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Sobre el miedo


Sobre el miedo
Se analiza el miedo como fenómeno humano en relación con el poder religioso y el poder político-económico y se defiende la libertad como un acto de valentía, es decir, como un proyecto de vida que incluye el afrontamiento y la superación de los miedos en multitud de situaciones. Para acabar, se hace referencia sucintamente al tratamiento que el miedo ha recibido en las filosofías de Epicuro, Hobbes y Spinoza.

El miedo que paralizó el mundo

El miedo es una de las principales pasiones del ser humano y, por ende, una de las más interesantes desde todos los puntos de vista que se ocupan del estudio de la condición humana.

Lo primero y más evidente es que, desde el punto de vista puramente biológico, el miedo es una emoción sin la cual no podríamos llevar adelante la vida. El miedo, presente en todas las especies animales, tiene un valor adaptativo insustituible como mecanismo preventivo contra los peligros que amenazan la supervivencia. No solamente nos proporciona una información indispensable para advertirnos de la presencia de estímulos amenazantes, sino que además nos prepara para ofrecer respuestas eficaces a través de diversas estrategias de evitación. En los vertebrados complejos, existe un órgano específico del cerebro encargado de alertarnos del peligro: la amígdala cerebral. Sin unas ciertas dosis de miedo, no podríamos ni siquiera estar vivos.

Sin embargo, no todo se queda ahí. El miedo, además de ser un mecanismo de supervivencia, es otras muchas cosas más. En el caso del ser humano, el miedo adquiere dimensiones nuevas (emergentes) respecto al nivel biológico, pues se convierte además en un fenómeno psíquico, social y político, por lo que es preciso considerarlo además desde otras perspectivas.

Dada la vasta amplitud del tema, me centraré solamente en algunos aspectos.

El miedo en relación con la religión 

El miedo está en el origen mismo de la religión, según algunos autores como Bertrand Russell.

Es en parte el miedo a lo desconocido, y en parte, como dije, el deseo de pensar que se tiene un hermano mayor que va a defenderlo a uno en todas sus cuitas y disputas
Libro: B. Russell, Por qué no soy cristiano, EDHASA, Barcelona, 1979, pp. 17.18 

El miedo a la muerte, a la enfermedad, al dolor, a la desgracia, genera en las personas la angustia que les conduce a inventarse un mundo trascendental en el cual encontrar el consuelo que no son capaces de hallar en esta vida limitada e imperfecta.

La religión ha usado siempre el miedo como su más poderoso instrumento de dominación, hasta tal punto que podría decirse que las instituciones religiosas son el paradigma de este tipo de manipulación social. A las personas se las educa desde su infancia en el miedo al pecado, a lo impuro, a lo diabólico. La introyección del discurso represor facilita el control de los creyentes. Algunas religiones se sirven de la amenaza del sufrimiento infinito y eterno para atemorizar a aquellos que no creen en sus dogmas y no cumplen sus normas. En los textos fundadores de las grandes religiones monoteístas el miedo se encuentra totalmente inserto en sus principales relatos. El Salmo 111:10 dice: "El principio de la sabiduría es el temor de Jehová; buen entendimiento tienen todos los que practican sus mandamientos. Su loor permanece para siempre".

El quebrantamiento de las prohibiciones conlleva graves consecuencias. Al impío se le castiga de forma inmisericorde. Las persecuciones contra los infieles, los herejes, las brujas, permiten establecer un férreo sistema de exclusiones gracias al cual se define el orden social que desea preservarse. La lógica del premio y el castigo perpetúa, además, la infantilización de la sociedad. Quienes actúan de determinada manera por miedo al castigo, no actúan con la convicción racional de estar haciendo lo correcto; son por ello veleidosos, pusilánimes y no dignos de confianza.

Las religiones alientan el odio hacia los creyentes de otras confesiones y promueven la intolerancia sirviéndose también del miedo a lo "diferente": así se forjan las identidades culturales cerradas en torno a la defensa de tradiciones premodernas en las que el respeto a la persona no cuenta lo más mínimo.

El miedo en relación con el poder político y económico

Todos los totalitarismos sin excepción abusan del miedo como instrumento de cohesión social. Solamente de esa manera se comprende que las personas puedan ponerse al servicio de un tirano y luchar por defender unos ideales que, de otro modo, les resultarían totalmente insoportables.

Las dictaduras refuerzan su poder, al igual que las religiones, definiendo de forma explícita y clara quiénes son los enemigos a los que temer. Los enemigos pueden ser externos pero también internos. En toda sociedad basada en el miedo se generan múltiples chivos expiatorios a través de los cuales se pretende purgar todos los grandes males: los inmigrantes, los comunistas, los masones, los judíos, los homosexuales, las mujeres, etc. Aparecen agentes peligrosos por todas partes, que ponen en riesgo el buen orden y atentan contra los valores patrios.

El miedo justifica también toda clase de limitaciones a la libertad individual en nombre de la seguridad. Desde medidas encaminadas a proteger la salud pública hasta medidas que conllevan censura en medios de comunicación u obstáculos para la libertad de expresión. La tensión permanente se apodera de los sujetos y éstos ceden sus derechos en beneficio del poder político, que los limita o suspende arbitrariamente con el falso pretexto de garantizar de esa forma el interés general de la sociedad.

El miedo, más que una fuente de legitimación, es un sustituto para la falta de legitimidad, cuando un Estado no puede o no quiere cumplir con la que es su función básica y primordial: proteger y garantizar los derechos fundamentales de sus ciudadanos. En ese caso el miedo es lo único que puede evitar un levantamiento popular. Si los oprimidos no se sublevan ante la tiranía del soberano, será por el miedo a perder su propia vida en el intento.

Y las dictaduras pueden conseguir que los trenes marchen a horario, pero no que los ciudadanos gocen de sus derechos ni cumplan con sus deberes para con sus semejantes. En efecto: cuanto mayor es la coerción, tanto menor la solidaridad, porque el asustado se limita a sobrevivir
Cita: Mario Bunge, "Cómo perder el miedo", en http://mariobunge.com.ar/articulos/como-perder-el-miedo

Pero del miedo se sirven también las democracias. El ataque contra los derechos humanos que acometió la administración Bush tras el 11-S, usando como coartada el miedo al terrorismo islamista, sería un ejemplo perfecto de ello.

Alimentando el miedo a lo peor, un gobierno democrático puede acometer determinadas reformas sin apenas respuesta social, presentando tales medidas, falazmente, como la única manera de evitar una catástrofe. De esta manera, hasta las reformas más injustas e impopulares pueden ser aceptadas con resignación por parte de muchos ciudadanos, que en la disyuntiva de elegir entre lo malo y lo peor, prefieren lo primero.

En las economías capitalistas, el miedo es un fenómeno ampliamente extendido. En un contexto de desocupación masiva, el miedo a perder el empleo fuerza a quienes lo tienen a aceptar condiciones laborales draconianas que rozan la esclavitud. En la competición por bienes escasos, en general hay muchos perdedores y la mayoría de los individuos tienen miedo a resultar afectados.

Así lo explicaba el sabio José Luis Sampedro en una entrevista: "si usted amenaza con la guillotina pero luego no mata a nadie, puede esclavizar a quien quiera. Ellos pensarán: 'al menos no estamos guillotinados'". Mediante el uso político del miedo es como la democracia queda burlada, y los derechos de los ciudadanos, destruidos. 

El miedo y la libertad 

Para ejercer la libertad hace falta, claro, enfrentarse al miedo. Pero el ejercicio de la libertad, a su vez, produce miedo a muchas personas, tal como estudió Erich Fromm en su célebre obra El miedo a la libertad. Es el miedo a salirse del grupo, a quedarse solo, a ir contra la mayoría social. Muy pocas personas son capaces de sobreponerse a este miedo. Los sucesos del siglo XX prueban que muchas personas renuncian a sus posibilidades de libre realización individual por el temor al desarraigo y el aislamiento; no quieren pagar el precio de incertidumbre y la pérdida de valores primarios que conlleva la independencia, y menos todavía en condiciones de precariedad económica e inseguridad sociopolítica. Buscan refugio a cambio de sumisión absoluta. La angustia y el desprecio que sufren hallan un lenitivo en la entrega a la causa, en la disolución del yo en el todo orgánico que los acoge. 

La libertad llevada hasta sus últimas consecuencias, reflexivamente asumida, significa autonomía. La libertad como autonomía no implica ausencia de normación: también está sometida a normas, pero no son las normas de la tribu, sino las de una ética universal que tiene como primer principio el respeto a la dignidad humana en toda circunstancia y que puede, por tanto, entrar en conflicto con la ley del lugar. La libertad así entendida es una libertad positiva, un poder, una capacidad, mediante la cual el sujeto se autoafirma como tal y afirma, al mismo tiempo, el respeto a la humanidad que en él se expresa. 

El miedo únicamente se supera con la acción. Pero no con una acción aislada, sino con un cúmulo de acciones a lo largo del tiempo, lo que genera un hábito: el hábito de la valentía. "No es valiente el que no tiene miedo, sino el que sabe conquistarlo", dijo Nelson Mandela. La valentía es una virtud del carácter que se refiere no solamente a la búsqueda de la felicidad por parte del individuo, sino a la justicia e incluso a la verdad, pues también hace falta ser valiente para someter a crítica los dogmas y mitos que cercenan el libre pensamiento. La valentía es la libertad en acto, dicho en pocas palabras; es la energía creadora sin la cual ni siquiera sería posible iniciar un proyecto de vida. Es decir, incluye una determinada manera de afrontar los miedos en todas las situaciones de la vida, y es por ello una de las principales virtudes éticas. Sin coraje nos faltaría la capacidad de resistir ante las trampas del miedo que nos impiden ser felices, careceríamos de la perseverancia necesaria para llevar a buen término nuestras decisiones y no podríamos defender la verdad ni la justicia ante aquellos que las amenazan. 

Miedo y Religión - Un hombre y el fuego



El miedo en tres autores: Epicuro, Hobbes y Spinoza 

Me detendré en el caso de tres filósofos: Epicuro, Hobbes y Spinoza, por considerar que sus teorías son las más relevantes (o al menos, las más fértiles) en lo relativo al estudio del miedo. 

La referencia a Epicuro es obligada. Su famoso "tetrafarmacon" se presenta explícitamente como la medicina para luchar contra los cuatro principales miedos que atenazan el alma humana: el miedo a los dioses, el miedo a la muerte, el miedo al dolor y el miedo al fracaso. Inaugurando una tradición de filosofía libertaria, radicalmente humanista y materialista, Epicuro propone una filosofía que consiste en gozar de los placeres de la vida, saber discernir entre los placeres convenientes y los no convenientes y compartir con los amigos tanto la vida como el conocimiento. 

Con Hobbes, el estudio del miedo es afrontado desde una nueva perspectiva. Hablando de su nacimiento, Hobbes dijo: "el miedo y yo nacimos gemelos". Hobbes le asigna al miedo un papel positivo y creador en el orden social y político. Será el filósofo inglés quien inicie toda una tradición de filosofía política netamente conservadora basada en el llamado "pesimismo antropológico": el hombre es lobo para el hombre. Según Hobbes, el miedo es lo que mueve a los seres humanos a someterse a la autoridad de un Estado. En estado de naturaleza, los seres humanos habitan un mundo brutal y despiadado en el que rige la ley del más fuerte. En tal situación, viviríamos a merced del arbitrio violento de los otros y veríamos constantamente amenazada nuestra vida. El miedo a la muerte lleva a las personas a pasar de un estado de naturaleza a un estado basado en un contrato fundacional. Es decir, para evitar el extremo de la guerra permanente, las personas ceden a un soberano todos sus derechos y entonces surge el Estado como un ente capaz de garantizar la seguridad de todos. ¿Cómo impone el Estado su autoridad? Mediante el miedo al castigo, a través de la coerción y el uso de la violencia institucionalizada. El miedo, y solamente el miedo, es el que está en el origen del poder legítimo del Estado y es el que permite, además, su continuidad. En la teoría de Hobbes encuentran argumentos aquellos que defienden la legitimidad de estados autoritarios y autocráticos; por eso Hobbes fue partidario del absolutismo monárquico, sistema basado en el máximo miedo. 

Frente a esta concepción antropológica y política tan oscura y, vale decir, antihumanista, surge la filosofía de Spinoza como un maravilloso destello de lucidez y confianza en el poder de la razón. El miedo, según lo aborda el judío holandés, es una pasión negativa que, junto con la esperanza, es uno de los grandes males que conducen al ser humano a vivir en la servidumbre. La superstición permite engañar a los hombres y

[...]disfrazar, bajo el especioso nombre de religión, el miedo con el que se los quiere controlar, a fin de que luchen por su esclavitud como si se tratara de su salvación
Libro: Baruch Spinoza, Tratado teológico-político, Altaya, Barcelona, 1997, p. 64

El respeto a la autoridad y las leyes es necesario para la conservación del Estado, de ahí que el miedo sea un instrumento útil, pero no puede ser un fin en sí mismo. Es necesario un aumento de la racionalidad y el encauzamiento de los afectos colectivos en aras de la concordia. Sólo en sociedad es posible perfeccionar la naturaleza humana y lograr la felicidad. Nada hay más útil al hombre que el hombre. No es el miedo la base de la convivencia social y la armonía, sino el deseo de incrementar la libertad y la felicidad, puesto que solamente en sociedad podemos ver aumentada, con ayuda de los otros, nuestra potencia individual. La autoridad no significa coacción sin límites: el amor a la libertad es irrenunciable. El ser humano tiene la capacidad de construir y compartir, de mejorar y crecer. Unas adecuadas instituciones permitirían a la multitud libre cultivar la vida en común sin necesidad de imponer el miedo. En una sociedad sana los seres humanos se comportan los unos con los otros de una manera confiable, honrada y justa. El sabio es quien posee la virtud de la fortaleza, que se desdobla en dos: firmeza, cuando va referida al propio sujeto, y generosidad, cuando va referida a los otros. Una concepción como la de Spinoza vale para justificar la legitimidad de la democracia, en particular en su versión de democracia republicana: es decir, aquella que, para su correcto funcionamiento, exige la presencia de la virtud pública.

GASSENDI Y LA CIENCIA DE SU TIEMPO


Hoy hablaremos sobre un flipante artículo que escribió Alesandre Koyré en 1977 tituladoGassendi y la ciencia de su tiempo”[1], en el cual Koyré reivindica el papel de Gassendi dentro de la historia de la ciencia. El artículo es un golpe sobre la mesa que pretende poner al científico en su sitio, señalando sus luces y sombras. Veremos los salseos de la época que llevaron a silenciar al filósofo así como sus teorías atomistas vinculadas con uno de mis filósofos de la antigüedad favoritos: Epicuro. Os lo juro que me estalla la cabeza de emoción, y es que mis dos periodos predilectos de la historia de la filosofía se dan la mano. El periodo helenístico queda vinculado a la revolución científica. ¡Yas!

 

La senda del artículo nos llevará por un sinuoso camino, y para que nadie se pierda os paso de antemano la hoja de ruta:

1) Los motivos por los que hemos de reivindicar a Gassendi destacando su ontología epicúrea.

2) El contexto en el que nace su ciencia.

3) Diferencias y afinidad entre Descartes y Gassendi.

4) El legado de Gassendi

 

¡Allá vamos!: Koyré, filósofo e historiador de la ciencia francés de origen ruso, nos quita la venda de los ojos ante el porqué la historia de la ciencia pasó por alto a GassendiLos dos motivos fundamentales fueron el complejo latín con el que escribía Gassendi y el eclipsamiento que sufrió este por parte de Descartes. Vamos, la pedantería de uno y el afán de protagonismo del otro. Por desgracia el ego y la filosofía en muchas ocasiones son íntimas amigas o íntimas enemigas.

 

Koyré no solo nos dice porque Gassendi fue olvidado sino que también porque hoy ha de ser recordado. Entre sus puntos fuertes destacan:

 

-Fue profesor de astronomía en el Collège Royal, una institución top en lo que a ciencia se refiere. 

 

-También fue un astrónomo y matemático reconocido, observó siempre el cielo realizando a su vez útiles anotaciones. Era una de esas hormiguitas que observaba al firmamento incesantemente y anotaba las posiciones y movimientos de los cuerpos celestes, siendo esta una ardua labor de brutal utilidad para la astronomía venidera. En pocas palabras, un gigante que sirve de punto de apoyo para futuras generaciones. 

 

-Otro de los motivos que reivindica la figura de Gassendi y que a mi juicio cae por su propio peso, es que para sus coetáneos (Pascal, Marsene…) era considerado como igual y rival de Descartes, e influyó a personajes tales como Boyle o incluso a sir Isaac Newton (poca broma). 

-Además gracias a la inteligente concepción del atomismo epicúreo (fascinante doctrina) Gassendi realizó una serie de experimentos útiles y de gran popularidad en su época. 


-Pero sin duda, a la luz de Koyré la gran aportación a los albores de la ciencia moderna por parte de Gassendi es su necesaria ontología epicúrea[2] Gassendi moldeo a su gusto la filosofía epicúrea para que los miembros de la comunidad científica se la tragaran como una cómoda píldora de azúcar. Básicamente lo que hizo fue cristianizar a Epicuro, lo mismito que en épocas anteriores pasó con el platonismo y más tarde con el aristotelismo. Es el  precio que las teorías filosóficas deben pagar para no ser silenciadas a lo largo de los siglos. Gassendi maquilla y elimina algunos aspectos de la cosmología epicúrea, como por ejemplo integrando el atomismo con el creacionismo (!Toma fantasía!). También niega la infinitud de los mundos y los átomos. Desmiente que los átomos sean increados y hayan formado el Universo de forma azarosa como defendía Epicuro, afirmando que Dios es quien ha dirigido a los átomos en pro del  orden  y creación del Universo, estos mismos argumentos son seguidos décadas después por Boyle.

 

Para entender el impacto de estas ideas es necesario contextualizar al protagonista. El siglo XVII, siglo en el que Gassendi desarrolló su ciencia, fue un siglo de grandes cambios, donde la revolución científica inaugurada por Galileo nos propone un cambio científico radical donde ciencia y religión se empiezan a separar. Aparecen nuevas ideas que transforman la visión antigua y medieval de la naturaleza. Toda esta fascinante movida empieza con la revolución copernicana. Allá cuando Copérnico dijo que la Tierra no era el centro y además que esta giraba alrededor del sol. Hoy en día ya lo tenemos muy asumido pero en su momento fue todo un escándalo ya que nos habían destronado y Dios lo permitía. La gente no daba crédito, se deprimía y se sentía menos importante. Además si a esto le sumamos la aparición de la moderna filosofía cartesiana donde la razón humana es el centro, donde nosotros somos el sujeto de conocimiento, nos podemos imaginar cuán sorprendidas y descolocadas deberían quedar las gentes de la época. El racionalismo y mecanicismo de Descartes deja el mundo reducido únicamente a una extensión en movimiento. Es en este contexto donde se hace valiosa la aportación ontológica epicúrea de Gassendi.

 

En el artículo se hace un fuerte hincapié en las diferencias entre Descartes y Gassendi con el fin de mostrarnos que Gassendi fue realmente un digno rival de Descartes y nos ofreció una alternativa válida. En el texto encontramos las siguientes diferencias destacadas:

 

-Para  Descartes la naturaleza era transparente a la razón. En cambio para Gassendi la naturaleza no era 100% transparente a la razón, para él si las esencias existieran, solo Dios las conocería ya que el pleno conocimiento de las cosas estaba fuera del hombre  finito siendo solo Dios el conocedor de las esencias últimas. Por este motivo Gassendi opina que la labor de la ciencia es la mera descripción de fenómenos. Es decir la ciencia solo nos puede explicar el qué, pero no el porqué subyacente de la realidad.

 

-Otra diferencia es su concepción del Universo y las consecuencias de éste. Para Descartes el Universo es un Plenun sin posibilidad de vacío (padecía un grave caso de horror vacui), en cambio para Gassendi el Universo está compuesto de átomos y vacío igual que para Epicuro.  

 

-Esto nos lleva inevitablemente a otra diferencia señalada por Koyré, a saber: Descartes defendía que la materia es infinitamente divisible mientras que Gassendi como atomista defendía la existencia de átomos como las partes de materia más pequeñas e indivisibles. Cabe recordar también que Gassendi negó el símil: Materia y movimiento, negando así también  el programa de la ciencia cartesiana. 

 

A pesar de las diferencias Koyré revela una similitud y es que ambos proponen una revolución,Gassendi volviendo a la tradición y Descartes empezando desde cero. 

 

En conclusión Pierre Gassendi, adoptó el atomismo y lo expuso como una filosofía mecanicista alternativa que proporcionó a la ciencia moderna la ontología necesaria para unir el atomismo y la matematización, dando paso a la venidera  síntesis newtoniana de la física matemática. Encontramos así en Gassendi un científico que no inventó nada ni tampoco descubrió nada, aún así por todo lo comentado por Koyré, merece ser rescatado del olvido y tenerlo en consideración tal y como lo tuvieron filósofos y científicos del siglo XVII y XVIII como Boyle, Hobbes, Locke, Leibniz, Newton y por supuesto Descartes, el rival que lo eclipsó.  

 



[1] Koyré, “Gassendi y la ciencia de su tiempo”, en Koyré, A., Estudios de historia del pensamiento científico. Madrid: Siglo XXI, 1977, pp. 306-320.

[2] Koyré, “Gassendi y la ciencia de su tiempo”, en Koyré, A., Estudios de historia del pensamiento científico. Madrid: Siglo XXI, 1977, pag. 307.


Placer racional: La felicidad hedonista.



epicuro
Hoy vengo con una de mis doctrinas éticas preferidas, el epicureísmo. La intención de este artículo es mostrar, que el placer como criterio moral no es algo propio de monstruos depravados y viciosos, más bien de personas sosegadas y con capacidad de cálculo.
Primero aterrizaremos en el epicureísmo y en el placer en general, para luego ver sus fuentes principales y su división y más tarde obtendremos recursos para paliar diferentes miedos que nos alejan del placer.
Dicha ética surge en el período helenístico (época histórica a la que viajaría con mi máquina del tiempo imaginaria sin pensármelo dos veces) y su finalidad es la ataraxia. ¿Qué es esto de la ataraxia que suena a nombre de Pokemon? Es la tranquilidad del alma, y para alcanzarla es necesario satisfacer correctamente los deseos a través del correcto cómputo del placer. En Epicuro encontramos un ideal de moderación, conforme a la máxima griega “nada en exceso”. Así que las personas que se querían subir al tren hedonista del goce desenfrenado y la lujuria ya pueden ir buscándose otro plan, de echo la vida epicúrea es muy austera, para que un excesivo placer no se convierta en dolor.
Para Epicuro la naturaleza humana es principalmente deseo, todo lo que hacemos es para satisfacer una carencia (deseo) y una vez lo obtenemos alcanzamos el placer. El deseo es la antesala del placer y en este sentido el placer es suicida ya que cuando lo gozamos se apaga. Además el epicureísmo es una ética empirista (la experimentamos a través de los sentidos) y relativista (relativa a la persona). El placer es una sensación privada, y algo que te puede resultar placentero a mí me puede dar puto asco o al revés. Por ejemplo a mí me flipa el té negro con leche y para algunas personas lo de añadir leche al té es una especie de sacrilegio imperdonable.
Como vemos todo gira en torno al placer, pero ¿Cuáles son las fuentes de este placer? Y ¿Qué tipos de placeres nos podemos encontrar?
Hay dos focos de placer que debemos conocer:
1) La autonomía: El placer de uno mismo de escoger sus propios placeres. Obviamente lo que te genera placer no se escoge ni se impone, sería absurdo que te obligaran a sentir placer por aquel plato que detestas.
2) La amistad: El placer compartido se maximiza. Por ello los epicúreos siempre viven en comunidades y nosotr@s nos reunimos en bares.
Vamos la interesante división que hace Epicuro del placerLa primera división la encuentras entre los placeres dinámicos y cateastemáticos.
Los placeres dinámicos: Tienen principio y fin. Son buenos pero no siempre son convenientes, solo si al realizarlos nos transportan luego a un estado de paz. Por ejemplo si me como una pizza viendo una buena peli de tanto en tanto todo bien, en cambio si necesito una dosis diaria de heroína todo mal. Los placeres han de ser controlados porque sino generan dependencia, y por este motivo los y las propias epicúreas llevaban una vida austera.
Los placeres catastemáticos: Son placeres serenos, nada que ver los con subidones de azúcar, y que alcanzamos tras un buen tiempo y esfuerzo invertido y que se pueden dividir en varios placeres dinámicos. Un ejemplo de ello sería el acabar de pagar la hipoteca o el licenciarte en Filosofía; Tardas años en alcanzar dichas metas de forma progresiva a través de pagar letras o aprobar exámenes.
La segunda división de los placeres es la que se da entre placeres naturales y necesarios como mear o dormir, los naturales y no necesarios como follar (aunque parezca mentira se ve que se puede sobrevivir sin sexo) y los no naturales y no necesarios como hacer punto de cruz.
Para alcanzar la vida feliz hemos de tener en cuenta dos cosas: Las fuentes de placer y los tipos de placeres así como los miedos que nos alejan de la ataraxia. Por ello Epicuro busca fórmulas para combatir los 4 miedos más arraigados en su sociedad, el autor nos propone el cuádruple remedio, el “tetrafarmakon”:
1) Un miedo atemporal ante el cual se para Epicuro es el miedo a la muerte. El gran miedo, al que el filósofo da portazo con los siguientes recursos:
* El dolor espiritual que genera la idea de la muerte se calma tomando conciencia de la muerte como un proceso natural y aprovechando la vida. Para mi gusto este es el dolor más poderoso y el que me es más difícil de sosegar, soy hija de la tradición judeocristiana y eso pasa factura.
* Podemos tener miedo no a nuestra propia muerte sino a la de nuestros seres más queridos. Ante esta situación debemos aceptarla y sufrirla, pero para prevenir este dolor Epicuro nos aconseja que pensemos que hoy no solo puede ser nuestro último día sino que también puede ser el último día de las personas amadas.
*Epicuro no hace apología del suicidio ya que solo mediante la vida podemos obtener placer, pero si que lo comprende. Considera que es un error de cálculos ya que como dice el refrán “No hay mal que por bien no venga, ni mal que dure 100 años”. A pesar de ello es ciertamente interesante que se pueda abrir la reflexión ante un tema tan estigmatizado como es el suicidio.
*Hay una frase de Epicuro que me calma ante la desazón de la muerte y es. “La muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo.” Recuerdo que en la peli de Nymphomaniac la utiliza un moribundo y genera cierta sensación de alivio y liberación.
2) Otro miedo del que nos habla es el del miedo a los dioses, y aunque nos pueda parecer un miedo un poco banal, no es así ya que muchas personas en el mundo actúan en pro a una recompensa futura. Para paliar este miedo Epicuro defiende que los dioses ni se ocupan ni se preocupan del ser humano. Al no ser creyente me libro de un temor ¡Bien!
3) Un miedo con el que nos podemos identificar es con el miedo al futuro, pero Epicuro se lo quita de encima argumentando que solo existe el pasado (memoria) y el presente (sensaciones actuales), y que no hay más futuro que el plan de seguir viviendo sin dolor. La teoría no está mal pero no sé yo si este remedio funciona muy bien cuando la sombra de algún mal acecha tu futuro próximo.
4) El miedo al dolor corporal es de fácil solución ya que la farmacología nos seda y anestesia.
Calculando bien los placeres y superando los miedos podremos ser felices según Epicupo. Está claro que racionalizar el placer no es tarea fácil y menos para caracteres adictivos como el mío pero con esfuerzo todo mejora, las adicciones y dependencias se reducen y los temores se van desvaneciendo. La ética epicúrea, es claramente deudora de su tiempo, ya que en el periodo helenístico, entre tantos cambios la gente lo que quería eran filosofías prácticas en las que poder apoyarse. Un perro lazarillo en el que confiar. Es una doctrina que defiende el placer como centro neurológico, pero como hemos visto no un placer vicioso, sino todo lo contrario, un placer comedido y responsable. Donde el exceso y el miedo son enemigos a combatir y la filosofía una arma de batalla.

Pereza rebelde


¡Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruido! Fray Luis de León.


La moral tradicional condena la pereza porque es un lastre, un impedimento para la construcción del proyecto humano. Los moralistas, defiendan la trascendencia o la productividad, nos quieren siempre laboriosos y atareados. Está bien: hay que trabajar. Pero también hay que mantener una cierta conspiración contra el trabajo, siquiera sea para que no se apropie (y no lo usen otros para apropiarse) de nuestra vida. Y en esa reticencia clandestina, en ese epicúreo reclamo de la existencia como disfrute, la pereza nos secunda como una afable cómplice.

La pereza tiene su propia sabiduría. Es la gran economizadora, y nos ayudará a administrar bien las cuentas de nuestras energías, siempre que no se vuelva avara. Una vez más nos encontramos con ese camino medio que aconsejaba Aristóteles: todo en su justo equilibrio es un don, pero llevado al extremo se convierte en vicio y nos trae más problemas que soluciones. La pereza moderada, tomada con cautela e inteligencia, nos enseña a no dilapidar los esfuerzos inútilmente, a administrarlos según merezca la pena, a no dejar que la actividad sana se convierta en un activismo desbordante que mina nuestra salud y nuestro ánimo.
La pereza nos habla de nuestras verdaderas motivaciones, de las que es valedora. Se rebela contra las obligaciones que se nos imponen arbitrariamente —que también nos imponemos nosotros, llevados por la ambición—, y reivindica lo esencial frente a lo vano. Es, pues, un sano contrapeso del productivismo que nos reduce a máquinas o instrumentos, y frente a él nos recuerda que la vida buena es corta y sencilla, y que, como enseñaba Epicuro, los placeres son fáciles de alcanzar cuando no los abigarramos con nuestras pretensiones desmedidas. La pereza sueña con una existencia de pequeñas alegrías, descansos afables, dulces horas entregadas a lo inútil y a lo improductivo, simplemente porque es grato y es bello.
Si tenemos que aprender a controlar la pereza es para que no nos pierda en su ingravidez y no acabe por convertirnos en indolentes. No porque ello sea malo en sí mismo, sino porque la vida es también tarea, como dijo Ortega; el proyecto humano está hecho también de metas y esfuerzos, y sin ellos podríamos acabar por no saber qué somos o qué hacemos, o aun peor, podríamos caer en la absoluta indiferencia y el hastío, que son en sí ingratos y además caldo de cultivo de torceduras y perversiones, como aseguraba Baudelaire, quien consideraba el hastío, tal vez de modo exagerado pero no exento de sentido, como el peor mal del hombre. “El diablo, cuando no sabe qué hacer, con el rabo mata moscas”, sentencia el refrán, para darle la razón. Hay que saber qué hacer, y qué no hacer.

Pero, ¿por qué la realización humana debería comportar trabajo? ¿No podría bastarnos con buena comida, agradables paseos en compañía y tranquilos sueños, como pretendían los epicúreos? No, no basta, y Epicuro ya lo tuvo en cuenta en su Jardín, en el que, además de filosofar y estar alegremente juntos, se acudía cada mañana a laborar en los campos, y cada cual tenía su tarea. Porque también es necesidad humana sentirse útil y productivo, crearse problemas y afrontarlos para encontrarles solución, tener proyectos y esforzarse para conseguirlos. Spinoza nos da la clave: la potencia humana necesita desplegarse para cobrar conciencia de sí misma y convertirse en alegría, porque “el que experimenta la propia potencia, se alegra”. La pereza tiene que ser cómplice de esa potencia administrándola, moderándola, encaminándola hacia lo realmente importante; si se convierte en su obstáculo, entonces actúa en contra de nosotros, no a nuestro favor.
Caer en un pantano de pereza es uno de los peores males en que puede incurrir la vida humana, y en esto Baudelaire tenía razón. Los monásticos medievales llamaban acidia a esa actitud indolente y abandonada, y la temían por su poder para minar el entusiasmo y el sentido. Se corresponde con un estado de ánimo abatido, embotado, nebuloso, y en definitiva triste. Lo vemos en los niños: pocas cosas hay peores que no saber qué hacer, sobre todo para el “sujeto del rendimiento”, como lo llama Byung-Chul Han.
El hombre actual, acostumbrado a un quehacer constante y a una estimulación permanente, no soporta detenerse, y no sabe qué hacer con el aburrimiento. Eso nos relega a un desánimo y a una indiferencia que pueden desembocar en depresión y en actividades desesperadas que, a menudo, son autodestructivas. En la actualidad, en efecto, los grandes peligros a los que conduce la acidia son la depresión y las adicciones (aunque quizá tengan que ver, precisamente, con nuestra incapacidad para disfrutar del aburrimiento). El adicto tal vez busca estímulos artificiales porque ha perdido las metas y las fuerzas para encontrarlos en sí mismo de manera constructiva. Mucha gente, cuando pierde su trabajo, se hunde en un arenal depresivo, que le impide aprovechar ese tiempo para otras cosas, o preparar pacientemente la posibilidad de una nueva ocupación. Claro que en estos casos seguramente influirá también una pobreza de metas en la vida, o al menos una falta de imaginación para concebir otras nuevas.

En definitiva, el hombre se hunde cuando la vida se le vacía de sentido, de horizonte, de tarea: por eso es importante tener siempre algo que hacer, y si no se tiene inventarlo. El camino de salida para el marasmo de las adicciones tal vez sea una vez recuperado el control y el orden sobre la propia vida encontrar nuevos estímulos que nos motiven y entregarnos activamente a ellos: un trabajo satisfactorio, una actividad artística, la colaboración en una asociación que ayude a los demás. En la actividad insistamos: y más hoy día, las personas hallamos sentido y entusiasmo, y por eso la pereza mal dosificada puede arrastrarnos al sinsentido y la dejadez. Es más: para salir de los pantanos —para ese empuje ascendente que José Antonio Marina llama anábasis, y en el que reside la luminosidad del proyecto humano— hace falta esfuerzo, y en ese punto la pereza será nuestra enemiga y tirará de nosotros hacia abajo. En esa tesitura, al menos, tendremos que hacer un esfuerzo para llevarle la contraria, para no dejarnos arrastrar por ella.
Pero cuando la vida está llena, cuando el amor y la tarea son suficientes, la pereza es un estupendo termostato de la actividad. Porque es fácil caer en el extremo contrario, es fácil embrollarnos en un hacer y hacer y hacer que nos impulsa desde intereses ajenos, a costa de nuestras fuerzas y nuestra alegría. Necesitamos descansar, necesitamos dedicarnos a lo dulcemente inútil jugar a las cartas, construir maquetas de barcos, amodorrarse frente a la tele, leer poesía, charlar despreocupadamente…; necesitamos incluso no hacer nada, sentir algo de aburrimiento y dejar que la mente mientras no nos traicione con filigranas sombrías vague por viejos recuerdos o sueños imposibles… Hay que dar un respiro a la voluntad, hay que hacer cosas por el gusto de hacerlas, hay que ponerle coto a las obligaciones que nos impone nuestra sobrecargada vida de hormigas obreras al servicio de las reinas.

Como reflexiona Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, somos animales laborans, envueltos en la hiperactividad y la hiperneurosis; no soportamos el vacío de la inactividad porque tememos encontrar en él el vacío de nosotros mismos. Tanto produces, tanto vales. Eso incluye la hiperactividad en el supuesto “tiempo libre”: si no saliste de copas el sábado por la noche, si no fuiste a cenar a casa de unos amigos, si te limitaste a ver una película en la televisión o a leer un libro, tu fin de semana ha pasado en balde, has perdido parte de tu vida. Si las últimas vacaciones no te has ido de viaje y te has limitado a dar paseos por el parque, has perdido tus vacaciones.
La sociedad del rendimiento nos exige que no nos estemos quietos, que vayamos de acá para allá, que no dejemos de hacer muchas cosas. “El reverso de este proceso opina Han estriba en que la sociedad del rendimiento y actividad produce un cansancio y un agotamiento excesivos”. Cabría añadir que provoca su propio vacío existencial, un vacío no menor que el de la absoluta inactividad, y que se manifiesta en el estrés o la depresión que nos aquejan a la mayoría.
Hay que rebelarse contra eso, y tal vez la pereza nos eche una mano. Lo que se ha llamado el “cansancio fundamental”: admitir que estamos cansados, y tomarnos la libertad de descansar. “El cansancio fundamental inspira escribe Han. Deja que surja el espíritu”. De vez en cuando tenemos que sentirnos vagabundos, echarnos a los caminos por ver mundo, detenernos a contemplar un paisaje solo por su belleza, o por sentir el milagro de estar allí. Es lo que, frente al desquiciamiento productivo, propone la vieja tradición de la vita contemplativa. ¡Y cuánto nos cuesta detenernos y mirar! ¿Hay algo menos productivo, y más reconfortante, que la meditación? Pero nunca encontramos el momento, como no lo encontramos para llamar a un viejo amigo o para sentarnos a jugar con nuestros hijos. Un poco de rebeldía perezosa —aquella que proclamaba el derecho a la pereza en el ya lejano 68— tal vez nos ayude a plantarle cara a ese activismo obsesivo de nuestra era tardocapitalista.

Publicado en mi blog Filosofías para vivir el 11/11/2018

La vida no es un asunto tan personal

De causas ciegas y azares indiferentes

El Big Bang no soñaba con las estrellas. Epicuro estaba convencido de que, si había dioses, los insignificantes asuntos humanos les traerían sin cuidado. Nos gustaría creer que el universo tiene planes para nosotros, y esperamos que escuche nuestros deseos; pero los planes y los deseos son cosa humana, demasiado humana. 

El Big Bang no soñó con estrellas por causas ciegas y casualidades indiferentes. Epicuro estaba convencido de que si hubiera dioses, los insignificantes asuntos humanos no les importarían. Nos gustaría creer que el universo tiene planes para nosotros y esperamos que escuche nuestros deseos; pero los planes y los deseos son humanos, demasiado humanos.


Nos tomamos la vida como algo demasiado personal. Todavía estamos contaminados por ese egocentrismo infantil que nos convencía de que todo el mundo gira alrededor de nosotros. Pero la vida sencillamente sucede, el universo se expande por su cuenta, sin ninguna finalidad, y menos la de nuestra pequeñez. Nosotros no hemos hecho más que caer aquí, como vino a decir Heidegger, fruto del sucederse ciego de las generaciones y la criba en el cedazo de la evolución. Somos la confluencia fortuita de muchas causas que no nos buscaban y muchos azares que nada sabían de nosotros. Somos una flor de primavera que agosta el verano, o una seta de otoño que congela el invierno. El sentido es un capricho de nuestra mente. Un empeño que, al no sernos concedido, nos hace sufrir.
En realidad no hemos venido aquí: somos esto tat twam asi, dicen los hindúes, en un lugar y un tiempo concretos. Mañana seremos otra cosa dentro de un conjunto que será también diferente. Somos una ola en un mar en perpetuo movimiento. No nos marcharemos porque jamás vinimos. Lo que se perderá con nuestra desaparición no es más que un remolino en el río del acontecer. Nuestro drama es que hemos cobrado conciencia de nosotros mismos y hemos llegado a creer que esa idea se correspondía con algo real. Pero lo único real es el fluir constante de la materia y la energía a través del tiempo, el sucederse de formas que cambian sin cesar. A la forma le gustaría perpetuarse, pero las mismas fuerzas que la configuraron la van deshaciendo poco a poco, como las montañas que se elevan y se erosionan en su escala de tiempo de gigantes.

Tal vez lo más coherente sea vivir nuestra aventura con una sonrisa y sin grandes pretensiones. Seamos lo que somos, porque es bello y valioso; pero sin dejar de tener en cuenta que al final tendremos que entregarlo y el viento se lo llevará. Esculpamos castillos con arena, puesto que nos hace felices; pero no nos amarguemos porque al final suba la marea y los derribe. Ni la arena ha sido creada frágil para que se derrumben nuestros castillos, ni las olas la remueven con el propósito de que no quede nada nuestro. Lo nuestro solo nos concierne a nosotros, y si fuésemos un poco más sabios ni siquiera a nosotros nos importaría. Tal vez entonces podríamos recitar con Bertrand Russell: “Lo que hacemos no es tan importante como tendemos a suponer; nuestros éxitos y fracasos, a fin de cuentas, no importan gran cosa... El ego de una persona es una parte insignificante del mundo.”
Creemos que el universo tiene intenciones porque proyectamos en él las nuestras. Pero Darwin ya nos enseñó que la vida se despliega sin teleología, es una fuerza ciega que no busca nada. No hay ninguna pena esperándonos para caer sobre nosotros; tampoco se nos ha reservado ninguna alegría. Es un gozo ser amado, pero nadie ha sido puesto ahí con la misión de amarnos: sencillamente, las personas se cruzan y a veces se aman; lo cual es una suerte solo para ellas. Un día sucede que dejan de amarnos, y, como se interrumpe lo que esperábamos, nos angustiamos o nos enojamos. Deberíamos sentirnos agradecidos por el pecio que las olas trajeron a nuestra orilla, en lugar de reprocharles que se lo lleven.
Con las aversiones pasa lo mismo: el que haya quien nos odie, o nos parezca odioso, tampoco es algo tan personal, como no lo son los aerolitos que caen sobre la superficie de los planetas, llenándolos de heridas y cicatrices. Las personas se cruzan y a veces se chocan. Es normal que duela, pero, ¿qué culpa tienen los meteoritos de ir a la deriva por el cosmos y un buen día ser atrapados por un planeta? ¿Qué culpa tienen los planetas de que exista la gravedad? Y la gravedad, que es solo un rostro de la materia, ¿tiene alguna culpa? Incluso cuando una persona nos hace daño deliberadamente, ¿sabe realmente por qué lo hace? ¿Tiene una idea cabal de quién es ese a quien se lo hace? ¿Acaso ha inventado ella el odio? Cierto que eligió ensañarse con nosotros, pero lo que le empujó fue un impulso ciego, sin trascendencia, algo dentro de ella de lo cual tal vez ni siquiera sabría dar cuenta cabal. En cualquier caso y esto es lo más extraordinario no es a nosotros a quienes dirige su ataque, sino a un concepto de su imaginación que se parece vagamente a nosotros. En definitiva, su inquina es algo exclusivamente suyo, que acontece dentro del teatro de su mente, y que se proyecta en el mundo a través de una imagen. ¿Qué tiene que ver con ella nuestra realidad?

Así que el mundo gira por su cuenta, y si nosotros lo hacemos con él es por puro accidente. Nada, ni lo bueno ni lo malo, suele ser concebido pensando en nosotros: bastante tiene cada ser con pensar en sí mismo, con esforzarse en perseverar, como enunciaba Spinoza. Se dirá que de todos modos nos afecta, y que eso es lo que cuenta. Sin duda. Si estamos en el camino de una bala, la bala atravesará nuestro cuerpo; si alguien nos lanza un puñetazo, nos dolerá lo mismo aunque sepamos que aquel a quien pega no somos nosotros, sino una fantasía en la mente del agresor. Pero para la mayoría de los conflictos cotidianos, cuando no llega la sangre al río, ser capaz de no tomarlos como algo demasiado personal nos libra de muchos sufrimientos inútiles: los de la susceptibilidad, los de la humillación, los de la frustración y el rencor. Las ofensas pierden casi todo su poder, ya que apenas nos implican; el bálsamo de la compasión y el perdón nos queda más a mano para aquietar el alma. Podemos pedir sin que la negativa nos frustre demasiado: al fin y al cabo, nadie nos debe nada, y no es a nosotros a quienes rechaza, sino al mundo, a esa parte del mundo que le reclama, quizá, demasiado. Podemos liberarnos de nuestra propia fantasía de egocentrismo, salir de sus estrechos muros, minimizar nuestros apegos y mirar el universo, al fin, con ojos limpios. Y cuando somos capaces de hacer eso, estamos en condiciones de exclamar, como el protagonista de American Beauty: “¡Hay tanta belleza!”

El miedo en la maleta

La tarea del temblor

El miedo nos desmantela, pero es también la oportunidad para el valor. La vulnerabilidad y la inseguridad de la vida nos arrinconan en su angustiosa celda. Las creencias y el conocimiento nos alivian pero no nos salvan. Nos queda la lucidez de afrontarlo y el coraje de caminar por encima de sus brasas, con el destino a cuestas.


Hola, Miedo. Aquí estamos de nuevo. Tich Nath Hanh


Dicen algunos entendidos que el meollo de la felicidad es la ausencia de miedo. A poco que miremos en nuestro interior, confirmaremos esa tesis: siempre hay algún miedo agazapado tras nuestros desvelos, y todos los deseos convocan el miedo de no verse realizados. “La gente es infeliz o por miedo o por apetencia infinita y vana”, sentenciaba Epicuro. Rechazamos a personas que nos amenazan, o convertimos en amenaza a quien repudiamos. La envidia es el miedo a quedar atrás; incluso el resentimiento se ocupa de mantenernos en guardia contra quien nos dañó, y con la venganza rabiosa no solo restituimos la sensación de equidad, sino que exorcizamos el miedo a quedarnos solos con nuestro dolor, que querría paralizarnos, haciendo partícipe de él a quien nos lo provocó.
El miedo es corrosivo, resquebrajante, demoledor. El miedo es enemigo de la vida, puesto que la asedia. Solo si no nos quedamos quietos nos sobreponemos a él, nos rescatamos de su celda sombría y volvemos a empuñar una espada en la mano. Al actuar trascendemos el miedo porque el temor es impotencia, arrinconamiento, menoscabo. Le damos la vuelta al miedo, que sigue ahí, pero que ya no nos aplasta. Al responderle, le miramos a los ojos, tal vez temblando porque sabemos que él siempre nos lleva ventaja, pero volvemos a ser alguien frente a él al desafiarlo, dispuestos a desafiar su tiranía. Aun sucumbiendo, habremos vencido, porque habremos recuperado la dignidad. De eso se trata: de volver a levantarse, aun con miedo, frente al miedo.
No siempre logramos hacer acopio de ese valor, sobre todo cuando el miedo nos parece demasiado grande y nosotros nos sentimos demasiado pequeños. El miedo se lleva dentro, pero también se aprende, como han demostrado los psicólogos. Los animales se adiestran en hacer determinadas cosas para evitar, por ejemplo, descargas eléctricas; pero si de repente el mecanismo de evitación deja de funcionar, y el animal recibe la descarga haga lo que haga, el estrés acabará por afectarle la salud, e incluso le hará incapaz de volver a aprender: lo que ha interiorizado, y de forma indeleble, es su incompetencia.
Pocas experiencias más demoledoras que la sensación de inseguridad y de imposibilidad para controlar lo que nos pasa. Los niños son especialmente sensibles a las rutinas, que les permiten concebir un mundo previsible y seguro; por eso agradecen un cierto grado de disciplina, siempre que se ejerza de modo coherente. Nada más desesperante que no poder prever lo que va a pasar, hagamos lo que hagamos. Si la vida nos somete repetidas veces a la impotencia o al caos, pronto dudaremos de nosotros mismos y nos sentiremos incapaces de controlar nuestro entorno. El miedo se cuela así por las rendijas del alma, y tal vez llegue a parecernos invencible.
Cuando el miedo se instala y nos educa en la incapacidad, puede que respondamos con una conducta caótica y desquiciada. Tal vez hagamos un esfuerzo desesperado por instaurar algo de orden por nuestra cuenta, sea expresando una rabia permanente, sea entregándonos a rituales obsesivos. También podemos retirarnos a lamernos las heridas, a llorar la insignificancia. Si nos quedamos demasiado tiempo ahí, si no encontramos pronto una salida, si arrebujarse al fondo de la cueva se convierte en costumbre, tal vez el camino de regreso se nos antoje cada vez más remoto e improbable. En esa rendición, en esa renuncia consagrada, nos desplomamos a merced del miedo, incapaces de plantarle cara; y cada retroceso hacia el fondo nos disminuye un poco más, refuerza nuestra posición y nos convierte en sus esbirros y sus colaboradores. Se puede acabar trabajando para el miedo. Algo así debe ser la depresión.

¿Hay algo que pueda ayudarnos? Tal vez encontremos fuerzas en la propia desesperación. El que está convencido de no tener nada que perder es más fácil que se anime a rebelarse. Podemos llegar a concluir que una vida sometida al miedo no vale la pena, y que cualquier cosa será mejor que continuar sumidos en ese fango putrefacto del que no podemos esperar nada. La desesperación es crisol de valientes compulsivos: valentía que tiene sus peligros porque es más bien temeridad; arrolladora pero frágil, pues basta un atisbo de esperanza para desarmarla.
La esperanza puede que nos ayude a aguantar, pero difícilmente será nuestra aliada a la hora de actuar. La esperanza es como una bocanada ansiosa de aire cuando nos estamos ahogando: nos reconforta por un instante antes de volver a caer. En eso consistía, precisamente, la tortura de la crucifixión, una de las más horribles que se hayan concebido. En cambio, el desesperado no deja nada atrás, camina sobre tierra quemada y sin horizonte; esa es la fuerza que tal vez le permita liberarse, o que le inmole definitivamente. ¿Cómo no recordar aquella escena cumbre de la película Thelma y Louise, en la que las protagonistas, cercadas por la policía y ya sin salida, deciden apretar el acelerador y despeñarse por un precipicio? Muchos asedios históricos, como el de los cátaros o el del sitio de Numancia, terminaron así: con una masacre. La desesperación es el patrimonio de los suicidas elevados a héroes. Todos ellos sucumbieron, pero es verdad que trascendieron el miedo.
La convicción es también una fuente de valor, y por eso sacamos tanta fuerza de nuestras creencias. Las creencias son promesas simbólicas en las que, a falta de otro apoyo, nos sustentamos para lanzarnos hacia el futuro. Muchos guerreros han hallado ímpetu frente al miedo a la muerte invocando otra vida donde aguarda la recompensa de los dioses: el Walhalla, el Elíseo, el paraíso celestial transido de gentiles cantos y dulces placeres sin fin. La expectativa de la aprobación de Dios es un buen alivio del temeroso. Los mártires cristianos debieron apelar a esta fortaleza mientras rezaban en la arena justo antes de ser descuartizados por los leones hambrientos (dudo que mientras eran devorados pudieran sentir otra cosa que dolor y espanto). Siglos más tarde serían sus descendientes los verdugos, y Giordano Bruno o Luis Vives tal vez se aferraran a sus propias convicciones para caminar con entereza hacia el patíbulo de la irracionalidad. Porque ese es el peligro de las creencias: del mismo modo que nos refugian, cuando responden al fanatismo y se desentienden de la tolerancia exigen a menudo su impuesto de sangre.
El conocimiento es, por cierto, un gran aliado contra el miedo, puesto que reduce la incertidumbre y promueve la sensación de control; la ignorancia, en cambio, es una eterna valedora del miedo (salvo cuando es perfecta y no deja resquicios), como saben quienes la promueven en beneficio de su propio poder. Toda la ciencia se justifica, en última instancia, como un poderoso baluarte contra el miedo, un repertorio de antídotos contra la inseguridad. El conocimiento científico es uno de los más nobles instrumentos de nuestra entereza: frente a las creencias, que apelan al sentimiento, el saber se funda en el empeño en la verdad, que es territorio siempre escaso pero firme.
Esa virtud marca su esplendor y su límite: la valerosa verdad es siempre, sin embargo, provisional y frágil, si la comparamos con el poder absoluto de la creencia. Por eso, a la vez que nos reconforta, nos deja solos. Como proclama con poesía conmovedora el aprendiz de El club de los poetas muertos, la verdad es una manta que por mucho que la movamos siempre nos deja una parte al descubierto. La creencia, en cambio, inunda la imaginación: uno puede sumergirse en su gracia por completo. El diagnóstico médico y los remedios científicos contra una enfermedad alivian nuestro cuerpo y nuestro miedo, pero apuntan solo a posibilidades y confiesan su frontera; un ritual, en cambio, tiene al cosmos entero de su lado, convoca a todas las fuerzas del universo, y su único límite es la voluntad inescrutable de los dioses.
Así que la lucidez no nos salva, pero cuando somos capaces de empecinarnos en ella, ¡qué resplandor para el proyecto humano! Si uno es capaz de mirar al miedo a la cara y oponerle su dignidad desnuda, y aceptarlo como un honroso rival aunque sea siempre más poderoso, aunque nos tenga condenados de antemano, como le sucedió a Héctor cuando fue a luchar, lleno de miedo y honor, contra el divino Aquiles, y no retroceder ante sus pasos de gigante, y aun temblando mantenerse firme frente a él, ¿no justifica ese instante de afirmación toda una vida? ¿No es la cura más genuina del miedo, que a la vez lo asume y lo vence, transmutándolo en coraje? ¿No se resume ahí el más profundo poder de la condición humana? Algo así debió querer decir Nietzsche con aquella famosa divisa: “Lo que no me mata me hace más fuerte”.

En el fondo de lo que nos abruma, en definitiva, siempre alienta de algún modo el miedo de los miedos, el miedo a la muerte. El poder de la muerte reside en su fatalidad y en que es siempre una posibilidad inminente: solemos olvidarlo, pero hay épocas de la vida en que nos llegan ecos de sus trompetas, y cómo no temblar al escucharlos; el budismo, como los estoicos y Montaigne, recomienda ejercitarse en hacerla presente, y supongo que hace bien, aunque no tengo claro que eso nos ayude a afrontarla cuando llegue. Epicuro, en cambio, era partidario de no dedicarle un ápice de nuestros desvelos: "Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros... Mientras nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte se presenta, entonces no existimos".
Con la muerte y con el miedo, en fin, todos los consuelos son buenos, pero siempre se quedan cortos. A la postre no hay más remedio que vivirlo, sentir su sablazo y seguir con su desazón, meterlo en la maleta y continuar caminando. Ya que el miedo es ineludible compañero de viaje, convirtámoslo en tarea e inventemos el valor. Porque también las derrotas nos componen y nos acompañan. Hay que asumir la certeza de la inseguridad. Hay que mirar de frente a nuestros miedos. Ojalá tengamos suficiente con la lucidez y con el amor.

Partidarios de la alegría

Tres filósofos del goce: Epicuro, Spinoza y Nietzsche

Añoramos una vida plácida y ociosa, pero pocos podrían soportarla sin pasión. ¿No tendrá la alegría un pie en cada una?

Epicuro, Spinoza y Nietzsche, pasión y alegría, desafíos de la vida, hombres libres y lúcidos

 

La mayoría de la gente, aunque no se lo confiese ni apenas a sí misma, no quiere una vida fácil o plácida, sino una vida apasionada. La pasión es lo que nos hace sentirnos vivos, y de ahí que tenga mucha razón el refrán popular que afirma que, cuando no tenemos problemas, nos los buscamos: solo los desafíos y las pruebas nos sacan del marasmo, hinchan nuestras velas y hacen que sintamos en la cara los ventarrones de la existencia. Tienen además la virtud de hacer que pensemos menos en nosotros mismos, que tengamos menos tiempo para compadecernos o darles vueltas a nuestras miserias, y menos fuerzas para aferrarnos a nuestras manías: son, pues, aliados del sueño amable y el buen humor, esto es, de la alegría.
Los tres grandes profetas de la alegría son Epicuro, Spinoza y Nietzsche. En ninguno de ellos hay coartada para la tristeza. Los tres son, además, aliados de la fuerza, anfitriones del apuro y adalides de la pasión. Cada uno a su estilo. Los tres confían en la vida y la aman tal como viene, sin apelar para ello a entidades imaginarias ni subterfugios trascendentes. Y la aman tanto que, aunque prefieren el placer al dolor, no le hacen ascos al sufrimiento si es el precio que hay que pagar por la aventura humana. Son partidarios de un hombre libre, lúcido, valiente, que mire a la cara y lo afronte todo sin excusas. Los tres sufrieron (dolor, persecución, soledad, rechazo), y ninguno tuvo la tentación de renegar por ello de la alegría.
Epicuro proclamó la dicha solar de una existencia sencilla, rodeada de amigos y entregada a la sabiduría. Aconsejaba la renuncia a los deseos fatuos, que casi siempre nos quitan más de lo que nos dan y nos abandonan en cuanto se cumplen, a cambio de un refugio seguro en placeres tan ínfimos como inmediatos: un trozo de queso, la carta de un viejo amigo, el goce del sol y de la tierra. Del pasado se queda con los gratos recuerdos de los que amamos, “dulce es el recuerdo del amigo muerto”; y del futuro no le inquietan ni la penuria, que solo afecta al codicioso, ni la muerte, puesto que cuando ella llegue nosotros ya no estaremos: “Debemos hacer la jornada siguiente mejor que la anterior, mientras estamos en camino y, una vez lleguemos al final, estar contentos igual que antes”.
Spinoza es el desconcertante geómetra de una razón que esconde la pasión más candente, el amor más devoto a la dicha y la libertad humanas. Para él, la alegría era la propia potencia, ese afán de vivir y medrar que tienen todos los seres y que él llamó conatus: “Cuando el espíritu se concibe a sí mismo y su potencia para obrar, se alegra”. La base de la ética de Spinoza es, pues, favorecer las ocasiones para la fuerza, que despiertan alegría, y evitar las que nos debilitan en vano, causando tristeza. ¿Cuántos de nosotros sabemos ser tan fieles y tan coherentes con nosotros mismos?
Y entre las agitaciones del Romanticismo y los cataclismos del siglo XX se alza la figura de Nietzsche, reclamando una nueva dignidad para el individuo, proclamando su emancipación de todas las evasivas que, con la excusa de darle consuelo, buscan someterlo e inmovilizarlo. El hombre liberado se alzará sobre la dignidad de su existencia bullente y perecedera y entonará el canto de su entusiasmo vital, mirándose al espejo sin vergüenza y con amor incondicional, y esperando la complicidad de sus hermanos. “Como una bendición llevo yo a los abismos mi clara afirmación”, sentencia, con un pathos tan desafiante que uno tiembla temiendo que sea una carga excesiva para la debilidad humana, como lo fue al final para la suya.
Una vida casi siempre difícil, a menudo ingrata, pero llena de pasión y de sentido: gozarla así tiene su propia sabiduría.