José
Rafael Herrera
Carlos Enríque Ñañez
“El entendimiento sin la razón es ciego.
La razón sin el entendimiento es vacía”.
Inmanuel
Kant.
“El entendimiento sin la razón es algo.
El entendimiento no puede ser relegado”.
G.W.F. Hegel.
-I-
Según Spinoza,
vivir a plenitud, vivir con justicia y libertad, siendo copartícipes de la más
auténtica equidad y armonía de la riqueza material y espiritual del Ethos,
depende del esfuerzo por conquistar el Bien Supremo. No obstante, para poder
conquistarlo, es necesario transitar por el camino del Bien Verdadero, para lo
cual se hace indispensable el abandono de los prejuicios y, con ellos, de las
ficciones acerca de lo que se presume sea lo “auténtico y positivamente bueno”,
a saber: la acumulación de ingentes riquezas, las insaciables ambiciones de
poder o la exacerbada sexualidad. Si en verdad se quiere conquistar el Bien
Supremo, es indispensable superar tales presunciones, esas formas de proyección
enajenada, que son características del comportamiento de los idiotas, es decir,
de quienes no se ocupan de los asuntos públicos sino de sus intereses privados.
La pobreza de Espíritu es, en efecto, la consecuencia de la pérdida de las
virtudes republicanas. Quizá sea por eso que los idiotas sirvan como emblema de
la pobreza de Espíritu. En una época de pensamiento débil y culto a lo privado,
como nunca antes, se hace impreterible reemprender el camino, develar el morbo
del extrañamiento y penetrar en los diversos grados del saber, procediendo
desde el “conocimiento de oídas o por vaga experiencia” al “conocimiento que va
desde las causas hasta los efectos” y, una vez conquistado este último,
reemprender el trayecto, es decir, reconstruir el proceso que va “desde los
efectos hasta las causas”. Porque, como señalaba Spinoza, no es posible separar
el bien ni de lo estéticamente bello ni de lo efectivamente verdadero. Y es esa
la razón por la cual el camino del Bien Verdadero es el único camino adecuado
para conquistar el Bien Supremo.
La bondad y la
belleza están en íntima relación con la verdad. Son el fundamento de la
auténtica riqueza espiritual, la base de toda auténtica ciudadanía. Constituyen
expresiones diversas de una misma sustancia, de una misma totalidad orgánica.
El saber es más que el conocer, porque mientras el conocer exige separarse del
objeto el saber descristaliza, fluidifica y reunifica. El saber es productivo.
El conocer es reproductivo. Saber quiere decir hacer concrecer el Espíritu,
reconociéndose con la totalidad. Si el conocer es concebido como el elemento
rector de la existencia, la luz de la verdad se trueca en tiniebla y la riqueza
alcanzada deviene pobreza sistemática, crónica y endémica. La pobreza de
Espíritu no es un accidente, ni el fatum de un natural devenir de la
historia de las naciones. La pobreza de Espíritu es la consecuencia necesaria
del dominio, de la hegemonía dictatorial, del entendimiento abstracto y de su
“brazo armado”, la ratio instrumental.
Alemania dejó de
ser el país de la gran filosofía clásica a partir del momento en el cual sus
investigaciones comenzaron a abandonar “el tercer grado de conocimiento”
spinozista para concentrarse en el desarrollo y potenciación del entendimiento
abstracto y de la razón instrumental, profusamente estimulados por el
neo-kantismo. Abandonaron, ya desde los tiempos de Federico Guillermo IV, el
fértil terreno de la eticidad para promover la institucionalización de una
racionalidad de “causas y efectos” sin retorno. Claro que sus logros para el
desarrollo científico, técnico e industrial fueron relevantes y de suma
importancia. Pero el resultado de todo ello fue la barbarie del nacional-socialismo,
que terminó por empobrecer el espíritu alemán hasta sus cimientos. Venezuela,
desde el momento en el cual se concentró en la construcción de una república
democrática, le atribuyó una significación especial al desarrollo de la
filosofía y de las llamadas “ciencias del espíritu” en general, las cuales ella
misma había atesorado, incluso, no pocas veces ocultándola de las montoneras
que durante la larga noche de los caudillos la habían perseguido. A partir de
los años '60 del siglo XX, la recién estrenada democracia puso sus esfuerzos en
recuperarla y desarrollarla, y no dudó en ofrecer cobijo a los filósofos que
huían de Europa, a fin de que contribuyeran con el fortalecimiento del Espíritu
en la Venezuela que comenzaba, finalmente, a levantarse.
Pero la
introducción del posterior modelo educativo “desarrollista”, que en el fondo
perseguía incorporar el país a la competencia con los mercados internacionales
en aquellas “áreas estratégicas” en las que podía competir, echó a un lado la
formación del Espíritu, que ya se hallaba encaminada, para promover, cada vez
más, el estudio de las áreas técnicas y productivas o, como entonces comenzaron
a ser denominadas, “científicas”: economía, administración, ingeniería,
química, agroindustria, farmacia, ingeniería de sistemas, en fin, áreas sin
duda de suprema importancia para el desarrollo industrial, comercial y
financiero del país, y que son, sin lugar a discusión, fundamentales e
insustituibles, si se piensa en el crecimiento de la riqueza material de una nación,
especialmente cuando se trata de su legítima aspiración a estar ubicada a la
altura de su tiempo. Pero se cometió el grave error de desestimar la formación
ciudadana y, con ella, cayeron en desgracia las ciencias del Espíritu, las
cuales ya comenzaban a ser definidas como las “ciencias blandas”. Más bien, con
el tiempo, los criterios metodológicos “exactos”, “indudables” e
“indiscutibles”, propios de las ciencias “duras” fueron progresivamente
sirviendo de soporte para el estudio humanístico. Si aquellas ciencias eran
absolutamente incuestionables y, además, productivas, entonces sus fundamentos
también podían ser “aplicados” a las “ciencias blandas”, a objeto de
proporcionarles algún rigor epistémico, del cual, según ese criterio
generalizado, carecían, y con ello justificar su permanencia en los diferentes
grados de los pensa de la educación académica.
De este modo, las
formas, deliberadamente esterilizadas de todo posible contenido, terminaron por
sustituirlo. Lo que importa es “seguir el método”, el “cómo se hace”. Más bien,
el “método científico” devino el único contenido posible. Sus “leyes”
sustituyen la realidad. Al final, los nominalismos siempre terminan en
materialismo crudo y éste en la mayor pobreza espiritual. Todavía en el
“Discurso” de Descartes se puede sentir el aroma propiamente especulativo,
ontológico, que sustenta su revolucionaria interpretación filosófica moderna.
Pero no fue siguiendo a Descartes sino a Mario Bunge o a los teóricos de su
misma ralea, que se obtuvo el modelo inspirador de la novísima enseñanza de la
aplicación de la reproductividad técnica del conocimiento. Preguntarse por “las
causas primeras” significaba perder el tiempo. Las creaciones del Espíritu son
un lujo para el divertimento de los sibaritas, que es una manera de
decir “para perder el tiempo”. Y entonces, por ejemplo, la “Didáctica” deriva
en una disciplina que consiste en aprender a enseñar con independencia de lo
que se enseñe. No posee contenido alguno ni objeto de estudio. No lo necesita.
Y es que no importa lo que se enseñe con tal de que se siga “el patrón”, los
pasos metodológicos correspondientes, para “enseñar a aprender”. Las fórmulas
“puras” -en realidad, abstractas- fueron ocupando el universo de la enseñanza
transmutada en “docencia”, con absoluta independencia de su adecuación al ser
social, a sus determinaciones y especificidades. Entonces se abrió,
progresivamente, el sendero de la asombrosa situación en la cual la mayor parte
del cuerpo social de profesionales y técnicos del país, a medida que iban
siendo cada vez más eficientes, más competentes y productivos en sus
respectivas áreas laborales, en esa misma medida iban mostrando un más
creciente y sucesivo grado de ignorancia
y una sostenida pérdida de las virtudes republicanas. Con ello se decretó la
muerte del Ethos venezolano. Ya no importaba si el acusado en un juicio
tenía o no derecho, si la justicia tenía la obligación de prevalecer: lo que
contaba, ahora, era el estricto seguimiento de la ley positiva, la estricta
imposición de sus fórmulas, de sus “métodos” y “aplicación”, no pocas veces
transmutadas en trampa. Es el derecho vaciado de derecho. Un político que no
sabe lo que dice y dice lo que no sabe. Un profesor titular de matemática,
doctorado en una universidad europea, sin léxico, carente de vocabulario, que
adolece absolutamente de la más mínima noción no sólo de la sintáxis o de la
dicción, de lo que se dice y de cómo se dice, sino de lo que ni se puede ni
cabe decir en sentido estricto. Un estudioso de las ciencias sociales, con las
más elevadas credenciales, especialista en metodología, que llega a ser un
rector universitario, pero que, en sus discursos, al referirse a la institución
que preside, habla de ella no como de “la universidad”, sino como de “la
universidag”. Una experimentada docente del campo del Trabajo Social, que
dirige el Centro de Estudios de la Mujer, habla de “los espacios y las
espacias”. El experto en “enseñanza de la educación”, vicerrector de una
universidad, se refiere a la necesidad de “adquerir” nuevas “unidades
autobuseras”. Los ejemplos podrían ser infinitos. En fin, se trata de que la
pérdida sostenida del lenguaje da cuenta del desgarramiento de las formas y los
contenidos, de la absoluta inadecuación del ser, del hacer, del pensar y del
decir. Ahora el gansterato puede ejercer sus funciones con plena libertad.
La pregunta que
conviene hacerse, en este sentido, es la siguiente: ¿qué relación existe entre
la escisión de forma y contenido, el mal empleo de la lengua y la cada vez más
acentuada pobreza del Espíritu de una sociedad? La pobreza comienza en el
Espíritu. O mejor dicho, se inicia cuando el Espíritu se va haciendo extraño,
ajeno, no solo respecto de sí mismo sino de la actividad material, efectiva,
que configura su objetivación. En este sentido, el trabajo enajenado es una
fuente continua de producción de pobreza espiritual. A medida que la Sofía se
va desvaneciendo, la techné va alimentando su empobrecimiento, y surge
entonces en él la dialéctica de la esperanza y el temor. Se tiene temor de que
lo que se espera no suceda. Se tiene esperanza de que lo que se teme no suceda.
O a la inversa. La entrega y sometimiento del Espíritu a la techné -la
tecnocratización del Espíritu- es, en efecto, el origen del subyugamiento de la
esperanza y el temor. Su síntoma inequívoco y, al mismo tiempo, la confirmación
efectiva de su presencia, está dada por el cada vez mayor uso inadecuado del
lenguaje. El lenguaje precario, paupérrimo, mal hablado, mal escrito y peor
estructurado, no es la causa de la pobreza espiritual de los pueblos sino su
consecuencia necesaria. Pero, a su vez, la sostenida depauperación del lenguaje
reproduce y estimula la pobreza del Espíritu. Es un cáncer que se fortalece a
medida que se retroalimenta. No sólo se trata del lenguaje hablado o escrito.
Se trata, además, del lenguaje gestual, corporal, figurado, musical, es decir,
de todo el sistema de representaciones paralingüísticas, incluyendo su sentido,
significado y simbología. La apariencia física, la háptica, la proxémica, la
kinésica, etc., son sus expresiones, premeditada y alevosamente promovidas por
los mass media y las llamadas redes sociales. Una población de
indigentes, dependiente, heterónoma en todos los aspectos de su existencia,
pobre en el sentido estrictamente material del término, tiene en el
empobrecimiento de su Espíritu su mayor garantía. Y así como el acartonamiento
y la resequedad de la ratio técnica sumerge la jornada laboral de los
individuos en una condena inevitable -cuyo mejor símil es el del “eterno
retorno” de la “cadena de montaje” fordista-, mecánica, aséptica, incolora e
insabora, “metodológica”, carente de sorpresas, de entusiasmo y de emociones,
del mismo modo -y a un mismo tiempo- se multiplican al infinito los llamados al
“pare de sufrir”: la superchería, la astrología, la pornografía, la
drogadicción, los “sábados sensacionales” o “gigantes”, los “no estamos solos”,
las “bombas”, los concursos “sorprendentes”, las estadísticas -¡los “scores”!-,
los films “premiados por la academia”, la música que no lo es, si es verdad lo
que de ella decía Platón: medicina para el enriquecimiento del Espíritu. En
fin, el ser como mera existencia de un lado y el deber como mero
desiderato del otro. La esquizofrenia llevada al paroxismo por la industria
cultutal. La pérdida absoluta de la imaginación productiva, como unidad
originaria de sujeto y objeto. La supresión absoluta, como diría Spinoza, del
“tercer grado de conocimiento”.
Es evidente que una
sociedad que ha sido obligada a no educarse estética, ética y ontológicamente,
y a la que más bien se le ha inculcado desprecio por el saber, tenga que
terminar secuestrada por un grupo gansteril, en nombre de un impúdico sistema
populista y rentista, que hoy, por cierto, se encuentra en bancarrota. No aprender a pescar, sino sólo a
recibir el producto de la pesca, tiene sus consecuencias. Obligadas a formar
parte de las llamadas “misiones”, las grandes mayorías se hayan atrapadas en
las redes de la crudeza de la necesidad, del miedo ante el desbordamiento de la
amenaza latente, de la sobresaturación de la violencia como paradigma de vida y
del uso de un lenguaje tan devaluado, tan empobrecido, como su signo monetario.
Todo lo cual permite comprender la cruel manifestación, unas veces, de la
esperanza como inversión de la realidad y, otras veces, del temor como
reinversión de la ficción.
Se impone la
imperiosa necesidad de superar, desde sus raíces, el carcomido andamiaje
educativo nacional y, con él, la mediocridad, la inescrupulosidad y el cinismo
del lucro que anima a los medios de comunicación e información de masas, a
objeto de elevar no sólo la calidad de sus programaciones, sino la de su
lenguaje. La recuperación cultural, teniendo en mente el enriquecimiento del
Espíritu de la sociedad entera, pasa por la creación de un sistema de enseñanza
que contemple la instrucción y la educación estética, ética y de búsqueda de la
verdad, en el que se adecúen las formas y los contenidos, el ser con el pensar,
el decir con el hacer. Un sistema de educación en el que la democracia, la
libertad, la solidaridad, la responsabilidad, el compromiso, el respeto a la
diversidad y al disentimiento, sean los soportes que logren poner fin a la
violencia, a la agresión, a las formas barbáricas, destructivas y
autodestructivas del ser social. La producción filosófica, literaria, estética,
histórica, son prioritarias. Se trata de devolverles el lugar que les
corresponde en aras del enriquecimiento del Espíritu. Superar la pobreza de
Espíritu depende de la transformación del sistema general de educación. Hay que
superar la ilusión del método. No habrá riqueza material en la sociedad
mientras no se cultive con tesón la riqueza espiritual. Y es muy probable que
se trate de una labor que requiere de mucha paciencia en el tiempo. Pero sólo
ella hará posible el salto cualitativo desde la miseria, en la que hoy se
encuentra sumergida Venezuela, hacia la Venezuela de paz y prosperidad
ciudadana que bien merecen sus pobladores. La Venezuela de hoy ya nada tiene
que perder más que a sí misma. La Venezuela que exhortamos a construir tiene
todo un mundo por ganar.
-II-
“Ninguna sociedad puede ser feliz y próspera
si la mayor
parte de sus ciudadanos son pobres y miserables”
Adam Smith
“El análisis de la pobreza debe estar enfocado en las
posibilidades que tiene un
individuo de
funcionar, más que en los resultados que obtiene de ese funcionamiento”
Amartya Sen
El grado de catástrofe humanitaria que atraviesa
Venezuela es el resultado necesario de la concentración de un modelo de abordaje
del poder basado en el populismo y el clientelismo como mecanismos de
instrumentalización política. Si bien es cierto que en el periodo conocido como
Cuarta República, que calificaremos como periodo republicano y democrático, el
país ostentó solidez democrática y
niveles de progreso innegables, en los cuales la esperanza de vida se elevó de
53 años en 1958, hasta más de 72 años de edad para finales de 1998.
Exhibiéndose más de 98.000 kilómetros de vialidad y aumentándose el número y
calidad de las instituciones universitarias, de tres universidades a mediados
del siglo XX, a más de 400 instituciones universitarias al iniciarse el siglo
XXI. Con el sistema democrático surgió una Venezuela moderna, con un envidiable
ingreso per cápita, haciendo del país un auténtico refugio para europeos y
latinoamericanos que huían de las guerras, las dictaduras y el hambre en sus
países de origen. Ello a pesar de la presencia de graves problemas que ya se
advertían, basados en la hipertrofia del Estado y la sintomatología tropical de
una suerte del “mal holandés”, donde el súbito aumento de los ingresos alteró
las relaciones sociales y el Estado multiplicó sus atribuciones.
La crisis se hizo inevitable. Vino de la mano de una
prosperidad mal administrada. Durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez
se acometieron las nacionalizaciones de las industrias del hierro, el aluminio
y el petróleo. El súbito incremento y concentración del poder económico
propiciaron una correlación nociva entre ingresos exponenciales y corrupción.
Tanto el presidente Pérez como sus sucesores potenciaron la mentalidad
populista. La población se acostumbró, peligrosamente, a esperar del Estado la
solución de sus problemas en lugar de fomentar capacidades individuales. Así,
el problema no era de producción económica sino de distribución. La segunda
llegada de Pérez a Miraflores imponía seriedad en las finanzas y el decantarse
por un necesario plan de ajustes económicos, lo que supuso encontrarse con la
barrera de la gnosis de una población acostumbrada al clientelismo. Sus
detractores internos y externos jamás le perdonaron que el hombre de la
prosperidad se decidiera por la austeridad. El resultado condujo a los
desórdenes callejeros del 27 de febrero de 1989.
No obstante, el plan de ajuste y la recuperación de los
precios del petróleo comenzaron a rendir frutos en crecimiento económico, pero
la población tenía una pésima imagen de este programa, y el cuatro de febrero
de 1992, una población que perdía su pulso democrático, mostraba simpatías con
un grupo de golpistas que intentaron el -fallido- derrocamiento del presidente
Pérez.
El resultado fue la salida de Pérez, acusado por manejos
oscuros de una partida secreta. El interregno de Ramón J. Velásquez y la
segunda presidencia de Caldera, quien llegó al poder con un discurso fieramente
populista, luego de separarse del partido socialcristiano COPEI y rodease de
grupos de izquierda, que tuvieron que ceder a la aplicación de las mismas
medidas de ajuste propuestas en el año 1989, a la luz de los resultados
nefastos en materia de inflación, además de los efectos de una crisis
financiera muy grave, que arrasó con el 70% de la industria bancaria. Esta
lección de humildad la suele dar la economía a quien pretende abordarla sin el
conocimiento de sus lemas y axiomas. Así pues, se sembraban las bases para la
irrupción de Hugo Chávez en la historia nacional.
El caudillo, de cara pintada, le salió a Venezuela como
los golondrinos le brotan a los pacientes afectados de una severa infección.
Naturalmente, hundiría al país en el horror y la violencia, pero la ficticia
representación de construir la figura de un vengador contra el status quo,
llevó a toda una sociedad hipnotizada por este demagogo a permitirle abusar de
los derechos económicos, ciudadanos y políticos.
En la idiosincrasia de Chávez, violenta y cuartelera, no
existían sino atavismos extraídos de la mitología latinoamericana de mediados
del siglo XX. En un país dependiente del estatismo, Chávez elevaría los
contornos del Estado a niveles impensables. Además de imponer absurdos
controles económicos, se logró sustituir cualquier vestigio constitucional, y
en un país en dónde el Estado de Derecho es una ilusión acomodaticia, se
consiguió establecer la tesis de doktor Hans Frank, un nazi notorio que
llegara a manifestar que la constitución del III Reich es la voluntad del
Führer. La constitución de los venezolanos es la voluntad de Chávez. Y es que
el caudillismo es eso: una trasferencia ciega de poderes. Los recursos del
Estado fueron empleados, de forma y fondo, para financiar un proyecto personal,
algo semejante a lo que hicieron Mussolini y Hitler en los años veinte y
treinta respectivamente para diluir las instituciones.
Chávez entró y salió repentinamente de nuestra historia.
Pero su impronta quedó marcada cual queloide en el rostro institucional de toda
una generación, y de un país al cual le impidió ingresar al siglo XXI y lo
defenestró al caudillismo anacrónico y violento del siglo XIX. Así pues, Chávez
logró copiar la receta dictada desde la Habana, por un modelo de revolución
estalinista, que logró diluir las instituciones y mutarlas por otras propicias
a sus aviesos fines. La bonanza del chavismo, ese billón de dólares recibidos
por el incremento sostenido de los precios del petróleo, se dispendiaron, se
usaron en toda suerte de corruptelas indecibles y en la instauración de una
impenitente cleptocracia y financiamiento de la expansión de su modelo fallido
que comenzó a demostrar su inviabilidad desde 2006 y se sostuvo hasta la
repentina muerte del caudillo en 2013, dejando las bases de un umbral de
hiperinflación agravado por su vástago y heredero político.
Abordar el tema de la pobreza material impuesta por el
chavismo, una vez agotada la bonanza petrolera, de los años del cadivismo o
“los pobres felices”, nos lleva de manera obligatoria a usar la obra de Phillip
Haslam y Rusell Lamberti, la cual contextualiza los efectos nocivos que acarrea
la destrucción del dinero como institución social, el hecho de escindirle
cualidades a este instrumento esencial en la vida cotidiana destruye la esencia
institucional de cualquier República. Así pues, Venezuela, otrora paradigma del
mundo en desarrollo, exhibe el peor rendimiento en materia económica del
planeta.
Nuestras
realidades dejaron de ser occidentales y se han trocado en realidades propias
de las naciones de la empobrecida e
inestable África subsahariana. No somos ya un país con realidades económicas
comparables con el hemisferio occidental, del cual formamos parte y de cuya
contextualización cultural desearían sacarnos nuestros verdugos y artífices de
este daño singular en materia económica, el cual se mide más allá de meros
guarismos, interpretaciones vacuas de modelos econométricos que caen rendidos
contra una realidad semejante a la de un muro construido con la argamasa de la
antigualla hiperinflacionaria, que se ha instalado cual buitre en nuestra
nación, viendo como la explosión de las estructuras de precios y costos van
desvaneciendo a toda una nación que hoy mismo pareciera haber sido asolada por
un cataclismo natural o un conflicto bélico.
Venezuela consolida cuarenta meses en una amarga y feroz
hiperinflación, superior a la vivida por Zimbabue, una nación africana
destruida por este fenómeno y gobernada por un tirano, Robert Mugabe, a quien
Hugo Chávez invitó al país para obsequiarle la espada de Bolívar; en esa
frenética tara mental de pretender escindirnos de Occidente, el fenómeno de
hiperinflación de Venezuela, causante de esta peculiar y singular pobreza que
hoy supera el 80% de la pobreza del ingreso de manera extrema y que, en cifras
gruesas, hace pobres a más del 92% de la población, la refencia directa implica
el lapidario hecho de que por cada diez hogares nueve, en promedio, son pobres
y ocho son incapaces de comer. La crisis es superior y por mucho al de la
africana y lejana Zimbabue, pues al fenómeno nacional debemos de agregar los
temas de los vínculos del Estado con grupos irregulares, la violencia como locus
de interacción y la capacidad infinita de represión asumida por la coalición
instalada en el poder, por lo que cada
quien determina sí las cifras, tanto del observatorio de finanzas, como las
manejadas en el desempeño profesional de la economía, son baladí y un ejercicio
vacuo desde el punto de vista científico. En lo particular, resulta necesaria
la consideración de este fenómeno de crisis multifactorial de la economía como
la causante del acelerado y violento proceso de tránsito hacia la miseria y de la imposibilidad de
darle respuestas desde el economicismo puro a la dinámica que ha asumido el
desordenado y primitivo proceso transaccional de dolarización que hoy en día
vive el país, y que le imprime un caris de inequidad y desigualdad incompatible
con la oferta ideológica y dialógica que el chavismo ofreció a una sociedad
atolondrada que decidió conferirle todos los derechos, empezando por el
económico, a la personalidad megalómana de Hugo Chávez.
Venezuela ha soportado por cuarenta meses el abandono de
toda lógica en la política monetaria y se ha impuesto de facto un desorden
monumental desde el punto de vista fiscal, causante de un agujero en las
finanzas públicas cercano al 30% del producto interior bruto. Esta brecha
fiscal se ha financiado por la vía de la emisión monetaria manirrota, haciendo
que la causa de la hiperinflación venezolana, sea elementalmente primitiva,
unicausal y epifenómenica, y se pivote en la osadía de una hegemonía que ha
secuestrado al Estado. La industria petrolera nacional, la tecnificada y
eficiente “Petróleos de Venezuela”, fue la victima inicial de esta bestia roja del neofascismo
tropical, pues la revolución necesitaba recursos y, para ello, se debía purgar,
a la manera de Stalin, a esta empresa petrolera de su talento humano; así se
pasó de producir 3,5 millones de barriles de petróleo diarios en promedio,
durante el intervalo 2000 a 2012, a empezar a ostentar cifras de 1,5 millones
de barriles diarios, hasta llegar a la hipérbole de la ruina y miniaturizar
nuestra producción de crudo a escasos 400 mil barriles diarios, una cifra
comparable con la década de los años cuarenta. Es decir, el chavismo llevó el
país de la mano ochenta años hacia atrás.
La Venezuela de hoy exhibe una contracción de su PIB
superior al 80%. Un reto para la comprensión macroeconómica. Haciendo la
exégesis necesaria para lograr hacer inteligible tal contracción, se
necesitaría afirmar invariablemente que la conducción del Estado por esta
coalición, con vocación neo-totalitaria, ha sido más lesiva que una tragedia
natural y que colide con los más elementales textos de la polemología de Clausewitz. Es menester aclarar que aún se
habla sin remilgo alguno de una “guerra económica” contra el país, esto
demuestra ora la pobreza de la gnosis ora la audaz capacidad de manipulación de
quienes usurpan el poder. Pero en todo caso, han sido incapaces de advertir la
diferencia entre causas y efectos, quizá con el deseo alevoso y premeditado de
que el caos les permita perpetrarse en el mismo.
Venezuela es un país sin dinero, desmonetizado y con un
signo monetario nacional absolutamente repudiado y repudiable por el grueso de
su población. Ante el primitivo fenómeno de la dolarización, solo como unidad
de cambio para transacciones y no como unidad de cuenta y patrón de valor, se
le adiciona un ejército de tecnócratas que solo se conforman con el cociente
entre Liquidez Monetaria (M2) y tipo de cambio, para indicar que existe músculo
para la recompra de depósito. Pero, desde luego, se resisten al análisis
necesario para explicar la viabilidad de este proceso de dolarización en el
tiempo, sin resolver las distorsiones que desde la hiperinflación le han sido
atribuidas a la divisa, la cual hace crecer los precios medidos en dólares, por
efecto de la apreciación y el rezago cambiario unido a procesos de desconfianza
y desgarramiento del tejido social. Las expectativas, todas ellas negativas,
han supuesto la eclosión de un fenómeno económico denominado inconsistencia
dinámica, la ruptura de la confianza de que las políticas económicas consigan
estabilidad y bienestar. La desmonetización supone desalarización y, desde
luego, destrucción de las productividades individuales. No existen motivaciones
para ser asalariado en un país en donde el salario mínimo no supera los 3
dólares al mes, los cuatro dólares para el sector público y unos inalcanzables
y exiguos setenta dólares para el sector privado, los cuales resultan
insuficientes para comprar una canasta alimentaria valorada en más de 280
dólares.
La crisis en materia bancaria describe a un país al borde
de un quiebre de toda la industria bancaria. La ratio “Reservas
Bancarias/ Captaciones del público” es de menos de uno por ciento, y la
iliquidez produce insolvencia. De allí elinevitable quiebre del sistema
bancario.
Nuestro producto interior bruto es más bajo que el de
Haití. Desplazamos a este desafortunado país insular francófono como referencia
de la pobreza. La población ha sido reducida a una existencia menesterosa e
indigna, sin servicios públicos, sin
educación, sin acceso a la justicia, a la educación, a la salud, es decir, es
una población a la cual se le han extirpado las cualidades de agenciación, que
implican capacidades de desarrollo y libertad. Esa es la tesis básica del
premio Nobel de economía Amartya Sen. Y es que, en efecto, Venezuela no pasaría
el examen de desigualdad propuesto por este economista indio.
En la frenética y empobrecida Venezuela de Maduro, la pobreza
es una necesidad creada desde el régimen, a los fines y medios de
instrumentalizar una propensión menesterosa y proclive a seguir siendo la causa
del desorden fiscal que impulsa los desvíos macroeconómicos, desde el origen de
una política de trasferencias que no garantiza el abatimiento de la pobreza,
sino que construye un entorno pastoso y pegajoso, en el cual es imposible
insuflar cualquier halito de progreso.
Finalmente, la pobreza material se hace potable,
tolerable y genera una estética que impide que la sociedad aspire a un
bienestar propio, compatible con la dignidad humana. Esta pobreza que se mide
fríamente en términos de cuatro dígitos de inflación, la destrucción del
bolívar y una dolorosa caída de la actividad económica, abonan el terreno para
la despersonalización e inhabilita las capacidades, promoviendo cualquier
atrocidad regresiva que desde el plano ontológico puede ocurrir.
Queda entonces demostrado como existe un tránsito desde
la pobreza material hacia la servidumbre y otras formas de precariedad. Sobre
esta inviabilidad del socialismo ya nos había prevenido Ludwig Von Mises y
Friedrich Hayek, el primero en su obra La acción humana y el segundo
desde sus aportes en La fatal arrogancia - los errores del socialismo-.
En fin, la Venezuela del presente padece de una catatonia de la praxiologia que
le impide movilizarse desde este estatus de desagrado hacia niveles de
progresividad más cercanos a la existencia humana. La pobreza material solo nos
produce la necesidad de escapar, como de hecho lo han emprendido más de seis
millones de connacionales, pues es tan infernal y terrible la miseria de toda
la población que aquellos quienes nacieron entre 2015 y 2020 vivirán en
promedio cuatro años menos que la esperanza promedio de vida del venezolano
nacido en años anteriores. Este espeluznante dato se extrapola de los
encomiables esfuerzos investigativos de las Universidades Central de Venezuela,
Católica Andrés Bello y Simón Bolívar.
La
pobreza material ha discapacitado a la eudaimonía o capacidad para el
progreso, la virtuosidad y el florecimiento del ser humano. Así de simple, se
ha pasado a otros niveles de pobreza y precariedad, que deben ser abordados
desde otras ópticas que las meramente acotadas por las doctrinas economicistas,
como dignas representantes, en el plano del estudio económico, del
entendimiento abstracto.
En este momento, se puede afirmar que Venezuela padece de
la pobreza de las pobrezas. Es la concurrencia de la pobreza material con el
grado de rudeza y depauperación sostenida en el lenguaje, el daño en la forma
de pensar y, finalmente, en el desmedro espiritual, ya advertido en el abordaje
filosófico, que debe y tiene que adecuarse a la descripción económica de la
crisis, para permitir construir y reconstruir las causas y los efectos que
produce la pobreza material y tangible,
con las pobrezas inasibles, intangibles e inmateriales que se consolidan en un
doloroso daño antropológico que, desde luego, impedirá retornar al pasado inmediato
y reduccionista de la Venezuela guardada en la memoria. El reto de esta
Venezuela extraviada entre Escila y Caribdis, entre la violencia
y la improvisación, supone la imperiosa necesidad de estimar y valorar la
formación ciudadana y el imperio de las virtudes, en un equilibrio estable en
el cual puedan coexistir, necesariamente, la Bildung y la Techné.