Mostrando entradas con la etiqueta Benedetto Croce. Mostrar todas las entradas

¿Dialéctica de los distintos o de los opuestos?



Espejo rojo de barbarie
El espejo rojo de la barbarie.



A mi discípula y colega N.A. Izaguirre, quien ha motivado
la reelaboración de las presentes líneas desde nuestro
diálogo continuo.


           Como nunca antes en la historia, la barbarie -ese espejo roto que refleja la mala infinitud, los infinitos fragmentos dejados por el estallido de la eticidad- parece haber descifrado los tradicionales códigos ético-políticos de vigilancia, control y seguridad, establecidos por la civilización. Y, código en mano, no sólo los ha ido burlando, sino que ha logrado mimetizarse hasta penetrar astutamente en sus entrañas para destruirla paso a paso, tal como se insertan las células cancerígenas en el tejido orgánico hasta tumorizarlo. Ahora sólo es cuestión de tiempo. La sociedad occidental, presa de las glorias de su entendimiento abstracto, anda tras la pista de sus recurrentes “investigaciones estadísticas y metodológicas”, barruntando, a ver si con el auxilio de las cifras  pudiese llegar a detectar el modo de restituir las claves, y con la mirada echada sobre el rincón de la impotencia de un humanismo de utilería, ficticio y ajeno a las glorias de Bocaccio, se propone, “en última instancia”, recurrir a la negociación o al diálogo, como se hacen las cosas entre las gentes civilizadas, a ver si logra pactar algún acuerdo “firme” y “realista” que, como en otros tiempos, frene o ponga fin a la voracidad creciente de los legítimos herederos del imperio de los nómadas. Ya no se trata de una “amenaza”: están aquí, en Occidente, aunque nadie parezca darse por enterado.


            Benedetto Croce fue uno de los dos grandes pensadores italianos de la primera mitad del siglo XX. El otro fue Giovanni Gentile, con quien Croce discutió en profundidad acerca del logos dialéctico e histórico, y particularmente sobre el concepto de oposición. Hegel, según Croce, tuvo el mérito de descubrir que la oposición es el alma de la realidad, y que el espíritu es tanto la oposición como la unidad de los términos opuestos. El problema es que, en su opinión, terminó por extender su concepción de la oposición incluso a lo que no se opone, confundiéndola con lo distinto. Lo bello se opone a lo feo en la estética, lo verdadero a lo falso en la lógica, lo útil a lo inútil en la economía, el bien al mal en la ética. Pero no hay oposición, por ejemplo, entre belleza y falsedad, porque lo uno y lo otro poseen un estatuto de realidad distinto y corresponden a grados distintos de la vida del espíritu. No se puede confundir la actividad teórica con la práctica, como tampoco lo concreto con lo abstracto, o lo particular con lo universal.


            Un universal concreto es un constructo cultural e histórico. Es el resultado de la actividad práctica y teórica del espíritu, y dista mucho de ser una abstracción, porque lo abstracto no es -como se ha hecho creer- ni lo elevado o etéreo ni lo complicado y profundo, sino, más bien, lo parcial e incompleto. Por eso mismo, no existe para Croce posiblidad de oposición entre un grado particular abstracto y un grado universal concreto, como, por ejemplo, entre la utilidad y la ética. Lo útil es un acto de satisfacción de un deseo con base en las necesidades inmediatas. Para que lo útil llegue a ser ético es determinante que deje de ser abstracta y arbitrariamente útil y conquiste un nivel de concreción  superior que le permita transformar el mero deseo en libre voluntad, en decir, en conciencia de la necesidad, en derecho. Sólo así, mediante el esfuerzo y la formación cultural, un determinado ser puede dar el salto cualitativo de la barbarie a la civilización. Entre lo uno y lo otro no hay, pues, oposición dialéctica sino una relación de términos distintos. No existe entre ellos oposición sino distinción, porque su lógica no contiene paridad.


            Un político medianamente consciente de su sacerdocio público, con cierta formación cultural y profesional, con valores ético-políticos tendencialmente modernos, democráticos, y con un mínimo de consciencia de la importancia del compromiso de la palabra, ¿podrá sentarse a dialogar con un malandro -un ganster que se propone intoxicar con narcóticos la mente de la mayor parte posible de la población occidental hasta hacerla implotar- y acordar con él los términos de una “negociación” -como acostumbran decir infelizmente esos vendedores ambulantes del marketing- de tipo 'ganar-ganar'? “El bárbaro se asombra cuando escucha que el cuadrado de la hipotenusa debe ser igual a la suma de los cuadrados de los dos catetos. Él cree que también podría ser de otro modo. Le teme al intelecto y se queda en la intuición”, dice Hegel. Croce agregaría que la intuición del bárbaro es de la misma naturaleza que la del abstracto deseo utilitario, nunca del universal concreto de la eticidad. ¿Pudo sentarse Valentiniano III a negociar un acuerdo “ganar-ganar” con Atila, “el azote de Dios”, paradigma de la crueldad, la destrucción y la rapiña? Si los códigos morales de los eventuales interlocutores no sólo son distintos sino incompatibles, si lo que para el uno resulta ser una aberración para el otro resulta bueno y natural, si el honor es interpretado como deshonor, el sometimiento como paz, el racionamiento como abundancia y la manipulación como verdad, ¿será posible establecer una relación de oposición dialéctica entre ambos? Para la barbarie, ser ignorante significa ser fuerte. En Eurasia y EastAsia, dice Orwell, el sentimiento más arraigado es el de la adoración a la muerte y la desaparición del yo.


            En realidad, no existe, como pensaba Croce, una “dialéctica de los distintos”. Sólo se puede hablar de dialéctica cuando existen dos términos opuestos, como polo norte y polo sur, derecha e izquierda, padre e hijo, porque lo que hace posible la existencia de uno de los términos, lo que lo determina, es su otro. ¿Será posible la existencia del polo norte sin que exista el polo sur? Y, en el hipotético caso de que llegara a existir, ¿sería polo respecto de qué? De modo tal que lo único que le da sentido y significado a cada polo no se encuentra en él sino en su término opuesto correlativo. Por eso mismo, una vez más, vale la pena preguntarse si, por ejemplo, el Al Capone de el Furrial o los vástagos de un terrorista y secuestrador de oficio pudieran llegar a conformar el término opuesto correlativo, dialéctico, de algún auténtico político venezolano, porque, a pesar de las sospechas que puedan llegar a infundir las ruines intrigas, sí existen. Claro que hay unos cuantos malandros en el interior de la oposición. Pero, por fortuna, no son la medida. Tanto es así que se podría afirmar que la verdadera oposición de la actual oposición no está en el régimen sino en el interior de la misma oposición, porque el régimen es lo distinto y no lo opuesto. De hecho, cuando todo esto se termine, será del seno de la oposición que surgirá la oposición al gobierno democrático.

Por José Rafael Herrera

@jrherreraucv

La mirada de Minerva




    José Rafael Herrera

    El búho de Minerva inicia su vuelo cuando irrumpe el ocaso
    G.W.F. Hegel


    América Latina diversa.

    Mirar cómo Borges.


    noctua, diosa del cielo y de la tierra. Bajo las tinieblas, en la obscuridad de la noche, resulta difícil poder ver. Y sin embargo, los penetrantes ojos de Minerva son capaces de traspasar la lobreguez, de rasgar con su mirada el señorío de la noche, la dureza que se oculta, como sólida roca, recubierta por el velo de las tinieblas. Se sabe que ver es el efecto del percibir las cosas mediante la recepción de los ojos, como resultado de la acción de la luz, en tanto que el mirar es la acción de aguzar la vista sobre los objetos. Ver, pues, implica la manifestación de un medium pasivo. Mirar, en cambio, constituye un actus de suyo. Jorge Luís Borges es, en este sentido, una referencia ineludible. Era invidente: ¡pero sí que miraba! Prueba de ello es la penetración de la que fue capaz para vencer las sombras que, por años, nos han impedido –a nosotros, los latinoamericanos- con-templar y com-prender, y más aún, contemplarnos y comprendernos, en este lugar y en este tiempo que contiene todos los lugares y todos los tiempos. Más de una vez, nuestro particular Homero pudo traspasar, precisamente, el señorío de la noche, dentro del cual nos hemos habituado a vivir. Y es que, al igual que Homero, Borges tenía un don, portaba el signo de los dioses: lo asistía la mirada de Minerva.


    El propósito de estas breves líneas consiste en exhortar a los lectores a mirar, y no simplemente a ver, la obra “poética” de Borges como punto de partida de una concepción del mundo que le es propia, y que tal vez sea la base de esta una y múltiple, universal y particular, pura y mestiza, filosofía. Filosofía pues, de la mirada barroca.


    ¿Barroca?



    El lector se preguntará, no sin razón: pero, ¿por qué barroca? Bastará, a modo de respuesta, señalar algunas consideraciones que, quizá, permitan comprender el significado de semejante afirmación.


    Lo que hace interesante el estudio de las configuraciones filosóficas sufridas por la historia no es su linealidad escolástica, o el estrecho criterio de su exposición en el museo de cera de la repetibilidad fidedigna, técnica, que habitúa separar los conceptos de sus fenómenos y circunstancias: es, como decía Lezama-Lima, en el 'saboreo' de sus sinuosas espirales, que tejen y destejen el mismo espíritu y el mismo saber, en sus más variadas -e incluso extravagantes- manifestaciones, donde reside la fuerza verdadera de su atracción. Un caso admirable, y que podría contribuir a la confirmación de este argumento, lo constituye, precisamente, “el período” barroco. En efecto, ¿Es posible pensar en la linealidad barroca? ¿Puede suponerse una separación -por más analíticamente encaminada que ésta pueda estar- entre las relaciones políticas y sociales existentes en aquél período de la historia humana y la expresión artística que en él se produjo? O, en otros términos: si puede hablarse de música barroca o de pintura barroca, ¿sería imposible hablar de una medicina barroca y de un derecho barroco, o de una política y de una economía barrocas?, cabe decir, ¿de una cultura barroca en general?. Pero, más aún: ¿está confinada dicha cultura barroca a un tiempo y a un espacio irrecuperables y, en consecuencia, irrepetibles?. Con relación a ello, conviene recordar una anécdota, a manera de emblema definitorio o elípticamente problemática: en la Alemania de 1800, el maestro Dionisio Weber, fundador y director del museo de Praga, prohibía a sus discípulos leer o interpretar a otros compositores que no fuesen barrocos. Un día, uno de sus discípulos, escuchó hablar de un compositor que había sido capaz de elaborar una música barroca opuesta a todas las reglas del barroco, y decidió penetrar la obra de aquél extraño e irreverente compositor, para quedar prendado de él por el resto de sus días. El extraño compositor atendía al nombre de Ludwig Van Beethoven. El joven discípulo de Weber se llamaba Moscheles. Después de haber probado, una y otra vez, la fruta prohibida, el propio Moscheles escribió: “en ella encontré un consuelo y un placer que ningún otro compositor me había proporcionado antes”.


    Relación entre Borges, América y Minerva.


    Pero, ¿qué relación guarda esto con Borges, con su invidencia; qué relaciona al barroco con Minerva y, más aún, con la América Latina?


    En realidad, el barroco es una constelación de ideas y valores, o, más bien, una de las figuras recurrentes y constitutivas de la experiencia de la conciencia social. Más aún, desde el momento en que la América dejó de ser naturaleza para devenir cultura de la crisis utópica, es decir, una vez que –al decir de Carlos Fuentes- devino cronotopía, la expresión barroca se hizo carne y sangre de la nueva civilización. El barroco, en efecto, es uno de los pilares esenciales y determinantes del desarrollo espiritual que le es inmanente al continente americano, dado que es el concreto armado, integral, con el cual aún se sigue fraguando la ancha base que sustenta el mestizaje de su cultura.
    No resulta improbable, en consecuencia, que al tener la necesidad de definir en una palabra el movimiento barroco, el ensayista sienta el enfático deseo de sugerir la expresión curiosidad. El estilo excesivo que surgiere, en pleno siglo XVII, plenado de rizadas orlas gongóricas, de formas múltiples y plurales -y sólo en apariencia insustanciales-, dos siglos después terminará por convertirse en la referencia más importante de una racionalidad diversa, aunque siempre estéticamente encaminada. Los ejemplos se desbordan por sí mismos: “aparte de Cervantes, Quevedo y Sor Juana; aparte de Kondori, Alejaindinho y del propio Boturini, discípulo de Vico, los ejercicios loyolistas, la pintura de Rembrandt y el Greco, las fiestas de Rubens y el ascetismo de Felipe de Champagne, la fuga bachiana, un barroco frío y un barroco bullente, la matemática de Leibniz, la ética de Spinoza, y hasta algún critico excediéndose en la generalización afirmaba que la tierra era clásica y el mar barroco” (Cfr.:Lezama-Lima).


    Pero arar en el mar –Bolívar dixit- es, por cierto, para la América Latina, el mayor de sus desafíos, y quizá su santo y seña. Cuando, en su hora, Hume alertaba sobre la uniformidad e invariabilidad de las facultades humanas, en ese preciso instante convocaba, acaso sin sospecharlo, las fuerzas de la otredad que le son inmanentes, opuestas a semejante argumento. Convocaba, precisamente allende el mar, nada menos que al spinozismo de la sustancia, inescindiblemente unido al viquianismo de un mundo diverso y culturalmente múltiple, cuya sola presencia estética e intelectiva transformaría en fragmentos la razón de su tiempo, devenida, ahora, deseo y utopía, verbo e imagen, frontera entre la razón y el sueño, dentro del poliedro del ciego vidente, de Homero a Borges. Verbo e imagen, el uno y la otra, capaces de apropiarse de todas las tradiciones culturales, a fin de mostrar, en el borgiano espejo de los laberintos -o en el laberinto de los espejos- el reflejo fiel de un ser social hechizado; reflejo, por demás, metafísico, que sin embargo siempre se niega a degenerar en sistema de sí mismo.


    Imaginar y mirar después.



    La imaginación -decía Cecilio Acosta, en 1879- tiene sus sueños, que no son menos que su manera de concebir las cosas: si las otras facultades del alma labran con ideas, ella labra con colores, y sus creaciones son cuadros... es como la luz, llevando delante reflejos y dejando detrás tintas hermosas. Pero, a veces, las cuadraturas de su creación rondan sin cesar, delineando los incesantes giros de un laberinto circular.


    En su intento por sintetizar las culturas fundacionales del Nuevo Mundo, la imaginación, presente en la flexión de la lengua hispana, permite a Jorge Luís Borges apropiarse legítimamente de tal herencia intelectual y moral -indígena e hispana, musulmana y judía, africana y asiática- a fin de construir el espejo de una historia siempre recurrente y siempre original, que comporta, de modo esencial, el hilo de la memoria y el entramado del deseo.


    Memoria y deseo son, pues, los términos dentro de los cuales, en la obra de Borges, se va gestando la crítica de las formas propias de la concepción moderna del absoluto, para hacer surgir la Imaginatio de un paisaje barroco, caracterizado por su diversidad -como dice Fuentes- policultural y multirracial. El mentor metafísico de semejante empresa hermenéutica es, no por mera casualidad, Giambattista Vico.


    Así, pues, Imaginación y Diversidad: la aguda mirada –a todas luces, filosófica- de Borges da cuenta de una formación cultural plenada por la ausencia, y que, no obstante, se hace abundante y rica en determinaciones, casi siempre, rigurosamente barrocas, en virtud de las cuales se pone de manifiesto la huella indeleble, y no siempre disonante, de todos los lugares y de todos los tiempos en un solo lugar y en un solo tiempo.


    Qué es América Latina.



    La América Latina es, por un lado, un mundo ficticio, el fantástico mundo de la imaginación, el lugar del no lugar, la U-topía deseada; pero, por otro lado, y al mismo tiempo, es un continente real, el continente de la necesidad y de los encuentros, el lugar de los lugares, la topía concreta, el laberinto de La Biblioteca de Babel descrito por Borges. Indo-afro-ibero-América es, pues, un espejo, en el que sus actores no se ven, pero se miran. Más precisamente, es aquél lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. En breve fórmula, es una inversión especular en la cual una cierta caleidoscopía puede llegar a percibir, en un mismo rostro, al griego, al romano, al judío, al negro, al asiático y al indio. Eso sí: para asir semejante inversión, resulta indispensable la obscuridad, la inmovilidad y la acomodación ocular, en fin, el contraste de luces y sombras, a objeto de fijar la mirada en la empinada escalera -espiral- de la historia. Acaso, la mejor definición de latinoamérica esté contenida en la conocida metáfora borgiana presente en La muerte y la brújula, en la que las tardes desiertas se parecen a los amaneceres. O, lo que es igual, en la que los amaneceres poblados se parecen a las tardes.


    América en el mundo.



    Pero, precisamente, la entera historia de la humanidad, como ha dicho Borges, está situada entre el alba y la noche. Mas, en todo caso -y según Fuentes- la presencia bien puede ser un sueño, el sueño una ficción y la ficción una historia renovable a partir de la ausencia. La procesión va por dentro: la América Latina es el barroco microcosmos de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo. En consecuencia, espacios soñados y tiempos renovables. Tiempos renovables y espacios soñados. Espacios y Tiempos, Tiempos y Espacios. Imperio de lo divergente, lo convergente, lo paralelo; espacios y tiempos, tiempos y espacios, como los de El Jardín de los senderos que se bifurcan, o los de El Aleph, de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Es un hecho el que las repúblicas fundadas por nómadas ameriten –casi siempre- del indispensable concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería...:

    ... apenas concluyeron los albañiles, se instaló en el centro del laberinto...No importa que el escritor argentino -lector de Croce y, en no pocos casos, cercano a su historicismo filosófico- no se refiera a temas directamente relacionados con las tradiciones culturales indígenas o africanas. Le ha correspondido a Asturias, a Gallegos o a Carpentier, esa importante labor. Sobre Borges ha recaído la responsabilidad de recrear -y conviene advertir que toda recreación es una nueva creación- dentro del espacio y del tiempo uno y múltiple de la América hispánica, toda la herencia de la cultura occidental, a fin de demostrar, por cierto, la ficción de su improbable univocidad y unidimensionalidad, y, por ello mismo, de su carácter lineal. En una expresión, Borges, por muchos y azulados desagües, heredero de Vico, ha aprendido -¡y ha enseñado!- que la América india, ibérica y africana no es la insípida réplica de una cultura monolíticamente occidental sino, más bien, su espejo, su otro correlativo, necesario e inescindible:


    Yo que sentí el horror de los espejos
    No sólo ante el cristal impenetrable
    Donde acaba y empieza, inhabitable,
    un imposible espacio de reflejos

    Sino ante el agua especular que imita
    El otro azul en su profundo cielo
    Que a veces raya el ilusorio vuelo
    Del ave inversa o que un temblor agita
    ...
    Hoy, al cabo de tantos y perplejos
    Años de errar bajo la varia luna,
    Me pregunto qué azar de la fortuna
    Hizo que yo temiera a los espejos.

    Espejos de metal, enmascarado
    Espejo de caoba que en la bruma
    De su rojo crepúsculo disfuma
    Ese rostro que mira y es mirado,

    Infinitos los veo, elementales
    Ejecutores de un antiguo pacto,
    Multiplicar el mundo como el acto
    Generativo, insomnes y fatales
    .


    “Los espejos -advierte Borges- Prolongan este vano mundo incierto/ En su vertiginosa telaraña;/ A veces en la tarde los empaña/ El hálito de un hombre que no ha muerto”. Tiempo de tiempos: las rectas galerías de la historia occidental han terminado por ceder su paso inevitable, perentorio, al surgimiento de curvaturas que, secretamente, han devenido círculos, hasta delinear la ruta espiral del laberinto Ideal y Eterno. Espacio de espacios: cíclicamente vuelven los astros y los hombres, en medio de una oscura rotación pitagórica que, noche a noche, arroja a los mismos hombres en un -después de todo- no tan remoto lugar del mundo. La eternidad se concreta entonces para cifrar su inmensidad en lo mínimo, y la contradicción del tiempo que pasa y de la identidad que perdura.., termina en el infinito diálogo de una substancia compartida. La historia se concentra entonces, para luego estallar, revelándose en un tropel de infinitos contrastes. Y, otra vez, la otredad se pone de manifiesto en su elemento diverso, hiriendo con su brusca luz la obscuridad de lo cristalizado impuesto, en medio del destierro y del olvido.


    Lo que trajo Borges.



    Como ha indicado Fuentes, a partir de Borges la narrativa hispanoamericana asume, conscientemente, la paradoja que forma y conforma el horizonte de su comprensión cultural, a fin de dar cuenta, precisamente, de su muy particular modo de construir la totalidad. Se trata de una visión universal que, por ello mismo, se expresa en toda su riqueza cronotópica: simultaneidad y secuencia, sincronicidad, tiempo progresivo y tiempo mítico, son elementos esenciales de composición, en grado diverso. Concepción -agrega Fuentes- inclusiva del tiempo, o más bien, de los tiempos “divergentes, convergentes y paralelos”, que comprende los lenguajes capaces de representar la variedad de los mismos. Diversos lenguajes que, a su vez, representan una pluralidad de tiempos.
    La mirada es la profundidad misma del saber, la filosofía misna, bajo la forma de su representación estética esencial. Al decir del joven Marx, de la cabeza de Zeus, padre de los dioses, surgió Pallas Atenea. La nueva diosa presenta, aun, la figura obscura del sino, de la luz pura o de la pura tiniebla. Fáltanle los colores del día. La dicha en tal desdicha resulta ser, pues, la forma subjetiva, la modalidad con que tal filosofía se comporta respecto de la realidad: “La filosofía echa a sus espaldas los ojos (la osamenta de su madre son lucientes ojos) cuando su corazón se entrega decididamente a la creación de un mundo”.


    Por encima de las ideologías, sendas que perdieron por el camino de los maniqueísmos caudillescos su talante filosófico, Borges está, hoy y para nosotros, más cerca de Spinoza, de Vico, de Hegel e, incluso, del joven Marx. Mucho más de lo que los disecadores de oficio se podrían imaginar.


    Dispongámonos, pues, a la creación de un mundo, miremos más profundamente en la obscuridad del presente. Es tiempo de vencer la escisión y el desgarramiento, a la luz de nuestra particular y, a la vez, universal filosofía.





    Dialéctica y distinción

    Benedetto Croce.
    Benedetto Croce.

    Decía Benedetto Croce que el precio de la civilización consiste en mantener la “vigilancia continua” contra la barbarie. Como nunca antes en la historia, la barbarie -ese espejo roto que refleja los añicos de la eticidad- parece haber descifrado los tradicionales códigos ético-políticos de vigilancia, control y seguridad, establecidos por la civilización. Y, código en mano, no sólo los ha ido burlando, sino que ha logrado mimetizarse hasta penetrar astutamente en sus entrañas para destruirla paso a paso, tal como se insertan las células cancerígenas en el tejido orgánico hasta tumorizarlo. Ahora sólo es cuestión de tiempo. La sociedad occidental, presa de las glorias de su entendimiento abstracto, anda tras la pista de sus recurrentes “investigaciones estadísticas y metodológicas”, barruntando, a ver si entre cifras pueden detectar el modo de restituir las claves, y con la mirada echada sobre el rincón de la impotencia de un humanismo de utilería, ficticio y ajeno a las glorias de Bocaccio, se propone, “en última instancia”, recurrir a la negociación o al diálogo, como se hacen las cosas entre las gentes civilizadas, a ver si se pudiese pactar algún acuerdo “firme” y “realista” que, como en otros tiempos, frene o ponga fin a la voracidad creciente de los legítimos herederos del imperio de los nómadas. Ya no se trata de una “amenaza”: están aquí y en Ecuador, en Chile, en Bolivia, en España, y nadie parece darse por enterado.

    Benedetto Croce fue uno de los dos grandes pensadores italianos de la primera mitad del siglo XX. El otro fue Giovanni Gentile, con quien Croce discutió en profundidad acerca del logos dialéctico e histórico, y particularmente sobre el concepto de oposición. Hegel, según Croce, tuvo el mérito de descubrir que la oposición es el alma de la realidad, y que el espíritu es tanto la oposición como la unidad de los términos opuestos. El problema es que, en su opinión, terminó por extender su concepción de la oposición incluso a lo que no se opone, confundiéndola con lo distinto. Lo bello se opone a lo feo en la estética, lo verdadero a lo falso en la lógica, lo útil a lo inútil en la economía, el bien al mal en la ética. Pero no hay oposición, por ejemplo, entre belleza y falsedad, porque lo uno y lo otro poseen un estatuto de realidad diverso y corresponden a distintos grados de la vida del espíritu. No se puede confundir la actividad teórica con la práctica, como tampoco lo concreto con lo abstracto, o lo particular con lo universal.

    Un universal concreto es un constructo cultural e histórico. Es el resultado de la actividad práctica y teórica del espíritu, y dista mucho de ser una abstracción, porque lo abstracto no es -como se ha hecho creer- ni lo elevado o etéreo ni lo complicado y profundo, sino, más bien, lo parcial e incompleto. Por eso mismo, no existe para Croce posiblidad de oposición entre un grado particular abstracto y un grado universal concreto, como, por ejemplo, entre la utilidad y la ética. Lo útil es un acto de satisfacción de un deseo con base en las necesidades inmediatas. Para que lo útil llegue a ser ético es determinante que deje de ser abstracta y arbitrariamente útil y conquiste un nivel de concreción  superior que le permita transformar el mero deseo en libre voluntad, en decir, en conciencia de la necesidad, en derecho. Sólo así, mediante el esfuerzo y la formación cultural, un determinado ser puede dar el salto cualitativo de la barbarie a la civilización. Entre lo uno y lo otro no hay, pues, oposición dialéctica sino una relación de términos distintos. No existe entre ellos oposición sino distinción, porque su lógica no contiene paridad.

    Un político medianamente consciente de su sacerdocio público, con cierta formación cultural y profesional, con valores ético-políticos tendencialmente modernos -incluyendo el gusto por el beisbol- y con un mínimo de consciencia de la importancia del compromiso de la palabra, ¿podrá sentarse a dialogar con un bárbaro -un ganster que se propone intoxicar con narcóticos la mente de la mayor parte posible de la población occidental hasta hacerla implotar- y acordar con él los términos de una negociación -como acostumbran decir infelizmente los vendedores ambulantes de electrodomésticos- de tipo 'ganar-ganar'? “El bárbaro se asombra cuando escucha que el cuadrado de la hipotenusa debe ser igual a la suma de los cuadrados de los dos catetos. Él cree que también podría ser de otro modo. Le teme al intelecto y se queda en la intuición”, dice Hegel. Croce agregaría que la intuición del bárbaro es de la misma naturaleza que la del abstracto deseo utilitario, nunca del universal concreto de la eticidad. ¿Pudo sentarse Valentiniano III a negociar un acuerdo “ganar-ganar” con Atila, “el azote de Dios”, paradigma de la crueldad, la destrucción y la rapiña? Si los códigos morales de los eventuales interlocutores no sólo son distintos sino incompatibles, si lo que para el uno resulta ser una aberración para el otro resulta bueno y natural, si el honor es interpretado como deshonor, el sometimiento como paz, el racionamiento como abundancia y la manipulación como verdad, ¿será posible establecer una relación de oposición dialéctica entre ambos? Para la barbarie, ser ignorante significa ser fuerte. En Eurasia y EastAsia, dice Orwell, el sentimiento más arraigado es el de la adoración a la muerte y la desaparición del yo.

    En realidad, no existe una dialéctica de los distintos. Sólo se puede hablar de dialéctica cuando existen dos términos opuestos, como polo norte y polo sur, derecha e izquierda, padre e hijo, porque lo que hace posible la existencia de uno de los términos, lo que lo determina, es su otro. ¿Será posible la existencia del polo norte sin que exista el polo sur? Y, en el hipotético caso de que llegara a existir, ¿sería polo respecto de qué? De modo tal que lo único que le da sentido y significado a cada polo no se encuentra en él sino en su término opuesto correlativo. Por eso mismo, una vez más, vale la pena preguntarse si, por ejemplo, el Al Capone de el Furrial o los vástagos de un terrorista y secuestrador de oficio pudieran llegar a conformar el término opuesto correlativo, dialéctico, de algún respetable político, pues, a pesar de las sospechas que puedan llegar a infundir las ruines intrigas, existen.

    El problema sigue siendo el de la incompatibilidad presente entre los distintos. Y, en virtud de la distinción, cabe pensar en serio, más allá de las gráficas estadísticas, acerca de los riesgos en los que se encuentra la seguridad de la civilización occidental actual, frente a la creciente amenaza narco-terrorista. No será siguiendo las recetas de la psicología o de la sociología prescriptivas que se obtendrá la solución. La gangrena no se cura con agua de colonia. Maquiavelo tiene hoy más vigencia que nunca.                 
                     

    Por José Rafael Herrera / @jrherreraucv

    De la moral y la ética

    De la moral y la ética por @jrherreraucv

    Hay quienes presuponen que la ética y la moral son simples sinónimos. Son, en su mayoría, quienes atienden las representaciones propias del más craso sentido común, ese que Spinoza califica como “el primer grado del conocimiento” o “el conocimiento de oídas o por medio de cualquier signo de los llamados convencionales”. Pero también “por experiencia vaga, no determinada por el entendimiento”. Son quienes desconocen el hecho de que las palabras son determinaciones de la historia, surgen en ella y en virtud de la necesidad que ella, objetivamente, impone. O lo que es igual, que la acción humana –devenida Espíritu– se impone a sí misma. Ni la historia es un anecdotario del pasado ni las palabras son flatus vocis. La historia es, siempre, y como afirma Croce, “historia contemporánea”, dado que su estudio encuentra su motivación esencial en un interés que surge en el presente, en el 'aquí y ahora'. Las palabras, por su parte, tienen sentido y significado históricos, y no pueden ser utilizadas sin ton ni son, abstractamente, es decir, indeterminadamente, sin que ello tenga consecuencias, por cierto, históricas, sociales y, en última instancia, políticas.

    Moral y ética.


    Cuando una sociedad se pregunta por temas y problemas relativos a la ética y la moral es porque, quizá sin poseer cabal conciencia de ello, está poniendo al descubierto el síntoma de sus fallas y ausencias. Se exige, se reclama, lo que no se tiene. En medio de su infelicidad, la conciencia siente que cuando los precios de los artículos de primera necesidad aumentan día a día y cada vez más, cuando las calles se inundan de basura, cuando se va la electricidad “las horas que sean necesarias” o no sale agua por el grifo, es porque hay responsables, no solo por incompetencia técnica o profesional sino, sustancialmente, porque alguien se está enriqueciendo con el sufrimiento de la población. ¿Quién responde por las desgracias de los venezolanos? ¿Quién o quiénes son los responsables de sus actuales miserias? He ahí –como se dice– un asunto que atañe directamente a cuestiones de naturaleza ética y moral.

    Pero, cuando tal exigencia se hace, no pocas veces se asume como si, quien la hace, estuviese ubicado más allá de todos los impíos y pecaminosos, como si el resto, aquellos maculados por la corrupción de cuerpo y alma, le fuesen extraños, ajenos, distintos y distantes. El dedo señala y apunta en una sola dirección: son “ellos”, los “otros”, los únicos responsables del desastre. Desde su inmaculada, reluciente e intachable vestidura de blanco perfecto, la conciencia infeliz acude al púlpito para enjuiciar, pero nunca para enjuiciarse. Denuncia y exige sin denunciarse y exigirse. Las cosas no caen del cielo. La verdad es norma de sí misma y de lo falso. No han sido pocas las veces que la historia ha convalidado un viejo argumento hegeliano: Los pueblos construyen los gobiernos que tienen. Nada sale de la nada. El único “castigo divino” está en el abandono de la educación en sentido enfático, estético, orgánico, en haberla sustituido por la simple instrumentalización, la cual, por cierto, al excluir de sus intereses la razón educativa, se hace cada vez más ignorante y mediocre. De las entrañas de esa ignorancia, de esa mediocridad, que se va propagando como la peste, surge la corrupción como modo de vida, mientras hace del colapso, el fracaso, el temor y el culto a la muerte sus mayores logros, sus elementos supremos, su satisfacción autocumplida.

    Y de aquí resulta una diferenciación fundamental entre la ética y la moral, que conviene tomar en cuenta, a la hora de establecer precisiones que trascienden las abstracciones que desbordan el actual estado de la conciencia. Cuando se dice, de la mano de la reflexión del entendimiento, que la ética es teórica mientras que la moral es práctica, o, en otros términos, que la moral es la práctica de la teoría ética, se da por supuesto que la teoría es una cosa y la práctica es otra. La moral sería el lado activo, la ética el pasivo, que unas veces se entrelazan –como las trenzas de un zapato– y otras se separan. Se olvida que no puede haber conocimiento moral –en este caso, ético– sin objeto de estudio moral, pero, además, que no puede haber objeto de estudio moral sin sujeto que lo conozca. Así como no hay individuos sin sociedad ni sociedad sin individuos, no hay ética sin moralidad ni moralidad sin ética. Como no existe sujeto sin objeto, ni teoría sin praxis. Porque, entre dichos términos existe una relación necesaria y determinante. Solo se puede conocer lo que se hace. Solo se hace lo que se puede conocer. El mismo conocimiento es, de hecho, un hacer continuo. Verum et factum convertuntur, como dice Vico.

    Que la moral y la ética no sean lo mismo y que no deban ser confundidas, o que la una no sea la supuesta aplicación práctica de la no menos supuesta teoría de la otra, no significa que su recíproco reconocimiento y adecuación no conformen los términos constitutivos de la vida humana, de la vida misma del devenir de la historia. La moralidad comporta el aspecto subjetivo de la conducta del individuo, la intencionalidad del sujeto, su disposición interior. La eticidad, en cambio, contiene el conjunto de costumbres y valores que se van efectivamente realizando en la historia, como lo son la familia, la sociedad civil y el Estado. Si bien la palabra moralis –mores– es la traducción al latín del ethikós –ethos– griego, no menos cierto es que conviene tener presente que el hecho de que las ciudades-Estado griegas enfatizaban lo social -la polis- por encima de lo individual, mientras que, viceversa, los romanos fueron los primeros en dignificar la figura del individuo y de otorgarle ciudadanía. Aristóteles habla de una “theoría ética”, no de una ética como teoría de la moral. El hecho de que ethikós derive de ethos, cuyo significado es el de costumbres, ya es indicativo de que la ética no se limita a la descripción de la conducta moral sino, más bien, versa sobre los criterios y valores que deben ser respetados por parte de los ciudadanos. En este sentido, y como sostiene Hegel, la eticidad es la idea misma de libertad, el “bien viviente” de la comunidad. No es un recetario de principios naturales o formales, previos al quehacer social, sino, justamente, la posesión en la conciencia social del saber y el querer que, mediante su actuación concreta, se constituye en realidad efectiva. La eticidad es la libertad conquistada que se ha convertido en mundo existente, en “naturaleza de la autoconsciencia”, de la que la moralidad forma parte indispensable, toda vez que en cada acto de cada individuo ella se hace objetiva. Su sustento es la educación. Es, pues, una demanda y una exigencia para todo nuevo orden que lucha por surgir de las cenizas, dejadas por la crisis, el comenzar a construir desde ya las bases firmes de una nueva ética para la consolidación de una nueva sociedad.

    “Todos son intelectuales”

    Las llamadas ciencias sociales han avanzado vertiginosamente, de modo exponencial, durante los últimos tiempos. Casi se podría afirmar que los muy respetables científicos sociales llevan puestas las botas de las siete leguas, las mismas que usara Pulgarcito para evadir al ogro que se oculta detrás de la realidad. Sus agigantados avances, su extensión por la sinuosa y escarpada geografía del conocimiento, se pierde tras el horizonte de las urbes, del primero al último de los mundos posibles. 


    Sus respuestas –siempre– están a la mano, como en las largas estanterías de los supermercados que, en épocas más felices, tenían a su disposición los consumidores venezolanos. Y cuentan, además, con una respuesta del peso y tamaño requeridos para la ocasión, para todo o para casi todo. La sociología, por ejemplo, cual caballero de reluciente armadura, porta en sus manos el escudo de la epistemología y la lanza del método. En su justa contra los molinos de viento metafísicos, ha dado cuenta de sus extraordinarias capacidades para pasar de las formas de la religión a las formas teológicas y, desde estas, a la ciencia pura y simple. Uno de esos distinguidos científicos sociales, auténtico heredero de las más sutiles revelaciones que se sustentan en las certezas provenientes de la reflexión del abstraktes Verständnis, es el lúcido y eminente profesor Fernando Mires, quien hace pocos días dejó caer sobre su cuenta de Twitter una sentencia tan 'clara y distinta' como plena de maravilla aristotélica: “Intelectual es toda persona que piensa. Los intelectuales no existen como profesión: existen profesores, escritores, pintores, dentistas, policías, obreros, albañiles, basureros (todas dignas profesiones). En todas esas profesiones hay gente que piensa: todos son intelectuales”.

    Es verdad que, basándose en sus indiscutibles esfuerzos cognitivos y en sus inclinaciones por las certezas relativas, las ciencias sociales presuponen respuestas para toda ocasión, para cada circunstancia, porque ellas –entre 'eventos' y 'narrativas', como acostumbran decir– conocen de antemano, prevén, se anticipan. No como las sacerdotisas, echando mano del oráculo, ni por medio de las piedras de los druidas, ni de las cartas astrales de los divinari, sino –como respetables científicos que son– a través de sus sofisticados y rigurosísimos instrumentos metodológicos de última generación. Y sin embargo, cabe pensar –después de todo, “hay gente que piensa”– en la posibilidad, y solo a manera de hipótesis, de que, tal vez, sea por eso que sus grandes fortalezas pudieran llegar a poner de relieve sus grandes debilidades. En efecto, como ha afirmado recientemente el estudioso español, Alexandre Carrodeguas: “Las sociologías generales, más allá de lo que pueda ser su mérito, no le hacen justicia a la realidad, porque pretenden tener sistemáticamente una respuesta para todo. Con ellas sabemos de antemano lo que debemos encontrar, en qué casilla teórica, bajo qué concepto o rubro prexistente acomodaremos lo que hayamos observado”.

    Y, más aún: “Se sabe de antemano, por ejemplo, que la realidad social se puede distribuir, sin restos, en unos órdenes o sistemas determinados. O que está edificada sobre elecciones individuales racionales. O, al contrario, que las sociedades se organizan como totalidades a priori, como si la sociedad prexistiera a sí misma, y los actores no hicieran otra cosa que aplicar los valores sociales, como sostiene el culturalismo, aplicar las funciones, según el funcionalismo u obedecer a unas reglas, como plantea el estructuralismo”. Tales escuelas o tendencias tienen una “respuesta para todo” y proponen “conceptos elásticos que llevan más a formular preguntas que a responderlas”. Y es que, después de todo, conviene plantear preguntas pertinentes, buenas preguntas, porque solo de ese modo resulta posible anticipar buenas respuestas.

    Antonio Gramsci no era, para su desgracia, sociólogo. Lector de Vico y de Hegel, de Marx y Labriola, de Croce y Gentile, eligió la filología y la filosofía, no solo por convicción, sino también por profesión. En sus Cuadernos puede leerse que, ciertamente, “todos los hombres son ‘filósofos”, pero, eso sí: “definiendo los límites y los caracteres de esta 'filosofía espontánea', propia de 'todo el mundo', y de la filosofía que está contenida: 1) en el lenguaje; 2) en el sentido común y el buen sentido; 3) en la religión popular y en todo el sistema de creencias, supersticiones, modos de ver y obrar que se asientan en aquello que generalmente se denomina 'folclor'”. Y así, una vez que se demuestra que todos los hombres son “filósofos” inconscientemente, dado que “en la mínima manifestación de cualquier actividad intelectual –el ‘lenguaje’– está contenida una determinada concepción del mundo”, resulta necesario pasar a un segundo momento: al de la crítica y la conciencia, dado que no es posible pensar sin poseer “conciencia crítica, de un modo disgregado y ocasional, es decir, 'participar' de una concepción del mundo impuesta mecánicamente”.

    No pocas veces, los silogismos pueden llevar a conclusiones que terminan en la más triste confirmación del populismo: “Todos los hombres son intelectuales. Trucu-trú es –muy a su pesar– un hombre. Ergo: Trucu-trú –muy a su pesar– es un intelectual”. A Dios rogando y..., dice un refrán popular, bien conocido por la gran mayoría de la intelectualidad nacional. No hay que estudiar, en consecuencia, para ser filósofos. Hay gobernantes que no llegaron a formarse, a educarse, en las universidades. No lo necesitaban: son intelectuales, o como dice Gramsci, “filósofos”. Todos lo son. Los hay, incluso, capaces de formular tautologías sin tener idea de que, efectivamente, son expertos en ellas, como aquel conocidísimo filósofo que solemnemente sentenció: “Y si me matan y me muero”. No: no es necesario estudiar para ser un intelectual. Bastará, como diría Spinoza en su Reforma del entendimiento –o sea, en ese intento suyo por enmendar, precisamente, el intelecto– con las percepciones de oídas o con la vaga experiencia. Y así, “como va viniendo, vamos viendo”. Que “el tiempo de Dios” sea “perfecto” o “que Dios proveerá”, son dos de las más grandes sentencias que se le han escapado de sus respectivos laberintos minotáuricos a dos grandes intelectuales, para devenir máximas de la novísima filosofía probada y comprobada, epistemológica y metódicamente, por uno de los más destacados científicos de la certeza sensible de este menesteroso presente. No sin razón, afirmaba Hegel que el entendimiento sin la razón es algo. A pesar de no tener profesión alguna, después de todo, habrá que “seguir pensando”.

    Por José Rafaél Herrera / @jrherreraucv

    Ética y política contemporánea.

    Ética y política (Immerwieder)

    Los positivistas comparten con los nihilistas –hoy día pomposamente autocalificados de “posmodernos”– la perentoria inclinación por el “o esto o aquello”, el “o-o”, o lo que es igual, el aut-aut: esa manía de querer aferrarse a un “principio” “seguro” y “firme”, rechazando radicalmente toda otredad.

    Nueva forma de hombre

    Principio al que sabiamente Benedetto Croce calificara como el santo y seña característico del “logos abstracto”. Y tan abstractas como terminales son, de hecho, las premisas de las que parten como las conclusiones a las que llegan. El extremismo de las distancias y el recíproco antagonismo radical que se profesan no les permite comprender que los presupuestos de la lógica discursiva los identifica mucho más de lo que creen, que son el otro de ese otro que tanto niegan, es decir, que son sí mismos y, en el fondo, idénticos. Definitivamente, los extremos se tocan, padecen de la misma patología de disociación. La traducción de tales extremos en la vida política no es de menor tenor: los defensores del individualismo, por un lado; los defensores del estatismo, por el otro. ¿Y en el medio? En el medio están los snugs, los “notables”, las aguas tibias, las medias tintas, los tertium datur. Los “mediadores”, la verdad, nunca median, y son siempre de cuidado, porque a la larga terminan tomando partido por uno de los extremos. Para muestra bastará con un Rodríguez Zapatero.

    Por fortuna, no es lo mismo el historismo que el historicismo. Craso error de Popper, por cierto. El historismo (Historismus) surge en medio de la colapsada Alemania de Weimar, de las manos de Meinecke y Troeltsch. El historicismo (storicismo), nace en una Italia inspirada por el espíritu del Risorgimento, con Croce y Gentile. El primero se sustenta en Kant y Schopenhauer. El segundo en Vico y Hegel. En el primero, ética y política representan términos antagónicos. En el segundo, y particularmente con Croce, conforman una relación de necesaria e inescindible complementariedad. En 1925, Croce publicó una reseña de la obra de Meinecke, La idea de la razón de Estado. En ella, el filósofo italiano sostiene que el error cometido por Meinecke en dicha obra consiste en “no haber sabido pasar de la lógica del empirismo a la lógica de la filosofía”, en la cual, y a diferencia de las abstracciones tipificantes del aut-aut, “los problemas particulares reciben su determinación y solución”. En el fondo, la crítica croceana se concentra en la separación que hace Meinecke entre objeto y sujeto o entre Estado e individuo, como expresiones de su “dualismo irresoluble”, de su “tragedia sin catarsis”. Es la pérdida, la dolorosa separación, del hombre y del mundo de los hombres y, por ello mismo, la suspensión del juicio, de la “síntesis a priori”, del principio de la unidad diferenciada, magistralmente enunciado por Kant en su Crítica de la razón pura.

    La rígida fijación de los términos, del elemento natural o del elemento espiritual –el centauro Quirón, según la definición dada por Maquiavelo de los hombres–, del Ethos o la Polis, uno frente al otro, resulta no solo en un recurso final de trascendencia sino, además, y más concretamente, en un dualismo insuperado y autoflagelante. Es la pura imposibilidad de llegar –tan siquiera– a concebir “la pura política o la pura utilidad como forma espiritual activa”, como devenir. La vida es mucho más rica que los esquemas fijados por la “lógica empírica” de la que habla Croce. Barbarie política, “razón de Estado”, naturaleza irresuelta, de un lado. Trascendentalismo de ideas y valores “puros”, de enunciados abstractos que nunca se traducen en realidades, por el otro. Ser, de un lado. Deber ser, del otro. “A un príncipe –dice Maquiavelo– le es necesario saber bien usar la bestia y el hombre. La una sin la otra no es durable: se debe asir la zorra y el león, porque el león no se defiende de las trampas, la zorra no se defiende de los lobos. Precisa, pues, ser zorra y conocer las trampas, y león para espantar a los lobos”. Consenso y coerción. Rómulo Betancourt, tal vez el más lúcido y completo de los políticos contemporáneos venezolanos, asentiría la conseja maquiavélica sin dudarlo. Y, de hecho, pudo superar con creces los lados del extremismo de los unos y los otros.

    Necesario pasaje de lo uno a lo otro: los principios éticos, para poder ser efectivamente, tienen que encarnar en cada individuo, en toda la sociedad. Hic Rhodus, hic saltus. Spinoza supo comprender que el exclusivo aut-aut tenía que ser superado y conservado en el inclusivo sive. De hecho, su Deus sive Natura da cuenta, precisamente, de la fluida relación existente de espíritu y materia, de política y ética. Necesario, pues, aprehender la infinita creatividad de la conciencia moral en sus especificidades individuales, en la singularidad de la relación voluntad-acción. Concebir –en realidad, representarse– separadamente la ética de la política, solo justifica el desgarramiento de la propia condición humana, esa circularidad que conforma la vida de los hombres. Se trata, en suma, de propiciar, y con mayor énfasis en estos tiempos de crisis orgánica, la enérgica identificación del carácter universal de la ética con la plena conciencia individual. Los llamados “principios” no son nada si no se hallan encarnados en los hombres, es decir, si no poseen carne y sangre. Ethos sive Polis.

    Para poder liberarse de la tiranía y conquistar la libertad, es imprescindible la conformación de una profunda reforma moral e intelectual, de una auténtica reforma educativa, sin duda, sustentada en nuevas formas, pero sobre todo en nuevos contenidos; esencialmente centrada en el compromiso de cada uno consigo mismo y, al mismo tiempo, con el resto del cuerpo social. A cada quien según sus necesidades, pero a cada cual según sus capacidades. Una nueva Bildung, una nueva formación cultural, muy por encima de los tecnicismos y de la simple instrumentalización cognoscitiva. Una nueva ética y un nuevo modo de hacer política. Una nueva política y un nuevo modo de hacer ética. Ambas como resultado del discurrir autoconsciente de la historia. La razón hecha realidad. La realidad hecha razón. La clave está en un diseño programático inclusivo, guiado por “la lógica de la filosofía” de la que habla Croce, que haga posible una visión superior y concreta de lo que se es y de lo que se quiere ser.

    La conquista de la libertad.

    La conquista de la libertad por @Jrherreraucv

    A propósito de la manoseada –y ya francamente insufrible– expresión: “Ese es el deber ser”, de uso tan frecuente y continuo entre los más diversos sectores de lo que va quedando de sociedad (los empleados públicos, los políticos de oficio, los maestros y profesores, los profesionales y técnicos en las más diversas áreas, los policías, los dirigentes sindicales, etc.), la figura del viejo Kant siempre resulta pertinente, a los fines de recuperar la sobriedad del entendimiento y, como consecuencia de ello, la propia condición humana.


    A propósito de la manoseada –y ya francamente insufrible– expresión: “Ese es el deber ser”, de uso tan frecuente y continuo entre los más diversos sectores de lo que va quedando de sociedad (los empleados públicos, los políticos de oficio, los maestros y profesores, los profesionales y técnicos en las más diversas áreas, los policías, los dirigentes sindicales, etc.), la figura del viejo Kant siempre resulta pertinente, a los fines de recuperar la sobriedad del entendimiento y, como consecuencia de ello, la propia condición humana.

    Un breve ensayo kantiano, publicado en 1793, lleva por título: “Puede ser justo en la teoría, pero no sirve de nada en la práctica”. En dicho ensayo, hay una frase que bien vale la pena tener presente, sobre todo en esos momentos en los cuales la barbarie y el despotismo parecieran haber triunfado, una vez más, sobre la razón y la libertad: “Un gobierno basado en el principio de la benevolencia hacia el pueblo, como el gobierno de un padre sobre los hijos, es decir, un gobierno paternalista, en el que los súbditos, como hijos menores de edad, que no logran distinguir lo que les es útil de lo dañino, son obligados a comportarse solo pasivamente, para esperar a que el jefe del Estado juzgue la manera en que ellos deben ser felices y a esperar que por su bondad él lo quiera, es el peor despotismo que pueda imaginarse”.

    Dos ideologías pugnan entre sí, con el firme objetivo de consolidar su hegemonía a escala mundial: el liberalismo y el socialismo. Dos ideologías, se ha dicho, no dos filosofías. Ambas tienen su punto de partida en presuposiciones –a las que suelen denominar “principios” o “fundamentos”– que dan por sentado –precisamente, por supuestos– su condición de suprema autenticidad y veracidad. Presuposiciones que, en ambos casos, ponen de relieve la sustitución de premisas traídas más de la instrumentalización matemática que de la razón histórica, con lo cual el discurso acerca de la historia de la organización de la sociedad queda exento, nada menos, que de su más genuina determinación, a saber: de su historicidad. Todavía hoy, Hegel, Dilthey, Croce y Ortega tienen mucho que decir respecto de estos “modelos” de interpretación preconcebida que, en no poca medida, acostumbran diseñar mundos tal y como estos deberían ser, dejando la “realidad efectual de las cosas” –como la llama Maquiavelo– fuera de su contexto, transmutando así en sollen sein, nada menos que lo que es en verdad, o sea, nada menos que la wirklichkeit.

    Los opuestos, al devenir extremos, se atraen y se identifican. El mayor pecado del socialismo del tiempo presente consiste en invocar una narrativa sobre la historia que carece de toda sustentación histórica, hecha sobre la base de postulados extirpados de los restos moribundos de un supuesto “materialismo dialéctico” que, desde el punto de vista de la filosofía de Marx, quizá pueda resultar materialista, en el sentido más procaz, más crudo del término, pero que –conviene advertirlo– no es ni dialéctico ni, mucho menos, histórico: “El defecto capital de todo materialismo pasado consiste en que el término del pensamiento (Gegenstand), la realidad (Wirklichkeit), lo sensible (sinnlichkeit), ha sido concebido solo bajo la forma de objeto (Objekt), y no como actividad sensitiva humana, como praxis, subjetivamente”. Término del pensamiento, dice el discípulo de Hegel: porque justo donde termina la labor del pensamiento inicia la realidad y, viceversa, donde comienza esta termina aquel. Son los términos de la inescindible relación del sujeto y del objeto, de la teoría y de la praxis. Por cierto, advierte Vico en Scienza Nuova que la expresión “término” quiere decir “ideas, formas o modelos” con los cuales los pueblos gentiles construyeron el mundo de los hombres, o sea, y justamente, la realidad efectiva. De nuevo, Ordo et conectio.

    Se le puede imputar, con razón, a la doctrina liberal el hecho de haber comenzado por la supositio de una sociedad de individuos originariamente libres, dueños y señores de su propiedad, con base en la premisa de un no menos supuesto Derecho natural. Porque, como lo es la libertad que está contenida en él, el derecho es, por cierto, un término: no es en modo alguno una dádiva divina, un regalo de la naturaleza, sino un resultado, una conquista de la humana civilidad, un hecho (verum-factum) de la historia. Pero por eso mismo, concebir que los hombres son vástagos de un Estado originario, del cual dependen, no deja de comportar el mismo grado de abstracción ahistórica. “Ni lo uno ni lo otro”, como diría el gran filósofo de Rubio.

    El mero formalismo es incapaz de dar cuenta de su propia con-formación histórica, dado que ha sumido el presente en los avatares de la religiosidad de las ideologías. Ideas fijas, sin movimiento, que devienen cascarones vaciados de todo contenido. La palabra sin realidad, sin contexto, sin determinaciones históricas, nada dice, nada es. A la demagogia de los populistas le han quedado las puertas abiertas del templo, de par en par, y la gansteril corrupción puede, ahora, manipular el sentido común a sus anchas. Liberales, socialistas, comunistas y anarquistas asumen la naturalidad del “principio” del derecho de ser libres. Derecho dado o entregado, pero siempre pre-supuesto. Lo que fue una conquista de la humanidad, de su hacer, ha perdido el recuerdo de su calvario, de su sagrada lucha, de su libre voluntad. Nadie debe ni puede esperar que le sea obsequiado lo que solo puede adquirir por su propio esfuerzo. En esto consiste el “ser mejor” que los pupulistas pretenden secuestrar. Confirmar el derecho de ser libre no es obra de seres supremos ni de caudillos militaristas: solo es fruto de la constancia, del insistir, del perseverar, una y mil veces, en la conquista de la libertad. Mientras no se asuma la humanidad y la civilidad como continuo trabajo humano, histórico, la escisión de esencia y existencia seguirá estando presente, especialmente en estos tiempos de barbarie ritornata.

    http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/conquista-libertad_199034

    Poder y orden de un sistema

    En Tropykós por José Rafael Herrera

    En alguna parte, Benedetto Croce, al referirse a la necesidad de renovar continua e incansablemente su propio sistema filosófico, utiliza un extraordinario recurso, una aguda metáfora, que bien permite comprender el esfuerzo por doblegar, una y otra vez, esa constante descomposición a la que todo parece estar sometido, eso que se daña o se va dañando irremediablemente y que se muere o se va muriendo, para pasar de la original determinación de lo útil e innovador a enmohecido trasto inservible.


    Y es que, con la complicidad del tiempo, la entropía lo toca todo y todo lo va des-haciendo hasta llevarlo a la irreversible condición de inútil desecho. Solo la plasticidad a flor de piel, propia de la “forma mentis” de Croce, pudo detenerse a observar el hecho de que un sistema de pensamiento es como una casa: con el pasar del tiempo, las paredes se van ensuciando, los techos se van filtrando, los grifos comienzan a gotear, los muebles se manchan, se rayan o ensucian, el piso se curte y se opaca, los aparatos eléctricos colapsan, los jardines se llenan de maleza. En fin, si no se interviene con el debido afán, si no se hace el esfuerzo por mantener e incluso mejorar los más diversos elementos que conforman la casa, esta “se nos viene encima”, se convierte en un “chiringuito”, como llaman en la costa ibérica a los cada vez más apiñados “ranchos” que asfixian el verdor de la ciudad de Caracas y de la mayoría de las ciudades de la provincia venezolana.

    Lo que pasa con un sistema de pensamiento que no se renueva es, pues, similar a una casa a la que no se le ha dado, en años, el adecuado mantenimiento. La entropía conspira contra el estado de composición, contra el orden interno y externo del universo entero. En su momento, el gran Spinoza lo advirtió, con toda la extraordinaria fuerza de su pensamiento: “El orden y la conexión de las ideas es idéntico al orden y la conexión de las cosas”. Un entorno desordenado no puede no ser la expresión manifiesta de mentes desordenadas. Algunas de esas mentes, además, están curiosamente convencidas de que sin ellas no habría ni “orden” ni “conexión” alguna. Son las “brillantes” mentes de ciertos gobernantes que –suponen, antes y después de ellos “el diluvio”– se regocijan al contemplar la gran “chiringueada” en la que pueden llegar a convertir a toda una nación entera. Piratas del Caribe y en el Caribe. Expresión cabal de entropía tropical: ¡en-tropykós!

    Hay, en efecto, sociedades mórbidamente entrópicas, a la cabeza de las cuales se encuentran mandatarios en-trópicos. Para muestra, un botón o, más bien, una sociedad a punto de cierre, de clausura, toda descompuesta, des-hecha, de cuerpo y espíritu. Se niegan a comprender que, precisamente, todo aquello que se cierra, para poder cerrar-se, tiene por necesidad que poder abrir-se.

    En su momento, Reds –Rojos– fue una extraordinaria película de Warren Beatty. Basada en la vida del periodista y autor de Diez días que estremecieron el mundo, el norteamericano John Reed describe los acontecimientos que terminaron en la Revolución de Octubre y la consecuente toma del poder en Rusia. Pronto sus firmes convicciones lo transformarían en un “peligroso” enemigo del creciente poder estalinista. Una frase de Reed aún retumba en la consciencia de todo aquel que se proponga poner en orden una casa –un sistema o una sociedad– que ha sido irremediablemente afectada por la magnitud de las fuerzas entrópicas: “No puedes cambiar un estado de cosas si no eres capaz de cambiarte a ti mismo”.

    Los “Piratas del Caribe” –una de las proteicas formas de llamar a la Malandritud– se caracterizan por querer cambiarlo todo sin lograr cambiarse –a fondo– a sí mismos. Conquistado el poder, siguen siendo los mismos “malandros' de siempre, solo que, ahora, con poder, con mucho poder, con un poder exponencialmente más destructivo y letal. Nada bueno, nada constructivo, sale del odio, del resentimiento o de la sed de venganza. Pasiones tristes, las llama Spinoza. Puro temor al temor mismo. Miedo al miedo que proyecta la propia imagen de sí, en su espectral inadecuación.

    ¿Cómo podría un saqueador velar por el tesoro de una nación? ¿Cómo podría un piromaníaco hacer las veces de estadista sin intentar incendiar la ciudad? ¿Cómo podría un pésimo padre, un “cornuto” o un mediocre, sin revisarse, sin cambiar en y para sí, adjudicarse la responsabilidad de toda una población, serle fiel a su país o asumir las líneas maestras que permitan reconducir la nación, más allá de las legítimas diferencias, por los senderos de la mejor educación y la mayor productividad? ¿Cómo alcanza una “educación estética” quien agrede con la vulgaridad del grafiti un mural de Manaure, o quien precipita un transporte público contra una de las obras maestras de Vigas? Lo puramente negativo deja abierta la sospecha de su absoluta positividad. Es posible concebir una situación de entropía ilimitada cuando, de modo abstracto, algunos aprovechados pretenden aferrarse a ella sin comprenderla ni superarla, haciendo de ella el peor y más patético de los nihilismos: el de un Estado que se sustenta en la alucinación narcótica de “la última batalla” contra el “Imperio”. Psico-tropykós-entro-pikós, acaso diría el presidente Arias. Por lo pronto, conviene acotar que el deterioro de esta particular “casa” croceana no es una alucinación, sino que, muy por el contrario, cada día luce peor. El techo se precipita inexorablemente sobre sus empobrecidos habitantes. La casa se volvió ruina.

    Ministerio de la educación.

    Educación Ministerio de

    Una cuestión de educación.

    Educere quiere decir guiar o conducir la construcción del proceso de formación integral, es decir, orgánica, de las generaciones nacientes. Mientras que el educare constituye la base referencial indispensable del estudio técnico-analítico, el educere es el término que comporta la necesaria idea de la síntesis. 


    El proceso educativo deviene como resultado del recíproco reconocimiento de estos dos elementos fundamentales, de estos dos extremos polares de la dialéctica del conocer y el saber, de la unidad diferenciada del certum y el verum, la parte y el todo. Parafraseando al respetable Kant, el entendimiento sin la razón es ciego; pero la razón sin el entendimiento es vacía.

    De la bella genialidad de Giambattista Vico conviene recordar lo que, según su desbordada creatividad, dio origen nada menos que a las bases sobre las cuales se sustenta “la naturaleza común de las naciones”, la entera civilización humana: “educere y educare, la primera se ocupa con elegancia señorial de la educación del espíritu, y la segunda de la del cuerpo. La primera fue extrapolada por los físicos para designar el surgir de las formas de la materia, puesto que con dicha educación heroica surgió la forma del espíritu humano”. La segunda “es la educación del cuerpo. Los padres, con su poder ciclópeo, y las ofrendas sagradas, comenzaron a educir o extraer de la corpulencia gigantesca de sus hijos la forma corpórea humana”.

    La imaginación viquiana permite comprender la necesidad tanto de lo uno como de lo otro, a objeto de dar inicio al cabal desarrollo de aquello que denomina la “economía poética”, a saber, el orden y la conexión de las ideas y de las cosas civiles o, en términos más contemporáneos, la creación –o producción– y consolidación de la vida del Estado, comprendido como Ethos, cabe decir, como el reconocimiento de la sociedad política y de la sociedad civil: “No como un tirano que impone su ley, sino como una reina de las cosas humanas que las dirige con las costumbres hacia el Estado de las familias”. La respuesta sustantiva a los problemas políticos, sociales y económicos no se resuelve únicamente superando –remontando– un gobierno de bestioni, sino, además, creando una sociedad de auténticos ciudadanos, gentiles, gente en y para la civilidad, la materia prima que forma y conforma al Estado como totalidad ética.

    Salir del actual ministerio de educación es, apenas, el comienzo de la jornada que viene por delante. Es salir de la prehistoria de la humanidad, como dice Marx, pero solo para dar inicio a la difícil tarea de construir lo que, hasta el presente, ha sido un gran espejismo, una esperanza jamás cumplida, una utopía no realizada, como manifestación objetivada del desgarramiento existente entre la Paideia, el Ethos y la Polis. Lo que constituye toda fundamentación económica y toda actividad humana es la producción espiritual y material, porque a medida que se da forma al Espíritu se forma la materia y viceversa. Una nación espiritualmente pobre es necesariamente una nación materialmente pobre. Materia y forma son términos correlativos, se constituyen recíprocamente. Son uno y lo mismo, pero con sus propias determinaciones y especificidades. Lo que distingue a los humanos de cualquier otra especie es la conciencia, pero lo que posibilita la conciencia es la fuerza productiva, la actividad sensitiva humana, que es, a la vez, génesis y resultado de la educación, del entramado continuo del educere y del educare.

    Lo que define a un sistema político –dice Deleuze– es el camino por el que su sociedad ha transitado. Eso incluye, por supuesto, la educación. No se trata, pues, de que la barbarie insista en irrumpir, con su acostumbrada violencia, en el interior del sistema educativo. Se trata, más bien, de que el sistema educativo, no sin paciencia, asuma la barbarie como su punctum dollens hasta la realización de su autosuperación, reconfigurando el organismo vivo del Estado. La educación deja de serlo cuando se hace incompatible con la vida social dentro de la cual se imparte. Por eso mismo, se hace indispensable la revisión a fondo de toda la estructura educativa actual, tan llena de formas sin contenido, tan acartonada y burocratizada, tan instrumentalmente sustentada en presuposiciones cuya relación con el entorno social y cultural –con el presente y lo real– resulta cada vez más ajena, más extraña, más deforme y cómplice. Todo educador debe ser educado. No se trata de una educación meramente analítica, de la simple –y, por cierto, cada vez más deficiente– instrucción. Se trata de que la condición analítica logre elevarse cada vez más para devenir síntesis concreta, modo de vida, o como la llama Croce, “religión -re-ligare- de la libertad”.

    El folklorismo de la barbarie y su consecuente “piratería” –cabe decir, la mediocridad como intermediación con la vida social y política– no puede seguir siendo el telos del sistema educativo. Las ciencias, en sentido estricto, nada tienen que ver con la sayona y el silbón, esas almas en pena que anuncian el arribo de un remedo de vida en lumpanato. Tampoco el estudio de los derechos y deberes tienen que ver con el capricho individual ni con las abstracciones propias del patrioterismo, elementos tan cercanos al fascismo y sus desgarraduras místicas, las cuales, al final del día, terminan en la peor de las corrupciones del alma: la de la deshonesta prepotencia del ignorante.

    Los ladronzuelos tienen su lugar de origen en una pésima escuela cuyos ecos más próximos reflejan los resentimientos de un mal hogar que, a su vez, reproduce, mecánicamente, los más insanos preceptos y convenciones de una sociedad en descomposición, carente de virtudes. Una nueva escuela, una escuela auténticamente democrática, auténticamente humana, tiene la obligación de romper el círculo vicioso: luchar contra la sedimentación tradicional del mundo, en pro de una concepción cuyos principios esenciales estén abocados a la superación cualitativa de los elementos más primitivos y pedestres del ser social. Tiene que rebelarse contra toda representación de lo muerto, de lo innoble, de lo improductivo, para recrearse en el horizonte de la vida, la justicia, la paz, la prosperidad y la libertad, haciendo de todo ello una nueva constelación civil.

    Por @jrherreraucv en Twitter.

    Ética y política.

    Ética y política.

    Relación entre ética y política.

    Decía Benedetto Croce que la filosofía, por su propia naturaleza histórica, es contraria a los sistemas de pensamiento cerrados, definitivos. Más bien, la filosofía es una perpetua concatenación de sistemas, porque siente “la necesidad de la coherencia mental”. Se trata de una necesidad presente en todo “filósofo de vocación”, en todo pensador que se sabe distinto del “burócrata de la filosofía” y que, por eso mismo, se esfuerza en dar razones acerca de la experiencia y la cotidianidad, “comprendidas en un sentido no reductivo” sino auténtico, enfático, centrado en el estudio de los problemas relativos a su propia época: “No es, pues, un 'puro filósofo', sino que se ejercita, como el resto de los hombres, en su particular oficio, pero, sobre todo (y esto conviene no olvidarlo, ya que con frecuencia los filosofantes lo han querido olvidar), se dedica al delicado oficio de ser hombre”. 


    Sin llegar a resbalar en 'los datos' de Russell o en 'los hechos' de Wittgenstein, Croce conduce al lector a través de la simplicidad de la vida cotidiana, y, desde ella, le hace tomar conciencia de la necesidad de pensarla en serio, de fundirla en categorías filosóficas, a objeto de reemprender ulteriormente el viaje, de reconducirlo a su origen que, ahora, deja de ser una simple experiencia inmediata para devenir realidad de verdad. Sólo entonces el puro 'yo' se descubre 'nosotros'.

    Tanto la ética como la política son creaciones de “factura histórica”, es decir, humana, social, cultural, tal como afirmaba Croce. Son, en consecuencia, expresiones del espíritu humano en su complejo y continuo con-crecer. Sin embargo, se ha vuelto norma el hablar de “los valores éticos” como si estos existieran en la inmaculada pureza de su forma hiperuránica, como algo perentorio, ya dado desde “siempre”, algo inmodificable, “natural” y perfecto, acabado en sí mismo. No obstante, el oficio de la filosofía, en este caso, consiste en devolverle la flexión a aquello que la ha perdido, que se ha endurecido, esclerotizado, alejándose así de su función vital. Ética y política no son reliquias sin vida. Spinoza las define como obiectum mentis: objetos, sin duda, diversos de la mente, pero inescindiblemente relacionados con ella, porque son, como ya se ha dicho, el resultado del incesante hacer de la cultura: son creaciones humanas, objetivaciones del espíritu.

    El significado original de la palabra ética es de origen griego: Ethos, en efecto, quiere decir costumbre. Es el significado que también conserva en su traducción al alemán: Sitte, que es la raíz de la expresión Sittlichkeit o 'eticidad'. De ahí que la ética sea mucho más que una simple inclinación individual hacia el buen comportamiento o hacia un conjunto de “leyes” invariables -fijadas por la reflexión del entendimiento-: un recetario de códígos abstractos y, por ello, sin contenido, acerca del bien y del mal, tanto para la vida en general como para el quehacer político en particular. La ética es el resultado de la praxis humana, es historicidad. Por eso mismo, conquistar un nuevo Ethos -nuevas costumbres acordes con la necesaria dignidad material y espiritual que exige “el presente y lo real”- quiere decir superar la escisión entre ser y deber que padece la sociedad venezolana en la actualidad. Tarea que sólo es posible realizar mediante la construcción de una nueva educación integral, orgánica. Venezuela requiere con urgencia de una nueva actividad productiva, propia, original, auténtica. Se trata de la re-creación de la Paideia. No basta con recuperar la industria petrolera o con entregar el 'arco minero' para “superar la crisis”, porque la crisis se ha transformado en el modo habitual de este ser social. Superar la pobreza material, la corrupción, el narco-Estado, el cartelato, la barbarie de 'pranes' y 'bachaqueros', entre otras species, pasa por la construcción de un nuevo imaginario cultural; pasa, pues, por superar las perversiones de la pobreza espiritual, esa suerte de tercer-mundismo que, por años, fue instalado en la consciencia colectiva nacional.

    Concebida como Ethos, como costumbre, como Sitte, la ética es mucho más que un inútil recetario de instrucciones para el “buen comportamiento”. Ella deviene finalidad general de la cultura. Ella es la cultura misma, porque sobre ella recae la formación del espíritu humano, la con-formación y constitución del universo político. Una sociedad espiritualmente pobre, es decir, estéticamente tosca, grotesca -¡maledetto reggaeton!-; que desprecia el conocimiento; que 'cultiva' un lenguaje mediocre -ínfima y triste jerga, que ha terminado por convertirse en el codice rubicundum del régimen-; de hábitos grotescos, resentidos y agresivos; que promueve formas religiosas, a todas luces, abominables y perversas, cuyo fin último radica en proferir daño, venganza y muerte. Todo ello redunda en el inevitable 'caldo de cultivo' de la idiotez universal, en el sentido clásico de la expresión. Ése el cuadro general de la ética -¡y de la estética!- chavista, a la cual es impreterible superar, si es que se quiere tener un país de y para la civilidad. Nadie podrá sorprenderse de que, después de la promoción de semejantes “valores” -por cierto, de “uso” y de “cambio”-, se produzca un colapso político y social como el que sufre la Venezuela de estos días, el país de la generación del dolor y la tristeza. La pobreza material es un resultado. Es la consecuencia necesaria y determinante de una sociedad que fue cautivada por la mediocridad del “chinchorreo” populista, por la fantasía del facilismo como -ficción- de prosperidad y modo de vida.

    Es cierto que, objetivamente, esto se termina. El primer día del mes de septiembre del presente año se inicia en Venezuela la cuenta regresiva, con independencia de los 'bombos y platillos' con los que algunos sectores opositores -tan afines a la pobreza espiritual como el propio Trucutrú y su tribu- han llegado a generar expectativas en torno a la próxima fecha. Pero no basta con un cambio formal de régimen, mientras persistan los tristísimos valores del cartón y el zinc, entre quienes, parasitariamente, esperan recibir sin dar; entre quienes, en fin, no han comprendido aún que “las cosas bellas son difíciles”. La construcción de una nueva ética para el futuro depende de la nueva política que, desde ahora, comience a configurarse. La creación de un nuevo 'bloque histórico', que logre superar la egolatría pantallera, la vanidad del ignorante y sus afanes de riqueza mal habida, depende del ejemplo educativo, de la formación cultural, que la nueva clase dirigente opositora comience, no sin Virtud, a cimentar desde ya, en el hic et nunc. Cuestiones, diría Croce, de “coherencia mental”.

    Enviado por @jrherreraucv