgos se presenten, en cada caso, por razones diferentes.

Y es que otra cuestión que los supuestos que hemos planteado dejan ver es el hecho de que a menudo nuestros estereotipos se forman basándose en experiencias indirectas de la realidad. Solo en la medida en que nuestras experiencias sean fieles a la realidad los rasgos que forman nuestros estereotipos coincidirán con las personas reales del grupo al que hagan referencia. Esto no es un problema si nuestras experiencias son directas: un soldado extraerá los rasgos que forman parte de su estereotipo de soldado de otros soldados reales. Tampoco es un gran problema si nuestras experiencias indirectas tratan de reflejar lo más fielmente posible a miembros reales de colectivos, por ejemplo si una persona que nunca ha participado en una guerra extrae los rasgos para su estereotipo de descripciones u obras de arte realizadas por un soldado. Sin embargo hemos de ser precavidos, puesto que si nuestras experiencias indirectas se alejan mucho de la realidad o no son demasiado precisas, puede darse el caso de que terminemos aceptando como verdadero un estereotipo con más rasgos ficticios que reales.

El “sueño” de Nietzsche contra la caverna de Platón.

El “sueño” de Nietzsche contra la caverna de Platón.
Para Friedrich Nietzsche el mundo no tiene sentido, es caos, y no existe nada de preestablecido. Pues este mundo que creamos es un sueño, una prisión: vivimos así dentro de nuestro horizonte, de nuestra perspectiva, y la verdad – el caos – está fuera. Este sueño es la única manera dada al hombre para ver la existencia, la “verdad”, y la única manera para no hundirse en el caos es mantener este sueño – nuestra perspectiva, que queda una mera imagen del caos —, ya que el caos nos obliga a tomar una posición valiente y creativa poniéndonos frente a la insensatez de nuestras vidas.

Visualización de la filosofía de Nietzsche versus la alegoría de la caverna de Platón: hombre en celda simbolizando la percepción limitada de la realidad según Nietzsche, versus hombres encadenados viendo sombras en la caverna de Platón, representando la diferencia entre el mundo sensible y el inteligible.


Solo el prisionero puede mantener este sueño; solo es libre aquel que es capaz de reconocerse como prisionero. De hecho, la realidad es, para aquellos que no pueden soportar el peso de los sueños, el peso de una existencia sin sentido: el hombre desea la verdad porque es incapaz de enfrentarse con el sueño, con el misterio.
Así que Nietzsche utiliza la metáfora de la prisión para definir al hombre libre: no como él que se refugia en valores sin fundamento, considerados poseedores de verdad, que no puede soportar el peso al que lo pone el caos, sino como él que está consciente de su condición de prisionero y que sabe que no puede conocer la verdad no siendo capaz de descifrar el caos en constante transformación y, por lo tanto, teniendo como única manera de conocer la verdad la perspectiva, el sueño (el conocimiento de la verdad posible solo desde una posición parcial).

En la caverna de Platón los hombres están atados y dirigidos hacia una pared en la que se puede ver solo sombras de lo que pasa fuera. Fuera de esta caverna hay otro muro más allá del cual otros hombres asoman formas de animales, plantas y personas que están proyectadas por un fuego en la pared de los hombres encadenados en la caverna. Si uno de esos hombres que llevan las formas hablará, en la caverna se formaría un eco que podría llevar a los prisioneros a pensar que aquella voz provenga de las sombras que ven pasar sobre el muro. Mientras que una persona externa tendría una idea completa de la situación, los prisioneros, no sabiendo lo que realmente pasa detrás y no teniendo experiencia del mundo exterior (están encadenados desde la infancia), serían llevados a interpretar las sombras “hablantes” como objetos, animales, plantas y personas reales.

En este mito de la caverna Platón identifica a esta con el mundo sensible y el “afuera” con el mundo inteligible (el supra sensible), con la verdad. Platón afirma que normalmente los hombres son prisioneros, obligados a mirar las sombras de formas simples que ni siquiera son objetos reales; estos objetos reales solo se pueden encontrar “fuera de la caverna”, es decir en el mundo inteligible de las formas conocidas por la razón y no por la percepción. Los hombres no conocen directamente e inmediatamente a los objetos reales del mundo: más bien, nosotros solo conocemos el efecto que la realidad externa actúa en nuestras mentes. Cuando miramos un objeto, solo percibimos una copia, una sencilla representación mental del verdadero objeto de la realidad externa.
Platón, por lo tanto, a través de la metáfora de la caverna, reconoce el hombre libre en él que está consciente de que el mundo sensible no revela la verdadera esencia de las cosas, en él que puede alcanzar el conocimiento puro de lo real liberándose de las cadenas de su experiencia y mirando la luz de las estrellas y de la luna, llegando en el mundo de la pura intelección y comprendiendo la idea del Bien en sí.

Platón y Nietzsche utilizan la metáfora de un lugar cerrado como la caverna y la prisión con el fin de llegar a la definición de hombre libre y para ambos fuera de este lugar cerrado está la verdad. La diferencia entre Platón y Nietzsche es que, para el primero, Platón, la verdad es directamente visible, aunque no en el mundo de los sentidos (que es solo una copia de lo supra sensible), sino en el mundo inteligible (fuera de la caverna), mientras que para el otro, Nietzsche, no podemos conocer la verdad que se encuentra fuera de la prisión, una verdad que puede ser identificada con el caos, es decir con algo que está en constante movimiento, en constante transformación. Para Platón el mundo tiene un sentido y la realidad, la verdad, puede ser alcanzada por el hombre; para Nietzsche, en cambio, el mundo no tiene sentido y es el hombre que tiene que crear un sentido, y la verdad, el caos, no es cognoscible sino desde una posición parcial, a través de la perspectiva, en el mantenimiento del sueño.
Además, fundamental para
Nietzsche es el abandono del planteamiento metafísico platónico (que ve una distinción entre el mundo sensible y el mundo supra sensible) para sostener la falta de fundamento de un mundo trascendental. Lo único que queda al hombre es su vida terrenal, la apariencia, entendida aquí como una manera de interpretar la verdad.

La crisis de la concepción clásica del saber

La crisis de la concepción clásica del saber

Dentro de la tradición occidental siempre se ha considerado la unidad del saber como algo positivo. Esta idea se habría reflejado en la metáfora del saber como un árbol: el conocimiento como un ser vivo con cierta estabilidad, solidez y fijeza dividida por partes. Pero ¿sobre qué se asienta esta metáfora?


De los modernos que han utilizado esta metáfora destaca Descartes. La raíz del árbol es la metafísica, el tronco es la física y las ramas son las ciencias experimentales hasta llegar a la copa de la moral. Se trata de un saber que implica lo teórico y lo práctico. En el caso de Descartes no habla de lógica, sino de conversión matemática del método como aquello que va a permitir dotar de base al saber. Saber propedéutico, extensión matemática. Lo cual supone un giro completo de Aristóteles. Éste, en cambio, no utiliza esta metáfora sino que habla de tres ejes: matemática, física y "metafísica". Aquí hay jerarquía, aunque según abstracción, teniendo en cuenta una concepción global de conocimiento. Mas que despliegue hay un camino ascendente y profundo de la realidad. Esto es en el campo sustantivo, aunque también hay otros órganos como la lógica que después nos permitiría elaborar un saber con contenido.

Sin embargo, antes y después de ellos se había puesto en duda esa manera de entender el saber. Ya los presocráticos consideraron que más que de un árbol habría que hablar de arboleda en el que crecen distintos tipos de teorías. Así como Tales consiguió poner en el recto camino a la matemática estableciendo puntos de partida que todos aceptaran, esto no sucedió en la filosofía. Es por ello que pronto apareció la sofística. Ésta supondría la primera gran escisión de la filosofía que renuncia al saber teórico por el práctico, que renuncia, en definitiva, a la búsqueda de la verdad porque parece que alcanzarla es un imposible.

Quizá sea demasiado aventurado pero me atrevería a afirmar que algo así ocurre también en nuestra época. Como hace dos mil quinientos años la objetividad científica nos deslumbra y en ocasiones puede llegar a humillar al pensamiento filosófico. Por otro lado, la proliferación continua de teorías contrapuestas que intentan acabar con la anterior (nuestra tradición es ser revolucionarios) no facilita la comprensión adecuada de los problemas y, mucho menos, nos acerca a sus soluciones. Además, en el pensamiento postmoderno algunos vieron en esa metáfora del conocimiento como un árbol el intento de la filosofía occidental de imponer sus esquemas jerárquicos a la realidad y el pensamiento. Los principales formuladores de la teoría del pensamiento rizomático fueron Deleuze y Guattari.

¿Por qué hemos llegado hasta aquí? A partir del siglo XVIII, con Kant, puede decirse que la filosofía comienza a girar de manera equivocada. Resumiendo ilegítimamente la filosofía kantiana podríamos decir que todo su intento es establecer los juicios sintéticos a priori de la matemática, de la física y de la metafísica. Aunque esto fue asumido mayoritariamente se ha demostrado que los juicios de la física no eran tan absolutos y necesarios como Kant pensaba. Sin embargo, a la metafísica se le siguió exigiendo el intento de asentar todas sus aserciones. Además la escisión total entre lo fenoménico y lo nouménico habría conllevado, por un lado, poner un límite a la explicación científica. Por otro, la explicación metafísica sería imposible.

De esta manera tras él se exigió que la metafísica hiciera un ejercicio titánico que en realidad no se dan en matemática ni en física. Todos aceptaron el planteamiento kantiano de que el rigor que se impuso no se rebajara. Pero después de muchos intentos se tiró la toalla, quizá también, ilegítimamente.

Ahora es el momento de volver a recordar que la filosofía es una tarea que busca la verdad, pero que la busque no significa que ya la tenga. Estamos en el camino de alcanzarla, estamos en una tradición que, aunque parezca lo contrario, avanza. Esto queda resumido en la famosa frase: “Somos enanos a hombros de gigantes”. El avance en filosofía es muy pequeño, pero si conseguimos encaramarnos a todos los que nos han precedido conseguiremos que, al menos, nuestra mirada llegue un poco más lejos.

Sólo el filósofo, con su capacidad de síntesis, es capaz de ejercer la interdisciplinariedad y, por tanto, de establecer la integridad del saber, es capaz de coger las ramas y el tronco y las integra. Pero para que avancemos de verdad debemos ser muy humildes, no dejar de ser discípulos y no cansarnos nunca de caminar.

Sol Invictus



Los magos de oriente


«Vinieron unos magos de Oriente a Jerusalén y preguntaron:
“¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?, porque
su estrella hemos visto en el Oriente”».
                                                                                     Mateo.

A Leandro


 La solemne celebración del nacimiento del Sol Invicto -Invicti Solis- tiene su origen en la Roma clásica. A partir de la llegada del solsticio de invierno, el 21 de Diciembre, el día más corto del año, la tierra recibe menos luz, todo se enfría, y enteras regiones del norte se cubren de nieve. A su paso, la oscuridad de la noche se va apropiando de las luces del día, cubriéndolas con su manto de sombras. Pero, justo a partir de ese momento, el sol renace en todo su esplendor. Y, sostenido por las invencibles luces de su renacer, se eleva ante el pueblo romano que, jubiloso, inicia la celebración de las fiestas en su honor. Saturno todo lo devora. Es el dios del tiempo que, antes del reinado de Júpiter, gobernó la edad de oro, también conocida como la era de los iguales. Las fiestas saturnales, proyectadas en su honra, culminaban el 25 de Diciembre. Una estrella, la más resplandeciente de todas, presidía las fiestas. Solo entonces los magos anunciaban el nacimiento del redentor y, con él, del final de la tiranía de las sombras. Era la proclama del inicio de un tiempo de emancipación, de una nueva era para la humanidad.      
 La palabra “mago” proviene de Persia y significa sacerdote o, más específicamente, seguidor de la antigua religión de Zoroastro o Zarathustra, fundador del mazdeísmo y autor de los cánticos sagrados compilados en el Avesta, que datan del siglo VI antes de Cristo. Los “magos” zoroastristas, al igual que los judíos, creían en la llegada de un Mesías, cuyo nacimiento, dado a luz por el vientre de una virgen, sería anunciado por una estrella. Estudiosos de las constelaciones, los sacerdotes o magos esperaron pacientemente el momento indicado por el firmamento para seguir el rumbo de la estrella, y así poder ser testigos presenciales del nacimiento del rey de reyes, como lo llamaron. Y es que se trataba, nada menos, que del alumbramiento del hijo de mismísimo Dios.
 A pesar de ser un devoto del más ortodoxo rigor, Dionisio el Exiguo no se distinguió, precisamente, por señirse a los detalles en la elaboración de sus cómputos matemáticos. Monje y erudito escita del primer siglo de la era cristiana, Dionisio tuvo el encargo oficial de calcular el año del nacimiento de Jesús de Nazareth, con el fin de establecer el Anno Domini (A.D.), el calendario sustitutivo de los calendarios paganos que le precedían, y al cual debía ajustarse el nuevo orden de las cosas. Para saber cuando nació Jesús, el monje basó sus cálculos en la cantidad de años que gobernó cada emperador romano, sumándolos de forma regresiva, hasta llegar al año del nacimiento de Cristo. En efecto, su nacimiento se produjo durante el reinado de Augusto, quien gobernó Roma desde el año 31 aC hasta el 14 dC. No obstante, durante los primeros cuatro años de su mandato, Augusto gobernó con su nombre verdadero, Octavio. Y cuando Dionisio estaba haciendo sus cálculos, tuvo un descuido: olvidó sumar esos primeros cuatro años. Pero, además, olvidó el 'año cero', pasando del año primero aC al año primero dC. En una expresión, al calendario de Dionisio le faltan cinco años, y desde entonces la era cristiana ha llevado a cuestas este descuido. La humanidad entera celebró el milenio en el año 2000, cuando debió haberlo celebrado cinco años antes, en 1995. Y por la misma causa, Jesús de Nazareth nació cinco antes de su propia era. 
 Cuando Dionisio elaboró su calendario, la fecha exacta del nacimiento de Jesús ya había desaparecido del recuerdo de sus seguidores. Tuvo la Iglesia que adoptar una fecha cercana al solsticio de Invierno, que el emperador Aureliano había hecho oficial en el año 274: la del nacimiento del dios Sol Invictus, es decir, el 25 de diciembre, sustituyendo así la celebración pagana por la cristiana, porque, -argumentaban- así como la claridad del sol termina venciendo las tinieblas, la bondadosa luz de Jesús termina venciendo la oscuridad del mal. En todo caso, y más allá de los solapamientos cronológicos, litúrgicos o de los sincretismos religiosos, a los efectos de poder precisar la fecha del nacimiento de Jesús, resulta necesario tener certeza del paso de la estrella de Belén sobre el firmamento, es decir, reconocer, más en detalle, el periplo de la estrella que seguían los magos, sacerdotes de la doctrina de Zoroastro.
 Según Michael Molnar, astrónomo y especialista en historia de la astrología antigua, profesor de la Universidad de Rutgers, en New Jersey, el día 17 de Abril del año seis antes de Cristo -“la noche en la que los pastores vigilaban sus rebaños”, como dice Lucas, el evangelista-, Júpiter, “la estrella de los nuevos reyes”, iluminaba el cielo de Belén. Tómese en cuenta el hecho de que en esa ciudad, enclavada en los montes de Judea, los rebaños salen por la noche sólo seis meses al año, de abril a septiembre. No salen en diciembre, porque hace demasiado frío. De modo que, según la descripción dada por los evangelistas y estudiada por los expertos, si Jesús nació en Diciembre lo hizo sin la presencia de la “estrella” de Belén y sin ovejas pastando cerca de su pesebre. Pero si hubo “estrella” y ovejas, entonces la fecha no fue en diciembre, sino en abril. Por siglos, la cultura occidental ha celebrado, con los antiguos césares romanos, el nacimiento del Sol Invictus en nombre del adventus Redemptoris. A lo cual se han ido sumando algunas otras festividades tradicionales del norte de Europa, como la fiesta del Yule o celebración pagana del solsticio de invierno, en la cual la noche más larga del año guardaba consigo la promesa de que, a partir de ese momento, los días irían creciendo y, con ellos, mejoraría la cosecha. Para celebrarlo, las tribus festejaban durante doce días continuos con abundante carne y cerveza. Un gran tronco de yute, que hacían arder, presidía las festividades. Anunciaba el nacimiento de dios. En las casas se colocaban troncos de yute -abeto o pino- que simbolizaban el árbol de la vida, especialmente para la protección de los hogares contra los espíritus de la oscuridad. Pues bien, ese es el origen del árbol de Navidad que la cultura cristiana terminaría haciendo suyo.
 Y sin embargo, muy a pesar de los entendidos -o de los malentendidos-, sobre los cuales se han elevado tantas reliquias de piedra, de yeso, de cartón o de silicona -tantos dogmas, tantos prejuicios, condenas e imposiciones encubiertas o abiertas-, la historia de la celebración de la Natividad confirma su grandeza por sí misma. El espíritu de humanidad (Weltgeist) la anima. Es lo extraordinario y sorprendente de su encanto. Cada celebración de la Natividad representa un nuevo comienzo, una nueva oportunidad que no depende ni de las estrellas ni de los árboles, sino de la fe en sí mismo, en el deseo de cambio, la libre voluntad y el propio esfuerzo. Es la promesa del renacimiento de los valores fundacionales de Occidente, tan maltrechos por estos días que corren. Pero precisamente por eso, conviene tener presente que es tiempo de rectificación. Rectificar significa reconocer los errores cometidos a fin de enfrentar el mal del que también se es responsable. Es el deseo consciente de luchar para vencer las tinieblas de la tiranía y la tiranía de las tinieblas. “Ten el valor de equivocarte”, decía Hegel. Para lo cual es imprescindible enmendarse. Ese es el significado real de la Navidad: es el Sol Invictus en el que siempre brilla una nueva oportunidad para poder comprender y superar. Y es en esto consiste la “revolución copernicana” llevada a cabo por Jesús de Nazareth. La Navidad exhala el aroma de la libertad. Por eso Hegel llamaba al cristianismo “la religión de la libertad”. En la conciencia, que con cada año vuelve a nacer, la fe y el saber se reúnen para celebrar el triunfo de la humanidad libre. Afirmaba Spinoza que Jesús ha sido siempre “la verdad esencial del humanismo” y “el mayor ejemplo de serenidad racional”.     



El Yin Yang Lingüístico


 


La lengua es un sistema de diferencias. Si cada significante propone otra cosa ¿Cuándo realmente llegamos a la cosa? ¿Hay una cosa primordial o, exagerando, la sustancia de las sustancias? 

Cuando se trata de usar un signo para una sustancia el ser humano tiene problemas con respecto a lo que imagina pero desconoce. Lo desconoce porque no ha llegado a un consenso y no llegará en lo que se refiere a un signo, dado que un signo es demasiado opaco para iluminar; no es ni exacto ni preciso, entonces la sustancia se forma por una red de significados que pasan a ser un significante en el consenso, y se hace un poco más significante en cuanto más académicamente se haga. Entre más sabiduría, menos significante y más significado. Con el caso de la cosa es más problemático. Notamos el caso de la cosa para la cosa, es decir, un signo necesita otro signo para existir. Para este apalancamiento, ¿se debió necesariamente utilizar a la sustancia primariamente? ¿O hay una cosa para la cosa? No hay una relación directa entre el signo lingüístico y la realidad.

Esto quiere decir que el lenguaje es un sistema arbitrario de signos. Una arbitrariedad que involucra una historia directa e intima con la historia humana y su devenir, la arbitrariedad del poder. Es importante notar que la realidad y la historia no tienen por qué coincidir, dado que, como historia con una prehistoria siempre se le debe minimizar por convención. La historia es el medio por el cual se manifiesta nuestra libertad, la realidad es el ambiente donde se manifiesta este medio, supongo que esto resuelve algunos problemas políticos; donde esta historia se resuelve como mediación a la realidad, como antítesis, es que se debe inventar la política. Es por tanto la historia un requisito para el desarrollo de la lengua, esto es, ¿tienen los nativos montañeses una palabra fácil para océano? ¿Tienen las civilizaciones portuarias una palabra difícil para el mar? La historia forma una trama que maquina nuestro lenguaje, desde ahí comienzan a gobernarnos los muertos, los muertos desde la cultura, desde nuestras nociones de arte, desde las leyes que obedecemos, y los derechos que creemos tener porque nuestros ancestros o bien fueron amos o esclavos.  De todas formas, siempre el océano, el mar, tienen otros significados, otros recovecos, se encuentran entre el signo y la sustancia, divididos por el poema y la prosa, tan dioses como nuestras venas.

Como la lengua es historia, hace historia, hace filosofía, nace el estructuralismo. El lenguaje es una herramienta para la construcción de identidades individuales y colectivas. Por ello el lenguaje está vivo, muta, porque la historia muta con sus signos por otros signos, por otras historias tan violentas como las otras, es así como la sintaxis ha significado desde el mundo antiguo: orden de batalla. Que el lenguaje sea historia involucra que exista una historia de las matemáticas, una historia del arte, una historia de las ideologías de género, las que precisamente quieren cambiar el lenguaje, porque saben que cambiando el lenguaje cambian la historia. Tener el curso de la historia, no es otra cosa que demostrar la potencia de obrar, pero como su definición es la libertad, también la potencia de abstenerse de obrar, como, muy entre comillas, España en la segunda guerra. Cosa curiosa, la verdad se defiende sola, pero es que la verdad no es otra cosa que la realidad que los fuertes quieren escribir. Por lo que terminan negándola. La verdad es el papel donde los titanes quieren dejar sus huellas.

La conciencia es la presencia de Dios en el hombre (Víctor Hugo). Es sólo la conciencia la que es capaz de ver la cosa y la sustancia, de separarlas y de conocer qué tan alejada está la una de la otra, pero a la vez de unirlas y de especular el lenguaje, por lo que la única respuesta posible a la pregunta: ¿Existe el signo del signo? La respuesta es la conciencia. Pienso, luego existo. Pero es que este pensar es el hecho concéntrico por referencia, una forma de significar el Yo, la sobrevivencia, un actuar de poder que cambia la realidad, pero, para decirlo en términos hegelianos, que cambia la razón. La conciencia es la única evidencia de que existe el signo. ¿Pero, que la conciencia dude de la sustancia, implica que la conciencia sea una sustancia? La conciencia duda de sí misma, la conciencia duda de la sustancia en cuanto no la puede atrapar, bajo esta propiedad, la conciencia cumple este requisito. ¿Habrá otros?

Si existe algún conflicto entre el mundo natural y el moral, entre la realidad y la conciencia, la conciencia es la que debe llevar la razón (Henry F. Amiel). La conciencia lleva la razón, mas la realidad la tiene, como el vinicultor que extrae la uva para comenzar el proceso del vino, de lo báquico, del misterio, de las estructuras del conocimiento y de la cultura, para poder extraer el jugo de la fuerza, de la dominancia, del poder del Übermensch, para dominar el lápiz que escribe porque conoce las reglas de esta arquitectura. La conciencia inventa sus propias razones, ¿es sustancia, es signo, da a luz signos? Quizás sólo queda pensar que ni se crea ni se destruye.

La conciencia según el pensamiento oriental no cambia, es eterna, pero es adquirida en porciones parciales para el sujeto. Según la problemática, no siempre el sujeto es consciente, ni tampoco hay garantía que el sujeto en algún momento del tiempo, llegue a tener conciencia, por tanto, la conciencia puede no ser una característica del sujeto, puede que venga de otra parte, puede que entre en contacto en nuestra realidad pasando por el filtro del sujeto, para luego marcharse. Una especie de arista que entra fácilmente en el ámbito religioso, aunque en el budismo, que habla bastante de la conciencia, y que es catalogado como la religión atea por antonomasia, curiosamente, se marca como una conexión con lo que somos, mientras que el sujeto está atado a sus pensamientos, a sus emociones y a sus relatos, a la batalla entre realidad y razón. Prehistoria para historia, historia para prehistoria, susurrando los símbolos en todo momento. Como negándose a sí mismo, el sujeto llega a los extremos de su todo, radialmente, y si no es por sí, si es en sociedad, en constante cambio.

 “El problema central de la filosofía. Relación de la palabra con el objeto... ¿Qué es una palabra? Un signo arbitrario. Pero vivimos en las palabras. Nuestra realidad, entre palabras, no cosas. No existe cosa tal como una cosa, de cualquier modo; una Gestalt en la mente. Entidad... sensación de sustancia. Una ilusión. La palabra es más real que el objeto que representa. La palabra no representa la realidad. La palabra es la realidad. Para nosotros, de cualquier modo. Quizá Dios llegue a los objetos. No nosotros, sin embargo” (Philip Dick). Quizás por ello el sujeto tiene la ilusión que la conciencia se le va, porque la conciencia es una ilusión. Considera la posibilidad de que a Dios no le agradas. Puede que Dios nos odie tanto que su castigo, nuestra vida en la tierra, no sea más que un castigo mental, un castigo psicológico, estar sujetos a estas palabras como si fueran el mundo. Como si el lenguaje formara parte de la expiación y la condena, un medio artístico humano y divino, a través del cual podemos amasar nuestra lejanía con las cosas, y las palabras jugaran con esta polaridad de los signos que no acaban, ni se sabe de dónde viene.

Para que tu mano derecha ignore lo que hace la izquierda, habrá que esconderla de la conciencia (Simone Weil).

 

 

Leer en busca de una intención.

En el ámbito de la filosofía, la interpretación de los textos no siempre se centra en lo que significan literalmente, sino en lo que buscan resolver. La lectura con intención va más allá de la simple decodificación de significados, adentrándose en la búsqueda de respuestas a problemas específicos o en la captación de estados emocionales, de aprendizajes conductuales.

Esta práctica de leer no solo por el contenido sino por la intención detrás de él, nos lleva a preguntarnos: ¿cómo podemos profundizar nuestra visión? Es aquí donde la curiosidad religiosa juega un rol crucial, transformando gestos, formas y palabras en conceptos y enunciados cargados de significado. 

¿Cómo el acto de leer con intención permite al lector y al autor interactuar con problemas filosóficos y afectivos, promoviendo una comprensión más rica y profunda de la realidad a través del lenguaje y su evolución?.


Imagen conceptual de la lectura con intención en filosofía, mostrando cómo se transforman gestos y formas en conceptos profundos, con elementos que representan la evolución del lenguaje y la captación de afectos.



Pueden existir lecturas por la búsqueda de una intención, si es el encuentro con un problema que aclare un estado de cosas, a partir de ahí sería lectura por intención (y no por significación) como las lecturas místicas de textos orientales, o religiones antiguas. Siempre se pretende ver más, ¿cómo consigo ver más?, esta es la curiosidad religiosa que conceptualiza gestos y formas y los enlata en palabras y enunciados…

Cuando se lee en busca de una intención se absorbe progresivamente un problema, el autor desarrolla un estilo a través del cual propicia la captación de afectos (esto lo hace el filosofó, el músico, el poeta, el pintor…) Algunos autores usan modos de pensamiento que se desplazan por rutas no-comunes, que potencian devenires no-masificados. Son autores no comprendidos, autores que pretenden afectos sin lengua y hablan de ellos en una lengua extraña, son estos quienes realizan la función de actualizar el tramado lingüístico de su época, y podrían llamarse; conceptualizadores, enunciadores, creadores o algo común a estos tres. Actúan como si la lengua se alterase por momentos y grados de afección, como si en la historia de las palabras algunas quedarán vacías por "economía emocional", y naciesen nuevos afectos que necesitasen de estas.

Pues, si hay palabras vacías de afectos y viceversa, estos autores realizan el trabajo de enunciación, necesitan la palabra que a través del mejor (más útil) enunciado consiga conceptualizar un afecto que cambia. Y sería una de las más virtuosas acciones de la filosofía.

La guerra ofensiva

 



"La perversidad de los malos pone incluso a los buenos en la obligación de recurrir, si quieren protegerse, a las virtudes bélicas, la violencia y la astucia, o mejor dicho, a la rapacidad bestial.” (Hobbes).


Hay una guerra que permite que se invadan espacios privados, intelectuales sobre todo, espirituales por más, como queriendo abarcar una humanidad que parece extinta; en estricta dominancia de la conectividad que pueda tener un mundo que se vislumbra solitario, desértico, pero aún desafiante para el mal, por el mal, hacia el mal, se prolonga una forma de vida tan amenazada como amenazante. 

Es el mal el peor de todos los miedos, dado que no puede existir por sí mismo. Antes de huir, advierte atrevidamente, dada su emergencia totalitaria de consumir, de absorber, de pretender ser eterno, estable, y, si cabe, feliz, pleno. Su fuerza tiende a ser mayor porque ataca primero, es ofensivo, vulgar, culpabilizante, alienígena, seductor.

Es alienígena en tanto no pertenece al orden de las cosas, se escapa de la matemática en pos del conductismo, es extraterrestre porque es artificial, inventado, su estrategia es la búsqueda de otros mundos para alterarlos. Pero nada puede existir sin su lucha, sin la resistencia que le regala sustentabilidad, la virtud del bien es el bien; por ello la guerra, de la guerra depende la existencia de la guerra. En esta lucha aglutinadora pierde consistencia y retrocede, toma características naturales para mutarlas en seductoras, crea su propio erotismo sin convalidar la existencia del otro, para su propio bien, se enmascara, trata de comprender el mundo superficialmente, y su terror regresa. Ataca de nuevo, copiándose, en serie, fluvialmente, su objetivo es tan claro que torna obvio, revolcándose en su propio vomito.

Lo que ha logrado es que filosóficamente se pueda detectar con más facilidad que nunca la existencia de la bondad, pero pragmáticamente sea cada vez más difícil seguirla. Ya el mero hecho de nacer nos torna malos, las fantasías secretas de las religiones y las culturas de la culpa se cumplieron, mutaron a reales. Todo lo real es racional y todo lo racional es real, si así lo creemos, es cuestión de fe. Un niño nace y se le hace un favor, instituciones le cuidan, le educan, le vigilan, le adoctrinan, para que la mera posibilidad de libertad sea alta traición. Cuidaron y adoctrinaron también a sus padres. No debes ser libre. 

Puedes elegir ser libre, pero es la última decisión que tomarás (Kafka).

Quién está en guerra no habita, está de paso tratando de destruir y colonizar las riquezas del territorio para después seguir evolucionando hacia otros parajes, a otras posibilidades. Habitar es comprender el lugar en donde se vive, no se existe por sí mismo sin el sistema que le rodea, sin embargo, si le incluímos, somos el bosque. Todos los sistemas que traten de desvincularse, de individualizarse, encuentran su perdición, su miedo, su guerra. Ser auténtico no es hacer perpetua la certeza de la muerte que acaecerá personalmente para persistir buscando el enfrentamiento con el Ser, reconociéndose hasta el infinito, ser autentico es considerar de qué depende esta autenticidad. La existencia debe ser elegida, claro está, pero también se elige el lugar donde habitar. Vincularse con la muerte puede ser un medio hacia una guerra total, ofensiva (nazismo), en ultima instancia, vana, dado que ser para la muerte desvincula la vida de las cosas. No trato en absoluto de contradecir a Martin Heidegger, pero es necesario atacar lo superficial siempre, el resumen, lo incompleto. Este raciocinio teorético, pierde el verdadero pensar, la verdadera ignorancia, el correcto observar, olvida que la vida es un misterio, que hacer un hogar es un misterio, que el hogar mismo es un misterio. La muerte no es un confrontar, es un habitar.

Así como el quién nos confronta teme, también puede infundir temor, pero este temor es extranjero. Así como seductora es la opresión, también puede infundir esperanza (pinochetismo), pero esta esperanza es extranjera. Donde hay poder hay resistencia al poder (Foucault). El bien puede permanecer estático y seguir siendo bueno, pero los humanos portamos el aguijón que nos envenena, lo que hace poco eficaz permanecer quietos por siempre, como la sangre que pierde su vida si se detiene. 

Hay resistencia desde la inferioridad, desde otras estrategias, completamente nuevas, con otras metas, diseñada para causar mucho daño en poco espacio, porque es minoría: la guerra defensiva, la guerra de guerrillas, tiene otra moral, otra estética, otra relación con las cosas. Como, diría el poeta, las aves surcan el cielo sabiendo que no les pertenece; simplemente le protegen con sus cuerpos, cuidan una forma de existir, de sentir, sin apropiarse. La fuerza de los desamparados, es su unión, su saturación con el territorio para unirse, para pensar como lo haría dios. Quienes crean su mundo luego lo cuidan, le dan libertad, dan preguntas y inventan respuestas. La guerra ofensiva rehúye todos los porqués, la guerra defensiva los enfrenta.

No es que los que se defienden se escondan en lugares secretos apartados del mundo, es que son el mundo mismo. Ellos ya están mientras se trata de coartar sus posibilidades, porque el mal quiere hacer de ellos un hogar, poseer, mientras el bien hace uno el todo. Los que conocen de historia saben que las religiones les brindaron estabilidad a los imperios, cuando estas religiones dejaron de responder preguntas, los imperios cayeron, llegaron otros respondiendo y haciendo más. La labor del amo y del esclavo ha hecho la historia, ésta por el contrario, les oculta, los borra del mapa y los utiliza.

“El agua mantiene a flote al bote, pero también lo puede dar vuelta. Lo mismo ocurre con el pueblo, este mantiene al príncipe, pero también lo puede derribar” (General T´ai Tsung). Se creía en la antigua China que el emperador debía ser el más recto de los hombres para que el pueblo se mantuviera recto, si el hombre pensaba y actuaba correctamente, la mayoría de los males del mundo desaparecería. La virtud personal del emperador, el Hijo del Cielo, era garantía de la felicidad de sus súbditos. Es esta moral casi religiosa, la que renace, lucha y pervive desde su minoría y su debilidad.

Lo salvaje, en las profundidades, pareciera ser lucidamente alegre. El bosque no es un elemento ajeno, es un nosotros, es un yo que antagoniza con la abstracción del dominar; en el fondo de nuestras almas pasa lo mismo. El buen salvaje está adelantado a su tiempo y al nuestro, siempre fue un hombre del futuro. El asombro ante el contacto del europeo con los indígenas de los continentes americano, africano y de Oceanía, es histórico; involucionó de tal manera que lograron aprovecharse de la ignorancia mercantil de aquellos que no necesitaban para ser felices más que su medio ecológico. Hubieron casos en que estaban sumergidos en luchas intestinas que les alejaron de la unicidad con su entorno, salvo algunas excepciones, en cada uno de estos continentes ellos fueron derrotados. El buen salvaje no fue una amenaza para los europeos, es una amenaza para los sistemas de poder. El "ser ignorante" de sus pasiones, proporcionan de una u otra manera los procesos para que sigua en pie la dominación actual. Pero no es una ignorancia de los deseos, sabemos muy bien lo que queremos, el problema es encontrar las razones, las emociones, los sentimientos o los placeres que nos digan que vale la pena luchar contra ellos. Apasionarse de nuevo es una tarea Definitiva en la medida que este nuevo hombre de las cavernas ignore sus vínculos con todo, y se una a esta nueva caverna de acero, de plástico, de silicona, que atrinchera a sus prisioneros, les da un arma como bozal, intercepta sus comunicaciones sin que se comuniquen con nada, sin que digan nada. Le dicen pasión en el comercial pero no en el corazón.

Nadie puede, según Rousseau, gobernar al pueblo mejor que el mismo pueblo. Es una posibilidad engañosa. Lo revolucionario es que nazca un ser completamente libre, es mucho pedir que sea un pueblo, últimamente nos conformamos con algunos seres. Aún se desconoce la libertad. La desigualdad social, las contradicciones y el futuro de la sociedad moderna, señala las aporías que conducen a los conflictos sociales y a las guerras. La victoria es inevitable, sólo queremos que sufran los menos, en lo posible. En tu lucha contra el resto del mundo te aconsejo que te pongas del lado del resto del mundo (Franz Kafka).

Cierre de un ciclo (inicio del fin)



“Un Estado estará bien constituido y será fuerte en sí mismo
cuando el interés privado de los ciudadanos esté unido a su
fin general y el uno encuentre en el otro su satisfacción y su
realización”
                                                                           G.W.F. Hegel

Representación visual de la fusión de elementos civiles y militares según Hegel, mostrando la creación de un estado de corrupción y la ineficiencia resultante del colapso social, con un estilo reminiscente de una reacción nuclear


 En las Lecciones sobre la Filosofía de la historia universal, Hegel, al referirse a los designios de la astucia de la razón, afirma que en la historia los particulares tienen sus propios intereses por encima del bien común, sus propias motivaciones y deseos, pero que, precisamente por el hecho de que sus motivaciones son particulares, tarde o temprano ellos, junto con los intereses que los motivaron a actuar, se desvanecen sin proponérselo para dar paso a un movimiento muy superior al de sus mezquinas apetencias personales. Algo -quizá mucho- de “la mano invisible” sugerida por Adam Smith hay en este argumento de Hegel. Un adagio popular venezolano resume con sorprendente nitidez la tesis hegeliana: “cachicamo trabaja pa' lapa”. Los particulares tienen la ilusión de ser el poder encarnado, personificado, pero, en realidad, son utilizados en los fragores de la lucha general para terminar -no pocas veces- siendo sus víctimas. Y es así como, en los llamados procesos históricos, los particulares terminan siendo, al final, simples “cartuchos quemados”. Lo extraordinario de esta astucia de la razón -así la llama Hegel- es que la voluntad general de un determinado pueblo necesita -sine qua non- de la acción de los particulares para llegar a ser lo que se propone, es decir, para conquistar sus objetivos. Pero en el tortuoso camino de la concreción del fin los actores principales -sus cabezas visibles- van cayendo en el camino, uno a uno, aplastados por las ruedas del molino de la historia que ellos mismos construyeron. Todos terminan aplastados. Unos van presos, acusados de ser criminales, incluso por sus antiguos compinches; otros tienen que huir despavoridos, llevando consigo la jaula de acero que ellos mismos se construyeron; otros aparecen asesinados sin la menor explicación; y otros o se suicidan o se mueren de cáncer. Parafraseando el Tractatus de Spinoza, el prepotente derroche de poder, las multimillonarias sumas de dinero birlado o los vicios y excesos de placeres sensuales, bien sea con barraganas o con barraganos, terminan desvaneciéndose. Una vez más, como decía Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”.         
 Nadie puede negar el hecho de que los jerarcas del actual régimen venezolano -cuya característica más resaltante es la de su progresivo deslizamiento desde las formas ideológico-políticas consustanciadas con el totalitarismo nacional-socialista o con el fascismo tropical hasta su ya inocultable, abierta y directa, condición de cartel gansteril-, al principio, conformaron una junta de gobierno cívico-militar, compuesta por egresados de las academias militares y de las universidades nacionales. La denominada 'fusión civil-militar' fue, en realidad, la mayor perturbación ideológica que hiciera el extinto teniente coronel al quehacer político nacional, durante los años ochenta y noventa del pasado siglo, estando aún bajo el tutelaje de Douglas Bravo. Porque no se trataba de una simple alianza de lo uno con lo otro, como tampoco de la más compleja idea de unidad de lo militar con lo civil, sino, en sentido estricto, de una fusión.
 Fusionarse consiste en integrar varios elementos indeterminados en una entidad determinada. Así, lo militar dejó de ser militar y lo civil dejó de ser civil, para que los unos y los otros se fueron transformando, progresivamente, en vulgares criminales. En el lenguaje de la física, se trata de una reacción nuclear producida por la combinación de dos núcleos ligeros que se transforman en un único núcleo pesado. Y vaya peso el de forzar a un país pujante, colmado de las mayores riquezas naturales, a terminar arruinado y desmembrado. De dicha fusión resultó, pues, el nuevo elemento. Si se permite la analogía, podría afirmarse que así como la fusión nuclear del hidrógeno en el sol origina la energía solar, de la fusión nuclear de lo civil con lo militar se originó el gansterato. Ya no se trata de civiles o de militares conformando una alianza sino de un nuevo elemento, de una nueva forma de concebir la realidad, y, como diría Gramsci, de una nueva conformación hegemónica: la gansterilidad.

 Solo así se puede comprender la necesidad forista de las asambleas constituyentes en Latinoamérica y los intentos de creación de “nuevos Estados”, más cercanos al modelo político de las autocracias orientales -China, Rusia, Irán, Corea del Norte, Siria- que al Estado moderno occidental. No más sociedad política y sociedad civil, sino un Estado totalitario, cuyo fin último se propone el control absoluto de la sociedad civil, es decir, su más absoluta desnaturalización, y, por ello mismo, su consecuente desaparición. Esta es la razón por la cual se ha insistido en la conformación de un modelo de producción estatal que -por cierto- no produce, con la cada vez menor participación de la iniciativa privada en la producción económica. Las ficciones de un supuesto empresariado nacido a la sombra de la consigna “Venezuela se arregló”, ya ocultaba lo que ya se podía percibir desde los violentos tumultos de Las Tres Gracias en Caracas o desde La Liria merideña: que cuando se empobrece el espíritu de un pueblo tarde o temprano se descubre la corrupción inmanente a sus estructuras jurídico-políticas. Es lo que explica el pasaje de las expropiaciones y la estatización de empresas y tierras hasta la depauperación de todo un país, o la creación de instituciones oficiales paralelas a las ya existentes hasta la bancarrota del espíritu republicano. Es verdad que los zánganos ocupan una función determinada en los panales de las abejas. Pero si en un panal los zánganos logran asumir la conducción absoluta inevitablemente el panal llega a su fin. De modo que, de proseguir condenada a la administración sistemática de esa degenerada 'fusión cívico-militar', Venezuela, y lo que resta de su arruinado aparato productivo, más temprano que tarde colapsará definitivamente. Dejará de ser.


 Ya de suyo, y por su propia naturaleza objetiva, el modelo en cuestión parece haber puesto en evidencia sus contradicciones inmanentes. Subjetivamente, el fin final parece tocar a la puerta. Ha llegado el momento de los adioses, el profético Pedes eorum qui efferent te sunt, ante ianuam. Las llamadas “condiciones materiales de existencia” han servido la mesa para lo que se viene. La cacareada “guerra económica”, la excusa de las sanciones y del “sabotaje” ya no cuentan. Son el eco lejano de quien se niega a reconocer tercamente la derrota. Lo saben, pero los regímenes totalitarios suelen expiar sus incapacidades sobre el resto de la humanidad.


 La pobreza material se mide por la pobreza espiritual y ésta por la pobreza de las formas del lenguaje, a las que ha sido sometida la población durante los últimos tiempos. La ineficiencia crónica está directamente relacionada con la corrupción. La fórmula es sencilla: mientras mayor es el grado de ineficiencia mayor es el de corrupción. La pobreza de Espíritu y la corrupción, más que un asunto material, son formas de la inadecuación del Ethos del ser social. Decía Spinoza que la superación de dicha inadecuación estaba en el orden y la conexión de las ideas y las cosas. El Bien supremo es el resultado de una correcta formación educativa: el mal -dice- es la consecuencia visible de la ignorancia.
 Bajo las actuales circunstancias, no pareciera posible establecer relación alguna entre el aroma del contento, propio del Bien Supremo spinoziano, y las fétidas emanaciones que brotan del “poder popular para la suprema felicidad”. No sin astucia, el “tren de la historia”, que tan pomposamente decían conducir, terminará por llevarlos a sus respectivos destinos: al infierno como prisión o al tormento del mal recuerdo. Cronos devora a sus hijos. La historia sorprende a los que anhelan el poder para siempre. Es un terreno movedizo, inestable. Poco propicio para la eterna felicidad de los tiranos.      
        

Lo desconocido de la alegría

 




Así pues, lo que une a los hombres es la necesidad de sociedad que brota de su monotonía y vacuidad, pero no precisamente pocas cualidades desagradables y repulsivos inconvenientes los vuelven a dividir.

Arthur Schopenhauer

 

 

La unión es una forma, es una manera de encajar para cuadrar un efecto esperado. La unión contiene esperanza, claro está, es de parte de quien espera desde donde nace la civilización y toda forma de ayuda mutua. ¡Proletarios de todo el mundo, uníos!... Hay una respuesta a la soledad investigada científicamente, llega a conocerse como “puentes de afiliación renovadas”, en donde se visualiza que las personas que sufrieron rechazos severos en épocas tempranas, tienden a ofrecer más recompensas a quienes les ofrecen más y más compañía. Es interesante notar quien o quienes le hacen compañía al ser humano actual: sus gustos, sus likes; sus relaciones casi siempre laborales, familiares; sus cookies, las formas de escucha que le devuelven soluciones rápidas, independientes y aisladas. Entre menos se necesite a la comunidad mejor. Lamentablemente, se suele eliminar este espejo que incrementa la solidaridad para terminar confirmando que la solución misma es tecnológicamente vasta, aunque en última instancia mínima. Los animales tomaron el rol de santos, y para muchos se terminó por satanizar a los seres humanos desconocidos en particularidades, pero imaginados profundamente en conjunto. Esto plantea seriamente la posibilidad de una soledad innata, infinita, es decir, una forma de existencia en donde aspectos profundos de cada ser perteneciente o no, son completamente ignorados, rechazados y negados. El estado natural del hombre es, de facto, el sufrimiento (Schopenhauer). Cosa que termina por concretarse en el hecho de buscar aquello que creemos conocer para acompañar lo desconocido de nosotros con algo que existe para sí mismo.

Y pasaron los animales a santificarse, la bondad salvaje, para despreciar lo humano, por la mera ignorancia, el temor y la pereza de despojarse de aquello que nos sobra en demasía.  

Como la mayoría de las cosas que merecen la pena, las relaciones humanas más valiosas están repletas de defectos y obstáculos (Aristóteles). No hay que temer a lo desconocido, aunque decirlo sea fácil, es ahí donde se encuentra aquello que tuvo que adaptarse, en lo salvaje se encuentra algo provisional para el rescate de una soledad que emana ya de todas partes, porque lo soluciona todo empeorándolo; que es inevitable, que participa con ahínco en el bagaje del día a día, pero que es engañada por la capacidad de buscar de acuerdo a sus límites solamente, sin una conexión trascendental más que lo más vulgar en los individuos; llevada de la mano como una añoranza que nunca llega, porque es aquella añoranza la extrañeza de lo que nos abruma, una forma de cubrir la brillantez de lo que se creyó ser, sin serlo, y de atarse porfiadamente a un deseo que cada vez se trata de cubrir más rápido. Es por ello que éstas personas modernas son la representación clara, precisa, contingente, de las debilidades que trajo consigo las comodidades y el acceso rápido a prácticamente casi todo, menos a lo que nos hace grandes para nosotros mismos, pasaremos a ser estatuas a las cuales se le irán a encender velas, esfinges que de vez en cuando recibirán adoración en proporción directa a lo que su utilidad represente. Es el precio de querer ser dioses, olvidarnos de nosotros mismos.

A Dios le fue imposible conseguir que le amaramos de veras.

El engaño de vivir el presente es preciso en tanto sigamos prestándonos a estas relaciones reales de hecho, pero falsas en cuanto nos alejan del florecimiento para la felicidad plena, la cuál es una forma de determinar la vida. La alegría es su depositaria, quizás nunca en toda la historia de la filosofía, se haya podido separar la alegría de la felicidad. Esto no debería ser una obligación humana, pero podría, empero, la narrativa filosófica jamás ha hablado de obligaciones.

Cada cual vive en un mundo distinto porque no tiene otra relación directa con sus propias percepciones, sensaciones y movimientos; ergo, las cosas exteriores no ejercen influencia alguna sobre él, sino en cuanto que determinan estos fenómenos interiores. Es importante concretar la labor de lo salvaje para encontrar el influjo intimo que nos pertenece, dado que, hablar de lo salvaje es fácil sin hacerse cargo de las calamidades que esta liberación pudiera traer. Lo aterrador es que no ejercemos nuestro propio salvajismo, debemos sufrir el salvajismo de otro ente, otro sistema, una secta, que se presenta desde las sombras por todos los ríos subterráneos de la subcultura, que sobrevivieron haciendo lo mejor que saben hacer: ser brutales. Lo salvaje está dentro del imaginario como algo caótico, embrutecido, libidinoso, demente, barbárico, siendo que vemos en lo natural, con sus luces y sus sombras, que al fin y al cabo son nuestras propias luces y sombras, una hermosa armonía alejada de las pesadas cargas que los individuos llevan sólo por la garantía de llamarse civilizados. Hay patrones, hay posibilidad de domeñación sobre lo natural, de esto no cabe duda, así como el hombre mismo forma parte de la naturaleza y fue dominado. Aun así, en nosotros, pareciera existir como en cualquier bestia salvaje una categoría que no podemos tocar, que desconocemos por ajena, excelsa, sabia, contemplativa, lúcida, pero que probablemente se haga nítida en la medida que comparemos eso exterior con nuestro abismo, de tal manera de evitar la senilidad de nuestra alma, la discapacidad de nuestro juicio, la inhabilidad de nuestro ser. Un mendigo sano y dulce es más feliz que un rey enfermo y perverso. Hace algún tiempo esto lo olvidamos.

La alegría es una moneda en efectivo de la felicidad, el resto de bienes, una letra de cambio. Lo salvaje es profundamente alegre. Supongo que entraremos por caminos pedregosos si queremos seguir por este lado, pero no se puede rehuir a la posibilidad de pensar, ni la alegría ni la libertad ni el bosque oscuro que se niega a mostrarse, pero que nos llama sin pensarlo. Sólo podemos sentir para el pesimismo y pensar para el optimismo. Los algoritmos lo formalizan, saben que pueden recurrir a nuestra superficialidad para atraer nuestra atención. Hay algo que se niega a morir, células que quieren y tienen que seguir reaccionando a estímulos que olvidamos alguna vez para el lenguaje, anestesiados como medios de prueba en entornos hostiles pero seguros, que nos ayudan a creer en nuestra autovalencia para rechazar al prójimo; para adorar a Horus, Seth o Bastet, pesando en el día del juicio sobre la balanza de Osiris, contra algo tan liviano como una pluma, nuestros corazones en los lejanos dominios del Duat. 

Nuestro sistema político es el de la impaciencia, la interrupción de las cosas ordenadas naturalmente, interrupción artificial para suplir un deseo artificial de una realidad artificial.   

El humano feliz es una línea geométrica que deja deslizar todos los pesares de la vida hacia el mar de su nacimiento. Esto es lo salvaje, la pluma, volar como águilas, en contra del viento.

De la Heteronomía: La Dominación del Ser en la Sociedad Contemporánea

Imagen conceptual de un pastor guiando a un rebaño de ovejas sobre una montaña, simbolizando la heteronomía y la sujeción en la filosofía social






A mi querida sobrina Jeli Herrera, violista,


concertista y amante de la libertad





“Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional -o más


bien de abuso-, son los grilletes de una permanente minoría de edad”


                                                    Immanuel Kant, ¿Qué es la Ilustración?





En el campo de la filosofía práctica, el fenómeno de la heteronomía se comprende como la experiencia de la conciencia de un sujeto dependiente, sometido a un poder que -se presupone- lo sobrepasa y lo abruma. Se trata de un poder que le ha sido impuesto desde afuera, ubicado por encima de la autenticidad de su ser social. Un poder que, abstractamente, le dicta conductas, normas o reglas que obligatoriamente debe cumplir y que le impiden desarrollarse como ser autónomo, libre, activo, racional, reduciéndolo a cosa o, en todo caso, a un ser genérico, subalterno e indeterminado. Heteronomía es, en consecuencia, la condición sine qua non que impone la voluntad de uno -o de algunos- sobre la libre iniciativa del resto de la ciudadanía. Al aceptar su dominio, el “yo quiero” queda sometido a una fuerza imperativa que le resulta impuesta, ajena y hostil, transmutándolo, como dice Marx, en la más nítida expresión del ser enajenado, extrañado de sí mismo.  


El presupuesto del cual surge la heteronomía tiene su punto de partida en la figuración de que los individuos que componen todo posible cuerpo social, en general, no son lo suficientemente maduros para tomar decisiones por cuenta propia, por lo que deben necesariamente ser guiados, orientados y conducidos por quienes se autoperciben como los más ladinos y osados, aunque no siempre sean los mejor preparados -pero sí los más fuertes- y afirmen saber más del discurrir moral, social y político que el resto de la población de “niños grandes”, de “enanos mentales”, de eternos “menores de edad”, incapaces de decidir y valerse por sí mismos. Son ellos, los muy “maduros”, los “robustos gigantes” descritos por Vico, los “guías materiales y espirituales” de aquellos que actúan como críos, carentes como son de adultez y, en consecuencia, de toda eventual responsabilidad. Son los “pastores” de un numeroso rebaño de ovejas que, sin ellos, quedarían descarriadas y sin rumbo. Son los profetas iluminados, las muletas de los inválidos, los llamados a canalizar las desbordadas pasiones de los menos formados y más inconscientes, a fin de que no se desvíen el camino recto, del orden establecido, y acepten el régimen de obediencia y sumisión que se les ha implantado. Porque el “orden” no puede ser otro que el que ellos han sancionado. Ellos, los padres de la manada, los caciques de la tribu, quienes sabiamente han definido y colocando, además, los controles de rigor. De ahí que las sociedades donde impera la heteronomía sean, justamente, sociedades caracterizadas por el imperio de los controles. 


Frente a la conocida expresión: el cielo es el límite, cuya sola idea exhorta al sujeto a llevar sus conquistas más allá de toda posibilidad, el promotor de la heteronomía responderá, no sin cierta -y siempre sentenciosa- solemnidad, que, más bien, el límite es el único cielo permitido. Cuestiones del poner, del fijar (Setzen). Una característica esencial de la mera 'reflexión del entendimiento abstracto', como la denominara Hegel. De este modo, los miembros de las sociedades heterónomas terminan atribuyéndole su propia institucionalidad, su ordenamiento social y hasta su propia existencia, a una incuestionable autoridad: el Comandante supremo, esté vivo o muerto, pero siempre ubicado por encima del resto del ser social. No importa el nombre que reciba este ser “superior”, tampoco el nombre que reciba, a lo largo de la historia, esa formación social. Los resultados siempre serán los mismos: el autoritarismo, la dependencia, la manipulación, la explotación, la degradación, la corrupción, la impotencia.


Las sociedades sometidas al imperio heterónomo son, pues, sociedades barbáricas. Los griegos empleaban la expresión “bárbaro” para definir a todo aquel que “balbucea” como un “menor de edad”, como un niño “mal educado”. Decía Aristóteles que bárbaro es el que se encuentra gobernado por tiranías o despotismos en sentido estricto, lo que lo convierte en un esclavo. De hecho, según Aristóteles, el bárbaro erige a sus gobernantes con el fin de cubrir sus necesidades básicas, a diferencia de las sociedades maduras, constituidas por ciudadanos libres, cuya meta es la de vivir en y para la autonomía y el consecuente desarrollo.


Es cuestión de vocación militarista la obsesiva promoción de la heteronomía. No hay un fenómeno más afín a los regímenes totalitarios o autocráticos que la institucionalización de la heteronomía. “No razones: adiéstrate”. Pronto las sociedades se transforman en inmensos cuarteles o en gigantescos campos de concentración en los cuales se “administran” o “controlan” la alimentación, la salud, la educación y la cultura, la vivienda, las finanzas y la industria, pero, sobre todo, la violencia, por un lado, y los medios informativos y comunicacionales, por el otro. En fin, todo tiene que ser controlado, siempre en función de garantizar  “el orden”, “la paz” y “el progreso” en sentido orwelliano. La humillación llega, de este modo, al máximo. La objeción, la duda, el juicio, el pensamiento en cuanto tal, el derecho a la diferencia o a la protesta, quedan fuera de la ley, están sancionados, y son concebidos como claras manifestaciones de “terrorismo” y alta “traición a la patria” y a los intereses del llamado “colectivo”, es decir, del cártel que sostiene los hilos del poder. 


La consigna y la etiqueta -o como dice Kant, los “principios y las fórmulas”- sustituyen al pensamiento para dar paso al servilismo, al ser pasivo y resignado que espera pacientemente el crucial momento de la llegada de la electricidad o del agua potable, de la leche, del papel higiénico o del aceite al centro debidamente “controlado” de suministros. La educación abandona los contenidos para dar paso a las formas vacías, a las búsquedas formales, a los “métodos” que trastocan la construcción de la verdad en banal instrumento de medición. El lenguaje se entumece. La salud deviene ejemplo de la más indigna de las miserias humanas. Las empresas no producen, porque lo importante no es producir -¡oh, contradicción!- sino obtener un ruin aumento salarial. Entre tanto, las calles se cubren de la más salvaje violencia en manos de las squadre o falanges o comités de defensa -es igual- de un 'proceso' que ni lo es ni puede llegar a serlo. El objetivo sigue siendo el mismo: mantenerse en el poder por el poder, única fuente posible para el triste y grotesco espectáculo del enriquecimiento ilícito. Entre tanto, la heteronomía se hace carne y sangre de las mayorías, pues “el modelo” comporta mecanismos para su reproducción continua: no se educa para la libertad y la autonomía, se “educa” para la vil sumisión.


Kant fue el primero de los filósofos modernos en advertir acerca de los perjuicios de una sociedad heterónoma, carente de autonomía: “Es difícil para todo individuo lograr salir de esa minoría de edad, casi convertida ya en naturaleza suya. Incluso le ha tomado afición y se siente realmente incapaz de valerse por su propio intelecto, porque nunca se le ha dejado hacer dicho ensayo. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional -o más bien abuso- de sus dotes naturales, son los grilletes de una permanente minoría de edad”.


“¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!”, afirmaba el gran pensador de Königsberg en su tratado explicativo de la Ilustración. Para salir de la heteronomía Kant recomendaba tan sólo una exigencia: la libertad de hacer siempre y en todo lugar uso público de la propia razón.