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El Humanismo: Una Cosmovisión para la Coherencia y la Justicia


Humanismo como cosmovisión
En este artículo se afirma que el humanismo es la cosmovisión necesaria para dar coherencia a nuestras ideas acerca del mundo y se defiende dicha alternativa frente a los dogmatismos, por un lado, y los relativismos, por otro

Hombre practicando filosofía y deportes, con un fondo caótico, mostrando un enfoque ligero y alegre hacia la filosofía.

Desde un punto de vista materialista y evolucionista, hay que reconocer que la razón, como todas las cosas, también tiene su propia historia. Si la ciencia y la filosofía se apoyan en la razón, pero la aceptación de ésta no puede ser un absoluto, entonces es lógico suponer que debe haber un suelo previo, no directamente racional, sobre el que se asienta la propia razón: las creencias.

Ortega diferenció entre ideas y creencias. (1) En las creencias se está, se vive -decía él. Las ideas se tienen. Sobre las creencias es dificil discutir, porque provienen a menudo de un fondo inadvertido de oscuridad del que no podemos ser del todo conscientes. No obstante, podemos traerlas a la razón y entonces las "racionalizamos". Lo que nos queda, pues, es hacer explícitas esas creencias para poder cotejarlas con las de los demás.

Un sistema de creencias (o cosmovisión) se diferencia de una ideología en que tiene una mayor proyección social y no está ligado a la división de la sociedad en grupos heterogéneos (es decir, no incluye formalmente la referencia a esta relación de unos grupos contra otros).

La pregunta es: ¿a qué suelo de creencias no queremos renunciar bajo ningún concepto porque entonces haríamos saltar por los aires todo lo -mucho o poco- que consideramos valioso? Mi respuesta es: el humanismo. Y concretamente el humanismo secular tal como Mario Bunge lo caracteriza. (2) Dicho humanismo, en palabras del filósofo argentino, comprende las siguientes tesis: 1) todo lo que hay es natural o construido por el ser humano, 2) lo que es común a los seres humanos es más importante que las diferencias, 3) existen valores universales básicos, 4) es posible y deseable hallar la verdad y ésta se alcanza gracias al uso de la razón, la experiencia, la imaginación, la crítica y la acción, 5) debemos disfrutar la vida y ayudar a los demás a disfrutarla, 6) debemos apostar por la libertad, la igualdad y la fraternidad y 7) es necesaria la separación de la Iglesia y el Estado.

Sostengo que el humanismo ha de ser el sustrato básico de creencias sobre el que debemos movernos. Ante la tentación escéptica y relativista, tan recurrente entre nosotros como a lo largo de toda la historia, debemos hacernos la siguiente pregunta: ¿existe algún otro tipo de concepción del sujeto, alternativa al humanismo, que permita dar legitimidad a las pretensiones de validez de todos aquellos que, en multitud de situaciones de la vida, y en los más variados lugares, expresan de una u otra forma sus protestas y ansias de justicia? No la hay. Si renunciáramos al humanismo, entonces no tendríamos argumentos para oponernos a la barbarie, a la guerra, a la opresión, a la esclavitud... Y como no queremos esto, no queremos renunciar a defender que existen algunos límites irrebasables, y hemos de postular una idea de sujeto que sirve para ejercer una crítica del presente al mismo tiempo que como motor para la acción.

La universalidad de la razón (sin la cual no habría fundamento para el conocimiento, pero tampoco para la moral) es una exigencia del humanismo, en tanto que éste se propone salvar algunos mínimos puntos de apoyo para la experiencia del común de los mortales. Puntos de apoyo sin los cuales nos veríamos abocados a renunciar a todo juicio acerca de lo correcto y lo verdadero. En último término, por tanto, el humanismo tiene que ver con una necesidad práctica: la de preservar la identidad de la conciencia como fundamento de toda actividad.

Es notable que en el ámbito del conocimiento toda expresión formulada como verdadera exige de iure que cualquier ser pensante la admita o pueda admitir como tal, lo cual conlleva, además, que dicha expresión remita a una objetividad. En el caso de la moral, la pretensión de universalidad es un requisito inexcusable de toda persona cuando se esfuerza en aducir razones para justificar públicamente sus acciones ante los demás.

Que la universalidad de la razón sea una exigencia del humanismo significa que es un ideal regulativo necesario para dar coherencia a la multiplicidad de lenguajes y formas de vida que pueblan el vasto mundo de lo humano. Por eso el humanismo está tan vinculado a la defensa de unas "decencias comunes" como a la defensa de la racionalidad científica, y no tendría sentido abogar por una filosofía humanista enfrentada con la ciencia:

"El humanista de este fin de siglo no tiene por qué ser un científico en sentido estricto (ni seguramente puede serlo), pero tampoco tiene por qué ser necesariamente la contrafigura del científico natural o el representante finisecular del espíritu del profeta Jeremías, siempre quejoso ante las potenciales implicaciones negativas de tal o cual descubrimiento científico" Francisco Fernández Buey, Filosofía pública y tercera cultura

El humanismo es una cosmovisión totalmente congruente con la práctica del conocimiento científico. Recordemos que un sujeto racional, libre, igual y solidario es el que está a la base de la construcción de la ciencia, si hacemos caso del análisis de Robert Merton, según el cual el "ethos" de la ciencia se caracteriza por la universalidad, el escepticismo organizado, el altruismo y el comunismo epistémico.

No admitir ningún conocimiento revelado, ninguna creencia que no pueda ser racionalmente fundamentada, es tanto un principio intelectual como un principio moral. Se apoya en el supuesto de que todo ser humano, convenientemente inserto en un determinado medio social y cultural y guiado a través de una práctica argumentativa, dispone de los medios necesarios y suficientes para aceptar por sí mismo la verdad de una determinada proposición, sin necesidad de buscar la razón de esa verdad en algo superior a sí mismo.

La razón, el logos, la argumentación, sustituyó a la explicación mítica cuando surgió la polis en la Grecia Antigua. La razón aparece ligada desde su nacimiento al estilo de argumentación propio del ágora. El helenista Jean-Pierre Vernant sostuvo que "la razón griega es una perfecta hija de la ciudad" (3).

La democracia se construyó sobre el valor de la isonomía, que es la igualdad en la distribución del poder político. De la misma forma que ante el control del poder político todos los ciudadanos son iguales, lo son también ante la determinación de lo objetivo. No hay nada más democrático que la verdad -podría decirse- pues nadie puede poseerla de forma absoluta. El individuo es irrelevante ante la presencia de lo objetivo, lo que quiere decir que algo es verdadero, no porque este o aquel individuo particular así lo consideren, sino porque cualquier individuo puede o podría hacerlo con la sola ayuda de su intelecto, analizando las definiciones de los conceptos y las consecuencias prácticas de los mismos.

El humanismo es, por tanto, contrario a los dogmatismos, autoritarismos, etnocentrismos y esoterismos, pero también se opone a relativismos, subjetivismos y, en general, a todos los que de una u otra manera se desentienden del padecimiento de los que sufren.

Justamente el humanismo es la cosmovisión que se propone someter las creencias (y las ideas) a examen empírico y análisis racional, sin dar por hecho nada más allá de lo estrictamente necesario para hacer posible la vida humana: los principios éticos elementales para la organización de la convivencia y la búsqueda de la verdad como basamento de la actividad filosófica y científica. El humanismo es posible porque creemos en (y deseamos) la viabilidad de la vida humana libre y pacífica. Teoría y praxis quedan, así, conectadas sobre la base de un suelo común de creencias compartidas.

Al fin y al cabo, la mejor forma de ser fieles a la justicia, es profundizar en la búsqueda de la verdad en todos los ámbitos, del mismo modo que únicamente propiciando un comportamiento justo y una sociedad justa velaremos por que la investigación de la verdad, libre de imposturas e impertinentes exigencias, sea factible. 


Notas: 

(1) Véase el ensayo "Ideas y creencias" de Ortega y Gasset, disponible en http://new.pensamientopenal.com.ar/12122007/ortega.pdf 

(2) Véase: Mario Bunge, Crisis y reconstrucción de la filosofía, disponible en http://filosofiasinsentido.files.wordpress.com/2013/05/crisis-y-reconstruccic3b3n-de-la-filosofc3ada-mario-bunge.pdf , pp. 18-19

(3)     Jean-Pierre Vernant, Entre Mito y Política, Fondo de Cultura Económica, D. F. 2002, p. 3



Sobre el miedo


Sobre el miedo
Se analiza el miedo como fenómeno humano en relación con el poder religioso y el poder político-económico y se defiende la libertad como un acto de valentía, es decir, como un proyecto de vida que incluye el afrontamiento y la superación de los miedos en multitud de situaciones. Para acabar, se hace referencia sucintamente al tratamiento que el miedo ha recibido en las filosofías de Epicuro, Hobbes y Spinoza.

El miedo que paralizó el mundo

El miedo es una de las principales pasiones del ser humano y, por ende, una de las más interesantes desde todos los puntos de vista que se ocupan del estudio de la condición humana.

Lo primero y más evidente es que, desde el punto de vista puramente biológico, el miedo es una emoción sin la cual no podríamos llevar adelante la vida. El miedo, presente en todas las especies animales, tiene un valor adaptativo insustituible como mecanismo preventivo contra los peligros que amenazan la supervivencia. No solamente nos proporciona una información indispensable para advertirnos de la presencia de estímulos amenazantes, sino que además nos prepara para ofrecer respuestas eficaces a través de diversas estrategias de evitación. En los vertebrados complejos, existe un órgano específico del cerebro encargado de alertarnos del peligro: la amígdala cerebral. Sin unas ciertas dosis de miedo, no podríamos ni siquiera estar vivos.

Sin embargo, no todo se queda ahí. El miedo, además de ser un mecanismo de supervivencia, es otras muchas cosas más. En el caso del ser humano, el miedo adquiere dimensiones nuevas (emergentes) respecto al nivel biológico, pues se convierte además en un fenómeno psíquico, social y político, por lo que es preciso considerarlo además desde otras perspectivas.

Dada la vasta amplitud del tema, me centraré solamente en algunos aspectos.

El miedo en relación con la religión 

El miedo está en el origen mismo de la religión, según algunos autores como Bertrand Russell.

Es en parte el miedo a lo desconocido, y en parte, como dije, el deseo de pensar que se tiene un hermano mayor que va a defenderlo a uno en todas sus cuitas y disputas
Libro: B. Russell, Por qué no soy cristiano, EDHASA, Barcelona, 1979, pp. 17.18 

El miedo a la muerte, a la enfermedad, al dolor, a la desgracia, genera en las personas la angustia que les conduce a inventarse un mundo trascendental en el cual encontrar el consuelo que no son capaces de hallar en esta vida limitada e imperfecta.

La religión ha usado siempre el miedo como su más poderoso instrumento de dominación, hasta tal punto que podría decirse que las instituciones religiosas son el paradigma de este tipo de manipulación social. A las personas se las educa desde su infancia en el miedo al pecado, a lo impuro, a lo diabólico. La introyección del discurso represor facilita el control de los creyentes. Algunas religiones se sirven de la amenaza del sufrimiento infinito y eterno para atemorizar a aquellos que no creen en sus dogmas y no cumplen sus normas. En los textos fundadores de las grandes religiones monoteístas el miedo se encuentra totalmente inserto en sus principales relatos. El Salmo 111:10 dice: "El principio de la sabiduría es el temor de Jehová; buen entendimiento tienen todos los que practican sus mandamientos. Su loor permanece para siempre".

El quebrantamiento de las prohibiciones conlleva graves consecuencias. Al impío se le castiga de forma inmisericorde. Las persecuciones contra los infieles, los herejes, las brujas, permiten establecer un férreo sistema de exclusiones gracias al cual se define el orden social que desea preservarse. La lógica del premio y el castigo perpetúa, además, la infantilización de la sociedad. Quienes actúan de determinada manera por miedo al castigo, no actúan con la convicción racional de estar haciendo lo correcto; son por ello veleidosos, pusilánimes y no dignos de confianza.

Las religiones alientan el odio hacia los creyentes de otras confesiones y promueven la intolerancia sirviéndose también del miedo a lo "diferente": así se forjan las identidades culturales cerradas en torno a la defensa de tradiciones premodernas en las que el respeto a la persona no cuenta lo más mínimo.

El miedo en relación con el poder político y económico

Todos los totalitarismos sin excepción abusan del miedo como instrumento de cohesión social. Solamente de esa manera se comprende que las personas puedan ponerse al servicio de un tirano y luchar por defender unos ideales que, de otro modo, les resultarían totalmente insoportables.

Las dictaduras refuerzan su poder, al igual que las religiones, definiendo de forma explícita y clara quiénes son los enemigos a los que temer. Los enemigos pueden ser externos pero también internos. En toda sociedad basada en el miedo se generan múltiples chivos expiatorios a través de los cuales se pretende purgar todos los grandes males: los inmigrantes, los comunistas, los masones, los judíos, los homosexuales, las mujeres, etc. Aparecen agentes peligrosos por todas partes, que ponen en riesgo el buen orden y atentan contra los valores patrios.

El miedo justifica también toda clase de limitaciones a la libertad individual en nombre de la seguridad. Desde medidas encaminadas a proteger la salud pública hasta medidas que conllevan censura en medios de comunicación u obstáculos para la libertad de expresión. La tensión permanente se apodera de los sujetos y éstos ceden sus derechos en beneficio del poder político, que los limita o suspende arbitrariamente con el falso pretexto de garantizar de esa forma el interés general de la sociedad.

El miedo, más que una fuente de legitimación, es un sustituto para la falta de legitimidad, cuando un Estado no puede o no quiere cumplir con la que es su función básica y primordial: proteger y garantizar los derechos fundamentales de sus ciudadanos. En ese caso el miedo es lo único que puede evitar un levantamiento popular. Si los oprimidos no se sublevan ante la tiranía del soberano, será por el miedo a perder su propia vida en el intento.

Y las dictaduras pueden conseguir que los trenes marchen a horario, pero no que los ciudadanos gocen de sus derechos ni cumplan con sus deberes para con sus semejantes. En efecto: cuanto mayor es la coerción, tanto menor la solidaridad, porque el asustado se limita a sobrevivir
Cita: Mario Bunge, "Cómo perder el miedo", en http://mariobunge.com.ar/articulos/como-perder-el-miedo

Pero del miedo se sirven también las democracias. El ataque contra los derechos humanos que acometió la administración Bush tras el 11-S, usando como coartada el miedo al terrorismo islamista, sería un ejemplo perfecto de ello.

Alimentando el miedo a lo peor, un gobierno democrático puede acometer determinadas reformas sin apenas respuesta social, presentando tales medidas, falazmente, como la única manera de evitar una catástrofe. De esta manera, hasta las reformas más injustas e impopulares pueden ser aceptadas con resignación por parte de muchos ciudadanos, que en la disyuntiva de elegir entre lo malo y lo peor, prefieren lo primero.

En las economías capitalistas, el miedo es un fenómeno ampliamente extendido. En un contexto de desocupación masiva, el miedo a perder el empleo fuerza a quienes lo tienen a aceptar condiciones laborales draconianas que rozan la esclavitud. En la competición por bienes escasos, en general hay muchos perdedores y la mayoría de los individuos tienen miedo a resultar afectados.

Así lo explicaba el sabio José Luis Sampedro en una entrevista: "si usted amenaza con la guillotina pero luego no mata a nadie, puede esclavizar a quien quiera. Ellos pensarán: 'al menos no estamos guillotinados'". Mediante el uso político del miedo es como la democracia queda burlada, y los derechos de los ciudadanos, destruidos. 

El miedo y la libertad 

Para ejercer la libertad hace falta, claro, enfrentarse al miedo. Pero el ejercicio de la libertad, a su vez, produce miedo a muchas personas, tal como estudió Erich Fromm en su célebre obra El miedo a la libertad. Es el miedo a salirse del grupo, a quedarse solo, a ir contra la mayoría social. Muy pocas personas son capaces de sobreponerse a este miedo. Los sucesos del siglo XX prueban que muchas personas renuncian a sus posibilidades de libre realización individual por el temor al desarraigo y el aislamiento; no quieren pagar el precio de incertidumbre y la pérdida de valores primarios que conlleva la independencia, y menos todavía en condiciones de precariedad económica e inseguridad sociopolítica. Buscan refugio a cambio de sumisión absoluta. La angustia y el desprecio que sufren hallan un lenitivo en la entrega a la causa, en la disolución del yo en el todo orgánico que los acoge. 

La libertad llevada hasta sus últimas consecuencias, reflexivamente asumida, significa autonomía. La libertad como autonomía no implica ausencia de normación: también está sometida a normas, pero no son las normas de la tribu, sino las de una ética universal que tiene como primer principio el respeto a la dignidad humana en toda circunstancia y que puede, por tanto, entrar en conflicto con la ley del lugar. La libertad así entendida es una libertad positiva, un poder, una capacidad, mediante la cual el sujeto se autoafirma como tal y afirma, al mismo tiempo, el respeto a la humanidad que en él se expresa. 

El miedo únicamente se supera con la acción. Pero no con una acción aislada, sino con un cúmulo de acciones a lo largo del tiempo, lo que genera un hábito: el hábito de la valentía. "No es valiente el que no tiene miedo, sino el que sabe conquistarlo", dijo Nelson Mandela. La valentía es una virtud del carácter que se refiere no solamente a la búsqueda de la felicidad por parte del individuo, sino a la justicia e incluso a la verdad, pues también hace falta ser valiente para someter a crítica los dogmas y mitos que cercenan el libre pensamiento. La valentía es la libertad en acto, dicho en pocas palabras; es la energía creadora sin la cual ni siquiera sería posible iniciar un proyecto de vida. Es decir, incluye una determinada manera de afrontar los miedos en todas las situaciones de la vida, y es por ello una de las principales virtudes éticas. Sin coraje nos faltaría la capacidad de resistir ante las trampas del miedo que nos impiden ser felices, careceríamos de la perseverancia necesaria para llevar a buen término nuestras decisiones y no podríamos defender la verdad ni la justicia ante aquellos que las amenazan. 

Miedo y Religión - Un hombre y el fuego



El miedo en tres autores: Epicuro, Hobbes y Spinoza 

Me detendré en el caso de tres filósofos: Epicuro, Hobbes y Spinoza, por considerar que sus teorías son las más relevantes (o al menos, las más fértiles) en lo relativo al estudio del miedo. 

La referencia a Epicuro es obligada. Su famoso "tetrafarmacon" se presenta explícitamente como la medicina para luchar contra los cuatro principales miedos que atenazan el alma humana: el miedo a los dioses, el miedo a la muerte, el miedo al dolor y el miedo al fracaso. Inaugurando una tradición de filosofía libertaria, radicalmente humanista y materialista, Epicuro propone una filosofía que consiste en gozar de los placeres de la vida, saber discernir entre los placeres convenientes y los no convenientes y compartir con los amigos tanto la vida como el conocimiento. 

Con Hobbes, el estudio del miedo es afrontado desde una nueva perspectiva. Hablando de su nacimiento, Hobbes dijo: "el miedo y yo nacimos gemelos". Hobbes le asigna al miedo un papel positivo y creador en el orden social y político. Será el filósofo inglés quien inicie toda una tradición de filosofía política netamente conservadora basada en el llamado "pesimismo antropológico": el hombre es lobo para el hombre. Según Hobbes, el miedo es lo que mueve a los seres humanos a someterse a la autoridad de un Estado. En estado de naturaleza, los seres humanos habitan un mundo brutal y despiadado en el que rige la ley del más fuerte. En tal situación, viviríamos a merced del arbitrio violento de los otros y veríamos constantamente amenazada nuestra vida. El miedo a la muerte lleva a las personas a pasar de un estado de naturaleza a un estado basado en un contrato fundacional. Es decir, para evitar el extremo de la guerra permanente, las personas ceden a un soberano todos sus derechos y entonces surge el Estado como un ente capaz de garantizar la seguridad de todos. ¿Cómo impone el Estado su autoridad? Mediante el miedo al castigo, a través de la coerción y el uso de la violencia institucionalizada. El miedo, y solamente el miedo, es el que está en el origen del poder legítimo del Estado y es el que permite, además, su continuidad. En la teoría de Hobbes encuentran argumentos aquellos que defienden la legitimidad de estados autoritarios y autocráticos; por eso Hobbes fue partidario del absolutismo monárquico, sistema basado en el máximo miedo. 

Frente a esta concepción antropológica y política tan oscura y, vale decir, antihumanista, surge la filosofía de Spinoza como un maravilloso destello de lucidez y confianza en el poder de la razón. El miedo, según lo aborda el judío holandés, es una pasión negativa que, junto con la esperanza, es uno de los grandes males que conducen al ser humano a vivir en la servidumbre. La superstición permite engañar a los hombres y

[...]disfrazar, bajo el especioso nombre de religión, el miedo con el que se los quiere controlar, a fin de que luchen por su esclavitud como si se tratara de su salvación
Libro: Baruch Spinoza, Tratado teológico-político, Altaya, Barcelona, 1997, p. 64

El respeto a la autoridad y las leyes es necesario para la conservación del Estado, de ahí que el miedo sea un instrumento útil, pero no puede ser un fin en sí mismo. Es necesario un aumento de la racionalidad y el encauzamiento de los afectos colectivos en aras de la concordia. Sólo en sociedad es posible perfeccionar la naturaleza humana y lograr la felicidad. Nada hay más útil al hombre que el hombre. No es el miedo la base de la convivencia social y la armonía, sino el deseo de incrementar la libertad y la felicidad, puesto que solamente en sociedad podemos ver aumentada, con ayuda de los otros, nuestra potencia individual. La autoridad no significa coacción sin límites: el amor a la libertad es irrenunciable. El ser humano tiene la capacidad de construir y compartir, de mejorar y crecer. Unas adecuadas instituciones permitirían a la multitud libre cultivar la vida en común sin necesidad de imponer el miedo. En una sociedad sana los seres humanos se comportan los unos con los otros de una manera confiable, honrada y justa. El sabio es quien posee la virtud de la fortaleza, que se desdobla en dos: firmeza, cuando va referida al propio sujeto, y generosidad, cuando va referida a los otros. Una concepción como la de Spinoza vale para justificar la legitimidad de la democracia, en particular en su versión de democracia republicana: es decir, aquella que, para su correcto funcionamiento, exige la presencia de la virtud pública.

La idea de libertad. Una teoría materialista y sistémica

La idea de libertad. Una teoría materialista y sistémica
En este ensayo analizo brevemente la idea de libertad. Defiendo el libre albedrío contra el indeterminismo metafísico, por un lado, y contra el determinismo fatalista, por otro, y sitúo la libertad en el contexto de la acción personal. Frente a la reducción de la idea de libertad a su acepción negativa (libertad de) opto por ampliar la idea hasta recoger su acepción más genuina como libertad positiva (libertad para), que desemboca finalmente en un enfoque de la libertad como capacidad ligada al autodesarrollo, autodesarrollo que exige intervenciones precisas en el orden social, económico y político con el fin de construir una sociedad libre de injustas privaciones, en la que cada ciudadano pueda disfrutar de los medios adecuados para el libre desarrollo de su personalidad.


La libertad es una idea muy confusa, probablemente una de las más confusas que pueblan nuestros discursos corrientes. Es más: en nuestros tiempos actuales ha llegado a adquirir las características de un auténtico mito oscurantista, en nombre del cual se puede llegar a justificar prácticamente todo.

Debemos evitar hablar de la libertad en un contexto cósmico, como ausencia de toda determinación. El acausalismo es incompatible con una visión realista del mundo (realismo que incluye, por lo menos, una versión laxa del determinismo causal). Es en este plano cósmico donde se plantean la antinomia a la que se refirió Kant y todas las antinomias que ya conocemos: también Descartes intentó resolver el asunto sustrayendo la libertad al orden de lo material-extenso y situándola en el orden del espíritu o pensamiento. Por este lado estamos abocados a la paradoja y al absurdo. 

También hay que desechar las teorías fatalistas de la libertad como consciencia de la necesidad (de la necesidad de la concatenación universal de las causas y los efectos en la que la voluntad humana estaría incardinada). Aunque causalmente determinados, los resultados de la libertad no pueden considerarse, en cambio, vinculados a la concatenación universal de las causas. Es preciso postular la relativa desconexión del sujeto con el orden universal para poder hablar de un cierto margen de libertad, lo que echa por tierra las teorías de tipo holista y místico, según las cuales el mundo es una unidad total indiferenciada en la que todo está relacionado con todo. 

Frente a estas aproximaciones, tenemos que situar la libertad en el plano de la acción, del hacer. La libertad puede ser definida como una capacidad para hacer lo que quiero, que implica libertad de elección entre diversas alternativas de acción, así como una mínima libertad de pensamiento. Si redujéramos la libertad a una simple libertad de operaciones, en nada distinguiríamos a un robot de una persona, pues un robot también puede tener una amplia libertad de movimientos, y sin embargo cuando decimos que un robot es libre de hacer o no hacer algo no lo decimos en el mismo sentido en que lo predicamos de una persona. 

El materialismo emergentista admite la posibilidad del libre albedrío y la autoconciencia concomitante como resultado de la evolución. El libre albedrío no tiene por qué suponer ruptura respecto a toda causalidad. Toda acción humana libre puede ser descrita científicamente como una decisión que involucra vínculos causales tales como los que relacionan los sucesos en la corteza prefrontal con los sucesos que tienen lugar en el sistema neuromuscular. Pero esto no significa que el acto de coger voluntariamente una taza de café para bebérmela no sea un acto libre. Es libre porque soy yo, como persona, como unidad psicofísica indisoluble, quien toma la decisión de hacerlo, no por coacción ni por imposición externa ni obligado por ninguna fuerza superior a mí, sino porque he querido y he tenido, además, la capacidad para ejecutar esa acción. "He hecho libremente esta acción" no equivale a "esta acción no es efecto de ninguna causa" sino a "la causa de esta acción soy yo en cuanto persona". 

Puesto que la volición es un fenómeno mental y todo lo mental tiene lugar en el cerebro, para averiguar si existe libre albedrío tenemos que estudiar el cerebro humano. Donald O. Hebb (1) argumentaba que las investigaciones de Ramón y Cajal así como los datos electroencefalográficos, habían mostrado que el cerebro humano puede activarse continuamente en ausencia de estímulos externos. La propia investigación de Hebb sobre la privación sensorial confirmó esto: que la estimulación externa puede distorsionar el resultado de la actividad cerebral, pero no es su única fuente. El cerebro es capaz por sí mismo de experimentar deseos, elaborar ideas y formar intenciones y planes incluso aunque no haya estímulos directos que le lleven a ello. Es decir, dado que el libre albedrío es el control de la conducta por el pensamiento, y dado que no todo pensamiento es un simple reflejo de un estímulo, el libre albedrío es un hecho biológico, no una ilusión. 

La libertad se desenvuelve en un contexto de acciones que no son nunca simples operaciones de un individuo aislado, sino de un individuo en un entorno y en el seno de un grupo donde hay otros individuos que pueden cooperar con él o bien interferir en el curso de sus acciones. La libertad humana se plantea, por tanto, en el contexto de las relaciones sociales. Por ello, la libertad individual está, ella misma, íntimamente conectada con la libertad social

La libertad puede entenderse fundamentalmente de dos maneras: 

1) Libertad negativa: libertad de no interferencia, ausencia de restricciones físicas externas

2) Libertad positiva: libertad para autodeterminarse, capacidad para hacer algo. 

Puesto que la libertad no es una simple ausencia de impedimentos físicos (libertad negativa), es preciso ampliar la noción de libertad hacia la libertad positiva. Que nadie me impida correr la maratón no quiere decir que pueda hacerlo, por mucho que me lo proponga, si no estoy entrenado para ello. Que nadie me impida acudir a un concesionario a comprarme un automóvil de lujo no quiere decir que sea libre de hacerlo, si ni siquiera tengo dinero para comprar pan. 

Toda libertad positiva presupone, desde luego, un momento negativo (de negación de las limitaciones físicas, de negación de la coacción), pero supera la mera libertad negativa en tanto que a ese momento negativo le añade una determinación que es positiva: la capacidad del sujeto de responder por sus propios medios ante lo que le sucede. Van Parijs se refiere a esta idea cuando habla de libertad real: "Se es realmente libre, en oposición precisamente a formalmente libre, en la medida en que se poseen los medios, no solamente el derecho, para hacer cualquier cosa que uno pudiera querer hacer" (2) 

En definitiva, la libertad es ante todo un poder para hacer algo. Y además es gradual, puede ser mayor o menor en cada individuo dependiendo de diversos factores; por eso tiene un aspecto dinámico

En sentido objetivo, si correlacionamos la idea de libertad con la de poder, y admitimos tres tipos de poder social (económico, político y cultural) (3) tendríamos tres dimensiones sociales de la libertad. Es decir, poseer recursos materiales suficientes para la satisfacción de las necesidades básicas, poder participar en la toma de decisiones sobre los asuntos sociales relevantes y disponer de recursos cognoscitivos adecuados para la formación de un juicio serán los tres componentes principales de una idea de libertad no simplemente formal, sino material

En sentido subjetivo, la libertad es la autonomía. No hay que ver la autonomía, sin embargo, en sentido idealista (como ley moral que la voluntad se da a sí misma), sino como capacidad moral: estructura psíquica que permite al sujeto construir críticamente su propia personalidad. Esta capacidad va indisolublemente ligada a la ética, en la medida en que se refiere a las normas (nomos) que rigen la acción. La persona que puede interiorizar principios éticos universales y dar justificada cuenta de sus decisiones, obra de forma autónoma porque al actuar de esa manera está siendo ella misma la norma de sus acciones y, por consiguiente, sus acciones le definen como persona. 

Para el hindú Amartya Sen, ser libre es ser capaz. ¿Capaz de qué? Capaz de funcionar. Los funcionamientos son las cosas que el sujeto hace o la situación en que se encuentra gracias a sus habilitaciones y al uso que pueda hacer de ellas, por ejemplo, viajar, estar sano o tener una vivienda. Las habilitaciones le permiten a Sen denunciar que las libertades civiles quedan sin contenido cuando se carece del control sobre los bienes materiales con los que hacer efectivas las opciones permitidas por tales libertades. (4) Los funcionamientos ofrecen un panorama general de cómo es la vida del sujeto. Una vida buena es una vida rica en elecciones valiosas que permiten vincular, mediante la capacidad para funcionar, libertad y bienestar. El que pasa hambre porque está en huelga de hambre y el que pasa hambre porque no tiene dinero para comer se encuentran en situaciones muy diferentes que juzgamos diferentes a la luz de sus respectivos funcionamientos alternativos. La libertad del primero (que no posee el segundo) es lo que nos permite valorar positivamente su situación.

Si las condiciones subjetivas y objetivas son óptimas, podremos hablar de un estado máximo de libertad, pero nunca absoluto, puesto que toda libertad es siempre una libertad condicionada a unos límites, límites que no hay por qué considerar en su lado negativo, sino más bien como condición de posibilidad de la misma libertad. 

En síntesis, hay dos conceptos de libertad que deben combinarse, porque se reclaman mutuamente: uno, libertad como autodesarrollo personal, y otro, libertad como liberación de la opresión. La libertad como autodesarrollo personal exige luchar contra las diversas formas de dominación (explotación económica, restricciones a la participación civil y/o política, manipulación ideológica), puesto que esas formas constituyen límites muy estrictos para el propio autodesarrollo personal; por tanto, dicha libertad demanda cambios en el orden social, político y económico existente. 

Pero, al mismo tiempo, la liberación de las diversas formas de dominación no basta por sí misma si no va acompañada de una libertad entendida como reflexión del sujeto sobre su existencia, desarrollo de sus potencias individuales y construcción de un buen carácter que le permita vivir una vida plena y satisfactoria. Que la persona se libre de la dominación externa no garantiza el autocontrol, que es la capacidad del individuo para controlar su comportamiento y responsabilizarse de sus actos.

Una idea de libertad como libertad real y no meramente formal tiene que reconocer el derecho a la existencia material en sociedad como una manifestación de la libertad misma, por ejemplo, en la forma de una Renta Básica Universal que permita la independencia material de cada ciudadano (5). Sin independencia socioeconómica no puede haber verdadera libertad.

La posesión de mi propio cuerpo y mi vida implica la posesión, también, de los recursos necesarios para la preservación de mi cuerpo y de mi vida, en la medida en que el individuo es un sistema abierto a intercambio constante de materia-energía con su entorno, intercambio sin el cual no podría sobrevivir. Desde el momento en que salgo de mi "interioridad" y entiendo que mi vida y mi cuerpo son "partes extra partes", exterioridades que se dan en un sistema de cosas, de procesos, me concibo a mí mismo como parte de un sistema, y no como un sujeto aislado. La necesidad de proveerme de recursos materiales para la vida me pone en contacto con los otros, con la sociedad de la que formo parte, porque sin la sociedad no podría ni siquiera obtener esos recursos.

La independencia humana no sería posible sin sociedades en las que los ámbitos de dependencia, por otra parte, son cada vez más fuertes. Toda libertad se construye como un entretejimiento de interdependencias

Esto conecta con la teoría de sistemas. Para poder ser independiente, debo ser dependiente. (6) ¿Dependiente de qué? De una sociedad que asegure las condiciones de la libertad. El objetivo de construir sociedades con pactos fuertes y sólidos en torno a la defensa de derechos fundamentales; democracias profundas, cohesionadas, sin corrupción, donde todos tengan acceso a una educación de calidad; economías que generen confianza, que no exploten, que satisfagan las necesidades reales de las personas... es un requisito para que los individuos puedan gozar de una verdadera independencia.

Lo más importante no es evitar cualquier fuerza externa a la voluntad del sujeto, sino asegurar que la posición de cada sujeto en el sistema de fuerzas es adecuada para su autodesarrollo. Esas fuerzas pueden constituir interferencias arbitrarias o no arbitrarias. La interferencia está justificada si sirve para corregir la dominación. Lo que hay que evitar son las interferencias arbitrarias. El horizonte es el de una sociedad de personas libres de toda dominación, es decir, una sociedad donde a nadie se le prive de los medios necesarios para el desarrollo de su personalidad. 

Interferir sin dominar es ejercer una capacidad legítima, que puede ser del individuo para defender sus derechos (como las manifestaciones o ejercicios de desobediencia civil, cuyos efectos invaden inevitablemente algunos derechos de terceros) o del Estado tomado como un sujeto peculiar cuya función es velar por la justicia interviniendo en la sociedad para redistribuir los bienes y garantizar la protección de todos sus miembros. 


Notas: 

1. Véase Hebb, D. O., Essay on mind, Earlbaum, Hillsdale, N. J., 1980 

2. Parijs, Philippe van, Libertad real para todos, Paidós, Barcelona, 1996, p. 53

3. Sigo la propuesta de Mario Bunge, según el cual la sociedad humana es un supersistema compuesto principalmente por tres subsistemas: el económico, el político y el cultural. Cada uno de estos subsistemas tendría un tipo de relaciones de poder específicas.  

4. Véase al respecto el ensayo de Amartya Sen, Pobreza y hambruna: un ensayo sobre el derecho y la privación (Poverty and Famines: An Essay on Entitlements and Deprivation), Oxford, Clarendon Press, 1982.

5. Véase al respecto, por ejemplo, la obra de Daniel Raventós, Las condiciones materiales de la libertad, El Viejo Topo, Barcelona, 2007.

6. "(…) esta independencia es dependiente del ecosistema, es decir, se construye multiplicando los vínculos con el ecosistema (…) El hombre es el más abierto de todos los sistemas, el más dependiente en la independencia", Edgar Morin y Nicolas Hulot, El Año I de la Era ecológica, Paidós, Barcelona, 2008, p. 15


Sobre la confianza

Sobre la confianza
Defiendo la tesis de que no es el miedo el sentimiento básico sobre el que debe asentarse una sociedad, sino la confianza. Vinculo la confianza a la práctica de la cooperación y rastreo los fundamentos antropológicos y sociales de la misma. Para, finalmente, apostar por un humanismo irreductible basado en la afirmación de los sujetos, de su fuerza propia como mejor antídoto contra el miedo

La concepción (hobbesiana) de la sociedad como choque de voluntades individuales parte de la hipótesis de que el ser humano es naturalmente un ser egoísta y competidor. Una concepción semejante alienta una visión de la vida humana en términos de desconfianza, sospecha, recelo y permanente conflicto. Ésta es, de hecho, la visión predominante en el liberalismo político-económico, el cual da por hecho que el ser humano es y siempre será un ser temible y que lo mejor que podemos hacer con los individuos, en lugar de intentar educarlos en la virtud, es tratar de ponerles límites, "meterlos en cintura", como reza la castiza expresión. Por eso con razón puede afirmarse que el liberalismo no es compatible con una concepción profunda de la democracia, entendida como espacio propio del animal político, que busca en la polis la ampliación natural de su ser social y que por tanto necesita del diálogo y del entendimiento para poder realizarse plenamente como persona. Este segundo tipo de concepción precisa de algo distinto del miedo como pegamento social: precisa de la confianza

Según Adela Cortina: "La confianza es uno de nuestros más importantes recursos morales. Cuando se establece entre ciudadanos y políticos, empresarios y consumidores, personal sanitario y pacientes, las sociedades funcionan mejor también desde el punto de vista político y desde el económico. Y, por supuesto, en una sociedad impregnada de confianza es mucho más fácil que las gentes puedan desarrollar sus proyectos de vida feliz. La confianza es un recurso moral básico y la ética sirve, entre otras cosas, para promover conductas que generen confianza". (1)

Interesa por ello, ante todo, construir buenos hábitos. Construir buenos hábitos es una responsabilidad social e individual al mismo tiempo. Sin los buenos hábitos cristalizados en carácter, esto es, sin las virtudes morales, dejaría de existir la confianza básica que permite el intercambio y la inversión, y entonces no quedaría sino la ley de la selva, por medio de la cual hasta el más fuerte está expuesto a perder su vida en cualquier momento, puesto que se impone el "todos contra todos".

La confianza es un recurso que aumenta con el uso en lugar de disminuir. Crece progresivamente a medida que se refuerzan los vínculos relacionales. Gerard Marandon caracteriza la confianza social de una triple manera: vulnerabilidad consentida, creencia en el débil oportunismo del socio y toma de riesgos. Lo cual se opone al blindaje en el poder propio, la hostilidad hacia el otro y la agresión sin riesgo. 

"La confianza mutua (…) es el grado más elaborado de la confianza y constituye el fundamento de la cooperación, es decir, relaciones interdependientes que giran hacia los objetivos y los intereses comunes" (2)

Las situaciones de cooperación están basadas en el común acuerdo nacido del diálogo, de la reflexión y del respeto a las diferencias. Las personas que cooperan entre sí buscando el bien común aumentan, con ello, su bien propio, porque entienden que no hay una oposición total entre el bien de la sociedad y el bien individual, ya que no hay individuo sin sociedad, ni sociedad sin individuos. La cooperación necesita de la convicción personalmente asumida y socialmente fomentada de que nada hay más útil para el ser humano que buscar la utilidad de la sociedad en su conjunto, cosa que se logra, no cuando cada individuo busca su propio beneficio de manera aislada, sino cuando se respeta la igual dignidad de todos los individuos y se sitúa a ésta por encima de todo. 

El individuo que se guía únicamente por la racionalidad maximizadora de beneficios -es decir, el sujeto propio del liberalismo individualista, el "egoísta racional"- se sitúa en el nivel preconvencional según el esquema de evolución moral de Kohlberg: juzga lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, siempre según una lógica de premios y castigos, sin ser capaz de ver más allá de su propio interés inmediato. El esquema de razonamiento propio de este nivel es el egocentrismo: el yo como centro de operaciones del mundo. Es un esquema claramente infantil, propio de las primeras etapas de la vida. El egoísta no acierta a comprender que su misma condición individual es dependiente de la existencia de una sociedad, a la cual está unido a través de muy diversos vínculos. 

La idea de que el apoyo mutuo nos constituye no es una idea surgida sólo de la tradición filosófica, sino que tiene también soporte científico. Es decir, el propio estudio científico de las realidades humanas avala la visión humanística de la filosofía según la cual no es el egoísmo la base del comportamiento humano, sino en todo caso una mezcla inextricable de egoísmo y altruismo. 

Según Marc Hauser, la reciprocidad fuerte es la "predisposición a cooperar con otros y castigar a quienes violan las normas de cooperación, con coste personal, aunque sea poco plausible esperar que dichos costos vayan a ser reembolsados por otros más adelante". (3) La evolución nos habría equipado con una habilidad especial para hacer el cálculo de costes y beneficios de cualquier contrato social. Por eso, hasta en un pueblo de demonios, cualquier ser inteligente preferiría los beneficios de una reciprocidad fuerte antes que los efectos de un estado de naturaleza suicida. La economía ganaría más si se basara en un modelo constitucional.

Un equipo de científicos de la Universidad de Michigan que analizó el modelo del dilema del prisionero, llegó a la conclusión de que la especie humana se hubiera extinguido si sólo exhibiera comportamientos egoístas. Cualquier ventaja obtenida de la traición tiene una vida corta. Y al final, según los investigadores, prevalecen los grupos más colaboradores. (4)

En el dilema del prisionero se ejemplifican aquellas situaciones en las que los implicados se sienten tentados a no cooperar precisamente porque no pueden comunicarse. Sin embargo, cooperar beneficia a ambas partes. Cooperando, los dos prisioneros renuncian a una parte del total de beneficio posible a cambio de ganar algo seguro en lugar de dejarse llevar por la ambición de querer el máximo. La cooperación es posible cuando hay confianza. Esta confianza se genera sobre la base de pactos. La confianza requiere comunicación.

La confianza es regla de supervivencia y sin ella ni siquiera el yo se construye. Por eso hemos de dar por buena la aceptación de la identidad personal como identidad compartida, que se expresa en el recurrente tema del amor. Amor como "filia", como "eros" y como "ágape" o concordia, celebración conjunta de la alianza entre seres humanos. 

Carlos Castilla del Pino afirma que el sentimiento de confianza/desconfianza describe la estructura básica, fundamental, del sujeto y sus yoes, con lo que el principio regente de toda relación interpersonal se formularía como "no hay no confianza; o, de otra forma: siempre ha de haber [alguna] confianza". (5)

Para Luhmann la completa ausencia de confianza "impediría incluso que alguien se pudiera levantar por la mañana. Sería víctima de un sentido vago de miedo y de temores paralizantes". (6)

La confianza exige un alejamiento sistemático de todo orden social sustentado en la mera fuerza. Sería una burla que apelasen a la confianza aquellos que detentan el poder en regímenes opresores donde no se concede a las personas la más mínima libertad de expresión. La confianza falta también allí donde lo que se estila es el compadreo y el conformismo primario y sectario de la inercia y la costumbre. 

La lucha es necesaria, pero bajo el signo de la confianza que demanda un pacto y reajuste constantes. El conflicto es una parte integrante de la realidad tan necesaria como la cooperación para el funcionamiento de cualquier sistema. Pero, en último término, no sería el conflicto lo que define la pauta de la integración del individuo en la sociedad, sino la cooperación, pues sin ésta no puede haber ni siquiera vida en común. Por eso incluso las situaciones que implican conflicto en ciertos aspectos exigen que se de cooperación en otros aspectos. Por ejemplo: la lucha de los que oprimidos contra el opresor exige cooperación entre los primeros para lograr derrocar al segundo. 

Para que se de una cierta armonía entre los diferentes bienes que persiguen los individuos es necesario que la sociedad tenga mecanismos justos de resolución de los conflictos y es necesario que el poder esté equitativamente repartido de tal modo que nadie esté en situación desventajosa para el reconocimiento de sus derechos. Unos han de hacer dejación de sus jerarquías porque son sujetos privilegiados y otros han de avanzar decididamente hacia la creación de su propio poder.

La democracia no puede existir sin confianza, pero la confianza tampoco puede existir sin democracia. Por ello la democracia ha de ser integral: política, económica y cultural. Requiere deliberación pública y soberanía ciudadana, una economía cooperativa basada en el bien común y el acceso igualitario a la educación y al conocimiento por parte de todos. Porque no puede haber confianza allí donde reina la corrupción, la mentira y la demagogia, donde no existe transparencia en las decisiones políticas, donde los medios de comunicación manipulan a la opinión pública, donde la distancia entre los gobernantes y los gobernados es cada vez mayor, donde hay exclusión social, miseria y falta de educación, donde el control de las instituciones democráticas ha sido secuestrado por oscuros poderes financieros, donde se han roto las reglas del juego del más elemental consenso basado en el respeto a los derechos fundamentales, etc.

Como señala Christian Felber, "mientras en la economía de mercado se promueva el beneficio y la competencia y se apoye la extralimitación de unos contra otros que provoca, no será compatible con la dignidad humana ni con la libertad. Se destruye sistemáticamente la confianza social (...)" (7)

En el fondo, la confianza es una apuesta, porque el humanismo, lejos de ser una fe ciega en el progreso infinito de la humanidad o una antropología ingenua basada en la idea (metafísica) del hombre bueno por naturaleza, se basa en la convicción de que el ser humano es un ser abierto a diversas posibilidades en cada momento, lo que quiere decir que en cada tránsito de la historia y de la vida tiene la posibilidad de mejorar o empeorar el mundo tal como le ha sido dado. Y, siendo esto así, es necesario apostar por lo primero, porque lo que es innegable es que si no apostamos por ello no lo conseguiremos jamás. 

Apostar por la cooperación, el apoyo, la solidaridad, es querer realizar la parte más excelente de nuestra naturaleza. Así que la única opción por la que merece verdaderamente la pena vivir es cuidar, mejorar y embellecer la vida que tenemos entre nuestras manos. Algo que, necesariamente, exige confianza, en nosotros mismos y en nuestros semejantes.

Así, la confianza se nos revela en un doble sentido: confianza en la constitución básica de los seres humanos y confianza en la capacidad de la razón y del corazón para conocer y poner en práctica esa naturaleza. Se trata de un humanismo irreductible, basado en la afirmación de los sujetos, de su fuerza propia como antídoto contra el miedo; afirmación que produce alegría, que nos aleja de los autoritarismos y que da lugar a una concepción de la ética como "salud integral" del ser humano, opuesta a la coacción, la heteronomía y la impotencia.


Notas:


2. Gerard Marandon, "Más allá de la empatía, hay que cultivar la confianza: Claves para el reencuentro intercultural", Revista CIDOB d'Afers Internacionals, num. 61-62, pp. 75-98

3. Marc D. Hauser, La mente moral, Paidós, Barcelona, 2008, p. 112


5. C. Castilla del Pino, Teoría de los sentimientos, Tusquets, Barcelona, 2000, Apéndice E, "La sospecha", pp. 319-335

6. N. Luhmann, Confianza, Anthropos, Barcelona, 2005, p. 5

7. Christian Felber, La economía del bien común, Deusto, Barcelona, 2012, pp. 36-37

Mitos y falacias de la "psicología positiva"

Mitos y falacias de la "psicología positiva"
En los últimos años, la llamada "psicología positiva" ha conocido un éxito arrollador. Por todas partes proliferan los libros de psicología positiva y cada vez son más los profesionales dedicados al couching y los psicólogos "especializados" en técnicas de motivación que se ganan la vida vendiendo sus consejos "expertos" a cambio de buenas sumas de dinero. Conceptos como autoayuda, pensamiento positivo, autoestima, asertividad, visualización, creatividad, resiliencia, crecimiento personal, etc. han llegado a extenderse rápidamente entre la población.

"Nunca pensé que en la felicidad hubiera tanta tristeza", Mario Benedetti 

Me propongo a continuación sintetizar una crítica de la llamada "psicología positiva" con el fin de poner de manifiesto sus aspectos pseudocientíficos, fraudulentos e ideológicos. La ideología de los psicólogos es extensa. Para ello dividiré la exposición en cuatro puntos. 

1) La psicología positiva es metodológicamente defectuosa 

La psicología positiva presupone una realidad atomística. Se centra en el individuo abstractamente considerado, sin entrar a analizar las relaciones de ese individuo con otros individuos ni el proceso de interacción del individuo con su entorno, lo que constituye un individualismo metodológico. El individualismo metodológico es incompatible con la investigación científica seria y profunda porque no asume el postulado básico de una ontología materialista sistémica: que todo lo que existe (incluidos los individuos humanos) es un sistema o parte de un sistema. 

La psicología positiva parte de la emoción como algo preformado o diseñado para un fin, en lugar de verla como algo que es aprendido y valorado por parte de un sujeto en un contexto. No toma en consideración el papel del aprendizaje en la adquisición de las fortalezas. No explica cómo la emoción llega a ser. Ve la emoción como causa de la conducta en lugar de como consecuencia de ésta. Así, por ejemplo, ve la autoestima como causa de la conducta exitosa, cuando en realidad la autoestima sería más bien consecuencia de una larga cadena de conductas exitosas. En este sentido, cuando la psicología positiva hace hincapié en la automotivación incurre en aquel mismo absurdo en el que incurría el barón de Munchausen cuando relataba que había conseguido salir del agua con su caballo por el procedimiento de tirarse a sí mismo de su coleta. Desde luego, esto no tiene nada de científico y sí mucho de metafísico. 

Los psicólogos positivos utilizan una metodología simplemente correlacional: toman medidas de sujetos asignados a dos grupos en función de las características que se entienden como antecedentes y consecuentes. Pero esta metodología no es correcta para predecir ni para determinar causas: la correlación no implica causalidad. Que la presencia de determinadas emociones se correlacione habitualmente con la presencia de determinados hechos, no significa que esas mismas emociones sean la causa de esos hechos. 

Los estudios que se aportan como prueba no analizan las múltiples variables que pueden intervenir entre lo que se toma como causa (la emoción positiva, la felicidad) y la consecuencia (vivir más años, tener "éxito" en la vida). Un error grave de estos estudios es descartar que el mostrarse sonriente o positivo puede ser la consecuencia de otros factores que hacen que la persona se sienta bien. ¿Cómo delimitar lo que es causa y lo que es consecuencia en tales casos? 

Los conceptos de "emoción positiva" o "emoción negativa" no están definidos. Empezando por ahí, todo el edificio conceptual se derrumba. Los psicólogos positivos definen "emociones positivas" como aquellas que pueden solventar muchos de los problemas que generan las emociones negativas, lo que no es más que un argumento circular. Es por esta razón por la que la psicología positiva está más emparentada con los movimientos espiritualistas que con la ciencia. 

No podemos tratar los conceptos "emoción positiva" y "emoción negativa" como si fueran primitivos inanalizables. Cualificar una emoción como "positiva" o "negativa" solamente puede hacerse considerando dicha emoción dentro de un contexto, en un marco de antecedentes, cualidades subjetivas y consecuentes. Ignorar la importancia adaptativa de las emociones conlleva perder una información crucial acerca del diferente papel que pueden jugar las emociones en la adaptación de las personas a las diferentes situaciones de la vida. Por ejemplo, el miedo, en un momento dado, puede tener una función positiva si nos advierte de un peligro real que amenaza nuestra supervivencia. 

Un tratamiento científico de las emociones, en todo caso, comprendería un estudio de aquellas zonas del cerebro que se activan cuando nos sentimos alegres o tristes, por ejemplo, qué repercusiones tienen en nosotros determinadas emociones, de qué modo interactúan el sistema límbico (responsable de las emociones) y la corteza prefrontal (responsable de la cognición y el razonamiento)... Nada de esto encontramos en el campo de la psicología positiva. 

2) La psicología positiva instaura una "tiranía del optimismo"

Cualquier avance en la vida implica enfrentarse al lado desagradable, oscuro, del mundo y de nosotros mismos. Sin embargo, la psicología positiva nace del deseo de evitar enfrentarse con la realidad. Es una estrategia de evitación frente al miedo que produce la presencia de estímulos "aversivos".

La norma general de pensar "en positivo" es indudablemente buena, entendiendo por tal mantener un cierto optimismo vital que consiste en confiar en nuestras propias posibilidades y actuar de tal manera que podamos generar también confianza por parte de los demás. Si la psicología positiva únicamente viniera a decirnos esto, no estaría descubriéndonos nada nuevo que no supiéramos y que no formara ya parte de una psicología popular bastante extendida que podríamos denominar de "sentido común". Pero no se limita a decirnos esto, sino que va mucho más lejos.

La psicología positiva pretende dar validez científica a la visión norteamericana de la vida, basada en el optimismo a toda costa. ¿A qué intereses sirve esta ideología que santifica la actitud "positiva"? Evidentemente, a los intereses de quienes tienen el suficiente poder político y económico como para imponer a los demás sus condiciones. Con la coartada del "positivismo", se les puede exigir a los trabajadores que no protesten cuando se les baja el salario, que no se quejen si tienen que hacer horas extras, que no reivindiquen sus derechos si son despedidos del trabajo, etc.

En la medida en que el énfasis se pone siempre en la subjetividad individual, se difumina o directamente se borra toda referencia a estructuras y mecanismos sociales que pueden ser la causa de fenómenos como la miseria, la falta de oportunidades o la marginalidad social. Según la psicología positiva, no se trataría entonces de intervenir activamente en el curso de las cosas para cambiarlas sino simplemente de cambiar nuestros pensamientos, mostrarnos "positivos". Esto tiene la terrible consecuencia de desalentar a las personas a participar en procesos de transformación social que evidentemente desbordan con amplitud la mera esfera de la subjetividad privada. La psicología positiva se centra en los beneficios individuales que puede aportar, supuestamente, el pensamiento positivo: bienes materiales, éxito profesional, salud. Pero no nos dice nada acerca de mejorar la sociedad, hacerla más igualitaria, más justa. 

Es imposible sentirse siempre alegre. La crueldad, el asesinato, esclavitud, genocidio, prejuicio y discriminación, difícilmente pueden producir "optimismo" o "alegría" en el ánimo de quienes presencian de manera continuada tales hechos. Hay que valorar la pertinencia de cada emoción en función de su contexto. 

Una excesiva presión social a favor de una actitud "optimista" hace que las personas que se sienten tristes se retraigan a la hora de expresar sus emociones por miedo a ser reprobadas socialmente, lo cual contribuye a agravar sus estados de tristeza. Al exigir a los demás que estén siempre sonrientes y radiantes, en lugar de ayudarles mostrándoles nuestro apoyo cuando lo necesitan, haciéndoles ver que no deben sentirse culpables por sentirse tristes, provocamos el efecto contrario del que pretendemos. La tiranía del pensamiento positivo hace que las personas se estén preguntando constantemente por aquello que las hace felices, lo cual crea una ansiedad que sí puede llegar a convertirse en algo patológico. 

3) No hay un modelo único de felicidad y el éxito no es garantizable 

El concepto de felicidad es relativo a cada cultura y a cada persona, pero la psicología positiva procede como si fuera un concepto unívoco.

Las emociones no son el resultado directo de mecanismos puramente fisiológicos o neurológicos; están siempre situadas y embebidas en contextos sociales específicos y están saturadas de significados culturales. 

Por supuesto, la idea de felicidad que presupone la psicología positiva es la propia del individuo occidental, blanco, liberal, "estándar". La concepción de la felicidad como un logro personal y como un estado dependiente de la afirmación personal de sí mismo es coherente con una visión protestante de la persona que subyace en la cultura norteamericana y noreuropea. 

Sin embargo, en las culturas del este de Asia, por ejemplo, el centro del pensamiento, la acción y la motivación es el yo en relación con otros. La felicidad se considera un estado intersubjetivo basado en la simpatía mutua, la compasión y el apoyo de los demás; depende, en definitiva, de la armonía social. 

El éxito en la vida es otro de esos conceptos cuyo significado se toma como si fuera aproblemático, y por tanto, no se define, y si se define es de una forma acrítica, sin tomar en consideración que también es relativo y varía en función de las diferentes concepciones de cada sujeto y cada sociedad. 

Al presentar el éxito como el lógico resultado de un plan de acciones deliberado, los psicólogos positivos infieren que el que no triunfa es porque no ha hecho lo que tiene que hacer. De esta manera se afirma que quienes padecen, los menesterosos, son responsables de su propia situación en la medida en que no enfocan sus emociones de manera adecuada. Los que sí lo hacen, por consiguiente, defienden haber encontrado su filosofía de la vida feliz en sí mismos y no en sus previas condiciones materiales socioeconómicas, por ejemplo, lo cual es una perversa forma de legitimar el orden social imperante sostenido sobre la injusticia, la violencia y la desigualdad. No se nos oculta qué consecuencias tan nefastas para la correcta comprensión de la sociedad y la historia puede tener semejante concepción de las cosas basada en el darwinismo social más salvaje. 

4) La psicología positiva es filosóficamente irreflexiva 

Los filósofos que a menudo reflexionaron sobre la felicidad afinaron mucho más su criterio a la hora de discernir los caminos para lograrla. La visión simplista y burda de la felicidad que nos proporciona la psicología positiva no tiene en cuenta la complejidad inherente a la vida. La felicidad no es aquel estado de ánimo que se alcanza en ausencia de todo dolor, sino el resultado de un proyecto de vida que incluye al dolor como parte inevitable de la existencia, puesto que sin la presencia del dolor ni siquiera seríamos capaces de valorar como positivo su contrario, el placer. 

La psicología positiva olvida el conocimiento clásico acerca de la inteligencia emocional. La psicología ha de reflexionar sobre los supuestos filosóficos que asume implícitamente en lugar de limitarse a darlos por hecho como si fueran evidentes en sí mismos.


En definitiva, la psicología positiva es una forma de pseudociencia porque sus métodos de medición y sus modelos de explicación teórica son del todo defectuosos. 

Es una forma de mala filosofía porque asume de manera acrítica una serie de postulados filosóficos sin reflexionar sobre sus consecuencias ni compararlos polémicamente con otras alternativas posibles. 

Y, por último, es una forma de perniciosa ideología pues sirve como justificación para un conjunto de relaciones sociales basadas en el individualismo egoísta y depredador sobre el cual se sostiene el sistema económico capitalista. 

Podemos decir, en resumidas cuentas, que nos encontramos ante un tipo de "pensamiento vírico" que es preciso someter a crítica para que no se siga propagando entre la gente, puesto que constituye un obstáculo para la investigación científica y una amenaza para la construcción de una sociedad más solidaria y más justa.

Foucault contra Chomsky: un debate en torno al poder y la justicia


Foucault contra Chomsky: un debate en torno al poder y la justicia
En noviembre de 1971, dos figuras de primera línea del pensamiento filosófico y científico del siglo XX, Michel Foucault y Noam Chomsky, se juntaron para debatir en la Escuela Superior de Tecnología de Eindhoven (Holanda) dentro del marco de los encuentros del International Philosophers Project dirigidos por Fons Elders. El tema central de la contienda, el enfrentamiento entre dos enfoques de la lucha política, uno centrado en el poder, y el otro centrado en la justicia, sigue siendo, casi 22 años después, uno de los temas más acuciantes desde el punto de vista de la filosofía política.

Comenzaré haciendo una crítica de los argumentos de Foucault y finalmente defenderé la postura de Chomsky aportando mis propios argumentos.

En un momento del debate, Foucault y Chomsky llegan a un punto en el que sus diferentes concepciones no parecen poder reconciliarse: 

Foucault: Quisiera responderle en términos de Spinoza y decir que el proletariado no lucha contra la clase dominante porque considere que se trata de una guerra justa. El proletariado lucha contra la clase dominante porque, por primera vez en la historia, quiere tomar el poder. Y porque derrocará el poder de la clase dominante considera que su guerra es justa. 
Chomsky: No estoy de acuerdo. 
Foucault: Se hace la guerra para ganarla, no porque sea justa. 
Chomsky: En lo personal, no estoy de acuerdo. Por ejemplo, si supiera que la toma de poder por parte del proletariado conduciría a una política estatal terrorista, destructora de la libertad, la dignidad y las relaciones humanas aceptables, entonces no desearía que el proletariado tomara el poder. De hecho, creo que el único motivo por el cual alguien podría desearlo es porque cree, de forma correcta o incorrecta, que a través de la transferencia de poder se alcanzarán ciertos valores humanos fundamentales.

Foucault vincula (en esto sigue a los marxista-leninistas) la noción de justicia con la estructura de la sociedad de clases, insinuando la posibilidad de que en una sociedad sin clases no existiera la noción de justicia. Pero hablar de justicia no es hablar únicamente de la justicia social, la cual se refiere específicamente a la equitativa distribución de los bienes sociales, algo sin duda importantísimo. La idea de justicia se refiere al modo en que las personas se comportan las unas con las otras en todos los ámbitos de la vida, lo cual implica la honestidad, la generosidad, la compasión, el respeto hacia la diversidad de formas de vida, etc. Es simplemente absurdo suponer que los valores implicados en la ética, que se ocupa de la dignidad humana en todas y cada una de sus facetas, van a ser innecesarios y van a desaparecer en una sociedad sin clases. 

Foucault pretende impugnar cualquier referencia a nociones éticas propias de un humanismo elemental, pero no puede hacerlo sin caer en contradicción, porque a pesar de todo hace un llamamiento a luchar contra las formas de violencia política, desenmascarándolas. ¿Por qué? ¿En qué fundamenta la legitimidad de esa lucha si no es en una exigencia ética? ¿La pura voluntad de poder? Si estamos a favor de un cambio en las relaciones de poder, no puede ser simplemente porque pensemos que ese cambio es posible, sino, además, porque creemos que es deseable. Es decir, necesitamos tener buenas razones para defender que ese cambio no obedece solamente a un puro interés particular sino que favorece la instauración de un orden social, económico y político mejor para todos, más justo.

Me parece importante detenerme un momento para comentar la alusión a Spinoza por parte de Foucault. Pienso que Spinoza es el filósofo que fundamenta de forma más sobresaliente la necesidad de la democracia, el humanismo y la confianza moderadamente optimista en la capacidad de la razón, huyendo por igual de utopismos angelicales y de irracionalismos desesperanzados, ambos extremos errados. Por tanto, creo imprescindible rescatar al holandés de las garras de ciertas interpretaciones que tratan de presentarlo como precursor de nihilismos varios que corren disfrazados de "radicalidad". 

En vano podríamos defender la pertinencia de un concepto de justicia desligado de toda consideración del poder, como cuestión política de primer orden. Si así lo hiciéramos, caeríamos en el idealismo propio de versiones progresistas ingenuas o de algunos pacifismos. El deseo de incrementar la potencia es indisociable del ser hombre. Pero ese deseo se encuentra con límites ineludibles cuando el individuo constata que no puede vivir ajeno a los demás y que gana mucho más poder cuando se esfuerza por procurar las mejores condiciones posibles para la vida en común en lugar de comportarse de forma depredadora. Por tanto, una sociedad humana racional debe disponer de recursos suficientes para canalizar el potencial de violencia a través de instituciones y formas de acción en las que el peso de la palabra sustituya a la mera fuerza. Si, en un sentido racional, lo que más le conviene al hombre es construir las condiciones colectivas para la paz perdurable, habrá que reconocer que el uso de la violencia, aun pudiendo ser necesario dadas ciertas condiciones muy específicas, ha de ser evitado siempre que se pueda y, en todo caso, ha de estar supeditado a los límites que impone la consideración del bien común. Recordemos que Spinoza defiende la democracia arguyendo que es el sistema más potente de todos: esto es, aquel que es más acorde con la naturaleza de los hombres porque permite vivir a cada uno libremente según el dictamen de su razón, lo que hace que su potencia se expanda. Lo más justo es, por tanto, lo que más potencia produce. Pero lo que más potencia produce es cuidar de aquello que hace libres y felices a los seres humanos. No hay contradicción última en Spinoza entre ambos conceptos. 

El concepto excesivamente amplio de poder que mantiene Foucault no le permite avanzar hacia un lugar mínimamente seguro desde el cual poder enjuiciar "lo que es el caso". ¿Contra quién luchar y cómo, si el enemigo parece estar, en realidad, en todas partes? ¿Qué asideros podemos tomar para ejercer una crítica coherente, libre de mitos, si la misma ciencia es parte del poder? Foucault no tiene un criterio para la crítica, es decir, un criterio capaz de discernir entre las acciones que contribuyen a una mayor profundización de la libertad y las que no. La dispersión y omnipresencia del Poder disuelve cualquier posible distinción. Lo único que hay son voluntades de poder enfrentadas entre sí, pero nada nos permite afirmar que unas son mejores que otras. 

Es claro que sin un sentido de lo que es justo nuestras acciones ni siquiera podrían ser interpretadas, porque toda acción conlleva una intención, unos medios y un resultado (es decir, presupone un conjunto de alternativas posibles), lo que quiere decir que requiere una justificación (justificar significa precisamente "ajustar, hacer que algo sea justo"). 

Sin embargo, para poder enjuiciar una acción, necesitamos un criterio que nos permita comparar y evaluar situaciones. Hay que suponer que ese criterio, en cambio, no puede estar exclusivamente encerrado dentro de las categorías y conceptos de la clase, sociedad, cultura o civilización dentro de la cual nos hallamos inmersos, porque, de no haber ningún criterio susceptible de universalización (una determinada noción de justicia, como bien reclama Chomsky), sería imposible que superáramos el relativismo de las diferentes voluntades en lucha.

Foucault plantea el dilema de aquellos que se sienten disidentes a pesar de reconocer la imposibilidad de una crítica reconstructiva del sistema a partir de sus propios fundamentos. Cualquier voluntad de poder que se afirme se moverá inevitablemente en el horizonte de aquel poder al que combate, y en el mismo momento de su afirmación, deberá ser, nuevamente, negada, siendo imposible superar el círculo vicioso. En la medida en que el poder contiene ya su propia resistencia, no habría posibilidad de verdadera subversión. La resistencia siempre sería la contraparte del poder que la genera.

Como salida a esta situación, se plantea el rechazo íntegro del sistema. Ahora bien, si pretendemos repudiar todo a la vez, todas las relaciones sociales y humanas, los valores morales, los gustos estéticos, los modos de convivencia, las formas de sexualidad, los modos del saber y las maneras en que este saber se transmite, la ciencia, la propia verdad... ¿qué nos queda? Nos queda el nihilismo: el rechazo global de la razón y de todo valor, lo que sin duda es una salida indeseable. El "radicalismo hipercrítico" foucaultiano, al querer tirar el agua sucia de la bañera racional, tira también por el desagüe al bebé que está dentro: el conocimiento científico y la ética mínima, las "evidencias elementales". 

Si, en cambio, simplemente nos centramos en el entramado de relaciones de poder político-económicas (y en la ideología que justifica dichas relaciones), y salvamos el núcleo de racionalidad que nos permite alcanzar la validez de un discurso, entonces podemos avanzar, porque podemos operar dentro del sistema, rechazar algunos de sus rasgos más característicos y proponer otros nuevos con el fin de construir un nuevo sistema. Y esto es lo que trata de hacer Noam Chomsky. 

Chomsky cree necesario determinar un concepto de naturaleza humana, esto es, algunas propiedades fundamentales, para poder, a partir de ahí, proponer un modelo futuro de sociedad que sea coherente con dicha idea. 

¿Implica esto caer en un esencialismo? No necesariamente, si entendemos el concepto de ser humano como una realidad dinámica que puede tomar muy diferentes modulaciones históricas y culturales, puesto que el ser humano va construyendo su propia realidad a través de la praxis. Sin embargo, el dinamismo de la realidad humana no tiene por qué ser un impedimento para establecer un mínimo común denominador. Pensar que no es posible hallar un mínimo común denominador entre las múltiples diferencias es tanto como creer que no hay unidad en la especie humana, algo que entra en contradicción con la más básica evidencia empírica, pues en toda especie animal y vegetal conocida encontramos rasgos comunes a todos sus miembros. ¿Por qué el ser humano, como animal que es, habría de ser una excepción? ¿Qué otra cosa nos lleva a hacer de él una salvedad en el reino de la naturaleza sino una suposición espiritualista? ¿Acaso no tienen los seres humanos algunas necesidades básicas (biológicas y sociales)? ¿Necesidad de salud, de afecto, de seguridad, de libertad?

Podemos perfilar una idea de sujeto a la luz de los tres grandes valores ilustrados: libertadigualdadfraternidad. Se trata del ser humano como alguien capaz de tomar las riendas de su propia vida y producir los medios para su felicidad, que encuentra la manera de su realización personal en el seno de una sociedad de personas igualmente libres y que por ello necesita fomentar lazos de fraternidad y cooperación que hagan la vida más agradable y segura para todos. Esta idea de sujeto, la propia del humanismo, no es exclusiva de la civilización occidental, ni privativa de una ideología "burguesa", como insinúa Foucault, sino que está presente también en el discurso de personas de otras culturas que invocan tales valores para denunciar las injusticias que padecen. 

Chomsky señala con razón la conveniencia de adoptar además una determinada forma de acción, construir, proponer algo. Sin la propuesta de un modelo alternativo, no forzosamente exhaustivo, sino general, la crítica no pasaría nunca de ser un simple ejercicio de rechazo pueril e inútil. Es cierto que uno corre el riesgo de equivocarse a la hora de tomar partido por alguna opción práctica, por lo que es necesario acompañar toda toma de postura de ciertas dosis de tolerancia y prudencia. 

¿Es la ciencia una forma de ideología?

¿Es la ciencia una forma de ideología?
Se defiende la tesis de la independencia epistemológica de la ciencia con respecto a la ideología, en contra de quienes sostienen que todo es ideológico. Sin embargo, aun siendo cosas diferentes, ciencia e ideología no pueden ser separadas puesto que sin la unidad teórico-práctica de la razón nos veríamos abocados tanto a un conocimiento impotente como a una praxis totalmente entregada a la arbitrariedad.

Diferenciación entre ciencia e ideología

El término ideología admite por lo menos dos acepciones bien distintas, que son: 

1 - Ideología en sentido descriptivo: conjunto de ideas y valores que tienen como finalidad orientar la acción y conferir identidad a un grupo o grupos de hombres

2 - Ideología en sentido crítico: conjunto de ideas y valores que se presenta a sí mismo como discurso de la verdad, producto de un mecanismo inconsciente de ocultación de la realidad destinado a legitimar ciertas relaciones sociales (conciencia deformada)

Si bien la ideología en la primera acepción tiene un sentido neutro y no constituye necesariamente un obstáculo para la construcción de un conocimiento objetivo, la ideología en la segunda acepción (que tiene una carga peyorativa) es perniciosa y debe ser evitada en aras de la búsqueda de la verdad. 

Por su parte, la ciencia puede caracterizarse como:

conocimiento racional, sistemático, exacto, verificable y por consiguiente falible
Libro: Mario Bunge, La ciencia. Su método y su filosofía, p. 6

La ciencia necesita apoyarse en la objetividad. La objetividad implica referencia a la existencia de un mundo objetivo, esto es, independiente de los sentimientos o percepciones del sujeto. La objetividad es a su vez requisito para la verdad. No hay una verdad en sí, porque toda verdad depende de la intervención de nuestras construcciones conceptuales. De hecho, tampoco cabe hablar de una verdad, sino de muchas verdades, tantas como conocimientos correctos. Pero, a pesar de que no exista la verdad en sí, existe el ideal de verdad, que desde un punto de vista realista podemos hacer consistir en la coherencia o verosimilitud. El ideal de verdad es un principio regulador. Sin dicho ideal, ninguna ciencia funcionaría. Este principio regulador es una orientación ética hacia la crítica, la cual hace posible la falibilidad

Existe una asimetría entre ciencia e ideología, pues mientras la ideología puede ser estudiada científicamente, no puede haber un estudio ideológico de la ciencia (la ideología puede servirse de la ciencia, pero no está equipada para dar razón de ella). En particular, la ciencia social (la antropología, la historia), cuando se ocupa del estudio de las ideologías, contiene cláusulas propias de un metalenguaje, el cual se refiere a unos lenguajes-objeto, que en dicho caso son las ideologías. 

La afirmación "todo es ideológico" es dogmática porque está blindada contra toda demanda de demostración. Quienes parten de que todo es ideológico no pueden por menos que concluir que, en efecto, todo es ideológico. Pero entonces caen en un círculo vicioso y no prueban nada. Una definición tiene que poder ser suficientemente exacta como para que podamos aplicarla a un campo determinado de objetos y no a cualesquiera objetos sin discriminación. Las afirmaciones del tipo "todo es x" son metafísicas porque no parten de una delimitación positiva de un concepto sino que se mueven dentro de la ambigüedad y la imprecisión. 

En su crítica a las pretensiones de validez de la ciencia, quienes sostienen que todo es ideológico no solamente arremeten contra una determinada interpretación de ésta (el cientificismo, según el cual la ciencia nos proporciona la imagen verdadera, definitiva y total del mundo), sino contra la propia independencia epistemológica de la estructura científica, argumentando que los factores que intervienen en su construcción (psicológicos, sociales, históricos, etc.) niegan esa independencia. 

Pero, si la ciencia es posible, es porque se aparta, relativamente al menos, de toda hipoteca mítica o dogmática, mediante la delimitación de una región específica de la realidad y el refinamiento de sus instrumentos de análisis, observación y manipulación que le permiten, dentro de ese campo, alcanzar un conocimiento preciso y sistemático del mismo, un conocimiento objetivo, válido universalmente, o lo que es lo mismo: no ideológico. 

Si queremos usar los términos con un mínimo rigor, es preciso distinguir entre ciencia y usos ideológicos de la ciencia. Entiendo por usos ideológicos de la ciencia aquellos que pueden distorsionar, con algún fin político o social, tácito o explícito, el desarrollo de la ciencia en alguno de sus tramos, pero que no afectan al núcleo esencial de su investigación. Este núcleo es su vertiente epistemológica específica, es decir: la construcción de verdades a través de procesos de recurrencia caracterizados por operaciones de sujetos que establecen relaciones entre objetos haciendo uso de determinados signos lingüísticos

Pongamos un ejemplo. Se da un uso ideológico de la ciencia cuando se afirma que la biología "prueba" que existe una "persona" a partir del momento de la concepción, puesto que la biología no define ni puede definir lo que es una persona (que es un asunto filosófico). 

Sin embargo, el principio de no contradicción, no puede ser ideológico, principalmente porque la Lógica, como disciplina formal , puede ser aplicada a muchas ideologías. Como tampoco puede ser ideológico el teorema de Pitágoras, ni el primer principio de la termodinámica, ni la tabla de los elementos de Mendeleiev. De ahí que se incurra en un absurdo completo cuando se habla de una supuesta "ciencia burguesa" o una "ciencia feminista". 

Lo más que podemos hacer es establecer una analogía entre ciencia y praxis política. Así podríamos decir, forzando mucho los términos, que la aceptación de la demostración por reducción al absurdo en Geometría es como la aceptación del método dialéctico de discusión en política. Pero una analogía no es una identidad. En una analogía los términos de la comparación no pierden su independencia. La verdad científica no puede ser expresada jamás en términos políticos.

Según cierta versión del marxismo, habría una indiferenciación entre ciencia y compromiso político. Esto es, habría que reconocer que toda ciencia está comprometida ideológicamente con la transformación del mundo, y como resultado de tal compromiso, la ciencia tendría que ponerse al servicio de la lucha de clases, denunciar la opresión dentro del sistema capitalista y contribuir así a la emancipación humana. Pero, si bien es bueno apostar por la justicia social e incluso podemos conceder que la ciencia debe apoyar el objetivo de construcción de una sociedad más justa, es otra cosa muy distinta negar que la ciencia tenga una relativa autonomía, consistente en valores propios de objetividad y verdad.

La actividad científica misma se basa en la existencia de valores. Pero no necesariamente entendidos como “intereses sociales”. El principal valor es el de verdad. Gracias al ideal de verdad somos capaces de someter nuestra conocimiento a crítica, tanto empírica como teóricamente. La ciencia requiere, por tanto, de una ética propia fundamentada en valores autónomos.

En el marxismo, los valores importantes son los políticos: la lucha de clases. Este enfoque conlleva que la ciencia se pueda ver distorsionada. La tendencia a interpretar los fenómenos desde la perspectiva que previamente nos “exige” el compromiso político implica tomas de partido apriorísticas que nos pueden alejar, en ocasiones, de la verdad. El objetivo entonces es hacer cuadrar “los hechos” a las “teorías previas”. Cuando la actividad científica se confunde con la militancia política difícilmente estará dispuesta a poner en duda aquellos presupuestos en los que se fundamenta la praxis política.

En efecto, si a priori damos por hecho como verdad un determinado supuesto, porque dicho supuesto es necesario para fundamentar nuestra postura política, no vamos a querer renunciar a ese supuesto de ninguna manera a menos que estemos dispuestos a renunciar a la postura de la que partimos.

No habría problema si las teorías marxistas se tomaran como hipótesis de investigación, conjeturas. Pero el caso es que el compromiso político fuerte exige que se tomen como más que hipótesis: como convicciones firmes. Sin embargo, esas convicciones firmes a veces entran en confrontación con la ciencia, que solamente tiene fe en el ideal de verdad.


Diferenciación no quiere decir separación 

La independencia relativa de la ciencia con respecto a la ideología no quiere decir, sin embargo, que la ciencia pueda separarse del resto de la sociedad y desligarse de toda influencia. Es imposible excluir intereses extracientíficos de la investigación científica. 

En el caso de las ciencias sociales, la influencia de estos intereses es notable. Ahí la ideología es parte de la propia ciencia puesto que muchos problemas que los científicos sociales abordan tienen su origen en la apreciación de determinados hechos como "significativos" socialmente, apreciación en la que la adscripción ideológica del investigador interviene de modo importante. La falta de precisión conceptual y la ausencia de modelos matemáticos en la mayor parte de la ciencia social aumenta las dificultades. 

También en las llamadas "ciencias naturales" las controversias científicas han estado mediadas a veces por componentes claramente ideológicos, como por ejemplo la polémica entre evolucionistas y creacionistas o el rechazo del modelo cosmológico de Galileo por parte de la Iglesia Católica. Lo importante, no obstante, es diferenciar el momento de justificación científica del momento de controversia político-social. Lo más provechoso para los científicos que están interesados en proporcionar soluciones a los problemas sociales y políticos será precisamente buscar la objetividad dentro del campo de su ciencia, lo cual puede que cuestione sus ideas previas, pero les aportará sentido crítico y responsabilidad.

Asimismo, en el origen de una investigación científica puede estar una hipótesis sugerida por una determinada concepción ideológica, pero en último término la verdad sobre los resultados de la investigación no la decide la ideología, sino la coherencia de las afirmaciones a la luz de los datos y las teorías y leyes en las que tales datos se organizan. El veredicto final es un veredicto científico, no político. 

Como seres constitutivamente sociales que somos, necesitamos una cosmovisión que incluya como una parte suya algunas ideas y valores acerca de la acción políticamente orientada. Por tanto, no podemos prescindir de la ideología, pero es menester que la ideología armonice con el corpus de conocimiento científico razonablemente demostrado y, también, con la filosofía como disciplina "crítica". 

En definitiva, ciencia e ideología son cosas diferentes, pero han de estar vinculadas. No se pueden desconectar de forma absoluta los momentos teóricos y prácticos de la razón porque la vida es un continuum dentro del cual tiene lugar dicha facultad a la que denominamos "razón".

En concreto, la ciencia puede contribuir a afinar conceptos, derribar mitos y proporcionar pautas útiles para la vida corriente, por no hablar de los beneficios sociales que se pueden seguir de su correcto empleo. Correcto empleo que, en todo caso, no puede ser científicamente decidido, sino que depende de opciones de valor acerca de lo que es bueno, justo y políticamente conveniente, opciones en cuya configuración la ideología juega un papel necesario.