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Acerca de la esperanza.

Acerca de la esperanza por @jrherreraucv

La conocida expresión de Goethe “tan solo la esperanza aún queda en libertad”, contiene en su composición nuclear, es decir, en su centro nervioso, sustantivo, aquella sentencia con la cual Hegel caracterizó la “conciencia infeliz” de la cultura alemana de su tiempo: “Los alemanes tenemos toda clase de rumores dentro y fuera de la cabeza, pero preferimos meditar con el gorro de dormir puesto”. Que la esperanza “aún quede en libertad”, es, para un pensador como Goethe, la confirmación consciente del supremo desgarramiento de sujeto y objeto, de pensamiento y ser, de individuo y sociedad, en un tiempo signado por la oscuridad de la opresión y por el miedo ante la imposición de las fuerzas del terror y la brutalidad tiránica, en manos de quienes conciben el poder al modo del idiota: como un vehículo propicio para el odio, la retaliación y el provecho personal. Idiota, de hecho, es palabra griega, y hace referencia a quienes se preocupan solo de sí mismos, de sus intereses privados, sin prestar atención por los asuntos sociales o políticos. Todo un insulto, dado que para un griego –o para un romano– la vida pública es la vida propia de los hombres libres.


Miedo a la libertad.

Hay, pues, algo de impotencia y resignación en la expresión goetheana. Quizá haya un exceso de concentración de las mismas quejas –las cuitas del “alma bella”– que llevaron a Werther a atentar contra su vida. Y es que existen muchos modos de morir. Uno de ellos es la entrega, la rendición, la pérdida de la capacidad –de la virtud, diría Maquiavelo– para seguir luchando y resistiendo por la libertad concreta. Es como si se afirmara que “solo el temor aún queda en libertad”, lo que no es más que una variación del patético adagio popular: “El miedo es libre”. Cual rumores del día, la esperanza y el temor –esos gemelos idénticos– se refugian en el individuo autoexcluido, aislado y asilado en sus cavilaciones, meditando en medio de sus frustraciones, como todo un alemán decimonónico, con su gorro de dormir puesto. “La esperanza es lo último que se pierde”, dirá. Como si, al convencerse de ello, ya no se hallase perdido en sí mismo, porque ya ha perdido la propia voluntad –el arrojo– de decidir por sí mismo. Es el estoicismo de la supuesta “alma libre”, aunque el cuerpo esté plagado de cadenas. La resignación no declarada que espera el milagro, el “favor” que llega de afuera, como un regalo “divino”. La esperanza alienta la espera, el “premio gordo de la lotería” que, tarde o temprano, llegará.

Lector –y convencido seguidor– del buen Spinoza, Goethe sabía que, en el fondo, “la esperanza es la segunda alma del desdichado”, y que, por el contrario, “la libertad es como la vida: solo la merece quien sabe conquistarla todos los días”. Los desdichados no derrotan tiranías. Las tiranías someten a los desdichados. La esperanza es un arma contra la libertad, contra la actividad sensitiva humana, precisamente porque su componente esencial es la pasiva resignación de quien espera que le hagan el trabajo, en medio de ese infinito “por ahora” que nunca llega y que termina quebrando la voluntad y la conciencia, convirtiendo en rutina, en cola nuestra de cada día, en resignación, su temor y su opresión. En una sociedad relativamente cómoda –en comparación con la sacrificada vida que siempre llevaron sus vecinos–, con una población que fue groseramente –mal– acostumbrada a recibir más que a dar y a consumir más que a producir, su certeza sensible aspira –y espera– que “alguien” o “algo” se presente y le resuelva, especialmente ahora que sabe que la crisis es orgánica, que no es ni circunstancial ni pasajera, y que parece, cual Cronos, haberlo devorarlo todo.

Esperar no es lo mismo que persistir, que negarse a renunciar a la paciencia y la constancia. La espera es la temerosa confirmación del fracaso rotundo, el anuncio anticipado de una muerte en vida, la aceptación del quiebre, de la derrota y, con ella, de la renuncia a la capacidad productiva inherente a la voluntad del pensar. Porque lo que hace noble a la humanidad, lo que hace que la humanidad sea algo más que el resto de los seres vivos, es esa actividad inagotable e infinita, esa creación, ese hacer y re-hacer permanente, que recibe el nombre de pensamiento y que es idéntico con la libre voluntad, con la imaginación productiva o, como la llama Vico, “la mente heroica”. La paciencia, en cambio, es una espera superior, una espera sutilmente mediada por el concepto, por el saber. Nadine –Nadia en eslavo– es el nombre francés que recibe la esperanza. Pero Sophia quiere decir sabiduría. Walter Benjamin afirmaba que “solo gracias a los que no tienen esperanza nos es dada la esperanza”. Quienes ya no tienen esperanza, porque han logrado traspasar el velo de la pasiva comodidad y comprendido el desengaño, con-crecen: llegan a conquistar, como resultado de su pathos, de su paciente persistencia, el camino que conduce a la salida de las tinieblas, a la república de la decencia y el mérito, de la paz y la prosperidad, la justicia y la libertad. Sujeto y Objeto, Virtud y Fortuna. Separadas son abstracciones; unidas son creación continua. No es improbable que el polen de las flores contenga la limadura del hierro.

La vida del Espíritu humano nunca se hunde en la quietud. Su principio real y racional es la actividad práctico-crítica o, en una palabra, la praxis. No es, como dice Hegel, “una estatua inmóvil, sino una corriente viva, que fluye como un poderoso río, cuyo caudal va creciendo a medida que se aleja de su punto de origen”. No es la lotería de los animales, ni la rifa, ni el caudillo mesiánico, ni los marines, ni los precios del petróleo, ni la fe o el fanatismo en fantasmagorías y “cortes” de dudosa condición religiosa, lo que pondrá fin a la depauperación y la barbarie. Es momento de desechar ilusiones. La victoria no es una dádiva del destino. Para salir del régimen no basta con elevar la mirada y juntar las manos en señal de ruego. El reino de la libertad se alcanza confrontando abierta y directamente el reino de la necesidad. Y, por cierto, más que la “sanación por oración”, no conviene descartar el diálogo como cabal expresión de la acción del Espíritu. No es con apasionamientos que se superan las tiranías. Como diría Bolívar, “constancia y más constancia, paciencia y más paciencia”. La respuesta no está en el más allá. Está en el más acá. Está aquí y ahora. Solo hay que seguir haciendo, es decir, seguir pensando.

El derecho a decir no

El sagrado derecho de decir que no por @jrherreraucv - José Rafael Herrera

En sus célebres Conversaciones, Johann Peter Eckermann, secretario privado de Goethe, recoge, no sin paciencia y extraordinaria pulcritud, las conversaciones sostenidas entre el autor de Fausto y las figuras más representativas de la Intelligenz alemana de su tiempo, desde 1823 hasta 1832. En una de esas conversaciones, cual testigo de excepción, Eckermann describe el encuentro sostenido entre Goethe y Hegel. Aunque no exento de las formas propias de la cortesía, el diálogo estuvo, de principio a fin, cubierto por una cierta atmósfera de incomodidad, dadas las manifiestas diferencias presentes entre ambos pensadores. Respetuosamente, Hegel escuchaba con la debida atención las objeciones que iba haciendo el alter Lehrer acerca de su filosofía, y especialmente respecto de aquello que consideraba como un asunto de sumo cuidado: la enseñanza de la dialéctica a los jóvenes estudiantes universitarios, pues, en su opinión, el aprendizaje de la dialéctica solo era conveniente en mentes maduras, capaces de asimilarla, pero de ningún modo en mentes precoces.

Derecho a decir no.


Eckermann, en silencio, iba tomando nota. Hegel intentaba explicarle al Maestro que la dialéctica permite la comprensión y superación de las abstracciones del entendimiento, por lo que abre y flexibiliza las mentes, más allá de las presuposiciones y de los prejuicios, con lo cual garantiza el progreso y desarrollo del Espíritu humano en la historia. Goethe insistía en los riesgos que podía acarrear la conquista de un pensamiento que todo lo objeta, que todo lo enjuicia y somete a duda, a eso que, más tarde, Adorno designará como “el sano espíritu de contradicción”. No obedecer ciegamente, mostrar irreverencia, dar cabida a la diversidad, a la pluralidad del pensamiento, representaba lo contrario a la disciplina que los jóvenes requerían, a los fines de vivir en armónica obediencia con los principios del Estado y de la fe. Llegados a un cierto punto, Hegel dejó de lado las formas. Se levantó de improviso y dijo al Maestro: “Muy estimada Excelencia, la dialéctica es el sagrado derecho que tienen los hombres de decir que no”.

Desde Sócrates en adelante, la filosofía se ha dado a la tarea de mostrar que los adoctrinamientos y la obediencia ciega –¡oh, triste prohibición la de poder pronunciar un pero!– solo pueden ser de transitoria utilidad para una vida ausente de inteligencia y, por eso mismo, carente de la necesaria pluralidad que alienta a toda sociedad libre. Por su naturaleza dialógica, la democracia, ese modo de gobernar que comporta, propicia y tolera en sí mismo el debate de ideas y valores, que comprende la diversidad –la multitud de Spinoza– como el principio determinante de la unidad orgánica, es esencialmente dialéctica. De ahí que le resulte peligrosa a quienes se resisten al cambio y conciben la sociedad como el templo de la obediencia ciega y de la intolerancia cuartelaria.

Decía Maquiavelo en sus Discursos sobre Tito Livio que la república romana nunca fue tan pujante como en la época de los grandes debates y la confrontación de las diferencias. Según el filósofo florentino, la fuerza de las oposiciones –ese “sagrado derecho de decir que no”– fue la fuente de donde surgió la vitalidad de la cosa pública romana. Con el tiempo, lo que en el gran Goethe fue apenas una preocupación, una comedida y, sin duda, prudente muestra de cuidado frente a la autoridad y el poder del Estado prusiano, se transformaría, en las manos de un Mussolini, de un Hitler, de un Stalin o de un Fidel Castro en la explícita prohibición de pensar, en la negación de toda posible objeción, en la negación de todo derecho de negar. Todo totalitarismo, toda forma de autoritarismo, todo régimen que hace suyo el principio de la fuerza bruta, la obediencia y la uniformización de la vida, es contrario al pensamiento, a la dialéctica inmanente a toda filosofía.

Un joven profesor de filosofía moderna, un estudioso de la obra de Leibniz que, además, promueva en las jóvenes generaciones de la oposición militante la facultad de pensar –de saber decir que no–, tiene que ser un auténtico peligro para todo régimen que propicie la superchería, la pobreza material y espiritual, el “conocimiento de oídas”, la vida cuartelera, la mediocridad y la malandritud como modo de ser. Decía Gramsci –otro preso de conciencia filosófica– que el folklore es la expresión de una concepción del mundo “fragmentaria”, parcial, local e inmediatista, que, no obstante, conviene ser “superada y conservada”. Pero el folklorismo, impuesto como doctrina política y social, es otra cosa. Es, en realidad, toda una “prehistoria contemporánea”, hecha de las más extravagantes “entidades heterogéneas” que bien pudiesen mezclar el patrioterismo con el G-2 cubano, la cruel barbarie con la santería, el liqui-liqui con el maoísmo, el patetismo propio del analfabeta funcional con el terrorismo islámico, el liberalismo de Bolívar con el jugoso “negocio” de las narices frías. En fin, todo un pastiche oriental.

El profesor en cuestión tenía que ser acusado por rebelión y traición, porque estaba enseñando a las nuevas generaciones a pensar, a hacer suya la máxima spinoziana según la cual “el orden y la cenexión de las ideas es idéntico al orden y la conexión de las cosas”. El joven profesor enseña el delicado oficio de transmitir conocimiento, de formar del mejor modo a los futuros dirigentes de ese imaginario país –ese realismo mágico– que llegó a ser en algún momento la república más próspera de todo un continente para luego ver morir a sus hijos de hambre y miseria. Es coherente, en tal sentido, la ilógica lógica de la doctrina folklorista y de su pegostoso “conocimiento de oídas”: un profesor como ese podría echar por tierra “los principios” sobre los cuales se sustenta el resentimiento encumbrado. Por eso mismo, representa un auténtico peligro para la estabilidad y la paz del cartel, sustentada en la anulación de toda diferencia, de toda objeción, de toda duda. ¡Se ha rebelado! ¡Ha traicionado “la patria”! No hay cosa que produzca más temor entre los prepotentes y presuntuosos ignorantes que ese sagrado derecho esgrimido por Hegel en su conversación con Goethe. Cabe preguntarse todavía, qué pensaría el padre de la poesía romántica frente a semejante escenario de mórbida injusticia. ¿Qué diría Fausto de las retorcidas acciones de Mephisto?

http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/sagrado-derecho-decir-que_183983

Los amores de Goethe






¨13 de  Septiembre de 1811. Hace ya tres semanas que la joven recién casada, Bettina, de soltera Bretano, está alojada con su marido, el poeta Von Arnim, en la casa del matrimonio Goethe en Weimar. Bettina tiene veintiséis años, Arnim treinta, Christine, la mujer de Goethe, cuarenta y nueve; Goethe sesenta y dos y no tiene un solo diente. Arnim ama a su joven esposa, Christine ama a su anciano marido y Bettina ni siquiera después de la boda deja de flirtear con Goethe¨. La vida íntima del poeta no es distinta a la de otro hombre. Lleva una vida tranquila con su esposa dedicando su tiempo al trabajo de toda la vida: escribir. Conozco esos momentos de paz, de silencio y trabajo meditado en soledad encerrado dejando fluir las palabras y de repente sentir cómo ese momento de recogimiento interior y trabajo explota por el aire ante una presencia inoportuna o frente a los ruidos molestos de quienes no saben vivir en el silencio. Aquí se conjugan más de un elemento: una amante casada, una esposa y el ruido. Pero es Bettina la amante del viejo poeta? Algunas referencias históricas mencionan un viejo amor no en la hija sino en la madre. La madre de la joven es Maximiliane Von La Roche, mujer de la que el joven Goethe estuvo enamorado a los veintitrés años. No hay mayores datos que ese, curioso: un amor no correspondido con el tiempo es un dato algo incierto. Pienso en Charlotte Buff, otro amor frustrado, su amor por ella inspiró y dio lugar a la creación de Werther: ¨¡Cómo me persigue esa imagen! Ocupa toda mi alma ya sea despierto o en sueños. Ahora, cierro los ojos, en mi frente donde se concentra toda mi visión interior veo aquellos ojos negros. ¡Aquí! No te lo puedo explicar. Cierro los ojos y están; como un mar, como un abismo descansan de mí, dentro de mí, llenan los sentidos de mí frente. ¿Qué es el hombre, ese ponderado semidiós? ¿Acaso no flaquean sus fuerzas justamente cuando más las necesita? Ya sea encumbrado de felicidad o abrumado por la aflicción, es detenido y vuelve a la honda y fría preocupación, justo cuando creía poder perderse en la plenitud de lo infinito¨. Me pregunto si el poeta habrá experimentado esos amores frustrados más allá de las palabras, con el cuerpo pensaba. Es posible pero también cabe la posibilidad que eso no sucediera, y sin embargo con las palabras también se expresa el cuerpo, por supuesto que es distinto. No es lo mismo. Esos amores de juventud se dan su lugar en el mundo en las palabras. Christine es una mujer inculta, esos nos dicen las crónicas mal intencionadas: cómo el genio puede compartir el lecho con una mujer de pueblo, rústica y hasta fea. Pero no voy darles crédito, todo rumor expresa las miserias de quien las profesa. Kundera cita una situación que dio lugar en el ambiente cultural del siglo XIX como el comienzo sistemático de todas esas calumnias, poco me importa si las inventó o tienen sustento histórico en alguna crónica de ese momento que en lo personal desconozco. ¨Cuando se rompe un vaso significa felicidad. Cuando se rompen un espejo cabe esperar siete años de mala suerte. ¿Y cuándo se rompen unas gafas? Es la guerra.  Bettina declara en todos los salones de Weimar que `esa morcilla gorda se volvió loca y me mordió´. La risa va de boca en boca y todo Weimar se muere de risa. Esa frase inmortal, esa risa inmortal, suena hasta nuestros días¨. Kundera sostiene que no es amor lo que Bettina siente por el viejo poeta, sino el afán de inmortalidad. Inmortalidad que se desprende de su relación amorosa con el poeta anciano. Establece diferentes tipos de inmortalidades. Por ejemplo la fe religiosa nos promete la inmortalidad de nuestra alma y una vida en el más allá de paz serena si mantenemos ciertas normas de conducta en nuestra vida terrena. Luego tenemos otra especie de inmortalidad, la llama pequeña inmortalidad. La pequeña inmortalidad pertenece al ámbito de la memoria y el recuerdo que dejamos en aquellos cuando nos ha llegado la muerte.  Generalmente si el recuerdo depositado en el prójimo es malo y poco grato el olvido demora un poco más en llegar. Nos recuerdan por más tiempo pero desde el resentimiento-qué horrible y triste palabra-. Por supuesto, ninguna de estas pertenece a la inmortalidad del poeta. La gran inmortalidad es para pocos, es selectiva y se expresa a través de la vida del poeta en sus creaciones que perduran y escapan a su generación. Es un estar siempre presente en personas que nunca se conoció personalmente. Establece Kundera una relación entre la inmortalidad y la muerte. Para ser inmortal primero hay que estar muerto, de esto saben mucho los melancólicos románticos que anhelan una muerte poética para así perdurar en el recuerdo de sus contemporáneos. Lo suyo es una vida muerte o un vivir para la muerte, un ser para la muerte sin las connotaciones heideggerianas del termino. Hay otro tipo de inmortalidad, menos poética pero no por ello menos espectacular, la inmortalidad ridícula que define por ejemplo nuestro tiempo presente. La inmortalidad de la cámara donde todo es registrado por la lente de la cámara. Por ejemplo, un accidente de tránsito y el dolor de quien lo padece es registrado y difundido para complacer el morbo de observar aquello que estamos seguros de nunca padecer pero el destino  juega con los dados, nunca sabemos... Pero además del morbo también el registro de nuestras actividades más triviales o el ojo vigilante de las cámaras de seguridad. No dejamos de ser observados pero también de exponernos. La inmortalidad ridícula es la del foco de la cámara. A Goethe no le hubiera gustado en lo absoluto, no necesita la autoexposición, por otro lado no había fotógrafos y cámaras de video para que registraran sus momentos privados y sin embargo está Bettina que expresa este tipo de inmortalidad de la cámara avant la lettre. Busca por todos los medios posible estar cerca del poeta, en ser su amiga, le ofrece su amistad y amor a cambio de que él comparta con ella su lugar en la inmortalidad. La relación entre ellos estuvo rota por años por el accidente de los lentes. Pero ella tiene sus armas, adopta la pose de niña. Ser una niña, es una mujer que es una niña en su comportamiento, sabe muy bien que la pose de niña le abre todo un abanico de posibilidades impunes en su acción. La ingenuidad de sus palabras, la falta de experiencia ante el mundo y la espontaneidad son las actitudes que adopta bajo la máscara de la niña. Hubo sexo entre el viejo Goethe y la ¨niña¨ espontánea? Lo dudo, él era un viejo y ella una mujer incapaz de sentir algo debajo de la falda. Kundera cita una carta de Bettina(la niña) de 1809 en la que escribe: ¨Tengo la firme voluntad de amarte hasta la eternidad¨. Pero Kundera al igual que Goethe no se dejan engañar, no es amor al poeta, es amor a la eternidad, la voluntad no está puesta en el amor sino en la inmortalidad. Pertenecen a generaciones diferentes, es un error considerar a Goethe como un romántico.  El Sturn und Drang representa un antecedente muy temprano en la obra del poeta y hasta reniega de él en la vejez. Goethe es un clásico, Bettina una romántica adoradora como los de su generación de la muerte. Establecen un puente entre el amor y el tormento, equiparan el amor al sufrimiento. El viejo Goethe es un amante de las formas, del estilo cuidado, más de veinte años para terminar de redactar su Fausto expresan el carácter sereno y dedicado al trabajo, no hay arrebatos pasionales, es el cuidado de la forma, el detalle minucioso, el borrador siempre inconcluso que busca la perfección en la materia. Es una vida al servicio del arte. No hay arrebatos, ni momentos de pasión irrefrenable en el viejo Goethe, todo es minucioso. Un solo desliz rescata Kundera del viejo Goethe, por supuesto que el mismo sólo tiene lugar en el ámbito de las letras, en una carta en la que manifiesta un juicio inmortal como epitafio sobre Bettina la amante de la muerte: ¨moscón antipático¨. ¨Pienso en el momento en que Goethe escribió las palabras `moscón antipático´. Pienso en la satisfacción que sintió al hacerlo e imagino que entonces de pronto comprendió: nunca en su vida había actuado como quería actuar. Se consideró administrador de su inmortalidad y esa responsabilidad le había atado y hecho de él un hombre estirado¨.  El 26 de Marzo del año 1832 muere Goethe para dar el paso que solo unos pocos pueden dar, el paso a la inmortalidad. Es interesante el aprecio del poeta por el silencio. Detestaba el ruido, hoy no podría vivir o le sería difícil, quizá retirado en el campo pero es seguro que nuevas Bettinas con sus cámaras le pedirían una foto para luego postear en las redes sociales. Al poco tiempo de la muerte del poeta Bettina publica su libro cuyo título es más que sugestivo: ¨Epistolario de Goethe con una niña¨. En efecto, Bettina era una niña. El ruido es el rumor de Bettina, su impertinencia, esa impunidad de la que gozan los niños malcriados. Según Kundera en 1929 se descubrieron las cartas originales saliendo a la luz todas las falsedades narradas por Bettina pero no podemos quitarle mérito ya que logró su propósito, alcanzar la inmortalidad junto al oprobio. Recientemente releí mi edición de Colihue de Werther, marqué algunos pasajes, en cierto modo en relación con la inmortalidad y su relación inseparable con la muerte: ¨¡Aquí estoy, Lotte! ¡No me asusta beber en el frío y terrible cáliz del que he de tomar la bebida de la muerte! ¡Me lo has acercado y no vacilo! ¡Todos, todos! ¡Todos mis deseos y esperanzas de mi vida se han cumplido! ¡Y golpearé, tan frío, tan rígido el férreo portal de la muerte!¨ La escena final muestra a Hemingway charlando con el viejo Goethe sobre diversos temas, el hilo común que sustenta el diálogo es la inmortalidad. No era amor lo que Bettina sentía por Goethe. Tampoco estoy seguro si el poeta amaba a su esposa Christine. Lo seguro es que tomó partido por ella cuando se produjo el incidente de los cristales rotos pero de un modo tibio. Es raro el retrato de Goethe. Lo observo en silencio y lo siento como un poeta de la distancia. La inmortalidad es distancia. La inmortalidad… qué es la inmortalidad?  ¨La inmortalidad es el juicio eterno¨. Un juicio no sobre la obra sino sobre la vida.