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Cuestionarse la realidad


Cuestionarse la realidad.
En este microensayo se pretende profundizar un poco en las paradojas con que nos obsequian las distintas realidades «aparentes» que coexisten en nuestro día-a-día y que deberían inducir a la reflexión.

Cuestionarse la realidad

«Si la filosofía es cuestionarse la realidad y la realidad fuera incuestionable, no existiría la filosofía ni los filósofos». Ahora bien, a contrario sensu, la realidad actual es tan, pero tan cuestionable que la filosofía debería estar en absoluto auge y todos y cada uno de nosotros podríamos y deberíamos ser filósofos. Resultando evidente que no sólo no es así, sino que sucede todo lo contrario –la filosofía se encuentra en franca recesión y no parece que los filósofos aparezcan debajo de las piedras–, parece obligado profundizar en el análisis con objeto de verificar la proposición inicial y, en su caso, justificar esta aparente contradicción o refutarla mandándola directamente a la papelera, sea real o virtual.

La clave del problema puede residir en la ancestral lucha entre realidad y apariencia, candidatas eternas a la confusión entre sus significados. La cuestión podría plantearse en sus justos términos con esta nueva proposición: «ves lo que ves, no lo que es» o, dicho de otra forma, «ves la apariencia, no la realidad». Entonces, quien no asuma como cierta esta proposición, quien no desconfíe de la «realidad» aparente, quien no comulgue ciegamente con el aforismo «las apariencias engañan», cumplirá la proposición inicial y al no «cuestionarse la realidad» podrá ser cualquier cosa menos filósofo. Pero..., ¿cuántos sujetos de estas características se encuentran en nuestro colectivo? ¿Son la excepción que confirma la regla o son la regla misma? ¿A quién nos referimos exactamente cuando nos referimos a «nosotros»?

Empecemos por la última pregunta, la que presenta la menor dificultad: «nosotros» –entre los que me incluyo– somos los que consideramos la «realidad» como algo cada vez más cuestionable. Y decimos «cada vez más» porque consideramos la «cuestionabilidad» en tendencia creciente todavía muy alejada de una hipotética asíntota. De nuevo, a contrario sensu, los que, sin ningún género de duda, no somos «nosotros» son los que se dedican a fabricar realidades aparentes cada vez más sofisticadas y a anestesiar o embotar la percepción del resto de miembros del colectivo. Y en medio, tenemos a los sujetos que dan respuesta parcial a la primera y la segunda de las preguntas.

Planteado el problema en estos términos, la solución es, necesariamente, cuantitativa y difícil de cifrar con precisión, lo cual no es en absoluto necesario: hoy por hoy, la evidencia indica que son mayoría. Pero no podemos finalizar el análisis sin aplicarnos la misma vara de medir y preguntarnos si los errados somos «nosotros»: ¿es verdaderamente la realidad «cada vez más» cuestionable? O, como mínimo, ¿es actualmente la realidad muy, pero que muy cuestionable?

Intentaré responder las últimas cuestiones con una experiencia personal, salvando la subjetividad inherente: el primero de Mayo, Día Internacional del Trabajo, tuvimos que ofrecer una comida a un familiar que se había desplazado a Barcelona desde la meseta por asuntos que no vienen al caso. Tras reservar mesa en un restaurante cercano a nuestra espléndida playa urbana, tuvimos que dar un enorme rodeo debido al corte de tráfico provocado por la manifestación sindical centrada en la crisis y en los ¡seis millones! de parados. Ya nos resultó extraña la enorme caravana de vehículos que parecían dirigirse todos ellos a nuestro restaurante o, por aproximación, a la playa. Pero las sorpresas no acabaron aquí. La masificación en la zona era total. Todos los restaurantes –y los hay por docenas– llenos, con gente esperando en la calle. Los aparcamientos estaban también llenos, así como los chiringuitos de la playa. También todas las terrazas de los bares, todos allí con el solecito y la cervecita.

Y a todos los presentes, a todos «nosotros», se nos antojó una realidad muy, pero que muy «cuestionable», y nos pasamos la comida –iniciada una hora tarde debido a la manifestación– «filosofando», con lo que verificamos satisfactoriamente la proposición inicial.
 
Posdata: Hoy, en la playa de Castelldefels, «nosotros» lo hemos verificado de nuevo: no había forma de aparcar y todos los chiringuitos y restaurantes estaban llenos a rebosar. Realidad «cuestionable» de la buena. Y seguimos filosofando.

Las 6 claves de la Comunicación Oral

Las 6 claves de la Comunicación Oral.
El propósito de este escrito es proponer un método simple para abordar –que no solucionar– el complejo tema de la eficacia de la comunicación oral, entendiendo la comunicación como un proceso y la eficacia como el ajuste de sus resultados a los objetivos, que no son otros que conseguir que lo recibido se corresponda fielmente con lo emitido, en el supuesto —lo que en ocasiones es mucho suponer— de que el propio emisor se comprenda a sí mismo.

Empezaremos con una selección de reflexiones que nos servirán de soporte para el desarrollo de este artículo, a las que iremos haciendo referencia en cada una de las seis fases del proceso:

a) «Las enseñanzas orales deben acomodarse a los hábitos de los oyentes.» (Aristóteles)
b) «El lenguaje es pobre para expresar las ideas. Sólo podemos utilizar las palabras que conocemos.» (Spencer Tracy, de la película “La herencia del viento”)
c) «Es imposible hablar de tal manera que no se pueda ser malinterpretado.» (Karl Popper)
d) «Si un hombre nunca se contradice, será porque nunca dice nada.» (Miguel de Unamuno, tomado de una conversación en ¿Qué es la vida? de Erwin Schrödinger)
e) «Lo que siquiera puede ser dicho, puede ser dicho claramente; y de lo que no se puede hablar hay que callar.» (Ludwig Wittgenstein)
f) «Los límites de mi lenguaje significan los limites de mi mundo.» (Ludwig Wittgenstein)
g) «El significado de una proposición está determinado tan pronto como se conozca el significado de las palabras que la componen.» (Bertrand Russell, en su introducción al Tractatus)
h) «Las personas creen que hablan de las mismas cosas cuando están utilizando las mismas palabras, cuando de hecho pueden estar discutiendo sobre temas muy diferentes y, lo que es más, puede que lo estén haciendo de maneras totalmente diferentes.» (Martin Cohen, El escarabajo de Wittgenstein)
i) «Por mucho que te esfuerces, si no te pueden entender no te entenderán y si no quieren, tampoco.» (el autor, espero)

En primer lugar me gustaría concretar, dentro del alcance de este artículo, el significado del término «comunicación», además de restringirlo a sólo dos personas. Y lo haré sin recurrir a diccionarios ni referencias externas, mediante una definición de cosecha propia: «contacto voluntariamente provocado por el emisor y reconocido conscientemente por el receptor». Esto excluye tanto el "uno a muchos" (broadcast) como todos los contactos involuntarios e inconscientes, que los hay.
Ciclo, Emisor y Receptor
Hablar
Si no hablas, dado que no te pueden oír, no existe comunicación oral (1). Podrá existir comunicación basada en los otros cuatro sentidos, postural, guiños, olor corporal, sabor o tacto, en todos los casos agradable o desagradable, pero no oral (2). Y para hablar se deben cumplir una serie de premisas físicas (un medio de transmisión adecuado y un interlocutor), biológicas (tener una cierta edad), educacionales (haber aprendido), funcionales (cuerdas vocales operativas, no afonía, etc.) y psíquicas (tener ganas o creer tener algo que decir), sin olvidar la segunda parte de la reflexión e) de Wittgenstein, es decir, que consideres que, aún con toda la funcionalidad garantizada, estás ante algo —normalmente, lo piensas— de lo que «no se puede hablar», y esto es tan personal e intransferible que supera el alcance del escrito. Pero sigamos..., supongamos que hablas.

Decir
Se trata de "decir algo", que es exactamente lo contrario a hablar y "decir nada" (3). A pesar del riesgo de entrar en contradicción del que nos advierte Unamuno en d), riesgo que minimizaremos diciéndolo «claramente» según nos recomienda Wittgenstein en e), procurando acomodarnos a los hábitos y nivel cultural del interlocutor, según no enseña el maestro Aristóteles en a) y teniendo siempre en cuenta la más que segura malinterpretación de lo que digamos, como también nos advierte Popper en c) y con la espada de Damocles de la "pobreza del lenguaje" sobre nuestras cabezas, perfectamente expresada por Spencer Tracy en b). Pues bien, lo dicho, dicho está. Ahora vamos a pasar el examen.
   
Oír
Segunda obviedad: si no oyes, no existe comunicación oral. Se rompe la cadena. Del mismo modo que hablar, oír lo que te dicen está supeditado a varias premisas, que dividiremos en voluntarias e involuntarias. Entre las voluntarias podemos citar los tapones en los oídos (no de cera) o la escucha de música a alto volumen con auriculares cerrados y entre las involuntarias, la discapacidad funcional congénita o adquirida, ya sea temporal o permanente, que impida la reacción del órgano a las ondas de presión sonora. O sea, estamos en que "oyes ese algo que te dice quien habla". Pero aún no es suficiente...  

Escuchar
Frecuentemente oímos pero no escuchamos o, lo que es lo mismo, no prestamos atención. Poco hay que añadir a esta fase del ciclo. Escuchar es una condición necesaria, aunque no suficiente, para acceder a la siguiente fase, para "entender" lo que "oyes", que es lo que te ha "dicho" el que "habla". Por lo tanto, debemos escuchar atentamente, incluso, si es necesario, volviendo a la fase anterior para "afinar" el oído. Porque escuchar significa aislarte del omnipresente ruido ambiente y esforzarte en percibir con claridad lo que te dicen. Sintonizar correctamente con la emisora y ajustar el volumen y el tono de forma óptima. Poco importa aquí el propio mensaje, su decodificación viene después. Hablando en términos técnicos, lo que importa es la relación señal/ruido. Felicítate: ya "escuchas lo que oyes te dice quien habla".

Entender
La primera y principal premisa es hablar en el mismo idioma (real o cultural). Difícilmente te podrás entender con un japonés si no hablas su idioma y con un ingeniero si tú no lo eres y él no se esfuerza en adecuar su discurso a tu nivel. Aquí es de aplicación la reflexión propia i): puede existir una imposibilidad física de entendimiento (4). Incluso puedes rechazar voluntariamente el entendimiento, con argumentos o no. En cualquier caso, sin entendimiento es imposible terminar el ciclo. Por ejemplo: «K tngas 1 wn da» además de impronunciable, resulta innentendible casi incluso en un SMS, y «Sólo lo espiritual es lo real; es la esencia y el ser en sí lo que se mantiene y lo determinado —el ser otro y el ser para sí— y lo que permanece en sí mismo es esa determinabilidad o en su ser fuera de sí o es en y para sí. Pero este ser en y para sí es primeramente para nosotros o en sí, es la sustancia espiritual» (5) se entiende, pero... ¿se comprende?

Comprender
Llegamos al objetivo final: la comprensión (4) del mensaje. Y conviene resaltar aquí y ahora, que lo importante no es tanto la fidelidad respecto a las pretensiones del emisor, sino el hecho mismo de haber comprendido algo. De haber extraído conclusiones del mismo. Porque esa eficacia cuenta con una legión de enemigos prácticamente imbatibles. Empecemos con Wittgenstein en f): «Los límites de mi lenguaje significan los limites de mi mundo» y con Russell en g) «El significado de una proposición está determinado tan pronto como se conozca el significado de las palabras que la componen». Atendiendo a estas importantes reflexiones, debemos concluir que la limitación de nuestro lenguaje y de nuestro vocabulario es una verdadera cárcel que nos limita la comprensión. A todo ello viene a sumarse Popper con su c): «Es imposible hablar de tal manera que no se pueda ser malinterpretado» y la "pobreza del lenguaje" (o pobreza del espíritu de Hegel) de Spencer Tracy en b), potentes enemigos que ya han actuado sobre el emisor al "decir" su mensaje.

Conclusión:
¿Ecuación imposible? ¿Se puede conseguir eficacia en el ciclo Hablar-Comprender? Creo que es relativo y que hay que abordar el problema desde una perspectiva posibilista. No podemos conseguir eficacia al 100%, pero sí una eficacia razonablemente alta, siguiendo secuencialmente las seis fases del ciclo. Recordemos:

Emisor: hablar y decir algo. Receptor: oír, escuchar lo dicho, entender lo escuchado y comprender lo entendido.

En cualquier caso, dado que una vez finalizado el ciclo, emisor y receptor intercambian sus papeles y se vuelve a empezar, para no llamarnos a engaño, conviene terminar prestando atención a la única reflexión no citada: la h)

«Las personas creen que hablan de las mismas cosas cuando están utilizando las mismas palabras, cuando de hecho pueden estar discutiendo sobre temas muy diferentes y, lo que es más, puede que lo estén haciendo de maneras totalmente diferentes» (Martin Cohen, El escarabajo de Wittgenstein).

Imagínate lo que puede suceder cuando emisor y receptor utilizan palabras distintas.

Ejercicio final: Relectura de las reflexiones iniciales.

Notas:
  1. No será la única obviedad que se encuentre. Pido paciencia, porque la inclusión de obviedades responde al pretendido rigor analítico que preside el escrito y al hecho de que, con más frecuencia de la que cabría esperar, lo obvio es lo primero que se olvida.
  2. El sexo oral, forma indudable de comunicación bipersonal, queda excluído de esta categoría. Se puede adscribir a cualquiera de las otras cuatro, incluso a todas ellas, pero no lo consideraremos comunicación oral.
  3. "Decir nada" es la forma lógica de afirmar la negación. Porque "no decir nada" (doble negación) es "decir algo" (permítaseme la esperpéntica boutade, pero, aunque sea con calzador, creo entra en el alcance. Pretende aleccionar sobre la necesidad de pensar lo que decimos.
  4. En este enlace se trata en detalle el binomio Entendimiento-Comprensión.
  5. Inentendible e incomprensible —para mí— frase de Hegel que, aún cuando pertenece a la categoría de comunicación escrita, ilustra convenientemente el tema. Más información en Hegel ¿lata o sardinas?

Relativismo: ¿puente o barrera?

Relativismo: ¿puente o barrera?
El objeto del presente escrito es plantear la contradicción existente entre el relativismo en sí y su frecuente utilización por parte de relativistas que, por no saber, no saben ni que lo son, como argumento descalificador frente a posiciones pluralistas, racionales y analíticas, contraponiendo de forma superficial y simplista la universalidad de lo subjetivo, su equidistancia y su tolerancia implícita frente a una supuesta objetividad extrema intolerante y absolutista, defensora de la existencia de la verdad absoluta.

Por lo tanto, conviene precisar de entrada que el propósito de este escrito no es tanto descalificar el relativismo —a pesar de que será inevitable—, doctrina que no comparto, pero que acepto, como todas, en la medida que se limite a una postura vital, personal e intransferible, sino manifestar y justificar mi rechazo, también extensivo a todas, cuando una posición propia se convierte en arma arrojadiza invasiva —de ataque o de defensa, tanto da— descalificadora de posiciones ajenas. Porque una cosa es defender fundamentadamente la bondad de una posición o convicción ética y otra muy diferente presentar la posición propia —en este caso, el relativismo— como argumento ejemplarizante, con solicitud formal de adhesión incluida, en especial, cuando esta actitud encierra contradicciones casi metafísicas. Y esto es lo que habitualmente sucede.

También resulta de justicia dejar constancia del desencadenante de estas reflexiones, que se inicia con la publicación en una red social del aforismo propio «El relativismo es el vacío absoluto: abre todas las puertas pero no cierra ninguna, facilita la entrada de todos pero también su salida» y la pregunta abierta de una buena amiga virtual (1) «¿En contraposición con?», cuestión básica y trascendental, la cual me comprometí a responder. Este escrito, pretende ser la respuesta.

Empezaré intentando definir y valorar el relativismo, con objeto de dejar claro el referente del tema. Para ello, utilizaré tanto el diccionario como la opinión de dos importantes pensadores, Aristóteles y Popper, el primero prácticamente coetáneo de Protágoras, a quien se le atribuye sentar sus bases con la frase «El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son, en tanto que son, y de las que no son, en cuanto que no son» y el segundo, 2.300 años después, tampoco defensor entusiasta de esta corriente de pensamiento (2).

relativismo.
1. m. Fil. Doctrina según la cual el conocimiento humano solo tiene por objeto relaciones, sin llegar nunca al de lo absoluto.
2. m. Fil. Doctrina según la cual la realidad carece de sustrato permanente y consiste en la relación de los fenómenos.
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Veamos ahora la opinión de Aristóteles (3)
«Si todo lo que pensamos, si todo lo que nos aparece, es la verdad, es preciso que todo sea al mismo tiempo verdadero y falso».
«La mayor parte de los hombres piensan diferentemente unos de otros; y los que no participan de nuestras opiniones consideramos que están en el error. La misma cosa es por tanto y no es». 
«La consecuencia que sale de semejante principio es desconsoladora. Si son éstas, efectivamente, las opiniones de los hombres que mejor han visto toda la verdad posible y son estos hombres los que la buscan con ardor y la aman; si tales son las doctrinas que profesan sobre la verdad ¿cómo abordar sin desaliento los problemas filosóficos? Buscar la verdad ¿no sería ir en busca de sombras que desaparecen?».
Demoledor. Sigamos con Karl R. Popper (4)
«Este estilo —en referencia a los intelectuales impulsados a ir “a la última moda”(5)—, el estilo de grandes, oscuras, pretenciosas en incomprensibles palabras, ese modo de escribir no debería admirarse más. Es intelectualmente irresponsable. Destruye el sano entendimiento humano, la razón. Hace posible esta postura que se ha designado como relativismo».
«Desearía contraponer aquí al relativismo una postura que casi siempre se confunde con él, el pluralismo. Mientras que el relativismo, que procede de una tolerancia laxa, conduce al dominio de la fuerza, el pluralismo crítico puede contribuir a la domesticación de la misma».
«El relativismo es la postura según la cual se puede aseverar todo, o casi todo, y por tanto nada. Todo es verdad o nada. La verdad es algo sin significado. En cambio, el pluralismo crítico es la postura según la cual, en interés de la búsqueda de la verdad, toda teoría —cuantas más teorías mejor— debe admitirse en competencia de otras teorías».
Y en este punto me asaltan ya varias conclusiones: la primera es la contundencia de los argumentos de ambos pensadores, la segunda la coincidencia en considerar el relativismo como un freno a la búsqueda de la verdad, la tercera es la entrada en escena de la “tolerancia” y la última es que casi me he quedado sin resuello para continuar, convencido que, desde el punto de vista conceptual, nada se puede añadir que no lo estropee. Por lo tanto, voy a concluir con mi particular punto de vista, muy racional, muy analítico, muy científico, enfoque, por descontado subjetivo, que, tildado de objetivismo absoluto y errado, ha estado en el núcleo de la argumentación contraria, blandida en un reciente debate por un pretendido relativista. Y voy a intentar justificar brevemente su contradicción.

Lo que caracteriza a una mentalidad analítica, racional y científica es, precisamente, la aceptación de la falsabilidad como principio director de la validez temporal de toda teoría. Toda teoría es válida en tanto no sea refutada de forma objetiva (6) y esa refutación sea aceptada por la comunidad científica. Por lo tanto, acusar a un analítico-científico de defensor de verdades absolutas no es más que una insensatez intelectual propia de quien profesa una doctrina que esconde tras una falsa pantalla de tolerancia —laxa, según Popper— un dogmatismo extremo. 

Todo miembro de la especie criticada es enemigo declarado de las verdades absolutas, defensor impenitente de la incertidumbre (7) y relativista einsteniano, relativismo que expresa de forma paradigmática las contradicciones de la doctrina de Protágoras. Nada hay más concreto que la fórmula de la relatividad especial: E = mc2. Con su concreción, con sólo tres elementos básicos, expresa la subjetividad más objetivamente absoluta (8). La velocidad (c), función del tiempo y espacio, depende de algo tan trivial como la posición del observador respecto al observado y la masa m y la energía E (casi nada, el ser y el no-ser físico y metafísico) también. Y para terminar, la guinda: esta teoría establece también un límite hoy inabordable, la velocidad de la luz. Pero, siendo una teoría, estará ahí hasta que, como todas, sea refutada (9). Y con esta absoluta defensa de la arraigada incertidumbre de todo racionalista termino.

Yo también soy relativista, pero distinto. Puestos a elegir, me quedo con lo analítico, lo racional, lo concreto, lo "objetivamente subjetivo", con la relatividad einsteniana y la incertidumbre cuántica y descarto el relativismo, la extensión sin límites de la verdad, la consagración del subjetivismo absoluto, el cual considero una interpretación sesgada y miope, cuando no interesada, al servicio de intereses bastardos. Y, por cerrar el círculo con el título: rechazo también su habitual propuesta de puente de entendimiento entre posturas distintas. Más bien lo considero una barrera insalvable. Evidentemente, desde mi lado del puente.  

Notas:
1 – Clara Albors Ibars. Solicito excusas por si la publicación de tu nombre te ha incomodado, pero no ha sido mi intención. En cualquier caso, agradezco aquí públicamente tu importante contribución como catalizadora de este escrito.
2 – Se me podrá acusar de sesgo parcialista, pero la elección de estos dos filósofos responde a mi identificación intelectual con ellos, por lo que aceptaré, en este caso, la acusación de subjetividad objetiva absoluta, en el supuesto que tal cosa exista. En cualquier caso, nada más lejos del relativismo.
3 – Metafísica. Libro IV, 5 “Crítica del relativismo de Protágoras”.
4 – Sociedad abierta, Universo abierto. Tolerancia y responsabilidad intelectual. Ponencia presentada el 16 de marzo de1982 en el Ciclo de Conversaciones sobre la Tolerancia en la Universidad de Viena.
5 – Nota aclaratoria propia.
6 – Entendiendo la objetividad como una subjetividad consensuada y colectiva.
7 – En especial desde la llegada de la física cuántica.
8 – No me digan que esto no es una contradicción.
9 – Y ganas no faltan. He aquí la fuerza del pensamiento científico. La búsqueda, quizá utópica, de la verdad.

El Tiempo Universal: ¿Reloj o cronómetros?

El Tiempo Universal: ¿Reloj o cronómetros?
En este escrito se plantean unas dudas, creo que razonables, que me gustaría someter a consideración desde un punto de vista absolutamente abierto, sea físico, metafísico o filosófico: dando por supuesta su existencia –la del tiempo– y su fundamental papel de padre –o notario mayor– de la Existencia... ¿cuál es su esencia? ¿Es universal o particular?

Con objeto de atenuar el sesgo científico del texto que, por su alejamiento de la ortodoxia filosófica, puede desanimar o incomodar a algunos lectores, bueno será comenzar con una definición del maestro Aristóteles, extraída de su obra “Física”, definición que, en su simplicidad, representa la mejor introducción al tema:

«El tiempo es la medida del movimiento entre dos instantes».
Aun cuando la ínfima magnitud del objeto de estas reflexiones pudiera considerarse de importancia determinante, el hecho cierto es que resulta irrelevante. Igualmente podríamos estar hablando de un segundo o de una hora. Partimos del supuesto de la existencia de un lapso mínimo de tiempo —el mínimo «instante» aristotélico— que, a modo de barrera, resulta imposible de franquear. Esto determina el límite de la existencia cognoscible, la cual, por definición, sólo puede manifestarse durante múltiplos enteros de este tiempo. Por lo tanto, nos encontramos ante el generador universal de sucesos. Ante un metrónomo que marca el ritmo de la existencia, cuyo período, según nos enseña la mecánica cuántica, es el tiempo de Plank (1). Y nada puede suceder entre dos pulsos. Y todo suceso debe empezar coincidiendo con uno de ellos.

Este hecho resulta coherente con la reflexión intuitiva que nos lleva a asociar la Existencia con el cambio y a definir el cambio como el detonador o causante de toda Existencia. Y el cambio patrón, el tiempo límite que permite todo cambio, es precisamente el tiempo de Plank (en adelante, Tp), el tiempo entre dos pulsos. Por lo tanto, vinculamos la Existencia con este lapso de tiempo. Nada puede existir fuera del mismo. Nada puede iniciar su existencia entre dos pulsos (2).

Sentada esta cuántica premisa, llegan las preguntas: ¿nos encontramos ante un reloj universal o ante un cronómetro particular? ¿Todas las historias del universo son cronológicamente coherentes? ¿Están o no están en fase?

Si se tratase de un reloj universal, todos los sucesos o historias de sucesos deberían haber comenzado en un número entero de pulsos de reloj. De un único reloj. De un reloj universal. No nos importaría para nada el origen. Fuera el Big Bang o el sursuncorda. Nos encontraríamos en una situación coherente de todas las historias y con todas las "existencias" en fase. Aunque este caso plantearía la espinosa cuestión de dónde reside el reloj y cómo conocen su estado y, consecuentemente, el momento de nacer, todas las "existencias" potenciales.

Pero si se tratase de un cronómetro particular, cada suceso o historia de sucesos dispararía su propio contador de pulsos, incluido el hipotético Big Bang. Esto, EMHO (3), configuraría una situación totalmente caótica, desordenada e incoherente que imposibilitaría la conexión precisa entre las distintas "existencias" por encontrarse fuera de fase, distorsionando la realidad (si no es que ya esté bastante distorsionada, independientemente de esta personal preocupación).

En pocas palabras: ¿El tiempo es universal o particular? Parecerá una cuestión académica, pero, sin duda, resulta perturbadora.

La intuición y la experiencia me sugieren que estamos ante un reloj universal, pero me gustaría basar las conclusiones en razonamientos fundamentados, ya sea en el conocimiento científico o en la introspección filosófica. Yo me quedo en lo que me muestran mis sentidos. Y ya sabemos lo que dan de sí: mi realidad subjetiva, personal e intransferible.

Reflexión final:
Dando por buena la restricción fuerte que representa el Tp, se me antoja que la hipótesis de un reloj universal (de otros hipotéticos universos, me olvido) implica necesariamente que todos los sucesos, historias o existencias del Universo están en fase y su tiempo de "vida" es exactamente múltiplo entero del Tp. Y esto también implica un origen único.

Ahora bien, si existen zonas que pulsen a un compás diferente, el problema que aparece es el de la "visibilidad" entre dos "existencias" fuera de fase (más allá de la percepción de un observador externo). Evidentemente, ATEP (4), esto es irrelevante en el mundo macroscópico, pero mi duda surge cuando hablamos de sucesos con tiempo de vida de uno o pocos Tp (no soy físico e ignoro si existen partículas elementales tan efímeras). Supongamos una partícula que vive 1 Tp, generada por una colisión o suceso X. Esta partícula (a efectos cronológicos) es hija de X y se supone en fase con otros posibles "hermanitos" quizá mas longevos (supongamos que su padre ha muerto en el mismo instante; por cierto... ¿existe la instantaneidad?). Resulta evidente que la existencia de esta partícula "coexiste" al 100% con sus hermanos, por lo que puede interaccionar con ellos sin restricción alguna. Pero ¿cómo "ve" esta partícula otra creada en contrafase, generada, por ejemplo, en 1/2 Tp previo?. Sólo "coexisten" el 50% de su Tp y el resto del tiempo se ignoran. Mutuamente no existen. Sencillamente, me parece imposible.

Y, probablemente, no estará de más concluir el artículo —que no el tema— con una guinda filosófica de Karl Popper, también semilla de reflexión científico-filosófica:

«El quid de la cuestión está en saber si el Universo se creó en el tiempo o con el tiempo».

Notas:
1 - Tiempo de Plank:  http://es.wikipedia.org/wiki/Tiempo_de_Planck
2 - Es interesante como, intuitivamente, aparece el concepto de pulso, pero evidentemente, se trata de una abstracción. Un pulso de reloj tiene frecuencia (o período) —en nuestro caso, Tp— y duración (o anchura) y, también en el caso que nos ocupa, esta duración —forzosamente menor que Tp— no existe. Extraño pulso, pues.
3 - En Mi Humilde Opinión.
4 - A Todos los Efectos Prácticos, expresión acuñada por John S. Bell: http://es.wikipedia.org/wiki/John_S._Bell

La Libertad no existe

La Libertad no existe.
En este escrito se especula sobre la esencia y la existencia de un concepto sumamente desgastado por el uso: la Libertad universal o absoluta, defendiendo la tesis de que, como tal, así, en abstracto, con mayúscula, como un valor sin adjetivar, no existe y, consecuentemente, no es.

«Los límites configuran y dan sentido a la cosa limitada. Toda cosa existente tiene límites. Incluso la libertad».

Con esta proposición se pretende establecer la premisa fundamental sobre la que se apoya la tesis: la libertad es y está «limitada». Y la existencia de límites es, precisamente, la que justifica la inexistencia de la Libertad conceptual. Porque la libertad siempre es aplicada, es decir, práctica. A modo de ejemplo, podría asimilarse la Libertad con la física teórica y la libertad con la ingeniería. Lo demuestra el hecho de que siempre hablamos de libertad «de...» o «para...». Nadie «es» libre. Se «es» libre para algo. Se tiene —o no— libertad de expresión, de manifestación, de culto, etc. Y este planteamiento temprano —que, en cierto modo, ya es la conclusión— cumple también la función de ahorrar tiempo a quien no suscriba la premisa. Porque todo lo que sigue se basa en ella: en sus límites.

Karl Popper lo dejó muy claro con esta ilustrativa metáfora(1):
Una formulación muy hermosa que, creo, procede de América es la siguiente: alguien que ha golpeado a otro afirma que sólo ha movido sus puños libremente; el juez, sin embargo, replica: «La libertad de movimiento de tus puños está limitada por la nariz de tu vecino».
Con ello lo tenemos todo sobre la mesa. Y en este caso, el todo es bien simple. Sólo dos componentes: la existencia de límites y su concreción, expresada magistralmente por tus puños y la nariz de tu vecino. Lo que nos lleva a considerar un nuevo atributo: la subjetividad. Nadie negará que los puntos de vista del golpeador y del golpeado son diametralmente opuestos y, en cada caso, absolutamente lícitos. Y que, probablemente, la opinión del tercer protagonista, el juez, no coincide con la de ninguno de ellos.

Estos límites, en su componente cuantitativa(2), son los que caracterizan los tres dominios en los que la filosofía ha abordado tradicionalmente el concepto: el cósmico, el social y el personal, los cuales pasamos a glosar brevemente:

La libertad cósmica es la que se asemejaría más con la Libertad conceptual. Podría denominarse también «universal» o «natural» y representa la frontera —o punto de encuentro, según se mire— entre la filosofía, la metafísica y la ciencia. Nada más lejos de mi intención que profundizar en este ámbito, pero conviene citar que a él pertenecen profundos conceptos contrapuestos tales como el determinismo y el libre albedrío representados respectivamente en el mundo físico por el clásico mecanicismo newtoniano y la también vetusta mecánica cuántica(3), temas abordados en el artículo “El Nobel de Física, la Realidad y la Libertad”. En síntesis, esta libertad se entiende como la posibilidad de sustraerse al Destino o al Orden natural(4) y, evidentemente, genera todo menos consenso, en especial en torno a la figura de un hipotético Gran Establecedor de Límites —llamémosle Dios, Gran Juez o Gran Arquitecto, tanto da—, proveedor único de la libertad concedida. En este caso, universal.

La libertad social podría llamarse también «colectiva» o «política». En este caso, los límites los fijan las leyes establecidas o la moral al uso y establece el derecho de un colectivo a determinar sus reglas de comportamiento, reglas que, paradójicamente, conceden y, simultáneamente, limitan la libertad de sus miembros.

Por último, la libertad personal o «individual» representa la unidad indivisible de libertad —equivalente al quantum físico—, asignándole al individuo la condición de sujeto y protagonista, componente básico de cualquier colectivo de escala superior. Por ello, nos vamos a referir únicamente a esta libertad: la libertad individual. Es el individuo es que la recibe como cliente o la suministra como proveedor, lo que le concede el atributo de subjetividad al que nos hemos referido anteriormente. Y nada hay más alejado de lo absoluto, de lo concreto, que la subjetividad inherente a la condición humana(5). Analicemos pues los distintos componentes de la libertad individual, la madre o embrión —a pesar de lo contrapuesto de los términos— de todas las libertades(6).

Para ello nos vamos a ayudar de un modelo gráfico al que, en un alarde de imaginación, vamos a bautizar como «Las tres libertades», el cual nos va a permitir visualizar los límites de cada una de ellas —representados por los círculos—, sus intersecciones y sus interacciones:
Libertad DESEADA: Es la que realmente desea el sujeto. La que le gustaría disfrutar. Por lo tanto, es absolutamente personal e intransferible. Aquí el sujeto actúa como receptor de un producto —la libertad—, es decir, como cliente, lo que en terminología empresarial puede asimilarse con sus expectativas. Evidentemente, incluye las necesidades básicas y de supervivencia. Representa nuestros límites. Está directamente relacionada con la ética personal.

Libertad PERCIBIDA: A menos que nuestra satisfacción sea total —caso más bien improbable—, siempre incluye un subconjunto de la anterior. Es la libertad más íntima, porque pertenece al dominio de los sentimientos y las emociones. También es donde la subjetividad alcanza la máxima expresión. Sin lugar a dudas, distintos individuos que coincidan en la deseada y experimenten la misma libertad concedida tendrán percepciones distintas. Por ser la que percibe el sujeto, es a la que concede más importancia.

Libertad CONCEDIDA: Es la que se le concede realmente al sujeto. Dependiendo del ámbito, el proveedor puede ser individual (por ejemplo, nuestra pareja) o colectivo (sociedad, legisladores, club de tenis, etc.) y, consecuentemente, de aceptación voluntaria u obligatoria. Nos guste o no, representa los límites formales.

Libertad PERCIBIDA, DESEADA, NO CONCEDIDA: Es una libertad ilegal o, en el mejor de los casos, alegal, situando al individuo fuera de los límites establecidos por su proveedor, sea colectivo o individual(7). El grado de insatisfacción depende directamente del grado de vulneración de los principios éticos del sujeto. Por el hecho de ser deseada, probablemente, será bajo.

Libertad PERCIBIDA, NO DESEADA, NO CONCEDIDA: Es una libertad ilusoria, fruto, probablemente, de la inmadurez del individuo. También es característica de quien vive una realidad artificial, en completo aislamiento del mundo exterior, lo que le impide percibir los límites formales. El hecho de percibir más libertad que la deseada, puede ser fuente de satisfacción.

Libertad PERCIBIDA, NO DESEADA, CONCEDIDA: Es una libertad sin valor para el sujeto, al que le resulta indiferente que le concedan una libertad que no desea.

Libertad NO PERCIBIDA, NO DESEADA, CONCEDIDA: Es un brindis al sol. Aquí, el proveedor concede libertades que ni se desean ni se perciben. Trabajo baldío. Evidentemente, podría dedicarse a tareas más eficaces, practicando el principio de inducción desde la libertad deseada por sus clientes, a los que se debe(8).

Libertad NO PERCIBIDA, DESEADA, CONCEDIDA: Caracteriza la libertad formal o teórica. Aun cuando la percepción es subjetiva, la magnitud de esta intersección puede ser síntoma de dificultad de puesta en práctica o de comprensión, por lo que puede ser fuente de insatisfacción.

Libertad NO PERCIBIDA, DESEADA, NO CONCEDIDA: Representa la máxima expresión de la insatisfacción. Es la fuente natural de la frustración, la indignación y la rebeldía. No hay nada peor: que no te concedan la libertad que deseas.

Libertad PERCIBIDA, DESEADA, CONCEDIDA: Aquí hemos llegado al desiderátum. A la libertad —limitada, por supuesto— sin adjetivos. Su magnitud depende del área de la intersección y resulta evidente que la libertad máxima se corresponde con la superposición de los tres conjuntos o, lo que es lo mismo, con la coincidencia de «las tres libertades».

Conclusiones:
La libertad es un concepto muy volátil. Tal y como demuestra el modelo, depende de tres factores cuya posición relativa, magnitud y contenido es absolutamente imprevisible, variable en el tiempo y sensible a modas y costumbres. Además está fuertemente afectada por la subjetividad inherente a la percepción humana, fruto del principio de incertidumbre al que no se puede sustraer. Personalmente, creo que la libertad total, completa, absoluta, representada por la coincidencia de las tres libertades, no es posible. No lo es en el ámbito individual, lo que la invalida en el colectivo y, no digamos, en el cósmico. Por lo tanto, me ratifico en que La Libertad no existe. Lo cual no ningunea en absoluto la libertad con minúsculas, la cotidiana, la del día-a-día, la que deseamos y percibimos personalmente. La que, a fin de cuentas, es la única que experimentamos y por la que debemos luchar(9).

Notas:
1 – Fuente: Sociedad abierta, Universo abierto: Nuestras hipótesis mueren por nosotros.
2 – La componente cualitativa establece el objeto, fin o propósito. En el ejemplo de Popper, la libertad para dar puñetazos.
3 – Pese a calificarse frecuentemente como «nueva», cuenta ya con un siglo de vida.
4 – En lenguaje coloquial: «Todo está escrito».
5 – Frecuentemente se defiende La Libertad como un Valor absoluto, entendiendo como tal el sumatorio de las llamadas «libertades fundamentales». En mi opinión, el principal obstáculo para hablar reiteradamente de estas libertades radica, precisamente, en definirlas o, lo que es lo mismo, en establecer sus límites. A esto se suma el hecho de que, al hablar en plural, negamos la existencia de una Libertad única, en abstracto.
6 – Queda excluida de este análisis la libertad de pensamiento, probablemente, el último reducto de libertad individual no mediatizada que nos queda (toquemos madera). Nos referimos exclusivamente a la libertad de acción, a la posibilidad de ejecutar algo físico basado en la libre elección entre una diversidad de opciones, diversidad que permita la formación de criterio. Incluso nos referimos a la libertad de inacción. Es decir, de «no hacer lo que otros quieren que hagas».
7 – Este análisis no efectúa ningún juicio de valor sobre la calidad intrínseca de la libertad deseada ni de la concedida. Se trata de un análisis aséptico —a modo de autopsia— que parte de situaciones de hecho. Por ejemplo, tu pareja puede no concederte libertad de ligue pero tú puedes desearla, incluso percibirla tras la pertinente acción «ilegal» (si la percibes sin ejecución, tienes un problema). Otro tanto puede decirse de las libertades colectivas.
8 – Recomendación dedicada expresamente a muchos políticos.
9 – Profundizar en la legitimación de la libertad deseada, de la concedida y de la hipotética lucha por su consecución, excede del ámbito de este escrito, pero puede ser un buen tema de reflexión futura.

Ética potencial, Moral estadística

Ética potencial, Moral estadística.
En este escrito se especula con la relación existente entre la ética personal y la capacidad potencial de ejecutar nuestras acciones, así como su efecto en la moral colectiva, relativizando la tópica existencia de valores universales y absolutos.

«Mientras pueda...»
¿Han pensado alguna vez en las infinitas formas de terminar la frase?  En mi caso, es una frase que siempre me ha fascinado. Convenientemente formulada se convierte en una afirmación que, formalmente, compromete mucho, ya que se completa con dos formas verbales que, por naturaleza, implican acción: un infinitivo y un futuro. Aunque se trata de una afirmación con trampa, ya que incluye una premisa inicial un tanto acomodaticia o, quizá mejor expresado, posibilista. Además, admite dos interpretaciones contrapuestas: en su interpretación negativa lleva implícita una especie de coartada justificativa, con una clara intención preventiva ante el fracaso. En esta interpretación, quien la pronuncia pretende disponer de una cláusula de descargo que esgrimir en su momento, tras encontrar una justificación (real o ficticia) que le exima del compromiso formulado, argumentando un patético y conveniente «yo ya lo dije». Por contra, en su interpretación positiva, implica determinación. El compromiso de ejecutar la acción sorteando todos los obstáculos sorteables, entendiendo como tales todos los que estén dentro de nuestras capacidades.

Una afirmación de este tipo puede darse en dos ámbitos: el interno y el externo. Evidentemente, en el primer caso, a menos que nos engañemos a nosotros mismos (algo no siempre descartable), nos estamos refiriendo a reflexiones que representan compromisos reales –o convicciones– que conforman el núcleo duro de nuestra ética personal. Afortunadamente –no sabemos por cuánto tiempo–, nadie tiene acceso a estos compromisos, aunque puede deducirlos a partir de nuestros actos. En el segundo caso –ámbito externo–, las afirmaciones de este tipo son públicas, a pesar de lo cual sigue sin ser accesible su carácter. Nadie está en condiciones de descubrir las verdaderas intenciones de quien las formula. Por lo tanto, en este caso, nunca está de más aplicar una cierta dosis de prevención ante una repentina epidemia de «mientras pueda...».

La colección de verbos es tan amplia como nuestro vocabulario, lo que le confiere subjetividad al tema: no todos nos podemos comprometer a las mismas cosas, haciendo bueno el aforismo de Wittgenstein que afirma «los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo» (TLP, 5.6). Como ejemplo de los más al uso podemos citar: hablar, leer, escribir (éstos, intrascendentes), engañar, robar, estafar, corromper, copiar (normalmente internos, en alza, muy extendidos), ayudar, enseñar, compartir, tolerar (hoy, en franca recesión).

Resulta también interesante explorar la relación existente entre los «mientras pueda...», la ética y la moral. Siempre hemos mantenido que la ética es personal e intransferible y que la conforman nuestros compromisos, representados por nuestro catálogo de «mientras pueda...», tomadas todas las afirmaciones en su interpretación positiva, es decir, sincera. Y que esto es independiente del juicio de valor que nos merezca, el cual depende de la moral al uso, la cual siempre es colectiva y estadística. Debemos suponer que Al Capone (por no citar ejemplos más próximos y sangrantes) obraba según su propia ética (sus propios «mientras pueda...») la cual, evidentemente chocaba de frente, por excepcional, con la moral de la época. Esto quiere decir que el número de mafiosos respecto a la población total de E.E.U.U. era muy pequeño, lo que estadísticamente le hacía ser un cisne negro. Probablemente, en la época actual y en determinados países (no quiero señalar), la situación es bien distinta. La evidencia cotidiana nos dice que la campana de Gauss estadística se va ensanchando, lo que indica claramente una moral más amplia (no quisiera emplear al calificativo de relajada), dando cabida dentro de la normalidad a una mayor cantidad (que no calidad) de «mientras pueda...». A eso vamos, a pesar de la hipócrita pose formal, cada vez más extendida en nuestra anestesiada sociedad, de rasgarse las vestiduras ante acciones que serán más y más frecuentes a medida que los «mientras pueda...» más habituales se vayan incorporando a la ética personal de los miembros de la colectividad: «a fin de cuentas, si lo hacen todos..., mientras pueda, lo haré».

Por acabar, sólo me comprometo a ésto: «Mientras pueda escribir, escribiré». Del resto de mis «mientras pueda...» no informo. Pero tengo mi catálogo. Revisen los suyos y se conocerán un poco mejor.

El Conocimiento: ¿Ensalada o Potaje?

El Conocimiento: ¿Ensalada o Potaje?
En este escrito se pretende estimular una reflexión sobre la universalidad –o no– del concepto y la capacidad del sujeto para influir, según sea el caso, en su naturaleza global o en sus características particulares. Inevitablemente, el escritor toma partido.

Siempre he albergado dudas sobre la verdadera naturaleza del conocimiento, verse sobre lo que verse. No importa si tratamos de gastronomía –la rama del conocimiento «alimenticia» por excelencia– o de filosofía; en cualquier caso, mi impresión es que su naturaleza es la misma y que, haciendo uso de un fácil recurso gastronómico, se acerca más al «potaje» que a la «ensalada». Reafirmo que se trata de una impresión y que, en mi opinión, esto es lo que se debería calificar como conocimiento «verdadero», sin descartar ni descalificar la posible validez de las opiniones divergentes que discrepen, en su totalidad o en parte, de las reflexiones que se acompañan, las cuales pretenden justificar esta opinión subjetiva, evidentemente sujeta, como toda convicción que se precie, a revisión fundamentada.

La primera reflexión que se debe afrontar –quizá una premisa, difícilmente prescindible– es que el conocimiento es el resultado de un proceso, más o menos extenso en el tiempo o en complejidad, que utiliza, en mayor o menor dosis, sus entradas, siendo éstas las que caracterizan la salida, es decir, el resultado. Conviene aquí puntualizar que con esta afirmación no estamos despreciando la enorme importancia del proceso ni la de los recursos empleados, sino enfatizando una obviedad así ejemplificada: que leyendo prensa amarilla o rosa, difícilmente aumentará nuestro conocimiento sobre los clásicos griegos. Quizá, afinando la precisión, habida cuenta que toda lectura bien digerida es potencialmente beneficiosa, aumentemos o reafirmemos nuestra confianza en sus enseñanzas, pero aumentar nuestro conocimiento sobre ellos, el que ya teníamos, seguro que no. En cambio, lo que sí se puede asegurar es que el consumo de prensa amarilla o rosa (las entradas), convenientemente digerido (el proceso), aumenta el conocimiento del famoseo y del chismorreo de baja estofa, resultado eficaz, ya que, podemos suponer, era el deseado por el sujeto. Por lo tanto, son las entradas las que determinan el carácter del resultado o, en otras palabras, el tipo de conocimiento. Dediquemos ahora nuestra atención a los recursos empleados, dejando para el final el propio proceso, determinante, en último término, de la calidad del resultado. Ni que decir tiene que, a partir de ahora, nos centraremos en la adquisición de un conocimiento de mayor trascendencia cultural que el coloreado y superficial ejemplo anterior, haciendo uso, eso sí, de la analogía culinaria evocada en el título.

En todo proceso –y el de adquisición de conocimiento no es ninguna excepción– se consumen unos determinados recursos, con lo que damos por sentada otra premisa: nada es gratis, y el conocimiento tampoco. En el caso particular que nos ocupa, podríamos identificar dos recursos principales:  tiempo atención. Los diferenciamos porque, en contra de lo que pudiera parecer, no son equivalentes ni intercambiables. Podemos consumir mucho tiempo con poca o nula atención o poco tiempo con mucha atención, consiguiendo, en ambos casos, resultados dispares e insatisfactorios. Y por muy buenos que sean el proceso y las entradas, sin el tiempo y la atención adecuados, esto –el resultado– no hay quien lo arregle. Pero sigamos adelante. Supongamos, a) que nuestro objetivo sea adquirir conocimiento filosófico en forma autodidacta, y que para ello nos proveemos de las mejores entradas representadas por una completa biblioteca de lecturas, tanto en forma de originales de culto de relevantes filósofos –primera elección subjetiva– como de obras recopilatorias, históricas o académicas de reputados autores –segunda elección subjetiva–; b) que nos dotamos de todo el tiempo razonablemente necesario –tercera elección subjetiva– y c) que asumimos el compromiso de consumir este tiempo dedicándole al proceso la máxima atención, último e importante recurso al que consideraremos, en principio, objetivable, dando por supuesto que nadie –por lo menos, nadie que, realmente, desee adquirir el tipo de conocimiento de nuestro supuesto–, se engaña a sí mismo: es decir, aislamiento, radio o caja tonta apagada, silencio o, como máximo, si procede, suave música ambiental inspiradora o facilitadora de la tranquilidad espiritual necesaria para agudizar la comprensión lectora y con ello, optimizar la eficiencia del proceso, factores coadyuvantes eminentemente personales que subjetivizan de nuevo el recurso(1).

Con lo que hemos llegado al propio proceso productivo, al verdadero generador de resultados, al verdadero responsable de nuestro conocimiento, al cocinero que determina su verdadera naturaleza, naturaleza que es la nuestra, la única que vamos a tener a nuestra disposición para su utilización y disfrute y que, por lo tanto, es personal e intransferible y cuya homologación total o parcial con otros conocimientos –en el caso que nos ocupa– filosóficos será muy de agradecer pero, con toda probabilidad, mera coincidencia estadística. Y esto no será debido únicamente a la subjetividad inherente en las entradas y los recursos, sino a la del propio proceso, sobre el que tenemos poco o nulo control, debido fundamentalmente a que se desarrolla de forma absolutamente independiente de nuestra voluntad, en respuesta a algoritmos neuronales que dependen en mucha mayor medida de nuestras capacidades innatas que de las capacidades adquiridas en nuestra experiencia o en otros procesos de aprendizaje, las cuales pueden modular, reforzar o inhibir parcialmente la predisposición genética, pero no anularla o modificarla de forma determinante(2). Esto refuerza mi opinión sobre la no-universalidad del conocimiento y su restringida localidad subjetiva, lo cual no excluye la existencia de amplias vetas de conocimiento parcial o aproximado –vetas verticales, no transversales– que facilitan el intercambio cognitivo –evidentemente, sin garantía de éxito– entre las personas «conocedoras», sea de este tema o de cualquier otro. Y con esto, con la sensación de no haber desarrollado ni propuesto todavía nada realmente novedoso, llegamos por fin a la cuestión planteada en forma de metáfora culinaria: ¿ensalada o potaje?

Conviene comenzar las conclusiones recordando que lo que se trata de analizar es la naturaleza del conocimiento adquirido, es decir, sus características o rasgos diferenciadores, no su alcance ni su grado de erudición. Ni tan siquiera la eficacia del proceso, es decir, su mayor o menor aprovechamiento. Continuando con la analogía culinaria, estamos intentando dilucidar cuál es el plato que se encuentra el sujeto al finalizar el proceso, plato que, en nuestra analogía, representa el conocimiento adquirido, servido y disponible para el consumo. No importa el tamaño o profundidad del plato ni lo más o menos lleno que se encuentre. Tampoco importa la cantidad de ingredientes ni sus dosis. Lo único que nos importa es la naturaleza de su contenido. Hecha esta puntualización ya sólo queda ponernos el gorro de chef y entrar en la cocina.

Puede resultar un tanto decepcionante, pero creo que es así: la naturaleza básica del conocimiento adquirido no depende de nuestra voluntad. Unos disfrutamos de conocimiento básico «ensalada» y otros de conocimiento básico «potaje». Entre ambos se encuentran múltiples naturalezas intermedias que podríamos etiquetar como un menú de dos platos, cuya intensidad, existencia y volatilidad dependen de la voluntad y esfuerzo del sujeto, pero que, en ningún caso, llegan a superar o anular la naturaleza básica, que es innata. Entendemos por conocimiento «ensalada» el basado en una memoria literal, en lo que podría ser una especie de memoria fotográfica –quizá lo sea– que le lleva al sujeto a recordar la literalidad de lo leído. Todos hemos conocido a enciclopedias ambulantes que recuerdan no sólo citas literales, sino la obra y capítulo donde aparecen. Y, en la mayoría de casos, sin demasiado esfuerzo. Debo reconocer que nunca lo he conseguido. Cuando he necesitado memorizar algo de forma literal, el esfuerzo ha sido ímprobo y la volatilidad, extrema. En cambio, persisten recuerdos –no sentimentales, intelectuales, por ejemplo, fórmulas– que están ahí y que se grabaron de forma involuntaria, natural e indolora. Es por esto que pienso que no depende de nosotros sino de nuestra configuración «de serie». Y por esto también dudo de que quien tenga esta facultad, fácilmente reproducible por cualquiera que no la tenga con el recurso a la biblioteca, y se quede en ella, disfrute de un conocimiento «verdadero». En una ensalada, por completa que sea, todos sus ingredientes son perfectamente identificables y se encuentran en el mismo estado que antes de ser procesados –excepción hecha de su troceado–. Más allá de la simple respuesta en forma de satisfacción sensorial, no se puede encontrar diferencia racional ni nutricional entre el consumo independiente de los ingredientes –aliño incluido– o su consumo tras el simple proceso de mezcla, por el elemental hecho de que, a diferencia del potaje, esta mezcla no es tal. Se da también la circunstancia que al sujeto propietario de conocimiento «ensalada» le resulta particularmente difícil extraer, deducir o destilar conceptos básicos –transversales– que puedan ser utilizados como denominadores comunes de su ingente memoria de almacenamiento de datos(3).
 
En cambio, pienso que el conocimiento «verdadero» se corresponde con el «potaje», plato que no existiría sin sus ingredientes, pero que los ha integrado de tal forma que resulta verdaderamente difícil su identificación precisa. Por descontado, algunos son evidentes, otros destacan, algunos se sugieren, los menos se confunden, pero el plato, conceptualmente, es distinto: es algo nuevo y «verdadero». Su naturaleza es diametralmente opuesta a la «ensalada». Si disfrutamos o no con él es secundario. Lo que nos importa es que es auténtico y que, como sabe todo cocinero, a pesar de repetirse mil veces con los mismos ingredientes, siempre es distinto. Y, una vez finalizado el proceso, en su degustación se olvidan los ingredientes –las entradas– y se disfruta del resultado como un todo distinto, en una explosión de nuevos sabores imposibles de encontrar en la «ensalada». Novedad es equivalente a enriquecimiento y enriquecimiento es equivalente a aumento del conocimiento. A verdadero conocimiento.  

La verdad es que con todo esto me ha entrado hambre. Será cuestión de preparar un nuevo «potaje» filosófico. Resulta paradójico que algunos necesitemos leer los libros para conocer lo que no está en ellos. Porque lo que está, lo leamos o no, permanece en la estantería, mejor ubicación que en nuestras neuronas.

Notas:
1 - Por descontado, si el objetivo no es la formación autodidacta sino la obtención de una licenciatura, la entrada principal del proceso vendría representada por la matrícula en una universidad, cosa, lamentablemente, cada vez más exótica y dificultosa. En este caso, la subjetividad de esta entrada no le correspondería al sujeto –excepción hecha de la elección de centro–, sino a los responsables de los planes de estudios. Obviamente, las lecturas complementarias a las «regladas» seguirían siendo entradas del proceso. Tanto los recursos necesarios como la naturaleza del resultado no se verían afectados.
2 - Puede resultar interesante consultar la teoría de las Inteligencias múltiples de Howard Gardner.
3 - Datos e información no son sinónimos. La definición más ajustada del término «información» es: «datos con significado». Extraer y aprovechar el significado de los simples datos es lo que caracteriza al conocimiento.

YA somos iguales

YA somos iguales.
Este escrito –sintetizado en su título– pretende plantear una réplica común a dos posiciones intelectuales diferenciadas y contrapuestas relacionadas con la conciencia colectiva llevada a sus últimas consecuencias, la conciencia única: Defensa o Combate; Acelerador o Freno; Fomento o Sabotaje.

En la acelerada dinámica –mejor, torbellino– en que nos sume el devenir actual de nuestra existencia, se aprecian determinadas entradas que apuntan a una normalización de la conciencia o identidad, a una esterilización del pensamiento individual en favor de su disolución, como un azucarillo, en una sopa mental común, brebaje único sobre el que los pensadores –ya sean de salón o de pedigree contrastado– no se ponen de acuerdo: para los detractores se ve como el mayor de los males y para sus defensores como la solución a todos nuestros problemas.

Estas entradas son de dos tipos: externas o internas. Entre las externas destacan la globalización imparable –diríase que cuenta con vida propia– y su consecuencia lógica, la multiculturalidad, difícilmente controlable desde una posición individual, más allá del papel de espectador pasivo y sufridor activo. De esta entrada es fiel reflejo la siguiente cuestión, planteada por una buena amiga «virtual», María Diz, cuestión que, aunque limitada al ámbito de la política local, es perfectamente escalable y que, debo reconocer, ha sido el catalizador de este escrito:

«¿En un mundo globalizado hay que perder la identidad individual para diluirse en lo amorfo de los términos como conservador, progresista, derecha, izquierda ...?».

Esta entrada externa –a diferencia de la interna, como veremos más adelante– la podríamos definir como inevitable, como «impuesta por las circunstancias», causada por una nube de hechos que podrían resumirse en dos conceptos: el «progreso» tecnológico y el «regreso» cultural, no necesariamente relacionados. Y sus consecuencias son malas, aceleradamente malas, con un final acusadamente «distópico».

En cambio, la entrada interna es una expectativa, una pretensión, una teoría de imposible verificación, patrocinada por los defensores de la introspección, de la búsqueda del yo –de nuestra identidad– dentro de nosotros mismos, del «conócete a ti mismo» llevado a sus últimas consecuencias, con el pretendido objeto de llegar al conocimiento del Ser absoluto, de la comunión universal con la Verdad, solución, cual bálsamo de Fierabrás, de todos nuestros males. Se podría calificar de una globalización no material, «espiritual» cuyas consecuencias, en contraposición con la entrada externa, son buenas, aceleradamente buenas, pero también, a mi modesto entender, utópicas. Paradójicamente, en esta corriente de pensamiento coinciden creyentes religiosos, agnósticos y ateos, éstos últimos máximos exponentes de inconsistencia intelectual.

En resumen, a esta conciencia colectiva única universal, a esta identidad normalizada, o nos llevamos nosotros mismos –lo que es bueno, bueno– o nos llevan las circunstancias –lo que es malo, malo–. Como vemos, de nuevo enfrentadas Mente y Materia.

Materia

«Polvo eres y en polvo te convertirás» (Génesis, III. 19). Resulta difícil encontrar un texto más antiguo, más físico, menos espiritual y más ajustado al tema de hoy que este proverbio bíblico. Representa una verdad indiscutible subordinada a la única verdad absoluta aplicable a nuestra efímera existencia: la muerte (material, para los creyentes).

Un montón de siglos más tarde, Lawrence Krauss dijo:

"Cada átomo en tu cuerpo vino de una estrella que estalló. Y los átomos de tu mano izquierda probablemente vinieron de una estrella diferente que los de tu mano derecha. Es realmente la cosa más poética que sé de la física: todos somos polvo de estrellas. Tú no podrías estar aquí si estrellas no hubieran estallado, porque los elementos –el carbón, el nitrógeno, el oxígeno, el hierro, todas las cosas que importan para la evolución– no fueron creados al principio del tiempo. Fueron creados en los hornos nucleares de estrellas y la única manera para que terminaran en tu cuerpo es el hecho de que esas estrellas fueron lo suficientemente amables para estallar. Así que olvídense de Jesús. Las estrellas murieron para que pudiéramos estar hoy aquí."(1)

Obvia y notablemente, ambas frases, salvadas las distancias de toda índole, dicen lo mismo: polvo, elementos básicos, átomos, ladrillos, en suma. Ciento dieciocho (118) elementos –átomos– distintos, de los cuales, muchos son artificiales y efímeros. Aproximadamente sesenta átomos (60) se encuentran en el cuerpo humano, de los que cuatro (sí, sólo 4: oxígeno, carbono, hidrógeno y nitrógeno) representan el 96%, mayormente en forma de agua. Por lo tanto, a pesar de las apariencias, cuando te miras al espejo cada mañana, al lavarte la cara, deberías recordar que, en el fondo, eres agua, que estás construido por los mismos cuatro (4) ladrillos que cualquiera y que, consecuentemente, eres prácticamente igual que Charlize Theron(2). Pero podemos coger un martillo y romper un átomo. Electrones, protones y neutrones, tres componentes (sólo 3), fundamentalmente iguales entre sí. Y si queremos ir más allá, con un martillo un tanto especial, un martillo cuántico, nos encontramos con doce (sí, sólo 12) partículas elementales –el electrón es una de ellas–, lo que se conoce como el Modelo Estándar. Doce partículas elementales. Esto es todo. Iguales para todo y para todos.

No creo que exista mayor introspección, mayor profunda mirada a nuestro interior que conocer esta realidad, mayor «conocerte a tí mismo» que este conocimiento. Y esto me lleva a la siguiente conclusión utlitarista: para qué reflexionar, especular, temer o promover la globalidad universal si ya nos fundiremos todos cuando muera el cuerpo. Si ¿nuestras? doce partículas elementales seguirán existiendo recombinadas aquí o allí, en un nuevo cuerpo o en una piedra, cumpliendo este desiderátum de forma automática sin mayor esfuerzo. En definitiva, si «YA somos iguales».

En cambio, mucho más importante es –pienso– reconocer y reflexionar sobre el misterio de la exuberante diversidad generada por la rigurosa igualdad de las exiguas doce partículas, del que destaca, indudablemente, la vida, y dentro de ella, la vida racional, la Mente.

Mente

Empecemos también con una frase, ésta de Erwing Schrödinger, físico cuántico, premio Nobel en 1933:

«La conciencia no se experimenta en plural, sólo en singular. No sólo nadie ha experimentado más de una conciencia, sino que no existe huella de la evidencia circunstancial de que ello haya ocurrido alguna vez en el mundo».

Esta frase, extraída de su recomendable obra "Mente y Materia", nos sirve de percha para argumentar la improbabilidad de la existencia de una conciencia colectiva, la cual, de existir, debería «ser consciente» –valga la redundancia– de su pluralidad. De no ser así, a pesar de ser, hipotéticamente, clónica de Todas, no podría ser calificada de otra forma que de «individual».

Pero no debemos olvidar que la Mente es el conjunto de procesos cerebrales conscientes, inconscientes y procedimentales y que el cerebro es una parte más del cuerpo y que, como tal, en su constitución más íntima, es cualitativamente igual para todo el género humano –excepción hecha de su «musculatura» intelectual, básicamente adquirida(3) y de la degeneración vegetativa–, con sus aproximadamente cien mil millones de neuronas. Y olvidamos también que la Mente, y dentro de ella, los procesos conscientes, el pensamiento, es el último reducto de libertad individual, presente en todas las situaciones humanas, por agresivas y humillantes que éstas sean, y que nada puede ser más alienante que pretender su «normalización», sea con el fin que sea, utópico o distópico, bueno o malo.

Y ya que estamos con la Mente, finalizaremos haciendo uso de ella:

¿Conciencia colectiva? ¿Ser absoluto? ¿Esencia universal? No, gracias. Ya somos iguales. Pero yo soy yo, y a mucha honra.

Por encima de la globalización impuesta (externa) o voluntaria (interna) se sitúa la libertad, la responsabilidad y el mantenimiento de la identidad, en los tres casos, individual. Y la herramienta para estar en este plano superior, para ver la globalidad «mala», la imparable, a la que nos lleva el «progreso», desde arriba y extraer de ella todo lo bueno –que lo tiene–, es la Cultura.
Resulta bochornoso el desconocimiento de la mayoría de las personas de su propio cuerpo y del universo –incluso de su tribu– donde están alojados(4) y las eternas y políticamente sangrientas disquisiciones de la clase dirigente sobre la importancia de una nota de corte o la enseñanza de la religión o el idioma tribal. Si la totalidad(5) del género humano conociera y reconociera su interior, su «yo» más íntimo, el hecho de que todos somos iguales, de que estamos formados por las mismas doce partículas elementales, que somos, fundamentalmente, agua, quizás veríamos al prójimo con otra cara y todo nos iría mejor. Sin necesidad de especulaciones o comuniones místicas o esotéricas(6). Porque «YA somos iguales», pero no lo sabemos. Porque no nos lo enseñan. Y esta igualdad es la responsable de la abrumadora diversidad. De nuestra individualidad. Por lo tanto, libertad, responsabilidad, identidad y ejemplo individual. Y asumir la siguiente cita, porque Todo depende de cada uno de nosotros, aunque algunos seamos más iguales que otros. Por favor:

«Las sociedades siempre topan con los mismos bobos, incluso los elegidos democráticamente, ignorando la máxima de que cuando la clase dirigente se vuelve más tonta que la dirigida nos encaminamos inexorablemente al abismo» (Alfredo Abián, vicedirector de La Vanguardia, ¿Es plana la tierra? 27-06-2013).

Notas:
1 - Se reproduce la frase íntegra perteneciente a una conferencia, fácilmente localizable en YouTube, sobre la Nada como origen y final de Todo, dualidad que no comprendo ni comparto y sin efectuar juicios de valor sobre el rotundo argumento ad hominem. Desprovista de este sesgo, define hechos físicos incontrovertibles.
2 - Mala forma de empezar el día.
3 - Obviamos aquí posibles predisposiciones genéticas, propuestas por Howard Gardner en su teoría de las «siete inteligencias».
4 - Ver concursos televisivos.
5 - Dejémoslo en «mayoría». Por lo de las utopías.
6 - Mi experiencia me permite asegurar que cada vez que le he explicado a un niño, o a un adulto ignorante de este conocimiento, la constitución básica de la materia y del cuerpo humano –los ladrillos fundamentales, comunes para todos–, se le ha abierto mucho la boca y ha tardado, también mucho, en cerrarla. Me consta también que la percepción de su propia existencia y del mundo ha cambiado. En cambio –perdón a quien se sienta aludido, maestro o alumno–, mis intentos de llevar a contertulios y amistades a profundas reflexiones sobre preguntas existenciales tales como ¿quién soy yo?, ¿de dónde vengo? o ¿adónde voy? han despertado, generalmente, un gran desinterés e, incluso, grandes bostezos. Se echa en falta utilitarismo –no materialismo– cultural.

La Razón es una cuestión de Fe

La Razón es una cuestión de Fe.
El propósito de este ensayo consiste en proponer una reflexión sobre la relación existente entre estos dos conceptos filosóficos –tradicionalmente opuestos y contrapuestos–, y justificar, a todos los efectos prácticos, tanto su próximo parentesco como sus papeles familiares respectivos.

Comenzaremos estableciendo las premisas del análisis, el cual girará en torno a los dos conceptos diferenciados fundamentales Fe y Razón, apoyado por los auxiliares proceso y función, aplicables, fundamentalmente, al protagonista principal, la Razón.

Sin entrar en profundas disquisiciones eruditas, asociaremos Fe con creencia, es decir, con el resultado de creer, lo que entendemos como dar crédito o conceder la condición de verdadero a un conocimiento no empírico, es decir, no basado en la experiencia adquirida mediante evidencias pretendidamente objetivas. También le atribuimos a la Fe una condición estática, en el sentido de que una vez se tiene, una vez se ha aceptado y metabolizado una creencia, ésta queda incorporada al inventario de nuestro conocimiento y allí permanece hasta que, por alguna causa racional –aquí se introduce la Razón–, decidamos modificarla o expulsarla a las tinieblas exteriores. Por lo tanto, la Fe, las creencias, no son acciones, son resultados. Consecuentemente con esta premisa, el conocimiento del individuo se compone, en mayor o menor grado, de una colección de creencias, y definir la magnitud de este grado es, precisamente, uno de los objetos de este ensayo.

Definiremos Razón como la acción de razonar, verbo que sintetiza en una simple palabra el complejo proceso mental basado en las percepciones del mundo exterior, cuya función principal es presentarnos la verdad, la realidad del objeto razonado. Evidentemente, descartamos, aunque algunas veces lo parezca, que alguien razone con el propósito de sentirse engañado. Por lo tanto, la Razón es, fundamentalmente, el proceso de búsqueda de la verdad. Y a diferencia de la Fe, la Razón no es un resultado, es un proceso, y, como tal, es acción, algo tremendamente dinámico.

Un proceso –y acabamos de declarar que la Razón lo es– es un «conjunto de actividades mutuamente relacionadas o que interactúan, las cuales transforman entradas en resultados (las salidas del proceso)»(1). Por lo tanto, en su nivel conceptual más general, un proceso puede verse como una caja negra(2), de la que únicamente nos interesa lo que entra (las entradas) y lo que sale (los resultados). De nuevo, resumiendo, podemos afirmar que proceso es sinónimo de transformación, lo que nos lleva a concluir que la Razón transforma algo, y ese algo, como trataremos más adelante, es la Realidad(3).

Finalizaremos el establecimiento de las premisas terminológicas con el cuarto concepto involucrado en el tema: la función. Por definición, al resultado de un proceso se le denomina producto. Y en análisis funcional definimos la función como «el efecto de un producto»(4), lo que nos lleva, consecuentemente, a su definición derivada: la función es «el efecto de un proceso».

Por lo tanto, apoyándonos en lo tratado hasta ahora, vamos a analizar el sujeto principal, la Razón, definida como un proceso mental que transforma determinadas entradas en determinados resultados que cumplen determinadas funciones o, lo que es lo mismo, causan –o persiguen– determinados efectos. Veremos pues la Razón –el proceso de razonar– desde la perspectiva de sus distintas entradas y funciones, lo que nos permitirá establecer y cuantificar su relación con la Fe, objeto real de este ensayo, el cual puede servir de ejemplo práctico de lo desarrollado hasta este momento: «este ensayo pretende razonar sobre la relación de precedencia existente entre Fe y Razón –o viceversa– mediante un proceso cuyas entradas son las cuatro premisas establecidas y cuyo resultado pretende cumplir dos funciones: la interna, publicar mi punto de vista y someterlo a la consideración de los lectores y la externa, en primer término, distraerles y, en último término, convencerles». Pero, aún tratándose pretendidamente de un proceso racional, no conducirá a ningún resultado externo práctico –el interno se (me) satisface con la mera publicación– a menos que los lectores, como resultado de su propio proceso mental, crean en las premisas, en el razonamiento y en las conclusiones que siguen. Será, en definitiva, un proceso, si no estéril, incompleto, cuya función externa no se cumplirá y cuyo efecto será, probablemente, el opuesto al pretendido. En el peor de los casos, puede llevar al lector a la conclusión de que este ensayo es una sarta de sandeces.

Las entradas de cualquier proceso mental racional son dos: la percepción sensorial inmediata y la experiencia acumulada a partir de estas percepciones a lo largo de nuestra vida. Por lo tanto, podemos afirmar que la percepción sensorial es la entrada por excelencia, si no la única. La diferenciación entre ambas entradas tiene que ver con los resultados esperados, es decir, con la función del proceso.

Los resultados y su función son los que caracterizan propiamente el proceso. Aquí diferenciaremos fundamentalmente la toma de decisiones a corto y largo plazo, los orientados a incrementar nuestro conocimiento y los intuitivos o introspectivos. Todos ellos determinan procesos mentales distintos que hacen uso de las entradas –percepción inmediata o experiencia almacenada– en mayor o menor grado.  

Acabamos de definir la percepción sensorial como la entrada por excelencia. Pues bien, la mente construye su realidad –la nuestra– a partir de los minúsculos fotones, átomos o moléculas que agreden nuestros órganos sensoriales (nos permitimos la licencia de darles a estas partículas elementales o elementos físicos el atributo de Reales, concediéndoles la categoría de entradas del proceso). En el caso particular del órgano sensorial principal, la visión, la resolución de la cámara que llevamos instalada de serie –los conos y bastoncillos de la fóvea– se estima en unos 200 megapixels y responde únicamente a una estrechísima banda del espectro electromagnético, lo que, forzosamente, nos proporciona una información tasada, sesgada e incompleta de lo que «está ahí fuera»(5). Consecuentemente, no se puede negar que la mente transforma la Realidad y fabrica una nueva realidad completamente virtual(6). Este hecho incontrovertible puede resumirse en sus justos términos con esta frase: «ves lo que ves, no lo que es» y relativiza notablemente el aforismo popular, atribuido a Santo Tomás: «si no lo veo no lo creo». De nuevo la Fe acompañando –no contraponiéndose– a la Razón. Por lo tanto, el resultado de cualquier proceso racional basado en la percepción sensorial –y todos lo son, probablemente desde nuestra estancia en el útero materno– se fundamenta en la aventurada creencia de que nuestra imagen mental de la realidad es, en mayor o menor grado, razonablemente fiel. Tenemos Fe en nuestros sentidos y en la capacidad de la mente para reproducirlos fielmente. Esta realidad virtual es la que se almacena y conforma todo nuestro conocimiento empírico. Toda nuestra experiencia se nutre de la construcción mental. Toda nuestra experiencia se basa en esta virtualidad. Podemos resumir estas conclusiones en otra frase corta: «el conocimiento(7) es una colección de creencias».

Como hemos adelantado, esta percepción sensorial puede presentarse como entrada de la Razón de dos formas: como entrada inmediata, normalmente utilizada por procesos de toma de decisiones a corto plazo(8) y como entrada diferida, como experiencia almacenada, empleada en la toma de decisiones a largo plazo(9) o en procesos intuitivos, caracterizados por la reflexión, la abstracción y la introspección. Ni que decir tiene que, en este último caso, por tratarse de una realidad construida integralmente por la mente, sin referencia externa directa, basada en el recuerdo –quizá mermado– de una realidad de por sí virtual, estas entradas conducen irremisiblemente a resultados basados en la Fe más pura y dura.

Concluiremos reforzando nuestra argumentación con algún ejemplo práctico, siguiendo la línea de un científico, ejemplo de humildad, premio Nobel y paradigma del racionalismo, nada sospechoso de veleidades místicas o filosóficas, Richard P. Feynman: «A mí me resulta imposible entender nada de manera general a menos que tenga en mi mente un ejemplo concreto y pueda ver cómo va funcionando»(10). Centraremos los ejemplos en la Ciencia, disciplina racionalista por excelencia, la cual, en un planteamiento maniqueísta y, a mi modo de ver, erróneo, se denuncia como opuesta y enfrentada con cualquier otra rama del conocimiento, en particular, la Filosofía. Sin la Fe no existiría la física teórica. Y, en buena parte, sin física teórica no existiría tampoco la física experimental. Toda teoría se mantiene viva gracias a la Fe que depositan en ella tanto su creador como sus defensores. Gracias a la creencia de que es verdadera. Y aún así, a pesar de que no se demuestre experimentalmente con evidencias razonablemente objetivas, se incorpora al conocimiento colectivo. Como vemos, en la Ciencia, Fe a raudales(11). Por otra parte, un racionalista de pura cepa –posición vital con la que me identifico– no podría aceptar como verdadera ninguna proposición que no pudiera verificar personalmente. No podría aceptar hechos tales como la velocidad de la luz o la relatividad general sin verificarla experimentalmente o entendiendo y comprendiendo su formulación matemática. Pero esto, por lo menos en mi caso –no científico, no matemático–, no es así. Las acepto porque tengo Fe, porque en mi proceso mental racional prevalece mi creencia en el crédito que me merecen personas como Einstein o la comunidad científica. En estos casos, también la Razón es una cuestión de Fe.

Por lo tanto, la mente es una capa intermedia aislante que representa el papel de traductor de la Realidad y esto le da un sesgo absolutamente subjetivo –por fortuna, los humanos no somos clones–  a la imagen virtual generada, alejada notablemente de la realidad objetiva, la existente, la cual, por naturaleza es la misma para cualquier observador. El pequeño problema es que esta Realidad nos resulta absolutamente inaccesible.

Concluimos pues que la Fe no es un término contrapuesto, sino un elemento constituyente y fundamental de la Razón, lo que viene a confirmar el título de este ensayo. Lo que no nos atrevemos a responder es la pregunta del millón:

¿creemos porque razonamos o razonamos porque creemos? 

Notas:
1 - ISO 9000:2005, 3.4.1.
2 - En el caso que nos ocupa, no puede ser más acertada la metáfora. El cerebro prácticamente lo es. A pesar de los avances de la neurociencia y de la resonancia magnética funcional, no se puede decir que sepamos mucho sobre lo que sucede en su interior, más allá de tenues corrientes eléctricas entre un número ingente de neuronas –cien mil millones, el mismo número de galaxias del universo–, modificando su estado binario, paradójicamente simple.
3 - La realidad real (valga la redundancia), la verdaderamente existente ahí fuera, sea la cosa que sea, inaccesible sin la intermediación sensorial y su posterior transformación por la mente.
4 - EN 1325-1.
5 - Nos olvidamos aquí de la miopía y el daltonismo, alteraciones funcionales que contribuyen notablemente a la imprecisión del proceso.
6 - El caso de la visión podría extrapolarse fácilmente al resto de los sentidos, cuya capacidad, resolución y alcance presentan las limitaciones inherentes a la anatomía y morfología particular de cada uno de ellos.
7 - Sea del tipo que sea: científico, filosófico, místico, teológico, etc.
8 - No instintivas. Por ejemplo, frenar ante un semáforo rojo.
9 - Por ejemplo, análisis de inversiones o previsión meteorológica.
10 - Fuente: ¿Está usted de broma Sr. Feynman?
11 - Al físico experimental le corresponde el papel de Santo Tomás.

La Ética no sirve para nada

La Ética no sirve para nada.
Este escrito pretende dar respuesta a la recurrente pregunta ¿Para qué sirve la ética? despojando al concepto de sus tópicos y del pesado lastre utilitarista –incluso, mercantilista– que, en opinión del autor, erróneamente le acompaña.

En la mayoría de foros de debate, publicaciones y obras literarias de ámbito filosófico, resulta frecuente encontrarse con profundas disquisiciones de este tipo referidas tanto a la ética como a la propia filosofía, intentando justificar la bondad del concepto con un enfoque práctico y utilitarista que los acerque a los comunes mortales, alejados en su atribulado día-a-día de abstracciones teóricas absolutamente improductivas. A esta situación de hecho, asumida como normal –por su «normalidad», no por su oportunidad–, se ha venido a sumar el descubrimiento de un libro (editorial Paidós) de Adela Cortina Orts, catedrática de Ética y Filosofía Política, de reciente aparición –el cual debo reconocer todavía no he leído– cuyo título es ¿Para qué sirve realmente la ética? Ni que decir tiene que no pretendemos hacer una crítica al libro, sino a su título, el cual plantea una cuestión errónea de base, a la que, en mi opinión, no cabe otra respuesta que la expresada por el título de este escrito. Se trata, pues, de una confrontación de títulos: pregunta y respuesta. Y para ello nos apoyaremos en la ficha técnica y sinopsis que se pueden encontrar en Internet:
En este libro, Adela Cortina nos recuerda que “si no tomamos nota de lo cara que sale la falta de ética, en dinero y en dolor… El coste de la inmoralidad seguirá siendo imparable. Y, aunque suene a tópico, seguirán pagándolo sobre todo los más débiles”.
Efectivamente, esta época nos depara demasiados ejemplos de las consecuencias de la falta de ética en las conductas de muchas personas con responsabilidades políticas y sociales. Y es preciso recordar que la ética “sirve”, entre otras cosas, para abaratar costes en dinero y sufrimiento en aquello que está en nuestras manos lograr, en aquello que sí depende de nosotros. Y también para aprender, entre otras muchas cosas, que es más prudente cooperar que buscar el máximo beneficio individual caiga quien caiga.
Ninguna sociedad puede funcionar si sus miembros no mantienen una actitud ética. Ni ningún país puede salir de la crisis si las conductas antiéticas de sus ciudadanos y políticos siguen proliferando con toda impunidad. Este libro nos recuerda que ahora, más que nunca, necesitamos la ética.
Y también con esta cita textual donde la autora da respuesta parcial al enigma planteado (extraída del propio libro, también disponible en el enlace):
La ética sirve, entre otras cosas, para recordar que es una obligación ahorrar sufrimiento y gasto haciendo bien lo que sí está en nuestras manos, como también invertir en lo que vale la pena.
No se puede encontrar mejor ejemplo del compendio de tópicos asociados habitualmente al término, destacando en especial las referencias a la «falta de ética», la «actitud ética» y las «conductas antiéticas».

Mas allá del exótico, benéfico y un tanto estrafalario efecto colateral de servir para «invertir en lo que vale la pena», el error principal del planteamiento reside en la valoración. Cuando se utilizan comparativos se da por supuesto la existencia de un valor patrón absoluto y universal respecto al cual medir, en este caso, el comportamiento personal. Sólo de esta forma se puede hablar de déficit, de normalidad o de superávit. Si aceptamos que la ética es la colección de atributos personales e intransferibles determinados por el comportamiento –por los actos– del individuo, deberemos aceptar que todos tenemos «nuestra» ética y que ésta «es la que es» y que servir, lo que se dice servir, sólo le sirve al individuo. Y si no que se lo pregunten a Al Capone o a algún imputado por corrupción del que, de acuerdo con mi ética –por lo de la presunción de inocencia–, me abstengo de dar el nombre.  

Por lo tanto, no se puede hablar de ética colectiva, excepción hecha de las normas éticas profesionales (médicos, abogados, jueces, etc.) que no hacen otra cosa que establecer el patrón de medida individual en el entorno restringido de su actividad. Por lo tanto, en estos casos, resultaría aceptable hablar de un comportamiento «poco ético» de los miembros de estos colectivos «regulados» y siempre, a título personal.

Pero... ¿y el resto de los mortales? ¿Existe un patrón de medida universal y objetivo? No. Es particular y subjetivo. Y se llama «moral», que se complementa con su desarrollo regulador en forma de Leyes, Reglamentos y Normas, las cuales, en el mejor de los mundos –¿dónde?–, no deberían vulnerar la «moral» al uso. Y la moral es algo tremendamente dinámico, ya que es el reflejo estadístico de la «normalidad» del colectivo y se ve afectada por múltiples factores, por ejemplo, la evolución de la tecnología, la globalización y, en último término, por sus propias costumbres, en una realimentación perpetua. Las pruebas las tenemos a la vista diariamente: burkas, ablación de clítoris, lapidaciones, etc. etc. ¿son antiéticas estas conductas? ¿O, simplemente, no nos gustan? ¿Cuál es y dónde se encuentra el patrón universal?

A la vista de estas reflexiones, una frase como «ninguna sociedad puede funcionar si sus miembros no mantienen una actitud ética» merece, como poco, ser tachada de «superficial». Y no digamos el pretendido efecto de una conducta ética: «abaratar costes en dinero y sufrimiento».

 Por terminar: la ética –en sí misma– no sirve para nada. La ética no «se necesita», porque siempre «se tiene». Es consustancial al ser humano y, afortunadamente, no somos clones. Pero esto no es óbice para no reconocer que la moral colectiva puede ser considerada un ascendiente de la ética personal y viceversa. Una sociedad que a través de los medios y de la praxis diaria asiste a la trivialización –o generalización– de la corrupción o de la violencia no es la mejor candidata para generar comportamientos excepcionales –ángeles, cisnes negros o perros verdes– que difieran de la «normalidad» estadística. Solamente mediante la mejora de la «normalidad», es decir, de la moral colectiva, se podrá mejorar el comportamiento de cada individuo, el cual, a su vez, es quien conforma la «normalidad». La pescadilla que se muerde la cola.

Difícil problema, no resoluble con la pretendida «utilidad» de la ética. Se me antoja que los tiros van por la asunción de nuestra importante cuota de responsabilidad individual en todo los que nos sucede. Por abandonar el mimetismo. Por dejar de quejarnos y de esperar que nos lo den todo hecho. Por dejar de ser rebaño y volver a ser individuo. Esto redundará en una mejor «moral» colectiva y, con suerte, con mejores comportamientos individuales, es decir, con una ética ni mejor ni peor, simplemente más ajustada al patrón. Difícil, en suma.