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Los estereotipos en la filosofía y en el arte


Los estereotipos en la filosofía y en el arte
Discusión sobre estereotipos en la filosofía y el arte: Generaciones contrastantes frente a obras clásicas
Georg Lukács fue uno de los primeros en preocuparse por el pensamiento cotidiano, gran olvidado de las teorías del conocimiento. Para el pensador húngaro, estas estaban en cierto modo demasiado alejadas de la vida práctica, sobre todo debido a su alto grado de especialización. Sin embargo, en nuestro día a día impera la conexión entre teoría y práctica: la percepción inmediata de la realidad nos suministra una serie de rasgos básicos, que unimos para obtener consecuencias. Después, esas analogías determinan el pensamiento y el comportamiento ordinarios. Para Lukács con el arte nace una generalización, una superación de la particularidad, aún sin perder la vivencialidad individual.


Por su parte, en ¿Qué es la filosofía? Deleuze y Guattari afirman que el arte enfrenta al caos tratando de crear algo finito como contraposición a lo infinito. De este modo, las figuras estéticas portan una mezcla de las sensaciones experimentadas y muestran una imagen más concreta, que el receptor pueda procesar más fácilmente.

Cuando decimos de alguien que es “el típico soldado”, o “el típico caballero” nos estamos refiriendo, sin duda, a lo que nosotros entendemos por el miembro estándar de dicho grupo. Para nosotros entra dentro del estereotipo. Sin embargo, quizás nuestra concepción de ese estereotipo no sea muy parecida a la de otra persona.

Esto puede estar marcado por el lugar y el contexto en que se desarrolla nuestra vida. Para un habitante de España de, por ejemplo, setenta años, la experiencia de la Guerra Civil española teñirá los rasgos pertenecientes a su estereotipo de soldado, que tendrá probablemente características de indumentaria, comportamiento y carácter de los soldados que participaron en aquel conflicto concreto. Sin embargo, para un español de tan solo veinte años es poco probable que, cuando imagina lo que él considera un soldado típico, sin entrar en detalles, éste tenga rasgos de los combatientes de la Guerra Civil. Su contacto con la guerra ha podido darse con más facilidad a través de películas de acción (sobre todo americanas) y videojuegos de guerra, protagonizados en su mayoría por militares estadounidenses contemporáneos. Esto significa que cambian las armas, cambia la ropa, cambian la actitud, el lugar y el tiempo vinculados a la imagen mental.

Pero también por la profundidad y el tipo de los conocimientos que poseamos pueden producirse variaciones en el estereotipo imaginado entre dos personas. Pensemos de nuevo en el mismo chico español de veinte años, solo que añadiendo el detalle de que es un apasionado estudioso de la historia reciente de España. Ahora su soldado idealizado tiene muchos más puntos en común con el del primer protagonista de nuestro ejemplo, el hombre de setenta años, aunque esos rasgos se presenten, en cada caso, por razones diferentes.

Y es que otra cuestión que los supuestos que hemos planteado dejan ver es el hecho de que a menudo nuestros estereotipos se forman basándose en experiencias indirectas de la realidad. Solo en la medida en que nuestras experiencias sean fieles a la realidad los rasgos que forman nuestros estereotipos coincidirán con las personas reales del grupo al que hagan referencia. Esto no es un problema si nuestras experiencias son directas: un soldado extraerá los rasgos que forman parte de su estereotipo de soldado de otros soldados reales. Tampoco es un gran problema si nuestras experiencias indirectas tratan de reflejar lo más fielmente posible a miembros reales de colectivos, por ejemplo si una persona que nunca ha participado en una guerra extrae los rasgos para su estereotipo de descripciones u obras de arte realizadas por un soldado. Sin embargo hemos de ser precavidos, puesto que si nuestras experiencias indirectas se alejan mucho de la realidad o no son demasiado precisas, puede darse el caso de que terminemos aceptando como verdadero un estereotipo con más rasgos ficticios que reales.

Muerte: pérdida y misterio

 Muerte: pérdida y misterio

La muerte ha sido uno de los misterios que el hombre ha tratado de desentrañar desde su génesis. Asociada en un principio al mal, los ritos mortuorios han estado presentes en todas las religiones como una forma de asegurar un camino plácido al más allá. Sin embargo, ya desde sus orígenes la filosofía occidental nos ha prevenido contra una manera demasiado pesimista de abordar la muerte, una forma de pensar racionalista que nos recuerda que, una vez despojada de mitos y temores, lo único que resta de la muerte es la incógnita, acompañada de una sola verdad: que la muerte supone el fin de lo conocido.

Desde el punto de vista científico, hoy día llamamos muerte al cese de todas las funciones del cuerpo del individuo, siendo así una oposición a la vida, que por lo general es considerada como el conjunto de esas funciones (nutrición, reproducción, etc.). Se forma así por tanto un dualismo, una pareja de opuestos, y se considera el tema zanjado. Esto no debe sorprendernos: la ciencia se limita a corroborar hechos comprobables, y no es lugar para especulaciones. Considerada así, la muerte acarrea el fin de todo placer y todo dolor, un mutismo infinito e inconsciente. Dicho de otro modo: la nada.

La filosofía sin embargo, como área del pensamiento humano especializada en la búsqueda del conocimiento, ha teorizado a lo largo de la historia más de forma más extensa sobre el tema, aportando de este modo nuevos focos a la luz de los cuales considerar el problema. Veamos, pues, algunos de ellos, para tratar de entender como la muerte ha sido separada del mal.

Comenzamos, como no podía ser de otro modo, en la antigua Grecia. En la Apología -escrita por Platón, aunque considerada por la mayor parte de los expertos como una transcripción relativamente fiel de las palabras que su maestro pronunció durante el juicio en el que fue condenado a muerte-, Sócrates conmina a los presentes a no afrontar la muerte con temor, sino con ánimo. Tal sugerencia puede parecer extraña, concede el pensador ateniense, pero deja de serlo si se considera que la muerte solo puede ser dos cosas: o el fin de toda sensación, en cuyo caso sería una gran ventaja, un descanso; o el descenso al Hades, donde podría reencontrarse con hombres sabios, justos y de gran valor, lo que resultaría una experiencia única y deseable. Sócrates pensó durante toda su vida que nada malo podía acaecerle al hombre bueno, y no pensaba que esto pudiera ser diferente tras la muerte.

Aun se dio un paso más en esta dirección en la Edad Media, época en la que el pensamiento occidental, dominado por el cristianismo, consideró la muerte como el mayor de todos los bienes. En efecto, considerando el contexto de la época y las creencias imperantes, no resulta dificil ver por qué: de un lado, una vida sujeta a grandes penurias para la gran mayoría del pueblo, una vida azotada por graves epidemias y por la violencia de la guerra y el poder ejercido sin mesura por aquellos que lo ostentaban, en resumen, la vida entendida como "valle de lágrimas". De otro, el paraíso, el descanso y la felicidad eternos junto al Mesías en el cielo. Evidentemente, la segunda opción resultaba mucho más halagüeña.

Hoy, tras un proceso de Ilustración que fue capaz de sacudir los cimientos de una filosofía que había sido perpetuada con relativamente pocas modificaciones durante más de veinte siglos, estas ideas sobre la muerte no han sido, sin embargo, deshechadas. Jacques Lacan, uno de los pensadores más originales e influyentes del siglo XX, entendió la muerte como un fin necesario para la vida. El filósofo francés consideraba que, sin la certitud de que nuestra vida acabará, no podríamos soportar los avatares de la misma. En otras palabras: el hombre no está hecho para la eternidad.

Estos son solo algunos ejemplos que, sin embargo, espero hayan sido suficientes para que el lector sea capaz de contemplar su futuro, su destino, con tranquilidad y mesura. Ante las tragedias que ocurren diariamente en el mundo, debemos ser conscientes de que la lógica no puede consolar al sentimiento, no puede sofocar el dolor, al menos a corto plazo. Sin embargo confio en que, pasado el tiempo, aquellos que han sufrido lleguen a conclusiones similares y puedan encontrar la paz, aquella paz que Sócrates y Lacan lograron atisbar al borde del abismo.

Relativismo: ¿hasta qué punto estás seguro de eso?


Relativismo: ¿hasta qué punto estás seguro de eso?
El relativismo, que en sus diversas formas defiende la subjetividad tanto de conocimientos concretos como de posturas éticas o manifestaciones culturales, ha sido un movimiento recurrente en la filosofía occidental casi desde su inicio. De entre sus primeros defensores debemos nombrar a los sofistas, conocidos rivales de Sócrates y Platón. Hoy, podemos encontrar el relativismo en la base de prestigiosos trabajos de diversas disciplinas, como la filosofía del lenguaje o la filosofía de la ciencia.

Pero, ¿en qué consiste exactamente el relativismo? Para explicarlo de forma sencilla, el relativismo considera que el mundo tal y como lo conocemos, esto es, regido por una serie de leyes científicas verdaderas e inmutables que lo hacen funcionar, no es sino la forma que la humanidad, como colectivo, tiene de percibir lo real, sin que de ello resulte que esa percepción sea necesariamente real.

Esto no significa, no obstante, que el relativismo piense que los científicos, y por ende el resto de la humanidad al seguirles, sufran una especie de alucinación colectiva que les impida ver las cosas como son realmente. No. El relativismo se limita a considerar la posibilidad de que, dado lo limitado de nuestros sentidos, no podamos percibir las cosas como realmente son, lo que, además, podría llevarnos a entender de manera erronea la manera en que funciona el universo. Esto es, en esencia, lo que llamamos relativismo cognitivo.

Partiendo de esta idea, el relativismo se ha introducido en otros ámbitos de la vida humana. Así, hablamos de relativismo moral si afirmamos que no se puede trazar una línea entre el bien y el mal que sea universalmente válida para todos los seres humanos, por muy difusa y flexible que dicha línea pueda llegar a ser. En otras palabras: cada persona tiene su visión del bien y del mal, y no hay forma de probar que una postura sea superior a otra.

Sin embargo, quizás sea en la cultura donde el relativismo haya adquirido un mayor peso específico. Esto es gracias al posmodernismo, una corriente que ha redefinido el arte y su forma de expresión, la obra de arte, al borrar los límites estéticos que tradicionalmente habían comprimido a esta última. En efecto, ahora todo puede ser arte, y el fondo prevalece por completo sobre la forma que, una vez liberados de todo prejuicio, puede ser cualquiera que el autor considere oportuna para transmitir su mensaje.

Definido, por tanto, el relativismo, solo nos queda advertir una cosa. Es cierto que la ciencia puede equivocarse, ya lo ha hecho antes y volverá a hacerlo. Asimismo, es evidente que la ciencia no tiene todas las respuestas: de lo contrario, no quedaría nada por descubrir, ningún avance por realizar. Por otra parte, no creo que nadie debiera afirmar sin miedo a equivocarse que su conjunto de leyes morales es superior a las demás, puesto que de andar errado podría ocasionar no pocos perjuicios, sobre todo en el caso de que tal persona llegase a encontrarse en algún momento en una situación de poder sobre otra persona o grupo de personas.

Dicho esto, no es menos cierto que el ser humano, tal y como está organizado en sociedad, precisa de unas leyes para el mantenimiento de la paz y el bienestar del colectivo. Y dichas leyes estarán basadas en una serie de reglas o preceptos morales que, por extensión, no nos queda más remedio que aceptar si queremos permanecer en dicha sociedad. Por otro lado, si bien es posible que no entendamos completamente las leyes naturales, o que carezcamos de parte de la respuesta a las preguntas que la realidad plantea, no es menos cierto que poseemos información suficiente como para poder vivir en el mundo. Es, por tanto, lo más pragmático considerar lo que percibimos -y esto se extiende a las leyes científicas- como cierto, así como aceptar las leyes de derecho, estemos de acuerdo o no con ellas, para obtener las ventajas de la vida en sociedad. Pero, aun aceptando esto, sería conveniente no olvidar que a cada momento podríamos estar equivocados: la duda no ha hecho nunca daño a nadie, y el hombre no deja de hallar formas de sorprenderse ante lo que la naturaleza puede llevar a cabo.

Egoísmo y sociedad


Egoísmo y sociedad

El hombre necesita vivir en sociedad. No se trata solo de que la convivencia nos facilite la existencia, sino que, desde lo más hondo de nuestro ser, necesitamos relacionarnos, entrar en contacto, ya sea para formar parte del grupo o para definirnos por oposición a él. Sin embargo, la vida en sociedad implica la necesidad de establecer leyes para una convivencia pacífica y, dadas las diferentes formas de ser que surgen incluso en los grupos humanos más homogeneos, el cumplimiento estricto de las leyes solo puede lograrse mediante la negación del individuo.

Lo primero que somos es la conciencia de que somos, a partir de ahí somos lo interior enfrentado a lo exterior. El "Yo" (como lo interior) se complace de ciertos eventos exteriores, mientras que otros le incomodan, le dañan. El mundo es en este sentido alienígena respecto al Yo, es un "todo fuera" frente a mí, y me daña cada vez que no se acomoda a mis necesidades. Ahora enlacemos esta idea con el tema del egoismo. Lo que habitualmente llamamos egoismo, la preeminencia del yo frente al otro, es socialmente visto como algo negativo. No compartir, no dar, no sacrificarse, es síntoma de una enfermedad social llamada egoismo, el centrarse el individuo en la comodidad de sí mismo a expensas de la del otro. Las normas de educación, la diplomacia, la compostura... nos impelen a dejar de ser uno mismo para ser la imagen de un hombre agradable. Ser amable y educado bajo toda situación, ceder siempre el mejor sitio, el mejor bocado, atender a las palabras del interlocutor (aunque no nos importen, aunque no estemos de humor), son ejemplos de conducta que provocan que cedamos pequeñas parcelas del yo, forzándonos a actuar de forma diferente a como quisiéramos. Y cuando al final la tirantez acaba, la tensión termina y los caminos se separan con aquél que nada nos importaba, o a quien no queríamos atender en ese momento, nos decimos que no había más remedio, que era necesario. Entonces partimos exasperados, con la sensación de haber hecho un gran esfuerzo.

Parece que a veces olvidemos que la sociedad ya nos exige de por sí un precio excesivo. Trabajar o morir, en palabras de Marcuse, ceder toda nuestra potencialidad a la causa de un sistema formado por millones de personas, de las cuales jamás entraremos en contacto más que con unas miles. Y este si es un precio que no podemos dejar de pagar, a riesgo de perder la propia vida. Es la sociedad, como parte de ese mundo exterior al yo la que, desde el mismo momento de nuestro nacimiento, nos exige que formemos parte de ella, que le demos la espalda a nuestra libertad individual y vivamos a su modo sin preguntar jamás si estabamos dispuestos a ello. Me parece cuanto menos curioso que esa sociedad, la misma que nos arrebata la posibilidad de correr en cualquier dirección y que cercena nuestro deseo de ser libres, nos exija ademas que le sonriamos. Todo aquel que vive al margen, por su propia voluntad o por ignorancia, del problema que supone que seamos meros esclavos de un sistema que nunca nos preguntó si queríamos formar parte de él, es tan solo un engranaje de esa gran maquinaria llamada sociedad, una pieza que funciona a la perfección, pues ha cedido con toda naturalidad la parte más esencial de ser humano: la libertad.

Somos animales, pero también somos mas que animales. Nuestra parte animal quiere autonomía, esto es, libertad para satisfacer sus necesidades. Asimismo, gracias a nuestra parte especificamente humana, nuestro intelecto, tenemos la capacidad de comprender lo que significa esa libertad y amarla. Así, ambas mitades de nuestro ser, animal e intelectual, refieren a la libertad primariamente. Y sin embargo muchos, la mayoría, no tienen problemas en negarla. Si, somos libres de hacer muchas cosas, podemos elegir entre muchas opciones. Pero no debemos olvidar que, viviendo como vivimos, perdemos gran parte de nuestra potencialidad. Parece que el sistema nos dijera: tiene usted este inmenso camino. Puede andar en cualquier direccion en él, pararse aquí, mirar allá... Pero si nos preguntamos qué pasa con todos los otros caminos que podemos plantearnos, pensar o imaginarnos, la unica respuesta de la sociedad es que esos caminos están vedados.

Lo que en la sociedad suele llamarse egoismo no es más que la afirmacion del yo interior, el último reducto de nosotros mismos que nos queda. Por ello, no creo que deba resultarnos extraño que el individuo trate de satisfacerse a sí mismo dentro de los límites impuestos por el sistema. No creo que sea necesario que se nos exija hasta la última gota de sudor, que demos todo hasta el final. Al fin y al cabo, hombre y sociedad son entes diferentes. Y en ocasiones, el hombre debe reafirmarse, y decir: Tú existes, pero yo también. Y pienso hacerte oposición hasta que la muerte me venga a buscar. Porque hoy, yo elijo no ser tú. Yo elijo ser yo.

La lógica y la existencia de Dios

La lógica y la existencia de Dios

René Descartes es uno de los pensadores clave a la hora de analizar el problema de la existencia de Dios. En él se basó Baruch Spinoza para, en su Ética explicada según el órden geométrico, tratar de dar una explicación científica e irrefutable, o en otras palabras, definitiva, a algunos de los mayores intangibles de la historia de la humanidad: Dios, el alma, el bien, el mal. Antes hubo otros. El pensamiento cristiano, que dominó el panorama de la filosofía occidental durante toda la Edad Media, utilizó su particular interpretación de ciertas ideas de Platón y Aristóteles para probar la existencia de Dios y explicar el funcionamiento del mundo que Él había creado, siendo Santo Tomás de Aquino el máximo exponente de esta tradición. En cuanto a la prueba de la existencia de Dios, la obra de Spinoza no es sino una exposición más compleja, más precisa, de los argumentos de sus antecesores.


Empecemos hablando sobre el concepto de Dios. Dios es generalmente considerado como ser supremo, causa última de todo lo existente. Se le han dado, a lo largo de las religiones y filosofías características como perfección, infinitud, omnipotencia, omnipresencia -dado que forma parte de la esencia de todos los seres-, etc. Sin embargo, si prestamos atención a dichas cualidades, observamos que ninguna es demostrable según los parámetros científicos que utiliza la humanidad para validar el conocimiento. Es más, estamos hablando de conceptos que son de por sí innacesibles a los seres humanos: perfección y omnipotencia son conceptos que, como seres limitados que somos podemos intentar definir, pero no alcanzar a comprender en su totalidad. 








Uno de los argumentos más recurrentes de la tradición cristiana a favor de la existencia de Dios ha sido la de que "tenemos que venir de algo". Esta prueba es similar a la teoría aristotélica del Primer Motor Inmóvil. En resumen, reza que todo ser debe tener una causa, que a su vez tendrá otra, y así sucesivamente, pero como sería ilógico que la cadena fuese infinita tiene que haber un ser último... al que sin embargo dicha escuela de pensamiento no ha dudado en calificar como infinito. Esto es, se utiliza la misma cualidad que se trataba de explicar para dar la explicación. En mi opinión, esta explicación circular y no comprobable no es mas que un intento de poner límites a nuestro desconocimiento. Un límite formal, pues al fin y al cabo acaba siendo un límite ilimitado, pero al menos es una infinitud que podemos atisbar, algo con lo que sentirnos más cómodos que con un simple interrogante.

Otra de las más célebres pruebas que han esgrimido aquellos que defendieron la posibilidad de afirmar la existencia de Dios mediante la razón es la que se basa en la perfección de Dios. Formulada originalmente por San Anselmo, su planteamiento se reduce a lo siguiente: Dios debe existir porque es lo más perfecto que podemos concebir, y forzosamente lo más perfecto debe existir, porque la no existencia sería un claro signo de imperfección. El fallo radica, como demostraron posteriormente Kant y Hume entre otros, en que el hecho de que podamos pensar algo no implica la existencia de este algo. Dicho de otro modo, para poder aplicarle la cualidad de perfección a un ser, dicho ser tiene que existir, pero si aceptamos su existencia de antemano estamos incluyendo la conclusión que deseamos obtener, o sea, la existencia de Dios, entre las premisas.








Existen algunas pruebas más, que han sido igualmente refutadas. De todo esto no se colige, en cualquier caso, que Dios no exista, sino que no podemos probar su existencia, así como tampoco, y esto es importante, su no existencia. Esto es así porque, como ya he comentado antes, a Dios se le otorgan cualidades con las que el hombre solo puede soñar. No es dificil ver que un ser todopoderoso no encontraría dificultad alguna no solo en resultar indetectable para nosotros, sino en participar en el curso de nuestras vidas, en jugar con nuestras mentes sin que nos diéramos cuenta, provocando que hiciéramos cosas que luego atribuiríamos a nuestro libre albedrío (cualidad que, irónicamente, Descartes atribuyó al genio maligno que utilizó para explicar la duda metódica). El ateísmo, si lo separamos completamente del agnosticismo, yerra entonces tanto como el cristianismo, al afirmar cosas que no puede probar.

La religión es, en última instancia, cuestión de fe. La fe es creencia, y el creyente cree en la existencia de aquello en lo que cree. Sin embargo, el creyente no deja de ser un hombre que vive en una sociedad, que comparte su vida con otros hombres, que a su vez tienen creencias diferentes. Tratar de demostrar la existencia de cosas que, debido a su propia naturaleza, no son verificables, ha sido en el pasado demasiadas veces una estrategia destinada a imponer el modo de ver el mundo de un cierto grupo de personas, así como a justificar la necesidad de ciertas conductas que, de otro modo, habrían sido consideradas no solo contrarias a la ley, sino abominables y más propias de monstruos que de hombres. Dejaré que ustedes mismos hallen en la historia estas horribles situaciones. Yo solo espero que, gracias a ellas, la humanidad se haya hecho más sabia y, de este modo, lleguemos a entender la necesidad de compaginar las creencias propias con la tolerancia de las ajenas.

Tratado de los tres impostores


- - - Anónimo:Tratado de los tres impostores -.

De ese modo el prejuicio se ha tornado en superstición; ha arraigado de tal modo que las gentes más burdas se han creído capaces de penetrar en las causas finales como si tuvieran de ellas un conocimiento total. Así, en lugar de mostrar que la naturaleza no hace nada en vano, han creído que Dios y la naturaleza pensaban del mismo modo que los hombres.Como la experiencia ha mostrado que infinitas calamidades perturban la tranquilidad de la vida, como las tormentas, los terremotos, las enfermedades, el hambre, la sed., atribuyen todos esos males a la cólera celestial; creyeron a la divinidad irritada ante las ofensas de los hombres, que no han podido quitarse de la cabeza semejante quimera ni desacerse de esos prejuicios pese a los ejemplos diarios que demuestran que los bienes y los males han sido siempre comunes tanto a los buenos como a los malos. Este error procede de que resulta más fácil permanecer en la ignorancia natural que abolir un prejuicio recibido de hace tantos siglos y establecer algo que sea verosímil.                             

Samurai,cielo e infierno.

Cielo e infierno cercanos

Un samurai fue a visitar a un viejo sabio para plantearle una duda que lo atormentaba.
-Señor, estoy aquí porque necesito saber si existen el infierno y el paraíso.
-¿Quién lo pregunta? -contestó el maestro.
-Un guerrero samurai.
-¿Tú un samuray? -se burló el maestro-. ¿Con esa cara de idiota que tienes?
El guerrero no daba crédito a lo que oía.
-Seguro que además de estúpido eres un cobarde -se mofó de nuevo.
La ira se adueñó del samurai que desenvainó instintivamente su sable.
-¡Ahora se abren las puertas del infierno! -gritó el anciano.
El guerrero comprendió de súbito la actitud del maestro y guardó su sable avergonzado.
-¡Ahora se abren las puertas del paraíso! -exclamó de nuevo el maestro.