El servicio se puede cargar, como transacción económica, solamente una vez de forma impositiva, dada su esencia, mientras que al producto se le sigue a través de todas o, como mínimo, en una cantidad legalmente aceptable de traspasos que puedan controlarse sobre él. Esta definición parece ser plausible a simple vista, porque existe una cantidad innumerable de servicios que pueden seguir haciéndose gozando de su intangibilidad, pero solamente en mutuo acuerdo, fuera del registro, siendo su rastreabilidad un proceso dificilísimo si la relación entre proveedor y consumidor se manifiesta libremente, tendiente a uno.
El producto, mientras tanto, es rastreable. Se puede fiscalizar su posesión, su venta ilegal, se puede moralizar y vandalizar en la opinión pública, se le puede geolocalizar y geomoralizar (Simmel).
Lo interesante de estos términos es que una relación de dos individuos libres, pasaría a ser una relación pecaminosa, una especie de orgía de mercado, una fiesta banal al servicio solamente de quienes tienen los medios para organizarla, planificarla, publicitarla y catalogarla. El producto es Dionisiaco porque llega a fertilizar consecuentemente los mecanismos que regulan el mercado, crea hijos; el producto es un extranjero en la relación dual comerciante-cliente, ya que nunca tiene solamente una esencia, por el contrario, es la diferencia de esencias lo que se intercambia; es un actor que exacerba los sentimientos con respecto al intercambio; "sin preocupación" debe ser la especificación del producto para el correcto arrojamiento al abismo del consumo. Dionisio, fase nocturna del sol, es afectado por las fuerzas oscuras, es un deseo que se satisface en el acto, pero no un segundo después, dado su carácter material, es ya, desde muchos antes, una promesa que satisface para dejar la nada; involucra cierto caos que debe ser controlado por la máquina; el mismo caos que se detectó, históricamente, en el producto como resultado de las épocas de la martirización del cuerpo. El cuerpo de Cristo es un producto y no un servicio, en principio. Lutero lo ejemplificó perfectamente siglos después como algo inmaterial. El producto debe ser seguido igual que su medio de Intercambio, el cual es el punto medio más excelente entre producto y servicio que se ha inventado hasta ahora, su perfecto sincretismo: El Dinero.
El dinero es una evolución de Apolo a Dionisio y viceversa, es el más puro estudio de los ciclos. El dinero se ha perfeccionado quizás desde la época de los templarios sin detenciones, al santo servicio. Sin dejar de ser un producto por su condición absolutamente rastreable, es un servicio por su naturaleza irreconocible. Es bipartito. Digno de admiración para quién lo tenga, o de condena, eso no depende. Su arqueología existe desde lugares que podrían desaparecer, con ello hay que tener mucho cuidado, su reajuste no es casual. Es evidentemente necesaria una filosofía de la razón instrumental que pueda pensar en el futuro, las antiguas pistas de lo que jamás podremos confirmar con respecto al lado servicial de la economía del pasado pertenecen al lado oscuro. La filosofía instrumental, si le hay, permanece sólo como instrumento, jamás como amor. Si nuestro dios es el dinero deberíamos de ser necesariamente una civilización dualista.
Las triadas de Georg Simmel explican mucho mejor el concepto dionisiaco del dinero. El dinero es un foráneo en la relación simbólica, la cual es evidentemente diádica, pero desigual. La distancia entre las relaciones crea un valor subjetivo que incluye innumerables factores, pero que representan una interacción permanente entre lo extraño y lo extranjero. El individuo no quiere demasiado cerca al otro, empero, es este mismo individuo, al cual no tiene cerca, el que le brinda un producto o servicio, y que se transforma en objeto; un objeto extraño, porque no se le reconoce, extranjero, porque jamás formará parte de uno mismo. Cualquier objeto extraño representa un dolor.
El dolor es tiempo. El dolor es trabajo, es dinero. Precisamente esta característica sensible presenta la dualidad entre dos dioses. Un encuentro particular, como entre Alejandro Magno y Diógenes de Sinope. Un regalo o una limosna. Pero, ¿Quién la da?
Pretendernos como iguales realza la desigualdad. El dinero es un facilitador de intercambios lineal, pero no igual, un acuerdo irresoluble, eternamente permanente. El dinero iguala al núcleo de nuestros átomos con el ritmo circadiano, con los ritmos de la falta, con cadencias a un vacío de entendimiento abismal; es un puente que desciende, un puente que cae, un puente que muere. El dinero es retroceso.
Antonio Gramsci predijo que la batalla sería cultural, porque es desde ahí donde pierde valor el intercambio impuesto para su propia caida, sin caída no hay progreso económico. La caída cultural y transaccional gana valor en el acercamiento a la persona, a su ser, desde su necesidad, desde su carencia, desde su tiempo, desde su dolor, desde su lucha, pero en la utilidad. Nadie ha dicho que la contracultura no es cultura, pero la contracultura o perdió su horizonte o se hizo el privilegio de unos pocos. Es imperativo, su regreso.
Lo irónico es que en la cultura no debería primar el valor del dinero, dado que la cultura es un bien en sí misma. No puede ser de otro modo, no hay otro camino. Los caminos que quedan ya están atrincherados por unos pocos que cuidan o que quitan. La falsedad pervive, conoce nuestra cultura y quiere dividendos.
El acercamiento a la verdad es un acercamiento desastroso, en harapos, con miedo, con miedos; es un acercamiento en éxtasis, ya sea por la agonía o por la pasión. No hay un acercamiento sincero desde el utilitarismo monetario. Es ahí el problema de lo dual del dinero; el problema de la síntesis del producto y del servicio. Se debe abolir está síntesis. Mas, no puede existir un otro sin un reflejo.
En este intercambio que hay entre nosotros y el espejo, no existirían intermediarios externos que banalicen esta relación. Pero como diría Nietzsche, el superhombre debería ser como un danzante que se contornea al borde de los abismos, sin importarle caer en sus movimientos a los paraísos de la incertidumbre.
El servicio pronto será regulado, como las plataformas de música, películas, redes sociales; amistad, entretenimiento. ¿Llegaremos a necesitar comer como un servicio? ¿Respirar como un servicio? Es decir, ¿que nos recuerden que deseamos comer? Ya no habrán productos sanos, sin polución. Lo mejor del servicio tomará lo pésimo del producto, mientras que lo mejor del producto tomará lo abominable del servicio.
Tal y como Freud dijo, el individuo y la masa tienen los complejos de la cultura y la devastación, la pulsión del Eros y del Tanatos; el individuo es atacado por la cultura (Gramsci) y al mismo tiempo por la orgia. La Alemania más culta fue llevada por su propia excelencia a la ignominia de la guerra, del racismo. Esto es porque el estado tomó el control, moralizó las normas, las economizó, con esto aumentó la libertad de la sociedad, pero no la del individuo (Jung)... El ser humano que responda al ideal colectivo ha hecho de su corazón un nido de asesinos. Ojo con ello, vivimos en la era de las máscaras, esto es, en la era de las personas. El funcionario no se ha marchado. La sociedad, al igual que el individuo, debería ser capaz de controlar su inconsciente impulsivo. ¿Utopía?
Ambos polos luchan por ser más excelentes en el individuo y en las masas, permaneciendo una guerra tetrarquica eterna e inevitable. El individuo, como nuevo Adán, como nueva Eva, no deben conocerlo todo, son las instituciones financieras las que rigen este conocimiento, y quienes imponen los frutos permitidos, pero también los prohibidos.
Las palabras cambian la realidad, esto no es “positivismo metafísico”, es el constructo que nos dejó la filosofía psicoanalítica cuanto menos. Si no se entiende que las palabras, el arte, las historias, son una herramienta, se pierde el potencial que se nos legó, por primera vez, cuando conocimos a nuestro dios, ese dios pagano, ese dios satánico, ese objeto idolátrico de valor subjetivo, que nos quitó el paraíso por haber descubierto otro paraíso, ya no estacional, sino en permanente cambio. El camino que nunca nos sacia fue la opción, siempre buena, de un ser que al parecer no puede morir.