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Algunos comentarios sobre ciencia y matemáticas


    Preguntas en ciencia y matemáticas
    Preguntas en ciencia y matemáticas

    1. De la innecesaria pugna entre logicistas e intuicionistas: razón e intuición detrás de la creación matemáticas

    El formalismo es el método que utilizan los matemáticos para conferir a sus resultados de validez y poder así llamarlos teoremas. Pero la matemática es mucho más que su método y tampoco el formalismo es exclusivo. En la matemática trabajan intuiciones, imaginación y algo a lo que yo le llamo magia. No siempre para llegar a alguna aseveración matemática se trabaja por un camino puramente deductivo. Algunas veces sí, pero otras ocurre de otra forma. A veces se parte de una intuición que se intenta probar a través de casos particulares —inducción— y al final los hallazgos han de ser probados de manera deductiva a modo de otorgar a tales intuiciones el estatuto de afirmaciones matemáticas propiamente dichas. Un ejemplo que ilustra bien este hecho se encuentra en la demostración al último teorema de Fermat y en el enunciado mismo del teorema.


    Pierre de Fermat a partir de algunas intuiciones y casos particulares llegó a su enunciado (una generalización sobre las ternas pitagóricas) pero las deducciones necesarias para probar el teorema se construyeron por alrededor de cuatrocientos años hasta que finalmente el enunciado pudo ser demostrado. En geometría esto es mucho más manifiesto; en particular, la parte de los descubrimientos. Supongo que por ello los intuicionistas suelen considerar a la geometría como una rama del saber independiente de la matemática. Por otra parte, como nos avisa Gödel en su teorema de incompletitud, se sabe ya que el pensamiento basado en deducciones hechas con lenguaje —la aritmética— tiene sus limitaciones. Es posible encontrar proposiciones verdaderas pero indemostrables dentro de un sistema formal con suficiente aritmética. ¿Es posible encontrar una conexión entre lo indemostrable en matemáticas y lo infinitamente autorreferenciable en esta ciencia? ¿Lo que carece de realidad empírica es siempre autorreferenciable? En este punto particular viene a mi mente lo siguiente: Reuben Hersh describe a la matemática como la ciencia que estudia objetos ideales con propiedades reproducibles. La belleza es: muchos de estos objetos, sus propiedades y comportamientos, se ajustan a la realidad, parecen describirla. Pero esto no tiene por qué ser extraño, dichos objetos los conocemos a través de actividades mentales hechas por personas. Las personas forman parte de la realidad y yo postulo que en nuestro código genético, en nuestros cerebros, en nuestras nervosidades cerebrales parece haber improntas, marcas, huellas, como sellos, de la realidad. Como si las mentes de algunos —o quizá las de todos— fueran esos escáneres que pueden decodificar el código de barras de la naturaleza. Y cuando se decodifica el código de barras el lenguaje en que sale escrito este código forma parte de ese cuerpo de conocimientos llamado matemática. ¿Pero es realmente un lenguaje? Es algo más que un lenguaje. Es la expresión simbólica, la expresión mental, racional o humana, si se quiere, del comportamiento de la naturaleza, comportamiento que, por ser nosotros parte de esta, puede llegar a ser por nosotros descifrado.

    Es más, diré lo siguiente sin tener por ahora cómo probarlo, así que —yo sé— parecerá que brota de mí un cierto platonismo aunque yo creo que no es así: me parece que en nuestros cerebros hay una memoria de la naturaleza, desde su origen y evolución; me parece también que si le aplicamos a dicha memoria —casi como un mapeo— nuestra razón, y unimos a ello los datos que nos brinda la experiencia, entonces podremos tener más pistas acerca del funcionamiento de la naturaleza. Al grado incluso de poder hacer predicciones —conjeturas— sobre su comportamiento. Ahora entiendo por qué de entrada cuando tomaba mis clases de filosofía no me parecía tan dañado Platón cuando decía cosas como que el conocimiento yace durmiendo en nuestras mentes. De modo que, cuando Galileo Galilei afirmaba: «La Filosofía está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el Universo, pero no se puede entender si antes no se aprende su lengua, a conocer los caracteres en que está escrito. Está escrito en lengua matemática y sus símbolos son triángulos, círculos y otras figuras geométricas sin las cuales es imposible entender ni una palabra», me parece que se hallaba cerca de una comprensión amplia si no es que ontológica de lo que es la Matemática. Ahora que, si bien sé que hay otras formas de interpretar a la realidad —las emociones, por ejemplo— tampoco puedo negar que ligadas a todas nuestras facultades está siempre la razón. Le cedo preeminencia a la razón pero no unicidad. Porque, además, por contradictorio que se escuche, la razón también se equivoca. De esto anterior se deduce que lo que yo entiendo por «razón» va más allá de la simple «razón lógica» o de un cálculo racional.

    La razón, como aparato mental, incluye la intuición, la imaginación, las operaciones analíticas y la voluntad, y de allí que habría que especificar a qué exactamente nos referimos con la razón cada que hablamos de ella.

    Y quiero decir una cosa más: la razón se expresa a través del lenguaje —uno, el que sea— y no deja de ser bien asombroso para mí —cartesiana— cómo para lograr comunicar mis ideas he tenido que elaborar primero algunos razonamientos, algunas construcciones mentales (por eso lo a priori es la razón, esa facultad que nos es intrínseca) homologables a una expresión lingüística. Pregunta. ¿Cuando pensamos hablamos? Y si no hablamos, ¿lo hacemos con imágenes? ¿Sonidos?

    Ahora bien, para terminar de exponer cómo entiendo yo el papel de la razón y de las intuiciones detrás del quehacer matemático —que vendrían a ser también instrumentos— voy a traer como ejemplo la creación musical porque creo que lo más parecido a la matemática es la música. Claro que como yo no he estudiado música hasta ahora, incurriré en algunos errores resultado de sólo suponer.

    →Abundando más sobre la razón, pero ahora detrás del arte


    El músico, inspirado por un numen, en algún momento de iluminación crea una melodía. Pero ¿en dónde se crea? ¿Cómo la crea? ¿Dónde la escucha? Yo me imagino, por ejemplo, que muchas personas —como a mí me pasa— escuchan cancioncitas en su cabeza. No pocas veces en mi vida he, digamos, inventado una canción. Pues bueno, yo primero la escucho en mi cabeza y como no sé notación musical por lo regular la melodía se me olvida, salvo que me haya gustado mucho y la grabe en mi celular. El músico la escucha en su cabeza y luego la transcribe en la notación musical apropiada. Pues, bueno, a mí me parece que detrás de esto hay un acto intelectivo, allí se halla operando la razón y la razón, como parece que nos hemos dado cuenta ya, utiliza símbolos —un lenguaje— como vehículo. La razón nos permite plasmar nuestro hallazgo, hacer comunicable nuestra invención.

    Si bien por otra parte yo también comparto el rechazo tajante a ese pensamiento univocista según el cual la razón científica es el non plus ultra del conocimiento humano también estoy segura de que la razón científica sabe eso —esa es su ventaja— y que, salvo que sea uno algún empirista lógico a ultranza, o cosa por el estilo, raramente podrías desechar a priori el conocimiento proveniente de otros medios excepto si no existe un lenguaje ad hoc para comunicarlo [3]. De allí que para nosotros los científicos los conocimientos musicales sean distinguibles de otra suerte de conocimientos no falsables a los que no podríamos tildar con el epíteto de científicos. Lo que quiero decir, es que sea como sea, al final, el artista no prescinde de la razón, ni de algún lenguaje, a fin de comunicar su hallazgo.

    Pero, si bien es verdad que el simbolismo adoptado es el medio para comunicarlo, también lo es que el creador experimentará, de entrada, alguna emoción previa al hallazgo: la contemplación de una obra pictórica, la lectura a un poema épico, el roce de unos labios, etcétera, que pueda ser motivo suficiente para detonar en él su melodía. Entonces, hay algo allí no razonado —tal vez opere a nivel inconsciente— que nos lleva a la creación de nuestro objeto. Y esto no razonado son, me parece, intuiciones y/o experiencias que en algunos casos vienen acompañadas de alguna carga emotiva. La carga emotiva después apela a la razón y, transformada en lenguaje, logra ser una melodía capaz de producir en sus escuchas los más profundos vértigos. Cada quien experimentará su propio vértigo, pero pocas veces alguien será ajeno al vértigo.

    →Las intuiciones


    Considero que las personas que decidimos dedicarnos en la vida a estudiar matemáticas o alguna ciencia de las llamadas puras sabemos que detrás de esa elección hay una fuerte componente de disfrute. Y si bien es disfrute resolver una integral —a veces—, como gozar de una buena cátedra en la que un buen maestro te enseña enunciados, teoremas y demostraciones sobre alguna parcela del conocimiento matemático, lo más gozoso es, a mí parecer, la creación matemática. Está bien resolver integrales y esas cosas —y qué triste que se tenga la idea de matemáticos como de contadores, como si todo lo que hiciera uno fueran cuentas y despejes de ecuaciones—, pero lo sustantivo de la matemática, y lo mejor desde mi punto de vista, es la parte creativa. Yo, personalmente, por mi inevitable querer arribar a otros puertos del conocimiento, no he estado tan inmersa en esa parte creativa como en verdad me gustaría estarlo. Pero sí que lo he hecho y puedo decir que es de las cosas más placenteras y más mágicas que he vivido en mi vida. Y cuando uno hace la metacognición de esas cosas —que, muchas veces, se hace en paralelo— es muy clara la forma en cómo, de pronto, se te aparecen especie de intuiciones sobre aquello que estás trabajando. Y es así, de de pronto. Aunque no tan de pronto. Por lo regular previamente ya habías estado en contacto con algo de lo trabajado. Por eso no es raro oír decir a matemáticos cosas como que pudieron encontrar la solución a un problema durante un sueño o cuando lavaban los trastes o estando bajo la regadera. Y lo mismo se ocurren conjeturas, enunciados, entes ideales propios de la matemática. Y esto sucede como por un proceso inconsciente, como por un trabajo de la mente del que uno no es del todo consciente que hace que dichos descubrimientos lleguen como a través de intuiciones. Cuando eso sucede te das cuenta de que aunque en apariencia tu mente estuvo entretenida en otras cosas, lo cierto es que una parte no consciente de esta continuaba resolviendo el problema. Yo por eso he llegado a pensar que la parte más inteligente de mi cerebro es mi inconsciente, ese resuelve lo que mi pobre y enclenque consciente apenas si logra atisbar. En realidad, todo este proceso de parir conocimiento en matemáticas es muy parecido, yo creo, al momento de iluminación previo a la creación de alguna obra musical o de alguna obra artística. Por eso me llega tanto la frase de Karl Weierstrass, que alguna vez referí en algún post de mi blog, que recita: «Es verdad que un matemático que no tenga algo de poeta nunca será un matemático perfecto». Porque un poeta es esencialmente un creador, como lo afirma su etimología. Un artista. La matemática es en sí misma un arte y por su método de validación una ciencia. Aunque más bien yo diría que su método de validación —y lo que por éste se prueba— ha devenido al paso del tiempo, en el corazón de las ciencias puras, método deductivo de elaboración de conocimiento.

    →Concluyendo


    El proceso de descubrimiento de aseveraciones matemáticas empieza muy a menudo con una intuición. Luego, se puede apelar a métodos inductivos o a métodos heurísticos con el propósito de ahondar más en ella, en su naturaleza y viabilidad. Luego, se recurre a la razón lógica —su aparato— para validar el descubrimiento o rechazarlo. Así, se llega, por ejemplo, al enunciado de un teorema. La parte de formalización del descubrimiento es en mi opinión más fácil de desmenuzar y comprender puesto que se apela a un simbolismo —un lenguaje— para lograrlo. Aquí intervienen axiomas, postulados, un cálculo deductivo y en suma un sistema formal: un alfabeto, reglas de inferencia, etcétera. En esta parte —la parte de la formalización del conocimiento matemático— hay una que sirve de juntura, de ligazón, con el proceso menos formal y más intuitivo de la Matemática. Y esta parte son los axiomas, conocidos también como enunciados analíticos.

    2. Ciencia, ¿qué es?

    Ciencia es el conjunto de certidumbres que el hombre a lo largo de los siglos ha logrado alcanzar y también los instrumentos con que las ha alcanzado. Pero estas certidumbres están todo el tiempo —por lo que se ve— sujetas a nuevas interpretaciones ante nuevos paradigmas. Y estas certidumbres lo son para los humanos, porque han sido humanos quienes a través de sus instrumentos las han alcanzado. Los instrumentos por otra parte que ha utilizado la ciencia son grosso modo el método científico y el pensamiento formal. Cabe preguntarse si serán estos los únicos métodos de generación de conocimiento válido. Resultaría muy aventurado decir que no, lo mismo que decir que sí. En todo caso, sea cual sea la respuesta estoy segura que de existir esos métodos, la ciencia terminaría por subsumirlos a la postre en su propio corpus de conocimiento. La ciencia no existe en sí misma y por sí misma y por eso, al menos para mí, es muy odioso quien pretende ver en su alusión un argumento de autoridad. Quien así piensa es porque, posiblemente, está muy lejos de conocer sus métodos y del conocimiento de su origen y su evolución. Pero también por eso mismo, pretender apelar a ella para explicar o justificar cosas, exige de uno de total honestidad y no de una fatua simulación.

    Una comprensión cabal y honesta del quehacer científico no da cabida a dogmas y cuando los ha habido se debe, a mi parecer, a un déficit en la comprensión de este quehacer. Claro que los yerros del juicio nos son harto inherentes, y por eso, los dogmas dentro del quehacer científico no es que sean imposibles. También los hay.

    Ahora bien, en cuanto a la posible existencia de métodos de adquisición de conocimiento válido distintos a los que ya se tienen por admitidos, cabe preguntarse, ¿qué clase de conocimientos será posible aprehender con dichos métodos, si es que los hay? Todo lo que pueda uno contestar aquí no serán sino especulaciones y, por eso, internarse en esta clase de preguntas requiere en mi opinión de un mínimo de escepticismo porque, si no se tiene, puede llegarse a caer en el error de asumir como verdadera la existencia de objetos de los que uno podría hipotéticamente suponer la existencia de métodos para su detección, aún no existentes, y por ende, aceptar con anticipo dicha existencia; cuando que, en realidad, lo más sano que uno puede proferir sobre la posible existencia de tales objetos es eso, que uno no puede ni decir que sí existen, pero tampoco que no. En resumidas cuentas, a falta de método, de instrumento para comunicar la cosa, ¿podemos por ello negar a la cosa? No podemos, pero no podemos tampoco aceptarla, mientras no sepamos, mientras no contemos con el medio para asirla.

    Este poder —o no poder— no lo veo como prohibición o imposibilidad; lo veo como deber, es decir, como resultado de una elección racional dentro de un paradigma epistémico. Y si bien sé que hay quienes prefieren apelar a su voluntad para aceptar o rechazar la existencia de tales entidades, como si la voluntad las creara o las desapareciera y que entre estas últimas personas —y supongo que lo hacen— hay gente con mucha más apertura para aceptar como válidas todas las posibles elecciones, todas las suposiciones que, sobre un particular, puedan establecerse aun a costa de lo que sea, yo creo que yo todavía ando muy desfasada en relación a este tipo de ideas porque no puedo aceptar que sea con la pura voluntad con la que debiera elegirse cosas. Pero, tontita de mí, en la praxis es así como funciona. Claro que aquí ya es meterse en el debate de ¿qué opera, si es que algo más opera, detrás de la voluntad? Y en consecuencia, ¿qué cosa es la voluntad?

    Pero yo quiero volver a la ciencia y no al debate —no por ahora— de la voluntad. Vuelvo para señalar una importante ventaja que le encuentro a la ciencia. La posibilidad de, conociendo su historia, su método, sus límites y sus alcances, apelar a la misma como bastión fundamental para el arribo hacia una civilización más humana, más consciente de sus yerros, más dispuesta a admitirlos para mejorarlos, menos ignorante de la propia ignorancia.

    NOTAS


    [1] No tiendo a ser indulgente, la ciencia no es mi excepción. No tengo tampoco problemas en aceptar todas las estupideces que se han cometido en aras del progreso científico. Finalmente, la ciencia es un quehacer humano y no se halla por tanto exenta de los dislates típicos de la especie.

    [2] Este es un ensayo libre en el que divago ampliamente acerca del quehacer científico y de la creación en matemáticas. Así que aunque el ensayo es muy especulativo y pareciera no llegar a ninguna conclusión irrevocable, se trata no obstante de un acto deliberado: el ensayo está escrito con la intención de evadir conclusiones definitivas.

    [3] Aunque tampoco vamos a aceptarlo si no hay algún modo de validación que lo verifique. Quiero decir, no vamos a aceptarlo en tanto que conocimiento probable.

    Notas sobre personas sin colectivos particulares


    Yo existo, tú existes, él existe. Las personas existen, han estado allí desde el inicio de nuestra civilización. Somos personas. Existimos. Unas personas han amado la poesía, otras han inventado los números, otras han inventado la rueda, otras más han divisado los mares. Pero las personas, en general, están allí. Su estatuto ontológico ha variado a lo largo de los siglos pero no así su realidad. Las personas existen. Son. Somos. Existimos. Cada una con nuestro amor, nuestros impulsos y nuestros particulares matices. Unas personas son más extrovertidas que otras, otras se ensimisman más. Pero ninguna de ellas no elige ser ni carece de personalidad. Las personas están allí y con el advenimiento del cogito cartesiano como subjectum nuestra centralidad es inconstituible. Categórica.


    Ahora bien, la época en la que nos situamos, operó por otra parte en nuestros estilos de vida un proceso de inversión hasta ahora insólito en el que el ser —una posibilidad metafísica— descansa sobre el hacer —una posibilidad física o manual—, es decir, nuestro fundamento ontológico constitutivo es tecnológico y, como sabemos ya, en ello radica, en parte, el desequilibrio de nuestra época, pues aparecemos cosificados ante, sobre y delante de los otros. No obstante, las personas están allí y han estado. Estuvieron con los griegos con sus máscaras, estuvieron durante la edad media con su amor cortesano y su deseo mimético, lo estuvieron en nuestros pueblos mesoamericanos a través de sus icnocuícatl y lo siguen estando hoy en plena crisis civilizatoria. El colectivo de las personas es. Existe. Está allí, autónomo, tangible, y puede caracterizarse.

    ¿Qué ha hecho, sin embargo, que hoy aparezcan nuevos colectivos reivindicando nuevas identidades? ¿Es esta una nueva fragmentación del ser?


    Desde una perspectiva vitalista, estas reivindicaciones identitarias cesarían. El problema quizá estriba más bien en que no hemos valorado la vida en su plenitud, en que la abstracción de la vida y su palpitar en nuestros organismos apenas es audible. Estos problemas identitarios que hoy se difunden con profusión en los medios de información, no son en el fondo más que pseudoproblemas, y a la base de su formulación no hay más que una comprensión superficial de las cosas, por no decir, simplista. Banal. Sirve, desde mi óptica, al oportunismo político en que en momentos de contienda electoral, por ejemplo, privilegian unas agendas sobre otras, instrumentalizando así las problemáticas de cada colectivo.

    Veo entonces un sentido utilitarista, además.

    Me pregunto si es necesaria una reivindicación identitaria de las situaciones individuales o no individuales para valorar la vida en su simpleza y me pregunto también cómo hacer para que una reivindicación identitaria del ser y del hacer no sea necesariamente una reivindicación separatista. ¿Es posible? El último siglo nos enseñó ya la clase de experiencias a las que las reivindicaciones separatistas —por lo regular identitarias en su origen— suelen llevar. Se ha tratado hasta la fecha de conflictos belicistas, de bombas y de catástrofes, de allí su iniquidad y de allí esta inquietud.

    Las personas solo somos personas. Estamos allí, existimos. Sin etiquetas. Y lo confieso, es extraño que a más de invariablemente tener que estar asimilados al colectivo de las personas, ahora tengamos también que estar asimilados a otros colectivos dependiendo de nuestras características físicas, preferencias, orientaciones, tipologías o personalidades; un día hasta quizás el contorno o morfología de nuestra cara cuente para ser valorados. Desde la perspectiva de una mentalidad liberal ¿no debería quedar esto reducido al ámbito de lo privado? En lo personal creo que, cuando se trata de reivindicaciones sociales, nuestras reivindicaciones tendrían que ver más con la vida en sí y la dignidad de las personas en general y no necesariamente con las características, orientaciones o preferencias en particular de éstas. La vida en sí misma basta sin las etiquetas. Etiquetas o identidades que en algún nivel se coimplican y significan lo mismo: yo existes, tú existo, él existimos.

    Incluso la reivindicación heideggeriana del ser debería movernos a sospechas de vez en vez. Existimos, nada más. Como accidente.

    Sistema o de una epistemología hecha a la medida: borrador

    Una epitesmología a medida
    I
    ¿Tengo que por fuerza mantenerme siempre en una misma postura, prescindir de mis claras bipolaridades que me catapultan del pesimismo a la esperanza, de la esperanza a la tristeza, de la tristeza a la euforia?


    Para defender o combatir una idea es menester hacer muchísimas asunciones, asunciones que no siempre se verifican. Me avergüenza pensar que tomo por ciertas cosas que no siempre lo son. Caigo en un relativismo del que intento huir. Tiene tiempo que sé debo tomar una decisión, cuyo aplazamiento, por cierto, resta fuerza a mis convicciones. Quizá por eso termino apuntalando ciertas opiniones mías sobre andamios morales. Y tampoco es que sea más fácil hacer eso. Finalmente, toda asunción moral lleva dentro de sí un absoluto, esa cosa que se toma como anatema. Y no me atrevo a refutar o adoptar una teoría en su totalidad —no porque esto sea un imperativo—, pero sí me atrevo, en cambio, a tildar de “malo” a todo aquello que daña a la vida o al hábitat que contiene a esa vida. A lo mejor son los pequeños axiomas, los básicos morales sobre los cuales poder erigir cualquier moral. No, no cualquier moral. En muchas morales, la vida carece de valor. Entonces diré que son los básicos morales de morales humanistas.

    Pero, una moral humanista, ¿qué es? Una moral que toma como máxima o axioma el respeto a la vida, no susceptible de cuestionamiento.

    Pareciera que estos axiomas son verdades a priori, pero yo creo que no lo son. La experiencia es la que hace rechazar a los humanos el dolor. Si uno sabe que mueren personas en una guerra, uno no quiere que subsista esa guerra porque previamente hemos visto sufrir a alguien a causa de algún tipo de daño de los que pueden ocasionarse en guerras. Y ésta es, obviamente, una elección hecha con la mente, combinándose ideas. Una mente que, a propósito, puede o no saber de silogismos.

    ¿Tendrá que ser mi mente una mente psicópata para, en vez de rechazar una guerra, entusiasmarme con su ocurrencia? No necesariamente. Me atreveré, entonces, a decir una cosa muy escandalosa. Cuando un humano que no es un psicópata opta por la celebración al dolor en vez de su condena, ha actuado la voluntad de ese humano en tal elección. Cuando el humano rechaza el dolor o la violencia, ha actuado en él la razón. En donde se hacen elecciones no contrarias a nuestros básicos morales o axiomas morales, actúa la razón. En otro caso, puede o no actuar la razón, puede, por ejemplo, actuar la voluntad. La voluntad que muchas veces se somete al pathos.

    Seré un poco más flexible y específica; cuando se opta por el respeto a la vida, en dicha elección opera una voluntad que se supedita a la razón. Una razón moral que no es trascendente al hombre, sino manifiestamente inmanente a él; en caso contrario, actúa una voluntad que no se ciñe a ella.

    Quizá, allá, no muy lejos, mi mentada razón moral, sea mero instinto, mera preservación de la vida; como animales.

    Es más, tal vez la dicotomía entre razón y voluntad sea sólo accesoria; al final, una requiere de la otra, anticipándole o sucediéndole. Y creo que dicha dualidad existe en nosotros como tradición: de suyo, no la hay. Nuestra razón pensando y decidiendo y nuestro ser total ejecutando, conforman todo lo que somos, nuestro cuerpo. No hay una mente en un topos trascendente deliberando y un cuerpo terrenal e inmanente haciendo. Somos ambas cosas a la vez y ambas se someten a meras necesidades; unas coyunturales, otras, sempiternas.

    En lo personal, no quiero darle preeminencia a la razón sólo porque se ajuste más a lo que soy yo misma —equivaldría a demostrarla, combatiéndola—. Quiero dársela, si se la doy, porque una razón a mí trascendente, pero no metafísica, así lo avale. No deseo que mi sistema de creencias, mi filosofía, sea un amor a mi propia sabiduría —nietzscheana—. Creo declaradamente en una legalidad en el funcionamiento de las cosas en cuya razón se aloja el sentido mismo del funcionamiento de las cosas: su subsistencia, la garantía misma de la vida, la vida pues.

    II

    Buscan los físicos una teoría del campo unificado que explique el misterio de la vida; buscan los que peroran, una psicología que explique nuestras motivaciones. Leyes universales en las que quepan todas las explicaciones posibles, ¿habrá eso? Es inevitable sucumbir a la idea de un todo coherente, universal, que ordena las cosas y su ocurrencia; pero parte constitutiva del orden es también el caos y el orden es sólo una noción de linealidad determinada por nuestras intuiciones que, siendo necesarias pero limitadas, pocas veces son capaces de concebir la no linealidad de los eventos del mundo. El caos también es orden, un orden apenas advertido. De modo que toda fenomenología es un asunto recursivo: los fenómenos que se explican a sí mismos, que se explican a sí mismos, que se explican a sí mismos y, más todavía, las explicaciones que usan las explicaciones, que usan las explicaciones, que usan las explicaciones. Como decir, la experiencia valida al método científico y el método científico que valida a la experiencia.

    Ninguna ocurrencia de mi modelo en la realidad me satisface —por mucho que sea la confirmación de alguna lógica— si dicho modelo se contradice con un sentir mío del deber. Pero esto no me devuelve a dualismo alguno, ni me mantiene atrapada en un bucle infinito si —como ya expliqué— este deber toma por único imperativo una actuación que no vaya nunca en contra de la vida lo cual, desde luego, exige una conciencia.

    Hago decisiones haciendo valoraciones que se expresan en argumentos; tomo decisiones con mi voluntad, eligiendo. Si hago a mi voluntad someterse a mi razón, mis elecciones no van en contra de mis argumentos. Si no, sí y, entonces, al final, la cadena de mis razonamientos pareciera haber sido creación inútil. Digo “pareciera” porque, quizá, el contraste de nuestra voluntad con nuestra razón sea lo que, finalmente, nos lleve a elegir. Hago elecciones racionales cuando las hago y, cuando no, no las hago.

    ¿El que mis elecciones se sometan a mi razón o no se sometan es resultado de un razonar o de un elegir? Toda voluntad es resultado de un razonamiento, sea éste o no “moral”, sea éste o no “correcto”. Para tener una voluntad, requiero primero pensar. Incluso una elección que vaya en contra de algún precepto ha sido resultado de algún ejercicio del pensamiento. Entonces, quizá mi maraña sea resultado de una imprecisión en el lenguaje y convenga distinguir entre “elecciones racionales” y “elecciones razonadas”.

    Las elecciones racionales se someten a alguna legalidad y pueden, en verdad, no ser en lo absoluto racionales (como cuando se someten a legislaciones autoritarias o irrazonables). En otros casos, pueden hacer honor a su nombre (autológicas) y, entonces, hallarnos frente al tipo de “elecciones racionales” que son las elecciones racionales de mi interés (las ya enunciadas, las elecciones vitales que se hacen a favor de la vida misma, de su preservación).

    Las elecciones racionales de mi interés poseen dos cualidades: 1) Se sujetan a alguna legalidad 2) Dicha legalidad es una legalidad de la naturaleza, aquel orden natural por el cual somos lo que somos y no otra cosa. Entonces, las elecciones racionales de mi interés son aquellas que se subordinan o, más bien, emanan de una legalidad intrínseca a la naturaleza no determinada por nosotros y, menos, por algún dios. Por supuesto, obrar racionalmente y hacer elecciones racionales implica hacerlo no en contra de la naturaleza, pero tampoco necesariamente a su favor. La necesidad es no actuar en contra de ella, pero actuar así no es suficiente —no lo ha sido— para que la vida humana sea, hoy, como es. Y, posiblemente, muchas de las grandes y hermosas cosas de que somos herederos han sido hechas no a favor de la naturaleza, sino de una razón que va, ya, más allá de la naturaleza. Esa razón también me gusta porque se me antoja especie de razón de la razón, una metarrazón. La razón de la razón que, sin lastimar a natura ni a la vida, nos permite ser algo más de lo que natura ha reservado para nosotros. La razón de la razón que le permite al hombre escapar a determinismos naturalistas y, en todo caso, someterse a su libertad y, como sea, él elegir. Habrá quien sostenga que esta libertad y las posibilidades que nos brinda, es también resultado de un evolucionar natural en el hombre, parte constitutiva del hombre, de lo que somos; yo no sabría qué decir ante esto, es uno de los clásicos enunciados en la polémica de la libertad. Aceptar eso, tiene su lógica, pero también implicaría aceptar un cierto “determinismo” que uno no desea aceptar: ¿estaremos ante un problema indecidible? Si lo acepto es porque soy libre de elegir y escapo a determinismos, entonces, ¿en dónde queda el determinismo? Mas, con independencia de que acepte o no acepte que esta libertad es resultado de un inherente proceso evolutivo en el hombre, y no de una metarrazón, tal cosa —la que es susceptible de ser aceptada o no— es un hecho o no lo es.

    Las “elecciones razonadas”, por otra parte, son aquellas que, sin necesariamente ser racionales, son también hechas pensando y combinando ideas e impresiones de la realidad en nuestras cabezas. La voluntad, por ejemplo, opera sobre este tipo de elecciones.

    La razón que se adecúa a las necesidades

    Mi razón, mi pensamiento, funciona de tal modo que parece naturalmente adaptarse o decidir en función a la preservación de mi naturaleza y de la naturaleza que me circunda. De inicio, ésta pueda ser una adaptación evolutiva hecha por el hombre a fuerza de sobrevivir. Pasado el tiempo y prescindiendo de la adaptación a la naturaleza, la especie ha ejercitado de tal modo la capacidad de razonar que, muchas veces, siendo incluso prescindible a la hora de hacer decisiones y, aun cuando estas decisiones devengan tras impecables razonamientos, puedan ser éstas tomadas a contra natura que es por lo que, originalmente, comenzó a funcionar mi razón. Y así, entonces, actuar por voluntad.

    Lo que debe quedar claro es que si la razón o capacidad de pensar emergió en nosotros como un cambio evolutivo, entonces, esa capacidad seguramente continúa su curso evolutivo (aunque parece que, en algunos, dicho curso es más regular y, en otros, bastante esporádico).

    Lamentablemente, la razón como argumento de autoridad, sobre todo en ámbitos religiosos, ha causado tales estragos en personas, que tales personas, buscando desacralizarla, cometen algunas importantes omisiones. A veces, tales omisiones actúan en contra de ellas mismas o de los demás. Otro tanto ocurre —supongo— cuando se halla uno en una situación antípoda. Sobran razones que expliquen por qué propendemos a dañarnos unos a otros.

    Como quiera que sea, celebro también que nuestra voluntad escape a ratos a la razón, así es como en muchos casos ha florecido el arte.

    Publicado el 20 de febrero de 2011 en La ciudad de Eleutheria.

    Mi primer post en Microfilosofía

    Hola a todos, este es mi primer post en Microfilosofía. Quisiera avisarles con esta entrada que estaré publicando algunos textos que ya había publicado en mi blog, La ciudad de Eleutheria, y que quiero ahora compartir con ustedes debido a que creo que captan parte de mis preocupaciones más esenciales en torno a la filosofía y temas afines y constituyen sendos ejercicios filosóficos. Son reflexiones que se han ido construyendo durante varios años por mi paso en el mundo de las ideas y en ellas ha quedado plasmado lo más original de mi concepción del mundo y de las cosas. Así que al principio —y no tan al principio—, habrá un pequeño mix de escritos diversos que versan sobre los más variados temas de mi interés, a saber: matemática, filosofía política, ciencia, lógica, filosofía de la ciencia, filosofía del lenguaje, psicología, política y religión.

    Aprovecho también para saludarlos a todos y decir que empiezo esta nueva experiencia llena de entusiasmo y no sin cierto pequeño —aunque breve— nerviosismo. Pero en general estoy muy contenta de poder transmitir a través de este sitio mis ideas a los otros (a su vez que recibir las ideas de los demás) y animar con ello —espero— al amor por las palabras, el mundo de las ideas, la ciencia y el pensamiento en general. Creo que nos tocó asistir a un momento en general muy difícil para la transmisión y la preservación del saber en el mundo —moldeado en buena parte por nuestras circunstancias sociales— y que, desde esa perspectiva, al menos para los que estamos genuinamente interesados en el saber por el saber, es decir, el saber per se, al margen de cualquier sentido instrumental, nos interesa también la creación de espacios en los que quede garantizada la función no instrumental del saber. Es debido a ello en parte a que decidí participar activamente en Microfilosofía y por lo que en mi fuero interno he decidido erigirme, a menos el tiempo que dure mi participación aquí, en una especie de activista del saber, activista de las ideas y del pensamiento. No sé, quizá la idea es ambiciosa y superflua, pero al menos creo que alentará la noción más cotidiana y simple con arreglo a la cual existe una razón por la que hacemos las cosas: el deseo, o más específicamente, la guía de algún páthos espiritual o filosófico que nos impele a actuar.
     
    Parecería que es una contradicción, pero creo que, quizá, esto también es o podría ser discutible.
     
    Bueno, esto de decir “mi primer post” es un poco relativo porque en realidad se trata del segundo, como pueden constatar aquí.

    La falsa humildad

    Falsa humildad por Eleutheria Lekona / @theriako.

    Alguna vez escribí en Eleutheria sobre la humildad, lo recuerdo perfecto. [1] Y siempre lo hice sin ser nunca específica con este término. Si acaso valdría la pena decir que no era difícil deducir por contexto el recurso a una especie de humildad metafísica.

    Quisiera sin embargo con este pequeño apunte dilucidar el concepto a partir de, quizás, la pura experiencia personal. Aclaro de entrada que quien esto escribe probablemente no sea una persona humilde —precisamente porque es humana y tiene errores— y que no aspira a serlo porque entre otras cosas considera que la humildad mal entendida es uno de los valores cristianos más nocivos para el sujeto social. Y no solamente porque impida al sujeto dar pleno cauce a la parte activa de su voluntad, sino porque en general la humildad está basada en una moral del resentimiento. [2] Si el sujeto humilde se contentara con asumir su posición metafísica efímera y cambiante —su segura muerte— como, supongo, la asumimos todos, y desde esa posición se asumiera en semejanza con los demás, como supongo también ocurre a todos, hasta allí estaría bien. Pero no es así, porque ocurre a menudo que el sujeto supuestamente humilde exige al otro el reconocimiento público y permanente, no ya de esta posición de quiebre, sino de una especie de obligación que lo mandataría a no dar nunca señales del menor atisbo capaz de colocarle en la situación de un sujeto no humilde. De manera que generalmente no tolera a quienes, a pesar de compartir también ese reconocimiento básico de la existencia y asumirse mortales y frágiles, muestren —en aparente paradoja según su definición— autonomía y seguridad en sus juicios, en sus actos o en su comportamiento. Diría que hay dos tipos de humildad. La del verdadero humilde, que no exige ni reprocha ni pretende enseñar la humildad a nadie y multiplica la libertad del otro y le deja ser en su entera humanidad —y creo que en eso residiría verdaderamente la humildad—, además de reconocerse permanente aprendiz, etcétera, y la del falso humilde, obsesionado con el intolerante, el soberbio, el arrogante, etcétera. La humildad para ser congruente no debería impacientarse con la arrogancia. Ahora bien, este falso humilde se concebiría a sí mismo humilde y se arrogaría por esto mismo la misión de dar lecciones a los otros. ¿En qué basaría su humildad? No tengo la más remota idea, pero no es improbable que alguna situación —o algún hecho— le impelan a creer que él sí que es humilde y que por eso puede y debe juzgar a quienes él considera no lo son, tildándolos de arrogantes, soberbios, desubicados, etcétera. A esta forma de la humildad por supuesto yo no la quiero. La humildad como la poesía son dos de esas materias humanas de las que no es posible decir mucho pero que cuando se lo hace, y se lo hace con la finalidad de moralizar o imponer canon, entonces pierden buena parte de su vigor, de su sustancia y de su sentido. La verdad es que personalmente no me interesaría no pasar por arrogante ni por soberbia a la percepción de quienes te lean desde preconceptos y prejuicios y te atribuyan intenciones sin tomarse la molestia de preguntar si realmente las tienes. Y mucho menos todavía me interesaría serlo como exigencia. En general, cuando sustituimos el juicio psicológico por la interpretación, nos perdemos de la oportunidad de conocer esencialmente a los otros. No es lo mismo describir la forma de ser de una persona y establecer con claridad un juicio sobre ella —o un desacuerdo—, que pretender hacer deducciones de su carácter o su personalidad a partir de cosas más bien incomprensibles para nosotros. Cuando no entendemos algo es mejor preguntar y no solo suponer, según creo.


    ¿Qué sería la humildad entonces? Sería, como escribía hace un par de meses, el reconocimiento pleno de nuestra posición metafísica cambiante, de nuestra fragilidad y de todo aquello que nos asimila al universo: la materia inorgánica misma, los mares, las piedras, las personas y los otros seres vivos. Pero más que humildad, yo le llamaría orientación, e incluso sugeriría que esta orientación no es permanente sino mutable, relativa y precaria. A veces podemos poseerla, a veces, se nos escapa. También diría que no sería una forma de ser manifiesta sino latente y que no es algo que pueda reconocerse en todas nuestras acciones. Sería una actitud metafísica y bastante menos una actitud moral. En general, por otra parte, no creo en la humildad. O más claramente, no creo en la falsa humildad aquí descrita. Atribuirse humildad sería un síntoma de una básica falta de humildad. Supuesta la disyuntiva, preferiría incluso la arrogancia y la soberbia a la falsa humildad, exigente, impositiva y sancionadora.

    Por lo demás, no me interesa ser humilde en el sentido falso. La humildad del falso sentido exige obligaciones de las que probablemente no seamos ni siquiera capaces. En lo personal, creo no estar dotada para ello y quizás no pueda estarlo nunca. Asumo mi precariedad.

    NOTAS

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    [1] Me refiero aquí a La ciudad de Eleutheria, mi primer blog personal: http://la-ciudad-de-eleutheria.blogspot.com/2013/01/amar-la-filosofia-y-el-proyecto-de-la.html
    [2] Un poco en alusión a la moral del resentimiento cristiano como la caracterizó Nietzsche en su Genealogía de la moral, aunque desarrollado este apunte y este punto de vista con independencia absoluta de aquellas consideraciones.
    [3] Multiplicar la libertad del otro. Palabras transformadas que me vinieron de Rilke: "Sólo existe una culpa: el no multiplicar la libertad de lo amado por toda la libertad de la que uno es capaz."