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Búsqueda de la razón en una partida de ajedrez

partida de ajedrez junto a un río con un pastor, ovejas, perro, y dos jugadores, Gabriel y Emmanuel, al atardecer

Relato: La partida de ajedrez



A lo ancho del río cruza un pato solitario las aguas intranquilas, de orilla a orilla, mientras una nutria tímida lo observa escondida entre unos juncos. El Sol parece perezoso y quiere brindar a la escena un rato más de luz primaveral, estorbando, rojizo, a los ojos de un pastor de ovejas que recoge a su rebaño. El hombre se coloca la mano en la frente para evitar los reflejos de la luz y va contando de dos en dos; con la otra mano ase una larga vara de caminante, quizás de roble o de haya. Lo acompaña, o lo escuda, un perro parduzco que ladra descontrolado a algunas ovejas descarriadas. Observando desde el otro lado del río, es difícil saber quién manda más, si el pastor hombre o el pastor perro. Precisamente en la otra orilla, un par de figuras juegan en la hierba con figuras de madera una partida de ajedrez, y escuchan muy levemente los ladridos caninos: el viento juguetón hace de las suyas y ahoga levemente tales sonidos, pues mece los juncos junto al río componiendo una melodía traviesa y grave. La brisa siega en cortas ráfagas un cañaveral sin llegar a cortar las cañas, y de su interior hueco sale la música a borbotones. Las cabezas de los juncos chocan como si quisieran trasladar la armonía, como recordando aquellos narcisos ingleses que bailan en multitud. Los juncos del río en primavera son el mejor instrumento de viento que se pueda escuchar. La partida de ajedrez está avanzada y ningún jugador parece tener ninguna prisa en acabarla, quizás la misma prisa que tiene el Sol en su ocaso. Mueven las piezas dos muchachos, en turnos de muchos segundos. El que va a mover es Gabriel, y mira al tablero y piensa, a veces sonriendo y otras veces con el semblante serio y el puño apoyado en el mentón; el que espera el movimiento de su rival, Emmanuel, es más joven, y observa cómo la sombra se ha ido extendiendo a lo largo del río y queda a poca distancia de ellos mismos, o se tumba sobre la hierba y contempla el cielo raso y azul cielo. Emmanuel le dice al otro muchacho:

-Amigo, aquél pastor seguro es dueño del perro, que a su vez parece dueño y señor de las ovejas. Sin embargo, es el pastor quien las esquila, quien rentabiliza su lana, su leche y su carne. El perro, por el contrario, no parece muy interesado en aprovecharse de ellas, en todo caso, de protegerlas y de guiarlas. Luego en casa, se conformará con un plato de huesos y con las caricias del pastor. Pero, ¿quién es amo del pastor?

Gabriel mueve un alfil negro tres casillas en diagonal, y sonríe:

-Jaque al rey. Por lo pronto, yo me estoy haciendo amo de esta partida. En cuanto al pastor, amigo mío, no es el más amo de todos, ni la cúspide de la pirámide, ni dueño casi que ni de él mismo. Más bien es la punta del iceberg, de ese iceberg que algunos llaman “Humanidad”. Desde que el hombre es humano, y no creo que fuera antes, todo lo demás queda bajo las aguas, como aquellos juncos que nacen en el río y asoman sólo la cabeza para conocer al viento. Y desde arriba, lo que queda sumergido no se ve igual, se desdibuja, se tuerce igual que una cuchara metida en un vaso de agua. Tendemos a ver a las ovejas deformes, como si dependieran plenamente del pastor, cuando bien podría decirse al contrario. La importancia del hombre sólo la conoce el hombre, por eso deja de ser importante.
 El más joven ya ha movido rápido una torre blanca, y se para a reflexionar, deleitándose ante la música natural.

 -Todo parece un juego, Gabriel.
Gabriel, que a la vista se antoja mayor que su amigo, hace un movimiento y deja de mirar al tablero, observa a Emmanuel y le dice:

 -Todo es un juego, y todos jugamos, o queremos jugar. El problema viene cuando sólo el hombre quiere jugar con el resto, con los animales, con los arbustos, con las aguas, con las rocas de montaña. Piensa el humano que es su juego y el de nadie más…Jaque al rey, de nuevo.

Emmanuel hace caso omiso del jaque al rey, que ya esperaba, y medita con los oídos puestos en la sinfonía chaikovskiana que envuelve el atardecer. Con los ojos apretados y la cabeza hacia atrás, acaricia la hierba con la palma de sus manos y respira profundamente. La música es también cosquillas frescas y dulce perfume de río. Habla:
-Dime, Gabriel, por qué, si todo es un juego, existen guerras napoleónicas y civiles, guerras de los cien años y cabos de Trafalgar, las dos rosas y los Balcanes? ¿Por qué hay independencias y secesión, Guerras Púnicas y del Peloponeso, Sagunto y Numancia?
Tras la pregunta, Emmanuel levanta un peón entorpeciendo el jaque, y alza la mirada hacia su amigo, que sin mirarlo, pues tiene los ojos detenidos en el tablero, le contesta:
-El hombre, Emmanuel, no cree en sociedad, ni en poblados ni en familias; el hombre sólo cree en el individuo como medio de importarse, de algún modo, a él mismo. El hombre ha inventado algo nuevo, algo que nada tiene que ver con las leyes del Universo, ha inventado la razón. Y para no aburrirse, juega a la guerra.

Al decir esto, retira el alfil atacante y lo reserva en la retaguardia. Emmanuel echa un vistazo a la partida y enseguida vuelve la mirada al otro lado del río. No queda rastro del pastor, ni del perro, ni de las ovejas. La tarde sigue componiendo músicas para él. La sombra ya casi ha alcanzado a los dos muchachos y los primeros grillos se unen a la orquesta con una coda aguda y penetrante. Los juncos y cañas siguen sonando, aunque cada vez más suave, como preparándose para una eclosión final. Le pregunta a su amigo:
 -Y dime, Gabriel, por qué juegas al ajedrez conmigo cada tarde, si cada vez que nos sentamos junto al río, cara a cara y frente al tablero, rememoramos las más vívidas estrategias de guerra.

 Gabriel lo mira, ahora sí, a la cara, y contesta:

-No creo en las guerras. El ajedrez supone mi forma de expresión, mis emociones, mi forma de ver el mundo. Juego para expresar, no para matar. Son las emociones frente a la razón, de lo que firmemente rehuyo. Me aparto de toda esa condición humana que nos destruye a todos y que muy poco tiene que ver con lo que en el origen del mundo fuimos. Dime si no, por qué cantan los juncos ante el soplo del viento, por qué bailan sus cabezas como narcisos ingleses en multitud, por qué saltan los grillos y ladra el perro a las ovejas, por qué gruñe la nutria entre maleza del río y chapotea el pato cuando cruza el cauce de lado a lado, por qué, sino para expresarse. Dime entonces por qué hoy, y sólo hoy, parece el Sol más perezoso y rojizo que nunca, y la hierba huele a hierba y miel. Y por qué tenemos manos y dedos, labios y pelo, lengua y corazón, por qué, sino para que los podamos sentir.
Emmanuel parece atónito ante lo que escucha de boca de su amigo, a la que ha clavado sus ojos. No acierta a distinguir ninguna dualidad; como si todo lo que ha percibido esa tarde realmente tuviera una razón. Los dos parecen petrificados uno frente a otro, como dos efigies egipcias que nunca parpadean. Al fin, el amigo más joven, Emmanuel, se decide a contestar, moviendo con dos dedos un caballo blanco hacia una casilla negra, ocupada hasta ahora, por una dama negra y señorial, que abandona el tablero al ser cogida con dos dedos de la otra mano por la corona:
-Jaque y mate, Gabriel.

Emmanuel ha vuelto a ganar la partida de ajedrez, como cada tarde, justo en el momento en que una esquina del tablero queda en sombra. Los dos muchachos recogen las piezas, que colocan en una bolsa de cuero, y limpian el tablero. Comienzan a caminar paralelos al río en la dirección de la Estrella Polar. El viento vuelve a sonar con fuerza, conocedor del efecto embriagador de la luna que lo calmará hasta el día siguiente. La noche dará paso a un concierto de zorros, búhos y lobos.

Relato: La partida de ajedrez

RELATO: AHORA NO, AHORA SÍ

AHORA NO, AHORA SÍ
¿De qué dependen nuestras constantes vitales? ¿Quién observa y quién es observado? ¿Quién decide si "Ahora sí" o "Ahora no"? ¿Quién es dueño de su propia luz?

La calle ha quedado oscura. Tan sólo una intermitente luz, tenue, parece decir: ahora no, ahora sí, como el faro que vela el puerto y guía al tardío marinero en su vuelta a tierra. El cielo ruge con estruendo y comienza a llover. Desde una ventana, un gato aburrido bosteza, acurrucado y caliente, y observa la escena con mirada fría. Un golpe de viento apaga la farola durante un momento: ahora no, ahora no…, ahora sí, y continúa delirando al paso de la tormenta.
Al final de la calle tuerce la esquina un carro de metal, cuyas ruedas rozan chirriantes en la acera mojada, rompiendo el copioso ritmo del concierto. En el carro hay dos mantas dobladas, unos pantalones, una camisa, un plato de hojalata y un cuchillo con robín. Junto al carro tuerce también la esquina un perro grande y parduzco. Su collar está atado al carro por una cuerda rancia y desfilachada. Tiene el hocico levantado y cierra los ojos ante la intensidad de la lluvia. Agacha las orejas cuando el cielo vuelve a rugir. Sujetando fuerte el carro y conduciéndolo bajo la tormenta aparece, al fin, Nicholas. Camina muy despacio, sin prisa ni ilusión: sabe que no tiene a nadie que le espere, ni brazos que lo abracen, ni besos que lo besen, ni lar que lo caliente. Tiene el pelo largo sin recoger y la nariz afila su rostro enjuto. Sus ojos pardos denotan cansancio tras un día duro, tras una vida dura. Las piernas le tiemblan, también los brazos y manos; le tiembla el corazón, el alma. Avanza unos metros y se detiene. Del bolsillo de su chaqueta terregosa saca un  viejo pañuelo de tela, mojado, y se suena tan fuerte como puede. El perro ladra nervioso y él lo calma con una palmada cariñosa en el lomo al tiempo que le sisea. Prosiguen el camino por medio de la oscura calle, el agua se cuela violentamente por los agujeros de sus botas que levanta con gran esfuerzo a cada paso que da. La delgadez se concentra en su cuello marcado y en los dedos largos de las manos. Al paso por la farola Nicholas suelta el carro y se detiene a observar el discontinuo parpadeo descompasado. Su corazón late fuerte al ritmo de la luz: ahora sí, ahora no. Llueve intensamente y el cielo ruge que ruge. Ahora no, ahora sí. La luz se vuelve cada vez más débil y el hombre cae de rodillas con sus manos en el pecho, agarrándose la camisa. El perro ladra que ladra y su dueño mira la farola, con esperanza, con dolor, con lágrimas saladas mezcladas con el agua salada de la tormenta que le entra por las orejas y comisuras de la boca. Ahora sí, ahora no. Un trueno eterno rompe el cielo y tambalea la farola. Ahora no,…ahora no… ahora no.

Desde una ventana un gato aburrido bosteza, acurrucado y caliente, y observa la escena con mirada fría: un extraño hombre yace tendido, inmóvil, bajo la densa lluvia y un perro parduzco lo vela; ladra en la oscuridad plena atado a un carro chirriante.

Minirelato: Are you ready?

Are you ready?
Minirrelato minimalista que trata de indagar, por un lado, en cuán pequeñas o grandes son las cosas que nos hacen esbozar una pequeña sonrisa, y por otro, en cuán preparados estamos ante los retos, pequeños o grandes, que se nos plantean.


          Mi mano sujeta una copa de cava; quizás es vino, ya da igual. Me acompaña en el sofá una chica conocida, también sujeta una bebida entre las manos. En otro sofá dialoga una pareja, tranquila. Intento entender lo que dicen, pero me resulta complicado. No creo que hablen el mismo idioma que yo.  O puede que la culpa sea de un barbudo, que sentado al otro lado del salón, trata de calentar el ambiente con discos de música reggae. Sonríe al tiempo en que otro barbudo, más joven, le pasa algo que parece una colilla interminable. Fuman marihuana, distingo el olor. De vez en cuando alguien dice algo y todos nos miramos y tratamos de comunicarnos, pero pronto se rompe el hilo.  Y suena una canción, Are you ready to feel my love? Are you ready to give your love? Entonces miro a la chica y le canto el mismo estribillo al oído. Me mira y sonríe. Estrecha mi mano. 

Relato: El extraño invitado

El extraño invitado
En el momento en que creemos que todo es extraño ante nuestros ojos, nos convertimos nosotros mismos en extraños. ¿Cómo puede alguien volver a la tierra donde nació y no sentirse parte de ella? ¿Qué es lo que queda en nosotros cuando olvidamos? ¿Qué encierra nuestra memoria? El protagonista de este relato vuelve a su tierra a descubrirse.

          Cuando llegó al pueblo le invadió una pena inmensa que recorrió sus piernas y brazos y sintió que jamás lo volvería a abandonar. Muchos eran los años que habían pasado desde la última vez que hizo la visita para cobrar la herencia que sus padres le habían dejado, y malvenderla. Hubo de llegar en autobús y kilómetros antes pudo darse cuenta de que algo raro ocurría, nada estaba como entonces, que las peñas de roca dura que indican que entras en zona montañosa parecían ahora de arena blanda, dispersa por la ventisca de los idus de octubre, los ríos y valles de su infancia parecían menguados y sedientos, los almendros resistidores de otro tiempo se torcían ahora moribundos hacia la tierra. Entrar en el pueblo supuso el sentirse un extraño entre tanta gente desconocida y notar que nada se mantenía como lo recordaba, las calles habían sido empedradas de impoluto adoquín, frente al barro sucio que de niño habían gozado sus pantalones, en los balcones no colgaban las tristes yedras amarillas que una vez pudo ver, seguramente fueron redrojos de las flores nuevas carmesí, el párroco no fruncía ahora el ceño enfadado ante los balonazos en su portal sino que reía y contaba historias de Cristo a niños bien peinados, y con zapatos relucientes sin rotos en los exteriores. En la plaza del pueblo había una fuente donde antaño hubo un ciprés, es el ayer frente al hoy. Paseó por el pueblo y no pudo sino saludar a gente extraña, se apretó la corbata y se abrochó la americana, y recorrió lo que antes fueron las casas de sus vecinos, no reconociendo forma ni estructura alguna, mucho más modernas que hacía años, y la gente lo miraba y veía cómo se tapaban la boca, que acercaban a la oreja de algún otro extraño para comentarle acerca de aquel hombre barbudo que paseaba desorientado. El barbero no era barbero, sino una chica que se hacía llamar esteticista y no afeitaba a cuchilla, sino a láser. Hasta los perros eran otros, ninguno caminaba solitario ni ladraba despavorido, todos llevaban su collar con alegres colores y levantaban la cabeza al cruzarse con otra gente, gente extraña con lentillas y bolsas de la compra en lugar de cestas o carritos, con calefacción en sus casas que no deja exhalar el humo contaminante de los hogares, pues ya no era necesario. Llegó al parque y los niños disfrutaban con sus padres, que jugaban con ellos; antes, nunca fue tal, los jóvenes no llevaban relojes ni compañías adultas en sus juegos. Lo que hubo de ser la antigua casa donde se crió se había convertido en local de copas y bailes, con sus luces apagadas que aguardaban al atardecer para iluminar la entrada. Había llegado él al pueblo en pleno otoño como pregonero invitado en la inauguración de una feria tecnológica, sabiendo alguien en el consistorio que alguna vez él mismo perteneció a aquellas tierras, y conociendo, mal que bien, los propios avances del susodicho pregonero en el campo de las nuevas tecnologías. Todo el pueblo fue a verle hablar, con la curiosidad de quien quiere examinar lo desconocido. Desde el balcón del consistorio pudo ver el pregonero el extraño pueblo y a su gente, abarrotada extrañamente para recibir a un extraño, a un extranjero. El pregonero invitado sintió la angustia de quien no reconoce elemento alguno, el sudor le resbaló por la frente y se le nubló la mirada. El alcalde, que lo acompañaba, le ayudó a tumbarse dentro del salón y la gente empezó a zumbar en rumores bajo el balcón. En qué nos hemos convertido, pensó el invitado, y cayó su cogote crujiendo la madera del piso. Murió sin más. Pero antes hubo algo que lo alivió: desde el suelo y con la mirada borrosa observó a través del balcón el torreón de la iglesia, que seguía igual que entonces, con su piedra lastrada por los siglos, y sobre el campanario, un nido de cigüeñas que peregrinaban, y escalaban en el mismo techo de pizarra negra cada año, igual que entonces. Y se dio cuenta en el último momento que, sobre todo, lo que nunca había cambiado, era el frío helado que irrumpe en otoño. El frío.

RELATO: DE NIEVE Y PANOJAS

De nieve y panojas

Este relato supone una escena cotidiana en muchos pueblos de sierra. Además, nos pregunta, ¿Cómo es posible que se disfrute algo que se olvida, pero que al mismo tiempo, se desea con ahínco que vuelva y vuelva a ocurrir? Sin él saberlo, algo similar es lo que le sucede a Pepote.





El invierno de aquel año era el más frío de los que se recordaban en el pueblo y la noche se había encargado de borrar el cemento de las calles blindando de nieve entrada y salida del lugar. Las chimeneas exhalaban, desde primera hora de la mañana, el humo espeso de quien achica frío desde una estufa y de quien hierve la leche o el café en un trípode férreo. La madre de Pepote despertó a su hijo antes de hora y deslizó de corrido una cortina de tela suave, hay nieve, hay nieve!, gritó con una sonrisa mal disimulada, sin saber muy bien si le agradaba o le disgustaba la presencia del puro invierno. Pepote, como no habría hecho desde la vuelta al colegio en septiembre, abrió los ojos envalentonado, lanzó las mantas a los pies de la cama y se levantó como un resorte, y con una gran zancada alcanzó su cara el frío cristal de la ventana, hoy no hay cole, no hay cole, se apresuró a decir, y el vaho de su boca empañó el vidrio, vaho de ilusión, vaho helado como la propia nieve. Desde allí vio cómo el olivar se había tornado espumoso, cómo las tejas de arcilla de los tejados bajos eran ahora de roca lunada, cómo las chimeneas luchaban por lanzar sus nubes negruzcas lo más lejos posible de la límpida estampa blanca, y vio un gorrión indefenso sobre un cable de la luz, encogido sobre sus débiles patas. Era el día del año más ansiado por Pepote. 
Cuando estuvo preparado, y casi desoyendo advertencias de su madre, salió a la calle, guantes de lana por encima de las mangas de un abrigo voluminoso, bien abrochado hasta la boca, gorro también de lana calado por debajo de cejas y orejas, y pantalón de pana con unas botas katiuskas por encima y hasta las rodillas. El crujido de la nieve bajo sus botas era nuevo cada invierno para él, tanto que seguro agradecía tener tiempo durante el año para volverlo a olvidar. Ningún coche se había atrevido aún a crear las marcas necesarias para otros vehículos y tan sólo se apreciaban las huellas diminutas de ida y vuelta de alguna vieja que había ido ya en busca de pan. Al pasar por la puerta de su amigo el gitano tocó en ella con insistencia hasta que apareció su padre Don León, con el rostro enjuto, mucho más arriba que el mío y la nuez marcada, bigote espeso y casi cano, apoyada una mano en el filo de la puerta, la otra en una vara de acacia, y mirada hibernal, casi dormida. Está el gitano, Don Léon, le preguntó Pepote. Don León le guiñó un ojo con aprobación y le dijo, pasa, que se escapa el gato, y cerró la puerta tras el niño. La lumbre caldeaba todo el salón y sentados mirando al fuego estaban él y su madre, hola, gitano, que hoy no hay colegio. Don León y Pepote se sentaron también junto a la chimenea en sillas bajas de madera de pino y asiento de rancia anea. El gitano vestía un pijama color aceituna, diríase del tono de su piel, y descansaba sus pies desnudos en las chambranas de su silla, evitando el contacto con el suelo de las baldosas pequeñas y uniformes, y frías. A su lado, la madre retiró una panoja de la lumbre y se la ofreció a Pepote entre pañuelos de papel, almuerzos de panizo para el frío advenedizo, dijo ella, y ofreció otra panoja asada a su hijo, y otra a Don León, que recitó con cierta alegría, frío en invierno y calor en verano, eso es lo sano. El placer que sintió Pepote al desgranar el maíz era comparable al crujir de la nieve virgen cuando se pisa. Salada y dulce le quedaba la boca, y no cesaba en su empeño hasta llegar a la raspa; entonces continuaba rodeando la mazorca con los dientes y guiando su aventura con la nariz, tiznada de limpiar granos tostados, saboreando el calor del hogar que calentaba su cara y sus manos de niño, y también secaba la lumbre el pequeño charco bajo sus pies que había formado la nieve incrustada en la suela de sus botas katiuskas. Ese día, ese invierno, Pepote no lo quería olvidar.

Relato: Y la noche devoró al mar

Y la noche devoró al mar
¿Puede la esperanza ser devorada por la simple noche? ¿Son acaso nuestros sentidos, que perciben, los que crean una realidad alternativa? Este relato, a caballo entre la filosofía y la poesia, es una reflexión sobre la disputa del miedo contra el amor, contra la lucidez,  (o quizás Saramago dijera, sobre la ceguera).

Y la noche devoró al mar, aunque no pudo paliar el caníbal sufrimiento de las aguas que rugían como fieras atrapadas. La noche apagó la pureza de la espuma eyaculada por las olas tras un largo viaje, aunque no acalló su siseo jadeante al surcar las rocas en un extremo de la cala. La noche se comió a un marinero y a su pinaza, sin tan siquiera dejarlos volver al puerto. A merced de la noche quedaron algunas boyas gualdas que inútiles, dejaron de flotar. La noche derritió el vals de dos gaviotas ingenuas cuando arriesgaban demasiado mofándose de la oscuridad, pero cuatro o cinco vencejos consiguieron escapar a tiempo y huyeron veloces hacia las montañas, lo mismo que las palomas. El candor rojizo de la tarde proyectado en la arena blanda se apagó, y con él los destelles de salitre sobre la alfombra arenosa. La noche cerró su quijada y a un pequeño montículo calizo le robó sus arbustos y sus sombras. Cuando la noche resopló, un viento frío corrió a raudales y de su garganta exhaló el último vaho de los océanos; y la noche comenzó a sudar, y de sus poros manaron titilantes gotas fulgurosas, despavesadas velas que, tímidas y débiles, rendían tributo a la noche. Las nubes grises se emborracharon del tizne negro y cual esponjas de mar, se inflaron de noche hasta ser noche misma.

La noche, reinaba de nuevo.

Cerca de la orilla, dos jóvenes fueron devorados a dentelladas por la noche mientras, mirando hacia el mar, se cogían de la mano. A la mañana siguiente, sólo eran arena y sal.