Hegel reflexiona sobre cómo el arte ha dejado de ser la principal fuente de satisfacción espiritual que una vez fue, debido en parte a la intensificación de la vida reflexiva y la intelectualización de la sociedad. Se discute la idea de que, en el mundo moderno, dominado por la razón y la ciencia, el arte ya no cumple con su "destino supremo" de manera directa, sino que se ha convertido en objeto de estudio y reflexión crítica.
El arte actual invita a la contemplación reflexiva, no a crear más arte sino a entenderlo científicamente, Hegel muestra un cambio sobre cómo se interactúa con las obras de arte en la época moderna. Argumenta que, aunque el arte parece oponerse al pensamiento conceptual, realmente es un campo donde el espíritu puede comprenderse a sí mismo, incluso en su alienación sensible. Este ensayo es un examen filosófico sobre la necesidad de considerar el arte no solo desde la emoción o la belleza, sino también desde la ciencia y la necesidad lógica, sugiriendo que, a pesar de las objeciones, el arte sí puede y debe ser objeto de estudio científico para comprender plenamente como es el ser humano.
El arte, en esta lectura de Hegel, es una de las formas en que el espíritu, es decir, el conocimiento posible sobre nosotros mismos, se hace accesible, se hace descriptible para la conciencia, permitiendo un diálogo entre lo particular (la obra de arte) y lo universal (el espíritu).
Lectura de Hegel en lecciones de Estética
Sin entrar en la verdad de todo esto, lo cierto es que el arte ya no otorga aquella satisfacción de las necesidades espirituales que tiempos y pueblos anteriores buscaron y sólo encontraron en él, una satisfacción que por lo menos la religión unía íntimamente con el arte. Los bellos días del arte griego, lo mismo que la época áurea del tardío medievo, pertenecen ya al pasado.
La formación reflexiva de nuestra vida actual nos ha impuesto la necesidad de que tanto el querer como el juzgar retengan puntos de vista generales y regulen lo particular de acuerdo con ellos, de modo que tienen validez y rigen principalmente las formas, las leyes, los deberes, los derechos, las máximas generales como razón de nuestras determinaciones. En cambio, para el interés artístico y la producción de obras de arte exigimos en general un acto vital donde lo general no esté dado como ley y máxima, sino que opere como idéntico con el ánimo y la sensación, lo mismo que en la fantasía lo universal y racional está contenido como puesto en unidad con la concreta aparición sensible. Por eso, la situación general de nuestro presente no es propicia al arte.
Incluso el artista de oficio, por una parte, se ve inducido e inficionado por su entorno reflexivo, por la costumbre generalizada de la reflexión y del juicio artísticos, que le mueven a poner en sus trabajos más pensamientos que en tiempos anteriores; y, por otra parte, a causa de su formación mental, se encuentra en medio de ese mundo reflexivo y de sus circunstancias, por lo cual su voluntad y decisión no están en condiciones de abstraer de esto, no son capaces de proporcionarse una educación especial, o de alejarse de las circunstancias de la vida, construyéndose una soledad artificial que sustituya la perdida. Bajo todos estos aspectos el arte, por lo que se refiere a su destino supremo, es y permanece para nosotros un mundo pasado. Con ello, también ha perdido para nosotros la auténtica verdad y vitalidad.
Si antes afirmaba su necesidad en la realidad y ocupaba el lugar supremo de la misma, ahora se ha desplazado más bien a nuestra representación. Lo que ahora despierta en nosotros la obra de arte es el disfrute inmediato y a la vez nuestro juicio, por cuanto corremos a estudiar el contenido, los medios de representación de la obra de arte y la adecuación o inadecuación entre estos dos polos. Por eso, el arte como ciencia es más necesario en nuestro tiempo que cuando el arte como tal producía ya una satisfacción plena. El arte nos invita a la contemplación reflexiva, pero no con el fin de producir nuevamente arte, sino para conocer científicamente lo que es el arte. Y si queremos seguir esta invitación, nos encontramos con la objeción mencionada de que si el arte puede ofrecer un objeto adecuado para personas dadas a la reflexión filosófica, no lo ofrece propiamente para una sistemática consideración científica. Subyace aquí, sin embargo, la falsa representación de que una consideración filosófica puede carecer de carácter científico. Sobre este punto digamos con toda brevedad que, sin entrar en las ideas de otros sobre la filosofía y el filosofar, yo considero esta actividad como inseparable de la ciencia.
En efecto, la filosofía ha de considerar sus objetos bajo el aspecto de la necesidad, no sólo ha de considerarlos según la necesidad subjetiva, o sea, según una ordenación o clasificación hecha desde fuera, sino que debe desarrollar y demostrar también aquella necesidad inherente a la propia naturaleza intrínseca del objeto. Por primera vez esta explicación constituye el carácter científico de un estudio. Ahora bien, la necesidad de un objeto como tal consiste esencialmente en su naturaleza lógico-metafísica. Por eso, en un estudio aislado del arte no puede menos de palidecer el rigor científico, pues aquél, sea por razón del contenido mismo, sea por razón de su material y sus elementos, tiene muchos presupuestos por los que roza lo casual. De ahí que, en el arte, la forma de la necesidad deba buscarse en los rasgos esenciales del desarrollo interno de su contenido y de sus formas de expresión.
Respondamos ahora a los que objetan que las obras del arte bello se sustraen a la consideración científica porque deben su origen a una fantasía y un ánimo sin reglas; por lo cual, siendo incalculables en su número y forma, sólo actúan sobre la sensación y la imaginación. A primera vista, estos reparos no carecen de peso todavía en la actualidad. De hecho, la belleza artística aparece en una forma explícitamente opuesta al pensamiento, hasta tal punto que éste, para actuar a su manera, se ve forzado a destruirla. Esta idea se relaciona con la opinión de que lo real en general, la vida de la naturaleza y del espíritu, se pierde y muere en manos del concepto, de modo que, en lugar de acercarse a nosotros por el pensamiento conceptual, lo que hace es alejarse, por lo cual el hombre, cuando se sirve del pensamiento como medio para comprender lo real, más bien echa a perder este fin. No es necesario en este lugar hablar del tema exhaustivamente. Indicaremos tan sólo el punto de vista desde el cual habría de eliminarse esa dificultad, o imposibilidad, o ineptitud.
Hemos de conceder por lo menos que el espíritu está capacitado para tener una conciencia y, por cierto, una conciencia intelectual, acerca de sí mismo y de todo lo que brota de él. Pues precisamente el pensamiento constituye la naturaleza más íntima y esencial del espíritu. En esa conciencia intelectual de sí mismo y de sus productos, prescindiendo del grado de libertad y arbitrariedad que se dé en ello, si el espíritu está verdaderamente presente allí, se comporta con su naturaleza esencial. Ahora bien, el arte y sus obras, como nacidos del espíritu y engendrados por él, son en sí mismos de naturaleza espiritual, aun cuando su representación asuma la apariencia de la sensibilidad y haga que el espíritu penetre en lo sensible. En este sentido, el arte se halla más cerca del espíritu y su pensamiento que la mera naturaleza carente de espiritualidad. En los productos artísticos el espíritu tiene que habérselas con lo suyo. Y por más que las obras de arte no sean pensamiento y concepto, sino un desarrollo desde sí, una alienación hacia lo sensible, sin embargo, el poder del espíritu pensante está en que, no sólo se aprehende a sí mismo en su forma peculiar como pensamiento, sino que, además, se reconoce a sí mismo en su exteriorización a través de la sensación y de la sensibilidad, se comprende en lo otro de sí mismo, en cuanto transforma en pensamiento lo alienado y con ello lo conduce de nuevo hacia sí. En esta ocupación con lo otro de sí, el espíritu pensante no es infiel a sí mismo, como si se olvidara o gastara, ni es tan impotente que no pueda comprender lo distinto de él, sino que se comprende a sí mismo y su contrario. Pues el espíritu es lo general, que se conserva en sus momentos particulares, que se abarca a sí mismo y lo otro, y en esa forma es el poder y la actividad de superar de nuevo la alienación, hacia la cual está en movimiento. Así, la obra de arte, en la que se aliena el pensamiento, pertenece también al ámbito del pensamiento conceptual; y el espíritu, en cuanto la somete a la consideración científica, no hace sino satisfacer en ella su naturaleza más íntima. En efecto, porque el pensamiento es su esencia y concepto, a la postre sólo queda satisfecho cuando penetra intelectualmente todos los productos de su actividad y así los hace verdaderamente suyos. Y el arte, según veremos con mayor detención, lejos de ser la forma suprema del espíritu, por primera vez en la ciencia alcanza su auténtica legitimación. Asimismo, el arte no escapa a la consideración filosófica por causa de una arbitrariedad sin reglas. Pues, como acabamos de indicar, su verdadera tarea es hacer conscientes los intereses supremos del espíritu.
De aquí se deduce inmediatamente, en lo tocante al contenido, que el arte bello no puede divagar en una salvaje fantasía sin fondo, ya que los mencionados intereses espirituales la someten a determinados puntos de apoyo firmes para su contenido, aunque sus formas y configuraciones sean muy variadas e inagotables. Otro tanto puede decirse de las formas mismas. Tampoco ellas están entregadas a la mera casualidad. No toda forma es capaz de ser expresión y representación de dichos intereses, de recibirlos en sí y de reproducirlos, sino que un contenido concreto determina también la forma adecuada a él. En este sentido, estamos también en condiciones de orientarnos intelectualmente en medio de la masa en apariencia inabarcable de las obras de arte y de sus formas. Así hemos indicado y visto en primer lugar el contenido de nuestra ciencia, aquel contenido al que nos queremos limitar. Hemos puesto de manifiesto cómo el arte bello no es indigno de una consideración filosófica, y cómo, por otra parte, la consideración filosófica no es incapaz de conocer la esencia del arte bello.