Paradojas del esperar y el desesperar | ||||
---|---|---|---|---|
Esperamos lo que no tenemos, pero solo tenemos lo que no esperamos. Quizá sigamos esperando, entonces, porque creemos tener tan poco, o porque no logramos tener sin temer. ¿Podremos algún día librarnos de la esperanza, o mejor quedarnos siempre una poca, por si acaso? |
“La esperanza es una alegría inconstante”, postulaba Spinoza, que la
asociaba al miedo y a la incertidumbre. El deseo es carencia, revelaba ya
Platón, y Comte-Sponville concluye: “Mientras deseemos lo que nos falta, está
descartado que seamos felices”[1].
No en vano, esperanza es esperar, o sea, no acabar de tener, y, como dice
Pascal: “De esta manera no vivimos nunca, pero esperamos vivir; y, estando
siempre esperando ser felices, es inevitable que no lo seamos nunca”. Pero, ¿y
cuando se cumple el deseo? Entonces sobreviene el hastío o la decepción, y hay
que concebir nuevos deseos, de modo que “siempre estamos separados de la
felicidad por la misma esperanza que la persigue”.
El sabio, pues, debe empeñarse en superar la esperanza, y sustituirla
por la comprensión: el que sabe no espera, sino que asienta firmemente sus pies
en la realidad tal como se le presenta, gravita en ella y se ciñe a ella: a su
dolor y a su gozo. No mira más allá, a nebulosas lejanas y dudosas, a meras
hipótesis o fantasmas, sino al sol claro e hiriente de las cosas próximas. No
espera, porque esperar es posponer en el tiempo indefinidamente, y quizá en
vano. Porque, en fin, como concluye Comte-Sponville, esperar es desear sin
gozar, sin saber y sin poder.
La esperanza consiste, pues, en delegar el sentido en lo imaginario,
posponer el gozo, consagrar el miedo, confirmar la impotencia. Es también
abocarse a una doble frustración: primero, porque desvaloriza lo que tenemos
para enfatizar lo que nos falta; y luego, porque a menudo incumple sus
promesas, dejándonos ateridos de frío, con el ramo de flores en la mano, frente
a la puerta que no nos abrieron y no nos abrirán. No es extraño que Chamfort le
reproche con amargura: “La esperanza no es más que un charlatán que nos engaña
sin cesar; y, en mi caso, la felicidad solo empezó cuando la había perdido”.
Una aliada, pues, muy poco recomendable. El Mahabharata ya la repudia,
haciéndonos llegar su consejo desde el vértigo del tiempo: “Solo es feliz el
que ha perdido toda esperanza, pues la esperanza es la mayor tortura y la
desesperación la mayor felicidad”. No hay muchas más vueltas que dar: nuestro
objetivo debe ser trascenderla, vivir sin esperanza, desesperar, como
dice Comte-Sponville: el que se ha liberado de ella “ha dejado de desear otra
cosa que no sea lo que sabe, lo que puede, o aquello con lo que goza. Ya no
desea nada más que lo real, de lo que forma parte, y ese deseo, siempre
satisfecho —puesto que lo real, por definición, no falta nunca: lo real nunca
escasea—, es una alegría plena”.
Si el camino está tan claro, si se trata de ir más allá de la esperanza, ¿de dónde, entonces, procede su fuerza?
¿Cómo es posible que venza tan a menudo a la razón? ¿Por qué tantos se refugian
en ella, y la han abrazado desde el origen de los tiempos? ¿Es simplemente un
error enquistado en la naturaleza humana, una de esas distorsiones que
arrastramos por mera ignorancia, como decía Buda? ¿O hay algo más? ¿No será que
cumple algún papel en la economía de la existencia? ¿No estará respondiendo a
alguna necesidad inminente, ineludible? La esperanza es lo que quedó en la caja
de Pandora cuando ya todos los males habían escapado de ella. ¿Un regalo
envenenado de los dioses, para asegurar nuestra desdicha, o un recurso al que
aferrarse cuando falta todo lo demás?
Allá donde uno mire encuentra señales de su imperio. Ha levantado
templos y ha escrito libros sagrados. Ha provocado guerras y ha proporcionado
la fuerza para soportarlas. Ayuda cada día a seguir al que siente la
tentación de renunciar a todo, aligera el peso de nuestros acarreos, alimenta
nuestros esfuerzos. Desde su futuro inexistente y nebuloso, la esperanza nos
llama: “Levántate y anda”.
Tal vez algo en nosotros necesite esas palabras, aunque no sepa si le
llevarán a alguna parte. Tal vez si no proyectáramos en la esperanza nuestras
carencias, sencillamente nos dejarían huecos. Quizá la necesitemos para no quedarnos sin mañana: lo que no se espera no duele, pero
tampoco forma parte del futuro. Tal vez hayamos inventado la esperanza para poder
sobrellevar los males, como inventamos todo lo demás: los dioses, los rituales,
los espíritus… porque no nos vemos capaces de soportar la verdad cruda. Acaso tengamos demasiado miedo, y nos sintamos demasiado vulnerables. En definitiva, quizás estemos más interesados en sobrevivir que en gozar, más en aguantar que
en saber, más en resistir que en poder.
El propio Comte-Sponville, tan contrario al trance en que nos sume la
esperanza, tan valedor de su supresión, reconoce la dificultad de esta, y da a
entender cuánto en nosotros se aferra a ella y cómo el desecharla es más un
camino que un destino definitivo: “La esperanza está primero; por lo tanto, hay
que perderla, y casi siempre es doloroso. Me gusta que, en la palabra
desesperación, se escuche un poco ese dolor, ese trabajo, esa dificultad. Un ‘esfuerzo’,
decía Spinoza, que nos haga menos dependientes de la esperanza”.
En efecto: por algo dicen que la esperanza es lo último que se pierde, por eso la guardamos en el fondo de nuestra caja de Pandora cuando ya no nos queda otra cosa. En las puertas del infierno, Dante leyó: "Los que aquí entráis, abandonad toda esperanza". Cuando el dolor es demasiado grande, quizá sea esa la peor condena.
Yo aspiro a superar la esperanza, yo no amo la esperanza ni me
recostaré en sus hombros, yo procuro mantenerme a salvo de sus tentaciones de
fantasía… pero admito que a veces, en secreto, comercio con ella dulces sueños.
Tengo la esperanza… de que algún día ya no me haga falta, y pueda proclamar con
Basili Girbau, aquel sabio ermitaño de Montserrat:
El desengaño es una
cosa positiva. Si vives engañado, desengañarte es una liberación. Conforme los
hombres se vayan desengañando, surgirá la luz. Se descubrirá lo negativo del
engaño y quedará lo que no es engaño.
[1] Todas las
citas de A. Comte-Sponville, y algunas de las de otros autores, proceden de su libro
La felicidad, desesperadamente. Editorial
Paidós. Barcelona, 2007.