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Escrito de Oscar Wilde: Un chino muy Sabio.

Chuang Tzu, antiguo filósofo chino, sentado en una naturaleza serena, con símbolos de sabiduría, un espejo reflectante y un dragón volador que encarna la contemplación.



Junto con algunos escritos de Oscar, encontre un librito titulado:ensayos y articulos, y más aún dentro de el, bajo el titulo "Un chino muy sabio" me sorprendio esta jolla. Es un articulo corto, copiado aquí en su totalidad

Oscar Wilde: Un chino muy sabio. 


Un eminente teólogo de Oxford indicó en cierta ocasión que su única objeción al progreso moderno era que se progresaba hacia adelante y no hacia atrás. Este punto de vista fascinó tanto a cierto graduado en Arte que inmediatamente escribió un ensayo sobre algunas analogías, hasta ahora desconocidas, entre el desenvolvimiento de las ideas y los movimientos del cangrejo corriente. Estoy convencido de que el Speaker no querrá que sus muchos y muy entusiastas admiradores y lectores sospechen que ha caído en esta peligrosa herejía tan retrógrada. Pero debo admitir cándidamente que he llegado a la conclusión de que la crítica más cáustica sobre la vida moderna con que me he tropezado en estos últimos tiempos está contenida en los escritos del sabio Chuang Tzu, traducidos recientemente a la lengua vulgar por mister Herbert Giles, cónsul de Su Majestad en Tamsui.

Nada más cierto que la extensión de la educación popular ha hecho completamente familiar el nombre de este gran pensador al público general; pero, por culpa de unos pocos supereraditos, me creo en el deber de establecer definitivamente quién era y de dar una breve reseña sobre su carácter y su filosofía. Chuang Tzu, cuyo nombre debe ser cuidadosamente pronunciado de forma diferente a como está escrito, nació en el siglo IV a. C., en las riberas del río Amarillo, en la Tierra Florida, y aún se encuentran retratos del maravilloso sabio, sentado sobre el dragón volador de la contemplación, en las humildes bandejas de té y en las agradables pantallas de muchos de nuestros más respetables inquilinos de los suburbios. El honrado tasador y su saludable familia se habrán divertido, sin duda, con la abombadafrente del filósofo y reído de la extraña respectiva del paisaje que se extiende bajo él. Si ellos supieran en realidad de quién se trata, temblarían. Porque Chuang Tzu empleó su vida en predicar el gran credo de la Inacción y en señalar la inutilidad de todas las cosas útiles. "No haga nada, y todo estará hecho", fue la doctrina que él heredó de su gran maestro Lao Tzu. Su malvado y trascendental designio fue resolver la acción en el pensamiento y éste en la abstracción. Como el oscuro filósofo de la antigua especulación griega, creía en la identidad de los contrarios; era un idealista como Platón, y poseía todo el desprecio de idealista por los sistemas utilitarios: era místico como Dionisos, como Scotus Erigena y como Jacob Bohme, y estaba de acuerdo, con ellos y con Philo, en que el objeto principal de la existencia era zafarse de la propia conciencia y transformar la inconsciencia en un vehículo de la más alta iluminación. De hecho, Chuang Tzu puede ser considerado como un compendio de casi todos los aforismos y todos los pensamientos de los místicos y metafísicos europeos, desde Heráclito hasta Hegel. Había también en él algo del Quietismo, y en su culto a la Nada puede decirse que poseía alguna medida anticipada a esos extraños soñadores de la época medieval, quienes, como Tauler y Master Eckhart, adoraban el purum nihil y el Caos. La gran clase media de su país, a quien, como sabemos, se debe por completo nuestra prosperidad, ya que no nuestra civilización, puede encogerse de hombros ante todo esto y preguntar, no sin cierta razón, cuál es la identidad de sus contrarios y por qué deben prescindir de esa conciencia propia que es su principal característica. Pero Chuang Tzu era algo más que un metafísico y un iluminado. Como nosotros sabemos, como sabe esa clase media, él buscaba la forma de destruir la sociedad; y lo malo es que combina la apasionada elocuencia de Rousseau con el razonamiento científico de un Herbert Spencer. No existe nada de sentimentalismo en él. Se compadece del rico más que del pobre, suponiendo que alguna vez se compadece de alguien, y la prosperidad le parece cosa tan trágica como el mismo sufrimiento. 

No siente nada de la moderna simpatía hacia los fracasos, ni tampoco está de acuerdo en que las recompensas sean siempre otorgadas, en el campo moral, a los que llegan los últimos en la carrera. Es a la propia raza a la que objeta, y respecto a la simpatía activa, que en nuestra época ha cambiado el rumbo de tantas personas valiosas, cree que tratar de hacer buenos a los demás es una labor tan ridícula como "la de golpear un tambor en un bosque para encontrar a un fugitivo". Es gastar energías inútilmente. No hay más. Así que, un hombre arrolladoramente simpático es, a los ojos de Chuang Tzu, simplemente un hombre que está siempre tratando de ser algo más, y entonces desconoce la única excusa posible para su propia existencia. 

Así es; por increíble que parezca, este curioso pensador volvía la vista con cierta nostalgia hacia la Edad de Oro, en que no existían exámenes de competencia, ni fastidiosos sistemas educativos, ni misioneros, ni comidas económicas para el pueblo, ni iglesias, ni sociedades humanitarias, ni insulsas lecturas acerca de los deberes de cada cual con su semejante, ni tediosos sermones de tesis. En esos días ideales, nos cuenta, las gentes se amaban sin tener conciencia de la caridad y sin escribir nada que se relacionase con ella en los periódicos. Puesto que cada hombre guardaba para sí sus propios conocimientos, el mundo se libraba del escepticismo, y como cada hombre conservaba para sí también sus virtudes, nadie se mezclaba en los asuntos ajenos. Vivían unas vidas sencillas y pacíficas, y se contentaban con los alimentos y ropas que cada cual podía conseguir. Los distritos vecinales estaban a la vista, y "los gallos y los perros de cada cual podían ser oídos por los demás", y las personas crecían, envejecían y morían sin hacerse visitas jamás. No había conversaciones sobre hombres inteligentes, ni homenajes a hombres bondadosos. El intolerable sentido de la obligación era desconocido. Los hechos de la Humanidad no dejaban rastro, y sus asuntos no pasaban a manos de estúpidos historiadores con cargo a la posteridad. Pero un endiablado día hizo su aparición el Filántropo, y con él surgió la nefasta idea del Gobierno. "No hay nada como dejar a la Humanidad sola; no hay, nada peor que gobernar a la Humanidad", dice Chuang Tzu. Todas las formas de gobierno son erróneas. No son científicas, porque buscan alterar el desarrollo, el desenvolvimiento natural del hombre; son inmorales, porque, al interferir la vida individual, producen las más agresivas formas del egoísmo; son ignorantes, porque tratan de extender la educación; son destructoras consigo mismas, porque engendran la anarquía. Nos cuenta Chuang Tzu que "en tiempos remotos, el emperador Amarillo inculcó por primera vez la caridad y el deber en un semejante para que interfiriera la bondad natural existente en el corazón humano. Consecuencia de ello fue que Yao y Shun perdieron hasta el vello de sus piernas en sus esfuerzos por dar de comer al pueblo; destruyeron su economía interior para encontrar un cuarto donde alojar sus artificiales virtudes; desgastaron sus energías elaborando leyes, y, al final, fracasaron". Al corazón humano, continúa diciendo nuestro Filósofo, se lo puede "forzar o excitar", pero en cualquier caso el resultado es fatal. Yao hizo al pueblo demasiado feliz y el pueblo no estaba satisfecho. Chieh lo hizo demasiado infeliz, y cada vez estaba más descontento. Entonces cada uno empezó a argüir la mejor manera de componer la sociedad. "Está completamente claro que algo debe hacerse", se dijeron el uno al otro, y hubo una ofensiva general de leyes. Los resultados fueron tan desastrosos que el Gobierno del día tuvo que implantar el Terror, y como consecuencia de esto "los virtuosos hombres tuvieron que refugiarse en las cuevas de la montaña, mientras que los regidores del Estado se sentaban temblando en los ancestrales vestíbulos". 

Luego, cuando todo estaba sumergido en un perfecto caos, los reformadores sociales subieron a las tribunas públicas y predicaron desde allí la solución a los males que ellos y sus sistemas habían causado. ¡Los pobres reformadores sociales! "No conocen la vergüenza ni saben lo que es ruborizarse", es el veredicto de Chuang Tzu con respecto a ellos. La cuestión económica también fue debatida por este sabio de ojos de almendra, que escribe acerca de la teoría del capital con tanta elocuencia como puede hacerlo mister Hyndman. La acumulación de riquezas es, para él, el origen de todos los males. Hace al fuerte violento y deshonesto al débil. Crea ladronzuelos que instala en jaulas de bambú. Engendra grandes ladrones que sienta en tronos de jade blanco. Es el padre de la competencia, y ésta significa desgaste, así como destrucción, de energías. El orden de la Naturaleza es descanso, repetición y paz. El malestar y la guerra son los resultados de una sociedad artificial basada en el capital; y lo más meritorio que esta sociedad consigue es, en realidad, una verdadera bancarrota, puesto que no recompensa suficientemente al bueno ni castiga justamente al malo. Por otra parte, debemos recordar que los premios mundanos degradan al hombre tanto como los castigos. La edad se pudre con su culto hacia los éxitos. En cuanto a la educación, la verdadera sabiduría ni se enseña ni se aprende. Es un estado espiritual que sólo consigue el que vive en completa armonía con la Naturaleza. El saber es superficial si lo comparamos con la grandiosidad de la ignorancia, pues sólo lo que se ignora tiene valor. La sociedad engendra bribones, y la educación hace a unos más inteligentes que a otros. Es el único resultado de la School Boarás. Además, ¿qué importancia filosófica puede tener la educación cuando se pre- ocupa simplemente de hacer a cada hombre diferente de su semejante? Al final, nos encontramos en un caos de opiniones, dudando de todo y cayendo en la vulgar costumbre de razonar. Sólo razona el intelectualmente perdido. Fijémonos en Hui Tzu. "Era un hombre de muchas ideas. Sus obras serían suficientes para llenar cinco carros. Pero sus doctrinas eran paradójicas." Decía que debía haber plumas dentro de los huevos, porque los polluelos las tenían; que el perro podría ser una oveja, porque todos los nombres son arbitrarios; que había un momento en que la flecha disparada no estaba en movimiento ni parada; que si se agarraba un palo de un pie de largo y todos los días se lo cortaba por la mitad, nunca se vería su fin, y que un caballo y una vaca eran tres, porque, considerándolos por separado, eran dos, pero, por junto, eran uno, y uno y dos hacían tres. "Era como un hombre que jugase a las carreras con su propia sombra y que hiciese ruido para apagar el eco. Era un tábano inteligente, eso es todo. ¿Y cuál era su finalidad?" No hay ninguna duda de que la moralidad es algo distinto. Chuang Tzu dice que la gente se desquiciaba cuando empezaba a moralizar. Los hombres cesaban de ser espontáneos y de actuar por intuición. Se volvían presumidos y artificiosos y tan ciegos como tener un propósito definido en la vida. Entonces aparecían los gobernantes y los filántropos, las dos pestes de todas las épocas. Los primeros trataban de oprimir al pueblo para obligarlo a ser bueno y, ¡claro!, destruían la bondad natural del hombre. Los segundos constituían un grupo de agresivos en- tremetidos que sembraba la confusión por donde iba. Eran bastante estúpidos por tener principios, y bastante infelices para actuar como es debido. Todos ellos procedían con fines malvados, demostrando que el altruismo universal es tan malo en sus resultados como el egotismo universal. "Engañaban al pueblo con la caridad y lo encadenaban con los deberes hacia sus semejantes." Se presentaban con música y alborotaban con sus ceremonias. Como consecuencia de todo esto, el mundo perdió su equilibrio, y desde entonces se tambaleaba. Por lo que según Chuang Tzu, ¿cuál es el hombre perfecto? ¿Y cuál es su forma de vida? El hombre perfecto no hace más que contemplar el universo. No adopta posiciones absolutas. "En movimiento, es como el agua. En reposo, como un espejo. Y, como Eco, contesta sólo cuando se le pregunta." Deja que lo exterior cuide de sí mismo. Nada material lo ofende; nada espiritual lo castiga. Su equilibrio mental le da el imperio del mundo. Nunca es esclavo de los objetivos de la existencia. Sabe que, "como el mejor idioma es el que nunca se habla, la mejor acción es la que jamás se hace". Es pasivo, y acepta las leyes de la vida. Permanece inactivo, y ve cómo el mundo transforma sus propias virtudes. No trata "de descubrir sus propios actos buenos". Nunca se malgasta en un esfuerzo. No se desazona por las distinciones morales. Sabe que las, cosas son como son y que sus consecuencias serán las que deben ser. Su pensamiento es el "espejo de la creación", y siempre está en paz. Como es natural, todo esto es excesivamente peligroso; pero debemos recordar que Chuang Tzu vivió hace más de dos mil años y nunca tuvo la oportunidad de contemplar nuestra sin rival civilización. Y aún es posible que, si volviera a la tierra para visitarnos, le diría algo a mister Balfour acerca de su opresivo y activo desgobierno en Irlanda; podría sonreírse de algunos de nuestros fogosos filántropos y mover, dubitativo, la cabeza respecto a muchas de nuestras organizadas caridades; la School Boards tal vez no lo impresionase ni quizá lograse su admiración la lucha por la riqueza. Se maravillaría, sí, de nuestros ideales y su malestar crecería al ver lo que hemos hechos. Es mejor que Chuang Tzu no pueda volver. Mientras tanto, gracias a mister Giles y a mister Quaritch, nosotros tenemos su libro para consolarnos, y, ciertamente, es un volumen de lo más fascinante y delicioso. Chuang Tzu es uno de los darwinistas anteriores a Darwin. Investiga al hombre desde el germen y observa su relación con la Naturaleza. 

Como antropólogo es excesivamente interesante y, con la misma minuciosidad de un lector de la Royal Society, describe a nuestro primitivo y arboreal antepasado viviendo en los árboles, temiendo a los animales más fuertes que él y no reconociendo más pariente que su madre. Al igual que Platón, adopta el diálogo como forma de expresión, "poniendo las palabras en boca de otras personas para conseguir mayor libertad de expresión", según nos dice. Como relator de historietas es encantador. El relato de la visita del respetable Confucio al gran ladrón Che es de lo más vívido y brillante, y es imposible no sonreír ante la derrota final del sabio, cuando la pobreza de sus trivialidades morales es cruelmente expuesta por el venturoso bandido. 

Aun en sus metafísicas, Chuang Tzu es un humorista. Personifica sus abstracciones y las hace interpretar ante nosotros. El Espíritu de las Nubes, en su marcha hacia el Este a través del espacioso aire, tropieza con el Principio Vital, que, golpeándose las costillas, va sin cesar de un lado para otro. -Y tú, ¿quién eres, anciano? -le pregunta el Espíritu de las Nubes-. ¿Qué haces? -Vago por el mundo -contestó el Principio Vital sin detenerse, porque todas sus actividades estaban en movimiento. -Necesito que me aclares una cosa - continúa, retomando el diálogo, el Espíritu de las Nubes. -Ah! -grita el Principio Vital, en un tono de total desaprobación. E inmediatamente surge un maravilloso diálogo que no es muy diferente al que, en el curioso drama de Flaubert, se desarrolla entre el Fénix y la Quimera. Cuando habla de los animales, Chuang Tzu emplea la parábola y el cuento, y a través del mito, de la poesía, y de la fantasía, su extraña filosofía encuentra melodiosas resonancias musicales. Desde luego que es doloroso decir que es inmoral el ser conscientemente bueno y que la peor forma de ociosidad es hacer algo. En realidad, miles de excelentes y sesudos filántropos desaparecerían si nosotros adoptásemos el punto de vista de que nadie debe mezclarse en lo que no le concierne. La doctrina sobre la inutilidad de todas las cosas útiles, tal vez no pondría en peligro nuestra supremacía comercial como nación, pero podría traer el descrédito sobre muchos prósperos y esclarecidos miembros de las clases industriales. ¿Qué sería de nuestros predicadores populares, de nuestros oradores del Exeter Hall, de nuestros evangelistas de brocha gorda, si les dijéramos, con palabras de ChuangTzu: "Así como los mosquitos se preocupan con sus zumbidos en mantener a los hombres despiertos toda la noche, conduciéndolos poco a poco a la locura, así esas charlas sobre la caridad y el deber de un semejante para con otros nos llevan al mismo desequilibrio nervioso. Señores, procuren que el mundo conserve su propia sencillez original y, lo mismo que el viento sopla hacia donde quiere, dejen que la Virtud se establezca por sí misma. ¿Por qué esta indebida energía?" ¿Y cuál sería el destino de los gobernantes y políticos profesionales si llegásemos a la conclusión de que no hay nada mejor que no gobernar a la Humanidad? 

Está claro que Chuang Tzu es un escritor muy peligroso, y la publicación de su libro en Inglaterra, dos mil años después de su muerte, sea un poco prematura, porque puede causar gran malestar a muchas personas en verdad respetables y trabajadoras. Puede ser cierto que el ideal de la autocultura y del autodesarrollo, que es el propósito de este esquema de vida y la base de su esbozo de filosofía, sea un ideal muy necesario en una época como la nuestra, en que la mayoría de los pueblos están tan ansiosos de educar a sus habitantes que no tienen tiempo de educarse a sí mismos. Pero ¿sería inteligente el hacerlo? Que parece que si nosotros admitiéramos, por una sola vez, la fuerza de alguna de las críticas destructivas de Chuang Tzu, habríamos abofeteado nuestra nacional costumbre de autoglorificación, y lo único que siempre consuela al hombre de las cosas estúpidas que hace es el aplauso que él mismo se da por hacerlas. Hay, sin embargo, unos pocos que han buceado en esa extraña tendencia moderna que lleva a hacer del entusiasmo el trabajo del intelecto. Para ellos, y para otros como ellos, Chuang Tzu da la bienvenida. Pero léanlo sólo. No hablen de él. Sería un personaje molesto en los banquetes e imposible en los tés, puesto que su vida toda fue una protesta contra los asaltantes de la tribuna pública, contra los charlatanes. "El hombre perfecto se ignora; el divino desconoce la acción; el verdadero sabio desprecia la reputación." Estos eran los principios de este chino sabio.

Conceptos de política, teoría e ideología

Relación de los conceptos de política, teoría e ideología
Desde mis épocas de bachillerato, me acuerdo que me gustaba leer en espacios abiertos, donde podía sentir el viento correr, las voces que fluían como una polifonía incesante de voces, como en una constelación peninsular de cometas… Me gusta que mi experiencia de lector se choque con lo incierto de lo inmanente, devenir heterogéneo de la existencia. Una experiencia con lo caótico y múltiple de la realidad, en mi opinión, es mil y una veces preferible a lo muerto, fijo y estéril de la unidad de las abstracciones conceptuales, que son necesarias, pero como incesante fluir de lo asombroso, no como una estática de las fuerzas creativas y activas del conocer.

Conceptos de política, teoría e ideología, que representa a un lector en un espacio abierto, con el viento y las voces fluyendo, contrastando la realidad caótica con abstracciones estáticas, incluyendo citas y metáforas volcánicas.



“Necesitamos ilusiones que nos permitan soportar la dureza de la vida. Las ideologías cumplen entonces una importante función vital, pues son intentos de dar sentido a los accidentes de la vida y a los aspectos más penosos de la existencia humana. Las ideologías son ilusiones necesarias para la supervivencia” (J.P. Ricoeur, Ideología y utopía)

¿Para qué serviría de lo contrario?, seguramente si se prefiere esta estática abstracción, valdría lo mismo salir como el Quijote al asalto de molinos conceptuales, pasados por feroces y crueles gigantes, no menos fantásticos por su naturaleza ficcional e inexistente… Ofrecerle a una utopía, como lo diría Ricoeur, “La magia del pensamiento” (Ricoeur, 2001:318), dándole la posibilidad de tener que responder a un juego de fuerzas inmanentes, y no menos poderosas cual feroz lava de un volcán, auténtico desafío del pensar.

Construid vuestras ciudades al pie del Vesubio”, nos recordaría Nietzsche en su Gaya ciencia, como metáfora e invitación para aceptar la alegría de la fatalidad, la inocencia del devenir, el peligro de lo múltiple, porque es ahí donde nace realmente lo grande… Esto es lo que re-presenta para mí el arte de las relaciones, de los flujos, lenguajes que pasan y dejan su huella en dichas relaciones, géneros que se entrecruzan, conceptos que danzan, que se deforman hasta hacerse casi irreconocibles, dotando de movilidad y dinámica a un lenguaje anquilosado, enterrado en una quietud fantasmagórica y espeluznante.

Este lenguaje quieto e inerte, en el que ha caído la teorética academicista, que ha convertido a una sinfonía de oídos, en una polifonía de reacios y poco dispuestos a resonar entre sí. Es, en ese orden de ideas, el motivo y la razón por la cual quiero escribir y enfatizar este ensayo.

Al articular conceptos como Ideología, Teoría y Política, mi pretensión o hipótesis de lectura es la de mostrar la resonancia y movilidad que estos tres conceptos, (añadiría el de lo político), adquieren dentro de un campo simbólico que llamamos sociedad u orden social1, como nociones que se encuentran de una manera permanente dentro de las distintas formas “De concebir lo político como un modo de interacción entre colectivos humanos” (Arditi, 2005:220). Con la aparición de la noción de lo político, se puede entrar a la diferencia en que, por ejemplo, autores como C. Schmitt entablaban entre la política y lo político “El concepto de Estado supone el de lo político” (Schmitt; 1991:49), diferencia que, lejos de estar enmarcada por el cambio de género en los artículos y sustantivos, señalaban dos momentos diversos de estática o dinámica social:
Concibo “lo político” como la dimensión de antagonismo que considero constitutiva de las sociedades humanas, mientras que entiendo a “la política” como el conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de la conflictividad derivada de lo político.  (Mouffe, 1999:16).

En este orden de ideas, lo político se caracteriza y se diferencia de la política, por su carácter dinámico y fluctuante que, como criterio teleológico, tendría la institución del orden social propio de la política “Lo político indica el modo de institucionalización de una sociedad, la puesta en forma del todo, el proceso mediante el cual la sociedad se unifica a pesar de sus divisiones” (Arditi, 2005, 220). Estas concepciones y visiones de mundo, siempre están en contexto, nunca se encuentran desligadas ni de un espacio o un tiempo concreto e inmanente, enmarcado bajo algo que Foucault denominaría “epistemes”; es decir, organización de un conjunto de reglas y procedimientos de exclusión que facilitan la emergencia de discursos en una época particular y que rigen las relaciones entre diferentes dominios del saber (Castro-gomez, 2011:165).

Dicho conjunto de reglas y procedimientos de exclusión dento del cual existe una continua pugna entre diferentes dominios del saber, hacen las veces de aquellas pequeñas ventanas que tenemos para poder visualizar en mundo.
Estas visiones de mundo, no son dadas directamente, sino que están mediadas por aquellas re-presentaciones, afecciones o pre-juicios que tenemos a la hora de observar un fenómeno de la realidad.

Juan Villoro, en su libro El concepto de ideología y otros ensayos, postula que referente a una definición únicamente gnoseológica se pueden dar dos tipos de explicación de una misma creencia. 
 
Si se pregunta ¿Por qué A cree que B?, (“B” está en lugar de cualquier enunciado), pueden existir dos clases de respuestas: 1) Señalar las razones (en el sentido de fundamentos, justificaciones racionales), que tiene A para aceptar o aseverar B, 2) Señalar las causas o motivos que indujeron a “A” a aceptar “B”.  (Villoro: 1985, 24).

Por ejemplo, si se pregunta ¿Por qué creía Platón en la inmortalidad del alma?, se puede dar dos respuestas: 1) Mencionar los argumentos filosóficos del Fedón para probar la inmortalidad del alma, los cuales funcionan como razones en las que se funda el enunciado “el alma es inmortal”. 2) Indagar, en la educación recibida por Platón, en su psicología o en las influencias sociales que tuvo para creer y argumentar la existencia de un alma inmortal” (Villoro: 1985,25).
Siguiendo la argumentación de Villoro, dicho aspecto gnoseológico abarca tanto la creencia como el saber, pensamientos de orden epistemológico que recuerdan la distinción entre ideas y creencias señalada por Ortega y Gasset: “Las creencias y las ideas son vivencias que pertenecen al mismo género: no son sentimientos, ni voliciones, pertenecen a la esfera cognoscitiva de nuestro yo, son pensamientos” (Ortega y Gasset: 1940, 27).

Que un pensamiento sea creencia o idea depende del papel que tenga en la vida del sujeto; por lo tanto, la diferencia entre uno y otro tipo de pensamiento es relativa, relativa a su significación en la vida de cada persona, al arraigo que dicho pensamiento tiene en su mente. “El mismo pensamiento puede ser creencia o idea: las primeras noticias científicas que de la Luna tiene un niño las vive como ideas, con el tiempo, con el vivir en sociedad, estas ideas se instalarán en su mente en la forma de creencias.” (Ortega y Gasset: 1940, 25).

Este componente cognitivo y social que caracteriza a la noción de ideología en tanto conjunto de creencias socialmente compartidas hace que dicha noción no se agote ni limite únicamente en un aspecto gnoseológico. Es por esta razón que se puede inferir el carácter ambiguo de, por ejemplo, la noción que tenía sobre ideología, el pensador Karl Marx “En Marx, la crítica de la ideología deriva de la idea de que la filosofía invirtió la sucesión verdadera de las cosas, invirtió el orden genético real, de manera que lo que corresponde hacer es poner de nuevo las cosas en su orden real” (Ricoeur, 2001, 49).

Para Marx, la noción de ideología, es a la vez un concepto gnoseológico (la falsa conciencia”), y un concepto sociológico (la “superestructura dominante”). “El hombre en sociedad se ve como criatura de sus propias ideas, fantasías y creencias; en ambas doctrinas se oculta la condición real del hombre bajo una idea abstracta” (Marx, Enggels: 1966, 35).

Una ideología, no necesariamente es falsa por su contenido. Puede ser cierta para quienes trabajan o viven cotidianamente aspectos no menos ideológicos, que dependen del modo como este contenido se relaciona con la posición subjetiva expuesta como falsa o verdadera. Como La organización simbólica de un aula de clase, las conductas que socialmente debemos compartir para tener una cotidianidad agradable, las creencias que continuamente alimentan nuestro desarrollo y función dentro del espacio social que se cree y se crea como tal, etc. “Aprender a reconocerla en su dimensión aterradora, y después, con base en este reconocimiento fundamental, tratar de articular un modus vivendi con ello” (Zizek:2010, 27). Un ejemplo concreto y cotidiano puede ser el comportamiento que algunas personas tienen frente a la materialidad del dinero: Ellos saben muy bien que el dinero, como todos los demás objetos materiales, sufre los efectos del uso, que su consistencia material cambia con el tiempo, pero en la efectividad social de mercado, a pesar de todo, tratan o tratamos las monedas y al papel moneda como si consistieran en una especie de sustancia inmutable, una sustancia sobre la que el tiempo no tiene poder y que está desproporcional a cualquier materia de la naturaleza. ( Zizek, 2010: 25)

Lo anterior es la dimensión fundamental de la ideología, ya que ésta no es simplemente una “falsa conciencia”, una representación ilusoria de la realidad, sino que es aquello que facilita la comprensión de la realidad misma. Para Ricoeur, la ideología tiene un fuerte aspecto Nietzscheano “La ideología es irremplazable porque los hombres necesitan dar algún sentido a sus vidas” (Rioeur, 2001: 56).

Tal vez, cuando salía al aire libre para leer, necesitaba encontrar algún sentido a mi gusto por la lectura en esos espacios abiertos, donde existe la movilidad, el flujo constante de ideas. Y no lo inerte, cerrado y acabado de las nociones mono-lógicas de aquellas estructuras abstractas en las que se quiere encasillar aquella riqueza de la realidad caótica y que se encuentra en inocente devenir…
…”Construid vuestras ciudades al pie del Vesubio” (F. Nietzsche).

Bibliografía:
  • Arditi, Benjamín, 2005 “¿Democracia post-liberal?, el espacio político de las asociaciones”. Editorial Anthropos, Barcelona.
  • Castro-Gomez, Santiago, 2011. “Crítica a la filosofía latinoamericana” Ed. Pontificia universidad Javeriana.
  • Marx, Karl y Friedrich Engels, 1966 “la ideología alemana” ed. nuestra América, Barcelona,
  • Mouffe, Chantal  1999. El retorno de lo político. PaidosOrtega y Gasset, José. 1940. Ideas y Creencias. Editorial Alianza. España.Ricoeur, paul, 2001 “ideología y utopía” ed. gedisa, Barcelona,
  • Villoro, luís, 1985. “el concepto de ideología y otros ensayos”, ed. fondo de cultura económica, México,
  • Zizek, slavoj 2010 “el sublime objeto de la ideología”, ed. s. xxi, méxico,

1 La noción de campo simbólico puede visualizarse desde los trabajos de Bourdieu, como espacio donde interactúan cumplimientos tácitos de unas reglas de juego que definen quiénes se hallan adentro y quiénes fuera de él (Bourdieu: 1999:44). O también, lo que Laclau denomina como “el momento del antagonismo” a través de las relaciones de poder que constituye el campo de “lo político” (Laclau, 1993:52).

El instinto del lenguaje: Steven Pinker

Lenguaje como un instinto natural, como las telas de araña, no como un artefacto cultural, sino como una habilidad biológica inherente a los seres humanos


Lectura de Steven Pinker.

El lenguaje no es un artefacto cultural que aprendemos lo mismo que aprendemos a leer la hora o cómo funciona la administración. Por el contrario, constituye una pieza singular de la estructura biológica de nuestros cerebros. El lenguaje es una habilidad especializada, compleja,que se desarrolla en el niño espontáneamente, sin esfuerzo consciente o instrucción formal, se despliega sin conocimiento de su lógica subyacente, es cualitativamente la misma en todos los individuos, y se diferencia de las cualidades más generales que sirven para procesar la información o comportarse de forma inteligente. Por estas razones, algunos científicos cognitivos han descrito el lenguaje como una facultad psicológica, un órgano mental, un sistema neural, y un módulo computacional. Pero yo prefiero el término, que reconozco como pintoresco, de “instinto”. Expresa la idea de que la gente sabe cómo hablar en el mismo sentido, más o menos, en el que las arañas saben como tejer sus telas. El hilado de las telas de araña no fue inventado por ningún desconocido genio-araña, ni depende de haber recibido la educación correcta o poseer aptitud para la arquitectura o para el oficio de la construcción. Más bien, las arañas tejen sus telas porque poseen cerebros de araña, que les impulsan a tejer y les proporcionan la competencia para hacerlo con éxito. Aunque existan diferencias entre las telas de araña y las palabras, yo les animo a considerar el lenguaje de esta manera, ya que ayuda a dar sentido al fenómeno que estudiaremos.

Desde el Hecho y el Deshecho

 


"Escaparé, de eso no hay dudas", dijo la voluntad, tratando de volcarse en la realidad. Todo tipo de voluntad, nace de esta moldadura. El tiempo de los que buscan está llegando a su culminación, es un asunto de viejos (eugenesia). Un día de documentación es dominante en este prodigio, las cosas se extienden desde los inicios por el colapso inmediato de lo que nunca pudo ser, es por ello que en el no ser es de donde nace nuestra propia supervivencia, quizás, incluso nuestra suerte. El mundo es extraño, no cabe duda, es sagrado y vasto, por ello nadie puede dominarle (Tao). Quizás los gritos de nuestro propio poderío sean los gritos desesperados de nuestra debilidad. Los secretos de los gobiernos políticos actuales son que nacen por convicción, desde el no ser; estar ahí solamente, hacer acto de presencia. Pero, ¿por qué amamos tanto la realidad? ¿Seremos acaso esa pizarra rasa que pronunció Locke? ¿Es el cuerpo más importante que el alma en estos sentidos?... al parecer, alimentamos el alma con arte y comenzamos a ser humanos (usando nuestro cuerpo). Trataré de explicarlo. 


Sin mucho que intervenir las cosas del alma como las del cuerpo se van dando solas, pero es esta “conciencia”, que definió Hume, la que muestra "el verdadero valor" de las cosas; quizás, es ella misma la que debería otorgarse este "verdadero valor". Aunque, ¿sobre cuál de estos dos polos estoy cuando digo esto?


Francis Crick creía que  la conciencia era una interacción, si es así, no habría que ubicarse en ella geográficamente, sino como una vibración. ¿Y si queremos llamarle oscilación? Dependerá de tanto. De todas maneras, esta impresión podría ser solamente el lado visible de la luna. Su lado oscuro (Freud), es aún un mayor misterio. Su naturaleza dual o mono-ubicacional, es un verdadero enigma. Plantear un tercer escenario seria aún peor, para cualquiera de ambas partes (de la luna, incluso de la conciencia), hasta extrapolarnos a la conciencia de la conciencia, lo que crearía un verdadero caos (Analíticos). Lo milagroso es que en este caos podamos pensar, o creer que pensamos, creer y tener conciencia (Descartes). Es este el suceso y no otro, por ello la importancia, aunque se le critiquen tantas cosas, de La Ciencia, pero también, de La Ética, de La Libertad. Sus vitales hermanas. 


Se están creando castillos enormes sobre las sombras de la nada, pero una nada que estará donde se haya posicionado. Esto es la esencia de lo natural. Y encontrar la esencia de lo natural, quizás sea lo único que tiene sentido. Quizás, el arte sea una de estas esencias. Encontrar una esencia nos humaniza. Porque lo natural no es siempre corpóreo, sino que también, y esto es clave, espiritual. Los indígenas hablaron bastante de estos asuntos. Los Navajos, Los Cheroquis, Los Inuit, Los Mapuches, Los Yanomami, Los Quechua, Los Sami, Los Dogon, Los Yoruba, o los Aborígenes Australianos, entre otros, han contribuido a la búsqueda de respuestas a estas preguntas, y por lo menos, heredarnos tierras fértiles donde trabajar para comenzar a modernizar nuestros conceptos. Han creído en fuerzas como la lluvia, el viento, el sol, la luna; costumbres tribales que son tan importantes de analizar en estos asuntos, como lo son las grandes religiones del centro del mundo. La Pachamama ubica a la conciencia desde aristas religiosas profundas... si no está el hombre que debe tener fe, estará la mujer, que la tiene. Ostentan una tradición, como la ciencia, pero que respetan hace muchísimos más siglos que nosotros. Deben tener que ver con la religión, porque de ser necesario, se debe dar la vida por estas creencias lógico tribales, mas no la conciencia. Cosa curiosa, porque, lo cual supongo, no lo hace desde ninguna ambivalencia filosófica hasta ahora expuesta, sino desde ambas inmediatamente. Esto trasciende a las anteriores interrogantes de facto, al proponer a la conciencia como fundamento de todo, pero ya no desde si misma, si no desde otra simbiosis. Un cuadro ya no refractal de la realidad, sino fractal, que presenta otra dicotomía como anunciando que estamos amarrados a la especulación, al nacimiento del infinito y de lo finito, sin saber a ciencia cierta cual de ellos es, ni porqué parecieran encontrarse en cada lugar al que van (hermetismo).


Hoy en día creo está naciendo una nueva habilidad, la habilidad de la conciencia. El hombre de hoy debe ser tan hábil en estas artes como los primeros indígenas para proponer nuevas soluciones a la humanidad, desde lo corpóreo y lo espiritual; produciendo así nuevas interrogantes acerca de nuestra naturaleza, sólo por hablar de nosotros. El tiempo dirá si debemos seguirle o huir de ella, sin saber exactamente si estamos haciendo justo lo contrario, el lenguaje no sirve en este caso. El mundo es más vasto que esto, no podemos dominarle; puede que por ello Marco Aurelio elegiría, siendo el dueño del "mundo conocido", la filosofía; más específicamente el estoicismo, más específicamente, el "Contente y Abstente". Como posicionándose donde debe ir el verdadero monarca, el verdadero emperador, el verdadero ser humano. Buscar no nos dio la humanidad, nos dio el salvajismo.  Ambos nos dieron la vida.

Formas sin contenido


Formas sin contenido por José Rafael herrera / @jrherreraucv.

Multitudes corruptas bajo tiranos, incapacidad para alcanzar la libertad, pérdida de la virtud pública



Dice Maquiavelo, en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, que una multitud –una muchedumbre– corrompida, que vive bajo el dominio de un tirano, no puede llegar a ser libre, aunque este –el tirano en cuestión– y toda su estirpe desaparezcan. Tarde o temprano, ese tirano termina siendo derrocado por otro tirano. Como siervos, las muchedumbres corrompidas solo pueden vivir a sus anchas bajo el dominio de un señor. Hay gente que al mirar la luna enrojecida llega a sentir la presencia, en ella, de algún “tiranuelo de turno” fallecido. Y, en este sentido, conviene reiterar, una vez más, el hecho de que ni el miedo ni la ignorancia son libres, y que, más bien, son la consecuencia directa del servilismo y el sometimiento. Las multitudes son, por su propia condición, individuos aislados, extraños entre sí y autoextrañados, que han perdido toda formación, todo vestigio de virtud pública, de eticidad. Ciegas y enajenadas, son incapaces de percibir por sí mismas el yugo que pende sobre sus cuellos.


Hay pueblos “sanos”, como los denomina Maquiavelo. Esos pueblos viven en y para la libertad, tendencialmente inclinados, por ende, al bien común. Pero hay pueblos que, a diferencia de los anteriores, han sido objeto sistemático de las vilezas propias de resentidos manipuladores de oficio, expertos “pescadores en río revuelto”, que, con el único propósito de “saquear” para satisfacer sus propios intereses, los van conduciendo a una creciente y cada vez más preocupante condición de corrupción generalizada, ese mal que se alimenta y crece en las fétidas charcas de la desigualdad y la injusticia social. Ese es, por demás, el ambiente propicio dentro del cual se manifiesta y, poco a poco, se consolida el desgarramiento, la escisión de ser y pensar, el imperio de las formas vaciadas de todo contenido. Alocuciones y discursos que en nada se adecuan a la realidad de verdad; leyes, reglamentos y normativas –piénsese, por ejemplo, en las llamadas “leyes habilitantes”– que se traducen como el extremo opuesto de sí mismas. Constituciones que son, exactamente, la imagen invertida de lo real.          

Como dice Maquiavelo –siempre en los Discursos–, “la Constitución y las leyes hechas al organizar una república, cuando los hombres son buenos, carecen de eficacia en tiempos de corrupción. Las leyes cambian con arreglo a las circunstancias y los sucesos; pero no varía, o rara vez sucede que varíe, la Constitución, lo que ocasiona que las nuevas leyes sean ineficaces, por no ajustarse a la Constitución primitiva o contrariarla”. El discurso, ahora vacío, no solo se cierra en sí mismo, sino que se independiza respecto de la objetividad del ser social, hasta someterla y sustituirla por completo. Una “objetividad” que no lo es, un ser otro, una “otredad”, ajena, ficticia, meramente formal, que oculta y sustituye la vida propiamente dicha, o que, en última instancia, representa la concreción de su des-dicha. “Más quieto que una foto”, se diría en el lenguaje malandro, tan afín al régimen. Bajo semejantes presupuestos, el país ha llegado a concebirse como una maqueta, una pantalla, un gigantesco gráfico, condimentado por la bochornosa comparsa en la que han convertido los desfiles de las “fechas patrias”, o el modo –ridículo, por lo demás– de representar el país en unos medios de comunicación que han sido secuestrados, como si en realidad se viviese en la muy feliz aldea de los pitufos, o en la mina de diamantes de los enanitos de Blanca Nieves. ¡Ay, jo! El haber pasado tres lustros cultivando palabras huecas es el mayor ultraje a la inteligencia.

No se le puede prohibir al sol ocultarse. No hay decreto ni tribunal, por más “superior” que se considere, que le obligue a ello. Pero más interesante todavía es el hecho de que, al final, tampoco se pueda llegar a “controlar” indefinidamente la vida social y política de los pueblos mediante delirios de coerción nominalista, formas rígidas, prohibiciones, amenazas o expresiones de violencia. Ni siquiera a punta de granadas. Las sociedades –por lo menos las que, después de la Grecia clásica, surgieron como respuesta sustantiva frente al despotismo oriental– son el resultado del consenso más que de la coerción. Es la cultura –concebida comoBildung y no como Kultur– la que genera efectivamente cambios y modificaciones en el ser social, porque, justamente, el nervio central del ser social y de su conciencia es la cultura. Nihil novi sub sole, diría Hegel. A lo que habría que agregar: nihil novi nisi commune consensu: nada nuevo sin consenso. Decía Sócrates que una muchedumbre se parece tanto a un ejército como un montón de ladrillos a un edificio.

Se cree que “el orden de las cosas” no es más que el producto del concepto, de la mera forma, que se tiene de ellas, acuñado subjetivamente, estampado sobre los contenidos. En el acontecer de la sociedad hay, sin duda, algo conceptual presente. Pero ese “algo” tiene mucho menos que ver con lo que se cree conocer que con la “cosa misma”, con su devenir, es decir, con su proceso de cambio continuo. El principio objetivo de cambio que determina los procesos sociales no tiene mucho que ver con la rigidez de las formas estáticas en general, ni con la positividad jurídica y política. El cambio surge de la propia objetividad de la vida que ya ha sido mediada por el sujeto. A esa mediación se le denomina trabajo. Es en el intercambio productivo, en la producción social de la existencia, tanto la material como la espiritual, que se genera la realidad de verdad, no en las ficciones de un formalismo ideológico, fanático, que ya a nadie convence, porque hace tiempo que perdió su encanto original. Sorprendido en sus propias falsedades, en sus inconsistencias, en la insostenibilidad de cada nuevo argumento y de cada nueva “medida”, el burdo tarantín puesto sobre la realidad se les viene encima, ya no se sostiene.

Al final, las formas impuestas son sorprendidas en el ocultamiento de sus auténticos propósitos. La tarea que surge el día después de su ocaso consiste en apuntalar los fundamentos de un cuerpo social capaz de superar los morbos de la corrupción, a través de una política que tenga como eje central una auténtica revolución educativa, moral e intelectual, a objeto de establecer una sociedad de gente transparente y abierta, en la que sus formas políticas y jurídicas coincidan con su hacer y su pensar. Se trata de una sociedad –y no de una multitud– empeñada más en el saber que en el conocimiento, más en el reconocimiento y la prosperidad que en el odio y el

Meritofilia

 

 

A Moisés y las tablas virtuales

de su contrapunteante amistad

 

Merito del que no sabe.

 

 

            La reflexión es un fenómeno que se produce cuando un rayo de luz choca contra una superficie para, acto seguido, reproducir -reflejar, precisamente- el rayo de modo oblicuo, formando el efecto de un ángulo igual al de la luz, solo que en dirección invertida, es decir, cambiando la dirección sin cambiar el medio por donde esta se propaga. Por lo general, este fenómeno físico se sucede sobre la superficie del agua, de los espejos o de las carreteras. Pero, además, se trata de un fenómeno meta-físico que, de continuo, se sucede sobre la superficie de la conciencia, y especialmente de las representaciones o prejuicios del ser social. Solo que, en relación con ella, ya no se trata de un rayo de luz sino de un rayo de conocimiento que, via reflectionis, deviene imaginación, el cual, quizá, sea tan o más potente que el de la luz, dada la imprevisibilidad de sus consecuencias. Así, por ejemplo, la meritofilia es una reflexión de la meritocracia que, lejos de enriquecer con su luz el entorno social de su proyección, contribuye decididamente con la diseminación de la pobreza del Espíritu. Es el reflejo, la inversión especular -y por ello mismo, la ficción- de una formación cultural que se sustenta sobre las bases del mérito.

            El mérito es, en estricto sentido filológico, la “debida recompensa”. Viene del latín mereri, que significa “ganar” o “merecer”. La meritocracia es justo eso: la fuerza o el poder de quienes, con su esfuerzo y constancia, bien se lo merecen. Se trata, pues, de un modelo de formación cultural cuya estructura se fundamenta sobre la base del reconocimiento de quienes se lo han sabido ganar, es decir, de quienes han demostrado en los hechos ser los más competentes, los mejor preparados., los más capaces Es, en suma, el gobierno de los probadamente mejores. No se trata de “los más fuertes”, ni de “los más aptos”, desde la perspectiva darwiniana, como tampoco de aquellos que se valen de las argucias o de la violencia para imponer sus deseos sobre el resto del organismo social. Se trata de los más valiosos, los más estudiosos, los más disciplinados, los más honestos, quienes han contribuido durante su trayectoria, es decir, mediante su dilatada formación moral e intelectual, con el bienestar del ser social. Una sociedad que se respete y valore a sí misma, que sea consciente de que solo a través del desarrollo de la cultura en todos sus ámbitos, de la preparación, del trabajo responsable, de la conquista de nuevas metas y mayores alcances, es una sociedad productora del mayor bien de la humanidad: la riqueza de Espíritu.

            No basta con la ratio instrumental, la mera capacitación técnica, es decir, la promoción de una educación exclusivamente basada en la formación de “especialistas” o “expertos” en las más diversas áreas, los cuales, sin duda, son imprescindibles para la construcción de sociedades que se han trazado el objetivo de conquistar un bienestar sostenido en el tiempo. Si en algo contribuyó el Maestro Juan David García Bacca fue, por cierto, en mostrar las ventajas que la techné comportaba para toda posible experiencia de imprescindible factura en busca del desarrollo de la humanidad. De hecho, lo llamaba el tránsito que va desde el humanismo teórico al práctico y, desde este, al positivo. No obstante, los peligros de una instrumentalización en sí misma y para sí misma no son pocos. No se puede pretender vivir  sin una idea de conjunto, en la que lo particular sustituya lo universal, del mismo modo que no se puede pretender que un árbol sustituya al bosque. De ello solo puede surgir el idiota, aquel que está firmemente convencido de que lo único que cuenta en el mundo es su propio ombligo. Pero, además, el idiota siempre termina dejando el camino libre para que otros idiotas, como él, se ocupen del “condominio”, y sean ellos quienes asuman los cargos de representación pública. Todo lo cual termina en la más cruel barbarie, en el homo homini lupus hobbesiano.

            Es imprescindible la formación estética de todo y de todos. No existe el yo sin el nosotros ni el nosotros sin el yo. La tecné por sí sola, enseñoreada y transmutada en fuente de inspiración para el dominio y manipulación de las mayorías, ha sido la auténtica gran peste del presente, desde la culminación de la primera guerra mundial hasta lo que va de siglo. No basta con ser los mejores en las más diversas disciplinas técnicas y ser, al mismo tiempo, un iletrado, una analfabeta funcional, un individuo sin compromiso, incapaz de comprender que si no hay Ethos, si no se trabaja en beneficio del todo orgánico, viviente, su mezquina parte termina en la peor corrupción y condición salvaje: la de su propia alma. Desde ahí, el concepto de meritocracia se devuelve como reflejo para devenir meritofilia.

            La idea de meritocracia, en efecto, pierde así su real significado, separando ser y concepto, contenido y forma, para reflejarse, degradarse e invertirse. El horror sigue a continuación. Y es que la meritofilia consiste en creer que cada idiota se lo merece todo sin tan siquiera tener que hacer el más mínimo esfuerzo por merecerlo, es decir, da por sentado, como uno de los “derivados” de su naturaleza humana, que él es merecedor de alguna recompensa, de algún tipo de beneficio especial, de una distinción, que lo convierte en un ser privilegiado, distinto del resto, de “los demás”. El meritófilo es el individuo que existe -no vive- en la ficción que le ha sido dada por el populismo -esa estancia meritofílica- para hacerle sentir importante, por lo que siempre debe estar a la caza de una nueva sensación que colme su ansiedad, que le ayude a cubrir su mediocre -y siempre triste- pobreza interior.   

           

                


José Rafael Herrera

@jrherreraucv

La crisis universitaria: entre la deontología y la facticidad

Un libro abierto


A pesar de que se trata de un término que encuentra su origen e inspiración en la filosofía clasica griega (deón-ontos-logein quiere decir “estudio de lo necesario”), la filosofía moderno-ilustrada, cuya característica general consiste tanto en la separación de sujeto y objeto como de ser y deber, la transformó en “parte” representativa de su “filosofía práctica” -¡como si todo concepto filosófico, incluso el más preciso y determinado, no lo fuese!-. Una parte, por cierto, dedicada exclusivamente a la presuposición de las obligaciones o deberes morales, una ramificación especial de la ética -éthike- que se ocupa de 'lo que debería ser', respecto de una determinada profesión u oficio. Así pues, se habla, por ejemplo, de una deontología médica o de una deontología jurídica. Su eco reminiscente ha quedado registrado en la institucionalización del harto frecuente “ese es el deber ser”, que la burocracia usa incontinentemente, más que con el propósito, con el afán de diferenciar lo que siempre se hace de lo que, aunque debería hacerse, nunca se hace.

Todo profesional de las ciencias “no exactas” o “blandas”, vive preso por el temor de que sus estudios no puedan llegar a ser considerados más allá de la prescripción hecha y establecida -desde los tiempos de Dilthey- por las llamadas Ciencias del Espíritu. Y es que, según el esquema moderno-ilustrado del estudio científico, existiría, de un lado, un conocimiento de 'la práctica', en el cual reside el estudio de la voluntad humana y, por lo tanto, del conocimiento de las leyes de la moralidad de los hombres. Y, del otro lado, existiría un conocimiento 'teórico', depositario del estudio de las funciones del saber de las cosas propiamente dicho. De modo que, cuando se teoriza acerca de los asuntos prácticos, se discurre en el ámbito de la ética, mientras que cuando se teoriza acerca de los asuntos teóricos se hace en el ámbito de la epistemología. Estudiar desde la perspectiva “teórica” significa conocer el fenómeno, mientras que estudiar desde la perspectiva “práctica” significa conocer el nóumeno. Dos teorías, en consecuencia, nunca correlativas y siempre distintas, paralelas, si se quiere. La una se ocupa del conocimiento fenoménico, de lo tangible; la otra, del conocimiento nouménico, de lo intangible. No se podría hacer teoría moral, en sentido estricto, con el arsenal instrumental de las ciencias duras, como tampoco se podría hacer ciencia dura con las implicaciones propias de la deontología.

El resto sería pecar de confusionismo. Por eso mismo, y sobre todo en los últimos años, los teóricos de la política y de las ciencias sociales han decidido apartarse lo más posible del carácter nouménico del conocimiento y adoptar instrumentos metodológicos “efectivos” y “concretos” -como suelen decir-, que les permitan dar respuestas adecuadas y “realistas” a los denominados fenómenos humanos. El problema es que mientras más se concentran en el afinamiento y pulitura de sus sofisticadísimos métodos de aprhensión de la realidad mayor se vuelve su aproximación a los fantasmas y demonios que pretenden conjurar, al punto de que su razón instrumental se les convierte en fe. El agua se les chrorrea entre los dedos. Los deontólogos son aquellos que consideran “correcta” una determinada situación en la que la gente sea fiel a sus convicciones morales, siempre y cuando se tome en consideración el que se deba juzgar si es correcto o no lo que pueda ocasionar su inclinación en otras personas, no vaya a ser que éstas terminen actuando incorrectamente. Los postulados deontológicos sufren, pues, del mal inverso, y en la medida en que más aplicables aspiran ser mayor termina siendo su caracter instrumental, por lo que la fe que predican se termina transformando en racionalidad técnica. Esta vez, los dedos se chorrean entre el agua.

Colocar de un lado las razones deontológicas y del otro la racionalidad técnica tiene, como se podrá observar, sus inconvenientes. La antinomia vive y se alimenta del desgarramiento que propicia la reflexión del entendimiento. Como se sabe, la Universidad Central de Venezuela se debate entre dos opciones, escogencias o “inclinaciones”, que le permitan superar la crisis orgánica denro de la cual se encuentra, como resultado de los dolorosos “procedimientos” de tortura a los cuales, y desde hace más de veinte años, la viene sometiendo el narco-régimen terrorista que mantiene secuestrado al país. Y no hará falta insistir en el hecho de que la UCV (universidad central de Venezuela), junto con el resto de las universidades autónomas, ha resistido los embates del continuo y desproporcionado atropello -interno y externo- del cual ha sido víctima, convirtiéndose en un ejemplo de lucha y dignidad por la democracia y la autonomía, pero disminuyendo sensiblemente sus fuerzas y defensas hasta llevarla al colapso, que es lo que se persigue. Hoy la UCV vive presa en las antinomias que ella misma, sin saberlo, ha promovido, sustentado en el populismo clientelar que auspició por décadas y en una concepción manipulada por los criterios de demarcación positivistas que, por cierto, presuponen la separación de fenómeno y noúmeno, de “plano normativo” y “realidad fáctica”. Si la UCV decide defender sus principios y convoca un proceso electoral de acuerdo con la norma constitucional y la ley universitaria vigente, será intervenida directamente por el cartel-narco. Pero si la UCV convoca un proceso electoral de acuerdo con las exigencias que le impone el narco-cartel, con la participación de los sectores administrativos y obreros, es decir, no académicos de la universidad, dando cumplimiento al “1x1x1”, la intervención se habrá cumplido indirectamente, incluso si llegase a triunfar un plantel de autoridades dispuestas a defender un concepto de universidad acorde con la autonomía y la democracia. En ambos casos, lo uno termina en lo otro. En ambos casos, el régimen habrá dado cumplimiento a su cometido. ¿Cuál es la fórmula correcta? ¿Cuál será “el método” más eficiente y sofisticado para encontrar la salida? ¿Cuál será el conocimiento que permita romper la antinomia: el nouménico o el fenoménico, la normativa deontológica o la metodología fáctica? Ni lo uno ni lo otro, sino “todo lo contrario”. En sentido estricto, la deontología y la facticidad de la certeza -la realiter- son espejismos, ficciones que se reflejan reíprocamente. Se puede prolongar la agonía de un paciente tumorado y apuntalar tratamientos que permitan generar la expectativa de su eventual mejoría. O se puede tomar la decisión de extraerle el tumor, poniendo en riesgo su vida, bordeando a través del angosto sendero que lo separa de la muerte. ¿Qué hacer, morigerar el sufrimiento o extraer el tumor?, ¿facticidad o deontología? Por lo pronto, conviene advertir que los tumores no se curan con agua de colonia.                   
 
Por José Rafael Herrera / 
@jrherreraucv


El Hipeirón de Hölderlin

Imagen de un hombre soñando como un dios y reflexionando como un mendigo, con un telón de fondo de la antigua Grecia y un nuevo mundo en ascenso.



“El hombre es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”. F. Hölderlin.


“¡Que cambie todo a fondo! ¡Que de las raíces de la humanidad surja el nuevo mundo! ¡Que una nueva deidad reine sobre los hombres, que un nuevo futuro se abra ante ellos!”. Son palabras importantes, escritas por el gran poeta alemán Friedrich Hölderlin y puestas en boca del personaje central de la que, tal vez, sea su obra mayor, el Hyperión. Palabras, sin duda, dignas de evocación, en momentos cruciales, decisivos. Momentos en los cuales una sociedad entera, humillada en su dignidad y arrojada hasta el foso de la miseria, decide, finalmente, alzar su voz y, elevando sus brazos, voltea la mirada desde las profundidades de la caverna, desde la prisión en la se encuentra desde hace más de veinte años, para iniciar el viaje de regreso hacia el encuentro con la libertad. Palabras y momentos que son, a la vez, una denuncia de los gatopardismos y de las medianías, mientras que exhortan a reiniciar el difícil viaje, a objeto de “superar y conservar” el propio recorrido, si es que, en esta oportunidad, se quieren hacer las cosas bien, correcta y concretamente.

Ubicado entre la schilleriana educación estética y la experiencia de la conciencia hegeliana, el Hyperión representa la necesaria determinación del concepto hacia la comprensión de su historicidad. No por casualidad, en la mitología clásica Hyperión es el dios de la observación. Hijo del cielo y de la tierra, padre del sol, de la luna y de todo nuevo amanecer, es “el titán que camina en las alturas, el que todo lo ve y el que da orden al mundo”. La obra lleva como subtítulo El eremita en Grecia. No será necesario insistir en el hecho de que Grecia es el punto de origen de la civilización occidental y, en consecuencia, de la idea de libertad. Pero llama la atención la presencia del eremita –o ermitaño–, del humilde maestro que, no sin paciencia y constancia, consagra su vida al estudio profundo, con razonable reserva y sigilo. Es el que reconoce, el que sabe –porque ha observado y recorrido– el camino, la vía regia que conviene seguir, la aletheia, lo que se desoculta como resultado del “reencuentro con nosotros mismos”. Se trata de quien lleva adelante la difícil empresa de reconstruir, desde el presente, el empedrado calvario del espíritu. Remontarse hasta los orígenes, tomar el pulso de su devenir, de sus aciertos y errores, para poder así comprender el presente. He ahí la belleza y el bien de los cuales deriva el sentido y significado de la libertad. Porque la libertad no es un regalo de la fortuna, sino la decidida conquista de la inteligencia y de la voluntad.

De la cabal comprensión de las propias raíces puede surgir un nuevo mundo, una nueva sociedad, un nuevo ethos. En la obra de Hölderlin se funden la poesía, la filosofía y la política con la historia. Hyperión emprende el viaje de regreso a su Grecia natal, al referente de sus orígenes, a objeto de reencontrarse consigo mismo y poder así “salvar el vacío mundo del presente”. El eremita le cuenta a Belarmino –símbolo del modo de pensar de su tiempo– su historia; le va recordando, paso a paso, cada obstáculo, cada develamiento, cada victoria y cada nueva caída. No le cuenta el pasado cual simple espectador, sino que con el pasado revive cada momento, se lo reapropia. Así como todo hombre que ha alcanzado el esplendor de la madurez siente la necesidad de voltear la mirada para hacer un balance de su vida, del mismo modo la conciencia tiene la necesidad de volver atrás para hacer las cuentas con las diversas etapas por las que ha tenido que pasar para poder llegar al aquí y al ahora. Algo, siempre, va quedando. La experiencia deja a su paso arrugas y cicatrices, pero no hay experiencia inútil. Toda experiencia es un viaje, una prueba, que va liberando al sujeto de sus errores. Y mientras más hondo se penetra en los recuerdos más firme se hace el retorno, el reencuentro con el sí mismo, y con más intensidad se reafirma la existencia que lo transforma en un ser completo y concreto. Solo entonces el sujeto objetivado se conserva y supera. Hyperión representa ese sujeto-objeto, la actio mentis: “Hay algo en nosotros, esa ambición irresistible a la totalidad, que como el Titán del Etna brota enojado desde las profundidades de nuestro ser”.

El país necesita repensarse para poder reconstruirse. Si bien es cierto que “no hay vuelta atrás”, que el actual régimen de terror y corrupción, que ha desencadenado la peor de las miserias –¡la del espíritu!– da sus últimas bocanadas de fétido aliento tiránico, no menos cierto es el hecho de que ha llegado el momento indicado para un cambio profundo de la vida cultural. Es tiempo de revisión y ajuste. La pars destruens, que por años ha sido el estandarte de una porción significativa de la idiosincrasia nacional –esa pretensión insensata de querer permanecer indefinidamente en la adolescencia que caracteriza al niño rico con calcetines rotos–, tiene por fuerza que dar paso a la pars construens que lo cambie todo a fondo, como exige el poeta. Las bajas pasiones de la tiranía despótica se fueron diseminando y alojando, por años, en la población más vulnerable –la menos cultivada– del mismo modo como las células malignas se van esparciendo por el organismo y lo van enfermando hasta la metástasis. El populismo es eso: una célula madre cancerosa, invasiva y agresiva, que rápidamente se introduce en el tejido sano para infectarlo y corromperlo.

Querer insistir en el modelo de una sociedad, aunque técnicamente capacitada, carente de educación estética, de formación cultural; en una sociedad dispuesta a prestar atención al canto de las sirenas del pequeño caudillo que se lleva por dentro, dándole rienda suelta a los instintos primitivos; en una sociedad que espera recibirlo todo sin el menor esfuerzo, convencida de que naturalmente todo lo merece; o que cree poder exigir bienestar y riqueza sin producir ni lo uno ni la otra. Ese es el modelo de sociedad en el que no solo no habrá cambios significativos sino fracaso. No habrá ni viaje de retorno ni revisión del propio recorrido. No será esa la sociedad a la que convoca Hyperión. Será una ineptocracia, mas no la sociedad educada, próspera y libre que el tiempo exige.

@jrherreraucv

Dinosaurios frente a Google

Ave, Gutenberg. Morituri te salutant.

Google y Whatsapp ganan la partida. La erudición ya no está de moda; la reflexión parece una extravagancia; la minuciosidad, un aburrimiento. ¿La tecnología nos absorbe, o es que ya no somos los mismos? ¿Pérdida o mutación?


Nuestro sistema educativo hace aguas. Bajo la avalancha masiva de la información, sucumbe el conocimiento. Nunca se dispuso de más texto escrito, y sin embargo cada vez se lee menos y se escribe peor. ¿Será deliberado? ¿Quieren idiotizarnos? ¿O se trata de un cambio de paradigma que no sabemos entender desde la vieja perspectiva? ¿Se puede descifrar la galaxia Google desde la galaxia Gutenberg?
Los más pesimistas se echan las manos a la cabeza. Leo la noticia de un profesor universitario que abandonó la docencia porque no estaba dispuesto a transigir con la desatención de sus alumnos, embebidos en el wasap o en los selfies, ni con su escandalosa falta de motivación por la cultura. ¿No será que está cambiando lo que se entendía por cultura? Un estudio afirma que está disminuyendo el cociente intelectual en las nuevas generaciones. ¿No será que se perfila una nueva “inteligencia” que ya no miden las viejas pruebas? Algunos se preguntan si la actual educación por competencias será solo una capitulación de la verdadera enseñanza, un artificio para disfrazar la caída del nivel en los alumnos, o, peor, un instrumento para provocar ese desplome. Aun siendo cierta una u otra cosa, ¿no serán ambas consecuencia de una transformación mayor, que hace inútil la educación tal como la entendíamos?
No defenderé la epidemia de dispersión y de banalización a la que nos ha abocado la tecnología. Nuestras comunicaciones son innumerables, pero superficiales; en realidad, tienen mucho de incomunicación —la del ser solitario adosado a la máquina—: más que multiplicar nuestra presencia, nos deshilachamos por infinitas fibras de ausencia. La información nos inunda a una velocidad tan vertiginosa que no da tiempo a convertirla en saber: es como si evacuáramos directamente lo que devoramos, sin que medie apenas asimilación.
Algo falla cuando el mundo nos arrastra, en lugar de ser nosotros los que lo dirigimos; cuando nos despeñamos por una riada de acontecimientos sin encontrar un solo agarradero de estabilidad; cuando la vida se ha tornado líquida, o más bien gaseosa, etérea, como las ondas que nos atraviesan a cada instante para transportar los bits de la televisión o del teléfono. Es como si nos hubiésemos convertido en ondas nosotros mismos, espectros o vibraciones que se generan y se disipan a cada instante. Los móviles dejan multitudes de cuerpos vacíos mientras las almas parecen vagar por indefinidos espacios. Somos seres hiperactivos que jamás descansan, que han confundido el existir con el hacer, el ser con el consumir, el vivir con el correr, el pensar con el hablar...
Todo eso es verdad. Y, sin embargo, da la impresión de que hay algo más. Algo que no acabamos de vislumbrar porque no miramos con las lentes adecuadas. A uno le asalta la inquietud de si esa verdad no nos parecerá un abismo porque no sabemos ver la que empieza un paso más allá.
Pondré un ejemplo. La noticia sobre el profesor universitario que dimitió debido al wasap me llega… por wasap. La leo en un grupo virtual de viejos compañeros de Magisterio que, inmediatamente, escriben (en el wasap) sus comentarios escandalizados. Uno de ellos dice que lo ha leído en clase con sus alumnos, “para pensar”. Entiendo que lo leía del móvil… ¡Si llega a saber todo esto el indignado profesor!
Entonces, ¿maldición o instrumento? ¿Desvirtuación u oportunidad? ¿Pérdida o más bien cambio? La galaxia Gutenberg, en efecto, languidece. Empieza la era de la galaxia Google. ¿Solo hay que lamentarlo? Tal vez los que creemos resistir no seamos más que nostálgicos dinosaurios.

Pragmatismo y otras especies

Enviado por JOSÉ RAFAEL HERRERA /  @JRHERRERAUCV 


Decía Aristóteles, en algún lugar de la Metafísica, que no pasa de ser un absurdo el pretender buscar razones contra quienes no tienen razones acerca de nada, ya que sería como discutir con vegetales. Claro que existen algunos vegetales más tóxicos que otros. Es el caso de los que gustan exhibir una cultura general –bastante atropellada, por demás–, compuesta de lecturas trasnochadas, refritas y mal digeridas, muy cercanas a las de quienes dicen adversar. De modo que, en este punto, los unos y los otros se identifican e igualan en su “altura”, de hombro a hombro. Son vegetales frente a reflejos vegetales, opinadores de oficio que se asumen “cultos” sin haber sido cultivados. Flatus vocis. Tal vez, la diferencia entre el educere y el educare permita comprender la delgada línea de demarcación que distingue el dónde termina el analfabeta y el dónde inicia el analfabeta funcional. Es de Hegel esta expresión: “La valentía de la verdad, la fe en el poder del espíritu, es la primera condición de la filosofía”.


La mentalidad de museo –ese “cementerio de la cultura”, como lo definiera Adorno– se ha convertido, y con mayor énfasis durante los últimos tiempos, en la peor de las plagas padecidas por esa suerte de opinadores profesionales –toderos de oficio– que exhiben sus “verdades” como auténticas “obras de arte”, como sentencias universales, “puras”, enciclopédicas que, en realidad, son ecos vaciados de espacio y de tiempo. Es el decadente triunfo del entendimiento abstracto, al cual, por cierto, solo conciben como un modo –el “método infalible”– para que los polos de la oposición “se entiendan”, lleguen a un “entendimiento”. Ni idea de lo que significa intellectus ni de las tristísimas consecuencias que el mismo, siempre oculto tras las bambalinas de la ratio técnica, ha tenido para la sociedad contemporánea.


A propósito de Hegel, y después de la magistral investigación llevada adelante, entre otros, por Karl-Heinz Ilting, resulta ser más que una aberración el querer insistir en vincularlo con la vulgar representación de prusianista. Hegel fue, para sorpresa de unos cuantos vegetales –de acuerdo con la precitada definición aristotélica–, nada menos que el arquitecto de la Unión Europea, como advirtiera Alexandre Kojeve. No es por mera casualidad que las notas de la Novena Sinfonía de Beethoven, que recogen bajo el denso entramado de su fuerza estética el espíritu –más que la letra– de la filosofía hegeliana, hayan sido escogidas como el himno de una nación de naciones, cuya estructura es la de la unidad de la unidad y de la no-unidad: la unidad en la diversidad constitutiva de la dialéctica de Hegel. La Unión Europea es, de hecho, el mejor ejemplo del quehacer político, pero no como manifestación coyuntural de las “campañas” y los electoralismos sin ton ni son, sino como expresión viva de cotidiana civilidad. De manera que hacer pasar al autor de la Fenomenología como un promotor de la “antipolítica”, no pasa de ser cosa de crasa ignorancia y, como toda ignorancia, no ajena al veneno de la mala fe. Algo similar sucede con la llamada utopía marxista: no es la “antipolítica” lo que mueve a Marx, sino la comprensión de la política como la superación que conserva la política de la antipolítica.


El pragmatismo, tan invocado por algunos en estos días, desconoce que una de sus fuentes principales de inspiración se encuentra, precisamente, en Hegel, malgré lui. Pragmático, por demás, es un término usado con muy precisa connotación por Kant en la Crítica de la razón pura, quien contrapone el valor práctico (praktischde la ley moral al carácter pragmático (pragmatisch) de los imperativos de la prudencia: la primera se funda en la validez a priori, la segunda sobre principios empíricos, porque “solo por medio de la experiencia se puede saber cuáles inclinaciones a satisfacer existan y cuáles sean las causas que puedan producir su satisfacción”. Y fue en referencia a esta distinción establecida por Kant que Pierce –fundador de la franquicia– introdujo el término, dado que la distinción empírica del agente humano es distinta a la metafísica de las costumbres, la cual, como se sabe, concibe las acciones bajo un perfil moral puro. Pero precisamente por eso, carece de sentido y significado racional hablar del “sano pragmatismo”, como si se tratara de una salida de momento, circunstancial, como la mano del mago en el sombrero, en un acto de astucia sorpresiva, y no como un resultado, como un a posteriori que impone reglas de acción, hábitos, comportamientos y creencias.


Hay, pues, mucho más de religión en la doctrina pragmática de lo que se pueda llegar a pensar a primera vista. No por azar, en James comportan los caracteres de una metafísica moral de la verdad que reivindica el valor práctico de la fe religiosa y la “voluntad de creer”. Como dice el adagio popular, “tanto nadar para morir en la orilla”. Y es que tanto desprecio por el pensamiento, por la creación teórica, por la actio mentis, solo podía terminar bajo la tutela de los preceptos de la fe positiva: “El que no cabe en el cielo de los cielos se encierra en el claustro de María”, sentencia un conocido pasaje de las Escrituras citado por Hegel. Se trata, en realidad, de un paso atrás respecto de Kant y unos cuantos pasos atrás respecto de la filosofía hegeliana. Poner el valor de la fe y de los sentimientos por encima de la racionalidad científica no es, precisamente, una opción muy distinta a la de quienes promovieron la figura de un tirano decimonónico como el más genuino “sentimiento” del siglo XXI, haciendo del pragmatismo su más firme sustento ideológico.


De las species conviene decir que resulta imposible dar una definición rigurosa, particularmente en lo que se refiere a las plantas. Cosa de vegetales, diría Aristóteles. Las dificultades encontradas, tras los intentos fallidos por concentrarlas en un determinado género, han traído como consecuencia el descrédito de las presuposiciones tipificantes del entendimiento abstracto, en su desesperado intento por fijar aquello que inevitablemente se constituye en y para sí mismo como una separación radical. Species, más que oposición, hay en Venezuela. Que se considere a la antipolítica como el chivo expiatorio de los fracasos de la política ni corrige la política ni comprende las razones de fondo del surgimiento de la antipolítica. No hay soluciones pragmáticas sin ideas claras y distintas. O sea, no hay soluciones pragmáticas. Nada más patético que el sensus comunis revestido de arrogancia diletante. El pragma no sustituye la praxis, que es el reconocimiento recíproco, determinante y necesario, de sujeto y objeto. Prueba de ello es que quienes invocan groseramente ritos y sentencias por el pragmatismo y se autoconciben como graves y profundos conocedores del quehacer político, hasta la fecha, y que se sepa, no han logrado materializar ni sus predicciones ni sus profecías.