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Experiencias de la conciencia

Experiencias humanas






La totalidad de la experiencia,

es decir, la existencia”.

                        Walter Benjamin




Se ha dicho que el término experiencia proviene del latín experientia, que significa probar, intentar, ensayar o incluso arriesgar. Todo lo cual designa la condición de un cierto modo o grado de conocimiento, en este caso, en clave heurística, es decir, un discernimiento fundado sobre la base de la prueba, el ensayo y el error, del cual se obtiene un determinado aprendizaje. No obstante, las raíces de este tipo de saber ya estaban presentes en la antigua Grecia, dado que la expresión έμπειρος quiere decir empeño o intento. Y cuando por largo tiempo se contempla, observa y practica algo, entonces ese algo deviene pericia, forma de conocimiento. 

Con sobria sensatez, y sin tener que llegar a los supuestos establecidos por el empirismo de Locke -que en buena medida han terminado por fijar los términos del credo del presente-, Kant señalaba que la experiencia “es el primer producto surgido de nuestro entendimiento, al elaborar este la materia bruta de las impresiones sensibles”. De manera que la experiencia no es lo que antecede al conocimiento sino su punto de partida en sí, su más primigenia expresión y, por eso mismo, la más indeterminada y abstracta. Aunque no por ello menos importante, por el hecho de ser parte constitutiva de la historia de la incesante formación de la conciencia. El a priori kantiano es, en realidad, un a posteriori -como observa Hegel- precisamente por esta razón. Y es por eso que la experiencia es sorprendida por Hegel como un elemento necesario y determinante en la progresiva auto-concreción de la conciencia, empeñada en desplegar la realidad en su complejidad, no solo teorética sino ética, social, política e histórica.

A medida que las experiencias vividas -consideradas como empeños o intentos- son objeto de su proceso reconstructivo, en esa misma medida se comprenden como el camino de la conciencia hacia su propio saber. Y así se transforman en “la exposición del saber que deviene”. Diría Fichte que ellas van formando la fuente primordial de “la historia pragmática del espíritu humano” o, en una expresión, la “historia de la autoconciencia”. Recordar las experiencias sufridas -reconstruirlas- a los efectos de comprender el presente, es tarea de ineludible factura en la conformación de todo cuerpo social que consensualmente ha asumido el compromiso de sanar las heridas que durante mucho tiempo le han ocasionado tanto dolor y sufrimiento. Comprender quiere decir superar. El pasaje del conocimiento al saber está mediado por esta experiencia sufrida por la conciencia. En caso contrario, se corre el riesgo permanente de repetirlas una y otra vez. Es el bucle de la mala infinitud.

Después de la aplastante derrota política y militar sufrida por los sectores de la extrema Izquierda venezolana durante los años sesenta, negados a aceptar la pacificación que se les ofrecía, sus organizaciones partidistas comenzaron a resquebrajarse, dividirse y debilitarse hasta quedar reducidas a exiguos clubes de los viejos camaradas de lo que pudo haber sido y no fue, al frente de los cuales siempre un caudillo o un grupo de “comandantes” con criterios y tendencias ideológicas, tácticas y estrategias de lucha de lo más diversas, distantes e incluso contradictorias. Era el variopintismo de una Izquierda agotada, fracasada en sus propósitos pero, eso sí, arrogante, borbónica, presumida. Y es que, a pesar de todo, estaban convencidos de tener en sus manos la verdad develada y pura, la ciencia superior: nada menos que el diamat. Era “inevitable” que, “más temprano que tarde”, la sociedad capitalista se derrumbara como consecuencia de “sus propias contradicciones” y solo bastaba con empujar un poco las cosas para que, finalmente, se cumpliera la divina revelación de la sagrada palabra. Pero nada que llegaba el día. El consensuado pacto de Punto Fijo se había vuelto un auténtico bloque histórico y la población, deseosa de superar las condiciones de atraso impuestas por el militarismo, aceptó con entusiasmo la oferta democrática. Cuando decidían participar en los procesos electorales, los antiguos “comandantes” comenzaban a juntar las desgastadas piezas de su rompecabezas y presentarlas como la gran alianza de las Izquierdas. Nunca llegaron a alcanzar más de aquello que Cabrujas llamara, no sin ironía, “el seis por ciento histórico”. Suponían que mientras mayor fuese el número de sus menguados partidos más oportunidades tendrían de ganar. La experiencia mostró que la simple sumatoria de siglas vacías no es suficiente para obtener la victoria. Y cuando finalmente obtuvieron la anhelada victoria fue porque los “grandes cacaos” resentidos del sector empresarial y de la banca, propietarios de importantes medios de comunicación, convencieron a la sociedad civil de que era necesario un cambio de rumbo: era menester, “por el bien del país”, regresar a “nuestras raíces”, al señorío de la barbarie ritornata que el nuevo Boves -aunque, esta vez, en nombre de Bolívar- acaudillaba. Fue el “gran viraje” de Carlos Andrés Pérez en dirección contraria. Y he aquí la comedia devenida tragedia.

Después de veinticuatro años de esta insufrible pesadilla gansteril, queda la experiencia de la Coordinadora Democrática, la Mesa de la Unidad Democrática y la Plataforma Democrática como prototipos miméticos de aquellas alianzas izquierdistas de los años setenta, ochenta y noventa. El mismo formato, la misma representación del país desde la sala de reuniones en cuya mesa cada pequeña pieza va formando el rompecabezas de las ficciones. La esclerosis de los partidos que alguna vez fueron representativos del ethos ciudadano terminaron pagando el costo de sus propias mezquindades. No supieron ser gobierno y tampoco oposición. Hoy por hoy, después de las Primarias, han quedado en evidencia: ni los unos ni los otros representan a nadie. Solo pueden ser representantes de sus propios intereses particulares. La Venezuela destruida no merece volver a extraviarse en un pasado de ingrata recordación. La conciencia tiene la obligación de comprender -¡superar!- su propia experiencia. Este anunciado “principio del final”, este nuevo bloque histórico que apenas ha comenzado a concretarse, no requiere ni de más caudillos ni de más puzzle. Más bien, requiere de la construcción de un nuevo concepto de país, sustentado en el necesario consenso para la realización efectiva de los auténticos valores democráticos y las libertades ciudadanas.            

  


¿Abstencionismo o participacionismo?


Johann Gottlieb Fichte

 

 

            Las antinomias se forman, según Kant, de dos proposiciones argumentativas racionales recíprocamente contradictorias que carecen de toda posible resolución, por lo menos, dentro del estricto y riguroso esquema propio de la lógica de las formas simbólicas y proposicionales, y muy a pesar de la metafísica aristotélica, aunque sobre sus hombros, como consecuencia del uso y abuso -dado su indiscutible peso histórico-cultural- establecido por la autoridad de la tradición escolástica y moderna. El gran mérito de Kant fue reunirla, estructurarla y llevarla a la cima del pensamiento, hasta devenir código e instrumento de la cotidianidad. Dice el autor de la Crítica de la Razón Pura que cuando la razón rebasa toda experiencia posible, queda atrapada en la formulación de sus propias antinomias, esto es, en perspectivas o puntos de vista que por el hecho de ser racionales no dejan de ser contradictorios. Y son ellas las que hacen irresolubles los mismos objetos de la metafísica, a saber: Mundo, Alma y Dios. De la demostración racional de la afirmación o negación de su existencia, surgen las llamadas por Kant Tesis y Antítesis, de las cuales, poco después, Fichte -y en ningún caso Hegel- postulará la necesidad de la Síntesis, a partir de la unidad originaria del Yo, constitutiva de la razón práctica. 

            Paradojas, las llaman los filósofos de la ciencia. El caso de la “parajoja del mentiroso” es emblemática: la oración “Esta oración es falsa”, dado el principio del “tercero excluído”, es, por un lado, verdadera y, por el otro, falsa. Si es verdadera, lo que dice la oración es falso. Pero la oración afirma que ella misma es falsa, por lo cual no es verdadera. Ahora, si la oración es falsa, lo que afirma debe ser falso, pero esto implica que es falso que ella misma sea falsa, lo cual la hace verdadera, contradiciendo la afirmación anterior. En fin, no es posible asignarle a esta paradoja un “valor de verdad” absoluta.

            El caso es que de antinomias parece estar plagada la margarita del “me quiere o no me quiere” del amplio espectro del arcoiris de los sectores que se enfrentan (Gegen), de un modo o de otro, al gansterato que usurpa el poder en Venezuela. “Oposición”, se autodenominan. Como si las palabras carecieran de contenido. Como si se pudiese establecer una relación de oposición -de correlatividad- entre términos no solo distintos sino recíprocamente incompatibles. Opuestos son “derecha e izquierda”, “arriba y abajo”, “padre e hijo”. Y son llamados términos opuestos correlativos porque no existe posibilidad de la existencia del uno sin la del otro. Entre ellos no puede no haber complementariedad. Ahora, ¿es posible que “criminal” o “ganster” sea el término opuesto correlativo al de los sectores políticos que aspiran establecer un régimen político democrático? ¿Existirá correlatividad entre un narco-traficante y un dirigente político? ¿Se podrá llamar “Izquierda” a un cartel criminal y autoconcebirse como la “Derecha” política que se le opone? ¿Se puede afirmar que toda la autodenominada “oposición” política venezolana es de “Derecha”?

            Como podrá observarse, la confusión es grande. Y la presuposición de “conceptos” pareciera hallarse sobresaturada. La palabra “claro”, por cierto, se ha convertido en la muletilla predilecta de una dirigencia política que, cual selección vinotinta, sube y baja la cancha una y otra vez en busca del anhelado “gol de la dignidad”, frente a la apabullante goleada de un grupo de malechores que, mientras saquea lo que queda de país, finge jugar con ellos, los atracan, los golpean, les sacan toda clase de “tarjetas” y los expulsan de la cancha (los meten presos), los amenazan con sus pistolas y metralletas, los apuñalan y los asesinan. “Estamos muy claros”, afirma con el mayor convencimiento, y bajo la forma del estribillo, la cada vez más inasible dirigencia “opositora”, que no logra percatarse de que “el partido” que se imaginan estar “jugando” se convirtió, hace ya mucho tiempo, en un juego de policías y ladrones, pero invertido.

            En un reciente artículo de opinión, María Corina Machado advertía enfáticamente que “un gobierno de transición con parte de las mafias no es una fórmula para sacar a los criminales del poder, sino para redistribuir el poder entre los criminales”. Es esta una advertencia de cuidado, porque, a menos de que falle la consistencia lógica de la antinomia, la única forma de ser efectivamente el término opuesto del gansterato es formando parte -así sea en plano negativo- de la gansterilidad. O para decirlo en buen criollo, quien anda con lobos.. no maúlla precisamente: aprende a aullar. No han faltado en los últimos días los argumentos -y cabe advertir que el uso indiscriminado del término “narrativa” ya apesta- en defensa de la participación en los comicios para gobernaciones y alcaldías convocadas por el régimen: “no se pueden abandonar los espacios”, se afirma. “Hay que recuperar la institucionalidad”. “Los demócratas tienen que defender el voto votando”, etc. En el fondo, la premisa mayor encierra una acusación más o menos directa contra el llamado abstencionismo. Solo que, paradójicamente, se puede también afirmar lo contrario: “el voto no se defiende votando según las normas establecidas por el gansterato, sino exigiendo reglas efectivamente democráticas”. Como ha afirmado Andrés Velázquez, “después de 22 años de trampas, de horror, destrucción total, miseria y dictadura, no estamos para cuentos infantiles. Pelear por condiciones electorales libres, justas, transparentes y verificables, no es un capricho ni es abstencionismo, es lo que nos corresponde hacer a los demócratas”.

            La antinomia pareciera traspasar el discurso de quienes ejercen la política propiamente dicha en contra (Gegen) de la no-política, es decir, de esa representación de cualquier otra cosa posible menos que de la política. Y no pocas veces, en nombre de la inteligencia, pareciera haber llegado el momento de poner más atención a la actividad de pensar lo que se hace y de decir lo que se piensa que a la repetición de frases huecas y sin contexto, tan afanosamente recomendadas por los llamados “técnicos”, “expertos” y “especialistas” -fieles representantes de la paradoja del mentiroso-, quienes parecen haber perdido la brújula por el camino de las abstracciones o -habrá que sospecharlo- de sus propios intereses. Detrás del abstencionismo parece hallarse la respuesta a la participación. Detrás de la participación parece hallarse la respuesta al abstencionismo. Lo otro no es sólo lo otro. Es, en sustancia, lo sí mismo. No es la esperanza sino la desesperanza lo que logra concretar los ahhelos de la esperanza. Fichte -maestro de la negatividad- sigue siendo un valioso pensador para poder comprender la dureza del desgarramiento del presente.         

                             

 

José Rafael Herrera

@jrherreraucv

 

La determinación o Betimmung

 

La determinación o Beitmmung


A mi Dora Lisa

 

            La nostalgia siempre impone la necesidad de pensar en sentido reconstructivo, desde el presente hacia el pasado, y, desde el pasado, de nuevo al presente. En ese instante de dolorosa invocación, el sujeto se hace objeto de sí mismo, la parte se hace todo y lo finito se hace infinito. Y sin embargo, sólo en virtud de semejante itinerario, se puede constatar el desgarramiento ante lo que se fue y ya no se es. Quizá haya sido por eso que Georg Philipp Friedrich von Hardenberg, mejor conocido por el pseudónimo de Novalis, afirmara que la filosofía se identifica con el sentimiento de «nostalgia de objetividad», ese deseo inquebrantable por querer volver a casa. De ser así -como no sin extraordinaria perspicacia ha observado Daniel Innerarity-, la filosofía es, en el fondo, una gran inmobiliaria que ofrece sus servicios al héroe desarraigado que todo individuo lleva por dentro, sin tener que condenalo a soportar una existencia ab extra. La realización de la libertad no parte de un mapa preconcebido, a la espera de su mediocre prosecución. Una vez más, la conciencia sabe lo que no dice y dice lo que no sabe. Se conoce cuando se hace y se hace cuando se van superando los obstáculos que va fijando el destino.


            Las palabras, después de todo, no son tan inocentes como pudiese llegar a creerse. Como tampoco lo son las cosas, las cuales, en su conjunto, van formando y conformando esa «segunda naturaleza» que es la sociedad, sus instituciones jurídico-políticas y su «reino animal del Espíritu», el cual, por cierto, hoy en día se sostiene firmemente sobre el poderoso corpus de las redes sociales, la máxima potenciación expresiva de los mass media. Así, por ejemplo, la palabra Bestimmung (determinación) es utilizada con mucha frecuencia por los principales representantes de la filosofía clásica alemana con el propósito de hacer referencia a una forma ciertamente innovadora y más concreta de comprender el destino (Schicksal), es decir, no como el inevitable fatum (la fortuna) -ese temible sino cuyo corazón aún podía sentirse latiendo en la obra de Maquiavelo-, sino como un determinado factum (lo hecho), cabe decir, como el resultado objetivo de una acción de la cual el sujeto, directa o indirectamente, es responsable. A partir de entonces, queda despejado el camino para una labor hermenéutica que permite comprender a cabalidad no sólo la incompatibilidad presente entre los grandes teóricos del socialismo y su ulterior torción y desplazamiento hacia el despotismo asiático, sino el hecho de que ya con dicha torción habían sido sembradas -puestas- las premisas del inevitable destino (la Bestimmung) del cartel criminal en el que finalmente ha devenido la estatolatría totalitarista.


            A partir de Kant y de Fichte, pero especialmente de Novalis, el destino, entendido como sometimiento y ausencia de libertad, como la pavorosa evocación de la impotencia frente a fuerzas misteriosas, superiores e independientes, ante las cuales sólo queda la resignación, viene a ser comprendido como el resultado del hacer del sujeto, porque es él quien determina, precisamente, el rumbo que tarde o temprano se pondrá de manifiesto, se revelará, se hará presencia objetiva. En una expresión, se recoge lo que se cosecha. Si se cosechan vientos se recogen tempestades. No se trata de que una cosa sean los buenos deseos y otra muy distinta la efectividad de su puesta práctica, o que una cosa sea el deber y otra el ser. Se trata de que lo que se ha sembrado coincida con lo que se ha querido sembrar. En este sentido, el hacer la historia, a su imagen y semejanza, es el destino de la humanidad. Pero con ello, además, la praxis política se transforma en la fuente inagotable, en el manantial infinito del que brota el propio destino. Siempre que exista un obstáculo, una frontera, un límite para la libre voluntad del sujeto, habrá política.


            No obstante, conviene preguntarse si este registro de lectura del destino como Bestimmung no contenga, todavía, los elementos propios de una interpretación unilateral acerca de la libertad -y, en consecuencia, de la política- que terminan remitiendo a su propia contradicción. Porque un destino  entendido como determinación, es decir, que se erige por encima de todo y de todos, y que niega toda posible determinación de sí mismo, no es una determinación sino, más bien, una indeterminación que abre el camino de retorno desde el factum hasta el fatum. El sujeto de la libre voluntad moderna no parece llegar a comprender que los vientos sembrados bajo los auspicios de su comprensión del destino adquieren vida propia, independiente de su creador, y que, a su vez, son capaces de crear y recrear un mundo de nuevas determinaciones. Como afirmara Hegel, «política, religión, necesidad, virtud, poder, razón, astucia y todos los poderes que mueven al género humano, ponen en marcha su juego aparentemente violento y caótico en el amplio campo de batalla que les está permitido. Cada uno se conduce como un poder absolutamente libre y autosuficiente, sin darse cuenta de que todos ellos son instrumentos en las manos del destino originario y del tiempo que todo lo vence».


            Tal vez, estas consideraciones acerca del destino, bien como fatum o como factum, o como el necesario reconocimiento de lo uno y de lo otro, permitan sorprender la verdad del destino del socialismo soviético de ayer en el gansterato de hoy, porque el modelo stalinista de representarse el poder siempre dejó abierto el camino para su asociación con el crimen, desde el momento mismo en el cual el Estado es definido como un arma, un instrumento de sojuzgamiento, coerción y terror. Queda en pie la premisa: el gansterato es el destino del modelo del socialismo soviético.   


José Rafael Herrera

@jrherreraucv

           

                 

              

27 de Agosto nacimiento de Hegel

 

José Rafael Herrera

@jrherreraucv

A mi Maestro, Giulio F. Pagallo

In honorem

 

 

            El pasado 27 de Agosto se cumplieron doscientos cincuenta años del nacimiento de Georg Wilhelm Friedrich Hegel, quien junto con Aristóteles y Spinoza conforman el más elevado y honorable de los títulos otorgados por la historia de la filosofía al oficio de pensar. No obstante, y al igual que sucede con Aristóteles y Spinoza, la mayor parte de lo que se ha dicho sobre Hegel se sustenta en presuposiciones y prejuicios, extraídos de la lectura de diccionarios, enciclopedias, manuales y breviarios que no sólo no se compadecen con la verdad, sino que la “resumen” y “sintetizan” -es decir, la tuercen y retuercen-, a objeto de hacer “digeribles” o “listos para llevar” pensamientos, ideas y conceptos que el propio Hegel recomendaba necesariamente “rumiar” más de una vez. Es el modo de reducir una filosofía a mercancía de la industria cultural. Por fortuna, en su lecho de muerte, el filósofo sentenció esta frase que, por lo demás, comporta un desafío: “De todos mis discípulos sólo uno me ha entendido; pero me ha malentendido”. En fin, y para decirlo con todas sus letras, lo inmediato, instantáneo y fugaz, tan propio de la cultura del presente, ni ayuda a comprender a Hegel ni, mucho menos, contribuye directamente con la verdad. Sólo alimenta las aguas turbias que forman la inmensa cárcava del engaño. No obstante, y como decía Spinoza, la verdad es index de sí misma y de lo falso. De manera que cuanto mayor sea el foso de la falsedad mayor será la altura de la cima que Hegel comparte con los honorables filósofos de Estagira y Amsterdam.


            A propósito de las tríadas, son esencialmente tres las representaciones en las cuales insisten los “intérpretes” para “resumir” su concepción filosófíca: 1) Hegel es un pensador idealista. 2) Su filosofía se sustenta sobre el método dialéctico -elevado a “ley” universal-, según el esquema de tesis, antítesis y síntesis. 3) Hegel es el mayor cultor del conservatismo político, todo un reaccionario, nada menos que el padre del prusianismo jurídico y político. Por si esto fuese poco, casi todas las tendencias del pensamiento contemporáneo -desde Schopenhauer hasta Popper, pasando por la vulgata del marxismo pro-soviético-, asocian sus ideas con galimatías y su modo de escribir con construcciones rimbombantes y enrevesadas que ni él mismo comprendía, con el fin de ocultar su más completa vacuidad. Como el “Soplagaitas de la filosofía” o “el espíritu absoluto en pantuflas”, lo definió Schopenhauer, partiendo del criterio según el cual el propósito principal de la filosofía consiste en ayudar a los hombres a sobrellevar la dureza de la vida y, en ningún caso, se trata de un extravagante trabalenguas ininteligible. Este es el criterio generalizado, el cliché que el chato -aplastado- sentido común ha terminado por imponerle al decidido esfuerzo de pensar enfáticamente.


Sujeto pensa hegel


            Que Hegel sea idealista nada tiene que ver con la torpeza de llegar a creer que el idealismo es aquella concepción del mundo que cree que la realidad inmediata -material- no existe. Quien se represente este tipo de dislate probablemente no tiene idea de quién era Kant, y, de hecho, debe portar en sus creencias la condición elemental del empirismo pre-kantiano, la cual, en el fondo, está sobresaturada por el convencionalismo de la liturgia religiosa: como Dios creó la naturaleza antes de crear a Adán y a Eva, entonces el mundo ya existía antes de la creación de la humanidad. Mientras más materialista se cree ser más dogmáticamente creyente se termina siendo. La pregunta es: ¿de cuál mundo se está hablando, para qué o para quién es esa “naturaleza”, esa objetivación sin sujeto? Porque, que se sepa, no hay objeto posible sin sujeto que lo conciba, como no hay sujeto que lo conciba sin objeto posible. Sujeto y objeto son términos correlativos. No hay objeto sin sujeto ni sujeto sin objeto. Ser idealista consiste precisamente en eso, en la comprensión de la necesaria y recíprocamente determinante unidad de sujeto y objeto, que es lo que recibe la dignidad del nombre de eidos, el penetrante razonamiento que sorprende y traspasa la inmediatez del mero sentido.


            No existe en Hegel tal cosa como “las leyes del método dialéctico”, ni se puede afirmar rigurosamente que en Hegel el movimiento del pensamiento opere por tesis, antítesis y síntesis. En tiempos de Hegel no existía el “cha-cha-chá dialéctico”, y de haber existido probablemente no le hubiese atraído. Entre Beethoven o Rossini y el ritmo cubano hay un mundo. De la irreconciabilidad de la tesis y de la antítesis, a propósito de los objetos de estudio de la metafísica, escribe Kant en la tercera sección de su Crítica. Y quien concibe la síntesis como identidad del Yo puro es Fichte. Hegel nunca lo hace. Por lo demás, la dialéctica no es un método, ni un instrumento, ni una receta, sino el movimiento del pensamiento mismo. Ni existe una dialéctica de tres términos, porque sólo existen dos (duis-bis) términos opuestos polares. No hay un polo Norte, un polo Sur y un “medio” o “semi” polo, es decir, un intermediario. El desarrollo del movimiento dialéctico va, siempre de nuevo, desde la indiferencia recíproca de cada término de la oposición -sujeto y objeto- hasta su necesario reconocimiento e interdependencia, en virtud de la negación determinada. Toda determinación es una negación. El resto es pura exterioridad, promovida por el entendimiento abstracto.


            La Filosofía del Derecho de Hegel contiene los lineamientos fundamentales de su concepción jurídica y política. Es el tránsito fenomenológico del individuo abstracto del derecho que se va descubriendo -se va reconociendo- como parte constitutiva de un cuerpo familiar, laboral, civil y ético, del cual forma parte esencial y sin el cual no puede ser individuo. Ni el individualismo abstracto ni el societarismo abstracto, que mientras más se niegan recíprocamente más se determinan. Ni el contractualismo ni el comunitarismo, porque tanto lo uno como lo otro son términos que no logran comprender que no existe uno de los términos con independencia del otro. Lo uno determina lo otro, sin medias tintas, sin medianías. Y, en tal sentido, no se trata de un “modelo” de Estado ideal -por cierto, y conviene advertirlo, ideal no significa idealista-, sino quizá del modelo de Estado más concreto, progresista y republicano existente. Quien no lo crea que le pregunte a la señora Merkel. De manera que el mito de un Hegel reaccionario y totalitarista no es más que eso: un mito.


            Que Schopenhauer creyese que la filosofía es un paño de lágrimas para las almas en desgracia, una suerte de manual de auto-ayuda para soportar el peso de una vida marcada por la amargura de la envidia, es asunto de él y de sus frustraciones. Que Popper considerara a Hegel como uno de los enemigos jurados de la “sociedad abierta”, teniendo como referencia las sandeces de la propaganda soviética, convencido de que la robinsonada de un contractualismo sin historia, de origen lockeano, es el modelo perfecto de toda sociedad, sólo puede ser el resultado de las ingentes limitaciones de un neo-positivista. En todo caso, conviene advertir que quien quiera pensar en serio, en estricto sentido enfático, no podrá prescindir de aceptar el reto que Hegel le exige.                      

Fichte, o de cómo se desata un bucle.

Por @jrherreraucv 

Una imagen dice mucho de un miedo.

La mayoría de los lectores profesionales de manuales, lo mismo que aquellos que suelen exhibir sin la menor vergüenza toda una gala de prejuicios y presuposiciones, derivados, en su mayor parte, de “vagas experiencias” o de “conocimientos de oídas”, suelen atribuirle a Hegel una formulación de la dialéctica sustentada en lo que el Maestro Pagallo solía denominar en sus clases, no sin ironía, como la “dialéctica del cha-cha-chá”. Esto es: hay una tesis –el lado “bueno”– a la que se le opone una antítesis –el lado “malo”– y que, después de unos cuantos dimes y diretes, llegan a un “entendimiento”, esto es, a una síntesis –el término medio entre lo “bueno” y “lo malo”, o sea, el “centro”–. Y es a eso, además, a lo que cierta vulgata sociológica y politológica le atribuye el nombre de “el método dialéctico”. Por supuesto, un Hegel así representado, que naufraga en un mar infinito de manuales, diccionarios y enciclopedias, no pasa de ser una mala caricatura del gran pensador. La conocida expresión göbbeliana, según la cual “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”, ha encontrado en la dialéctica hegeliana una de sus mayores víctimas, incluso cuando Hegel vivía, pues algunos de sus discípulos, no menos que sus detractores, repetían la letanía en cuestión una y otra vez, hasta que terminó por convertirse, para el gran público, en una “verdad irrefutable”, en un dogma.

Alguna responsabilidad indirecta tiene Johann Gottlieb Fichte en todo esto, también él no pocas veces mal interpretado por los fanáticos de las simplificaciones. Fichte fue un aventajado seguidor de Kant, tanto que puso al descubierto el nervio vital de la filosofía crítica y lo concibió como el principio supremo de todo saber, de todo conocimiento y de toda posible fundamentación científica. Se trata nada menos que de la libertad. Y para poder demostrar la superación de las llamadas “antinomias de la razón”, expuestas por Kant en la tercera parte de su Crítica, meticulosamente ordenadas en dos columnas sobre las cuales colocó las palabras tesis y antítesis, con el fin de mostrar, en la primera, la justificación a favor de un determinado objeto metafísico –Dios, Alma, Mundo– y, en la segunda, la justificación de la argumentación opuesta, Fichte se propuso la tarea de poner en evidencia la necesidad de la síntesis –los límites– de la una y de la otra. De manera que no es de Hegel esta formulación, sino de Fichte. Y cabe agregar que en la extensa obra de Hegel semejante planteamiento no se haya ni explícita ni implícitamente, a no ser para refutarlo, desde el 14 de septiembre de 1800.

En todo caso, la gran contribución de Fichte al pensamiento occidental consistió en transformar el “Yo pienso” (Ich denke) kantiano en un “Yo” puro, comprendido como la libre certeza intuitiva que, de continuo, se crea a sí misma y cuyo resultado crea toda posible realidad. Como ha observado uno de sus grandes intérpretes, Luigi Pareyson: “El genial y poderoso descubrimiento de Fichte, el vuelo de águila que lo eleva de golpe por encima de todos los kantianos de su tiempo y que caracteriza a su pensamiento, es la afirmación del Yo como intuición intelectual que se capta por sí mismo y se afirma a sí mismo. Un Yo que, proporcionando un sustrato nouménico al mundo fenoménico, garantiza la unidad entre lo sensible y lo inteligible, como principio único y supremo, colocando al Yo práctico como fundamento del Yo teórico; un Yo que, en la infinitud de su tender, representa el ardiente anhelo de la libertad, y que en la actividad del hombre une los opuestos rasgos de la infinitud y la limitación”. En otros términos, Fichte completa el “giro copernicano” de Kant: ya la acción humana no es una consecuencia del ser sino, por el contrario, el ser es una consecuencia de la acción humana, o como afirma Fichte: esse sequitor operari, el ser se deriva, es el resultado, de la acción.

De las formulaciones hechas por Fichte, surge la idea de que la objetividad del mundo externo no solo no es inexpugnable o indomable sino que, muy por el contrario, ella no es más que el resultado de la actividad sensitiva humana, de la acción del sujeto, de su objetivación. Es, pues, el libre actuar del Yo que deviene materia –que se ha puesto a sí mismo–, lo que va creando la realidad, como consecuencia directa de su hacer. Lo objetividad es el producto de la labor continua del sujeto. La física contemporánea lo ha mostrado fehacientemente: la realidad es lo que el dinamismo del sujeto sea capaz de producir. Que se haya “endurecido”, que se separe y se extrañe de su creador, es otra cosa. Y en este punto se puede decir que concuerdan plenamente Spinoza, Vico y Hegel con la filosofía de Fichte: “El orden y la conexión de las ideas es idéntico al orden y la conexión de las cosas”. Verum et factum convertuntur reciprocatur, como dice Vico. Una sociedad con ideas ordenadas y articuladas es una sociedad ordenada y articulada. Una sociedad con “ideas inadecuadas” o sin ideas es un desastre, un “caos primitivo” recurrente. Los “bucles” son, precisamente, eso: un desorden generado por el predominio de una objetividad que ha tomado cuerpo y vida propia. Ha tomado el control y se ha separado y extrañado del sujeto social, sometiéndolo a una viciosa circularidad. Cuando el sujeto pierde la conciencia de la libertad y se deja someter por la necesidad que le impone el objeto que lo circunda, entonces siente temor y solo le queda resignarse ante lo que le depare la esperanza.

Dice un viejo adagio que cada quien se labra su propio destino. Fichte lo suscribiría. Lo que comúnmente se llama destino está en manos de sus destinatarios –aunque no tengan conciencia de ello–, siempre y cuando sus ideas sean claras y sus objetivos estén bien definidos. El “No-Yo”, esa asfixiante objetividad que circunda a la Venezuela de hoy, es la consecuencia de una autoimposición. Una sociedad no tiene miedo porque haya creado una imagen: ha creado una imagen porque tiene miedo. Y, en este caso, la imagen creada ha sido la de sus propias vergüenzas. De ahí su apego a la esperanza, porque la esperanza es el correlato necesario del miedo. Este régimen terrorista, criminal, represivo y corrupto, que ha sometido a la población a la peor de las miserias –la de su espíritu–, tiene que cesar cuanto antes. El Yo venezolano tiene que reordenar su No-Yo para poder recuperar la libertad. Este es el momento preciso para desenredar de una vez por todas el “bucle”.

El hombre es Dios en la tierra: Fichte

La acción divina del hombre en la tierra desde el idealismo alemán

La historia de la humanidad, de las ideas y del desarrollo de las grandes coyunturas, a través de un consenso académico; a determinado varias pautas o estadios de la propia dinámica historiográfica. Naturalmente la filosofía no podría estar exenta: en ese sentido ubicaremos la filosofía de Fichte dentro de la corriente del idealismo alemán dentro de los años de 1762-1814.

Acción divina del hombre sobre la tierra

La historia de la humanidad, de las ideas y del desarrollo de las grandes coyunturas, a través de un consenso académico; a determinado varias pautas o estadios de la propia dinámica historiográfica. Naturalmente la filosofía no podría estar exenta: en ese sentido ubicaremos la filosofía de Fichte dentro de la corriente del idealismo alemán dentro de los años de 1762-1814.
Bajo esa premisa entendemos que en su época, como ya avisaba en el párrafo anterior, en la época en que vivió el filósofo alemán Fichte, dentro de la corriente del idealismo alemán, su quehacer y obra filosófica fue entendida como una exaltación y promoción de la subjetividad desde el punto de vista cognoscitivo, pasando por la fenomenología como ente argumentativo.
En el común denominador de sus obras, como común denominador se manifestaba la idea de que el “yo” como recurso inmanente de la existencia finita, se justifica a través de una serie de actividades fundamentadas. Es en ese sentido que se empiezan a gestar las pautas principales de lo que se considerará el idealismo alemán y a él se le conocerá como el fundador.
De hecho, si se revisa aunque sea de manera panorámica la secuencia y/o el curso de lo que es la propia historia de la filosofía, tenemos que el propio Hegel, parte de sus doctrinas filosóficas (de Fichte), para construir lo que ahora conocemos como uno de los sistemas filosóficos más intensos desde el punto de vista del idealismo. De hecho, podríamos argumentar que el propio Hegel nutrió las ideas de Fichte.
La lectura y aportación que en la dinámica actual podemos rescatar de la obra de Fitche llevada a la praxis, radica en el hecho más que fortuito de que en el contexto del devenir humano, como ser social y político, lo más elemental, vital e importante es que el propio ser humano esté sin ataduras morales, es decir, cuente con su propia libertad humana.

El ente social y político que se vacía en el recipiente del Estado social, solamente tiene justificación divina a través de la acción individual del propio ser; claro está, como un impulso de mejora del propio Estado. Es así que el propio “yo” será el pilar de la construcción del mundo inteligible. La cultura es unión y progreso.