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Del lumpen como modelo político

 

Politica-lumpen




Lumpen fue el nombre que los antiguos romanos le dieron a la ausencia de luz. De hecho, llamaron lum al esplendor o claridad de la luz, mientras que a su ausencia, su falta o carencia, la llamaron pen. Un lumpen es, propiamente, un 'alma en pena', la negación abstracta de todo intelligere y de todo religare, la representación más próxima, más fiel y viviente, de la pobreza espiritual. Sin la luz -la misma que invocara Bolívar al fundar la “Casa que vence la sombra”-, es decir, sin riqueza espiritual, es inevitable el surgimiento y la patentización de la pobreza material. Lo uno inevitablemente conduce a lo otro. En su tratado de Ética a Nicómaco, Aristóteles señala que “obrar por ignorancia parece cosa distinta de obrar con ignorancia, pues todo malvado desconoce lo que debe hacer y de lo que debe apartarse, y por tal falta son injustos y, en general, malos”. En una expresión, “la ignorancia no es la causa de lo involuntario sino de la maldad”. A menor luz menor moralidad. A mayor ignorancia el prejuicio crece con toda su inmediatez, se desborda el instinto e irrumpe la agresión contra el otro. La sublimación del malandraje -del portugués malandragem- es el imperativo categórico de la barbarie que se consolida como modo de existencia, como determinación del ser social.

En el 18 de Brumario de Luis Bonaparte, Karl Marx define al Lumpenproletariat bajo estos términos: “Bajo el pretexto de una sociedad de beneficencia, se organizó el lumpemproletariado de París en secciones secretas, cada escuadra dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza. Junto a los roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, los vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, los vagabundos, los reservistas, los presidiarios, los huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, malandros, carteristas y rateros, jugadores, proxenetas, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, mercachifles, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante, con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de diciembre”. Cualquier parecido de aquel “bonapartismo” con este “bolivarianismo” no es mera coincidencia.  

En Venezuela -y es muy probable que en buena parte de la América Latina-, durante los últimos tiempos, el lumpanato ha devenido objetivación de una cultura mercenaria, al punto de que sus formas tipificantes han logrado penetrar sensiblemente el tejido del Estado, hasta herirlo de gravedad. Las virtudes del quehacer político han dado paso a la trapisonda del arrabal, lo más cercano a las truculentas “culebras” de las cada vez más decadentes telenovelas que se transmiten por ciertos canales televisivos. Hay psiquiatras, con evidentes problemas de resentimiento social, que han hecho del cinismo su ejercicio habitual de acción y reacción política. Como también hay ciertos trogloditas de profesión y fe (en este caso, barbárico, cínico y cruel), por cierto, cada vez más solitarios, que en su desesperación por figurar como sea, promueven la intriga a manera de último recurso para poder preservar lo que de hecho ya no les es posible seguir preservando. 

Puede ser que, como ocurre con harta frecuencia en las ya citadas tele-culebras, las toxinas de la cizaña surtan su efecto por un tiempo, pero no el suficiente como para que los perjuicios causados durante los últimos veintitrés años a la sociedad entera se mantengan indefinidamente. Tarde o temprano, la carencia absoluta de luz -precisamente, el lumpen- queda sorprendida en la tristeza de su lúgubre verdad: la ausencia de todo principio, de toda consciencia social, de esa manía de mentir que es ajena a todo honor y a toda honra. Y es que, en efecto, el lumpanato que ha secuestrado al Estado pretenderá, subjetivamente, valerse de lo que sea para mantener el poder y retardar así sus compromisos con la justicia. Pero la historia, como la razón, tienen su astucia. Serius ocius. Es una cuestión de tiempo histórico, y todo indica que sus días están contados.

El nuevo consenso social no surge post factum, es decir, una vez que se ha extinguido la hegemonía del régimen anterior y tiene su inicio la recomposición -o la reorganización- de la sobrestructura política de una determinada formación histórica. Si los vicios de la vieja sociedad permanecen intactos, si no se consolida desde ahora un nuevo modo de ser y de pensar, si persiste la decadencia propia de las trapisondas del lumpanato, que terminaron devorando el interior del ser y de la consciencia venezolanas, al punto de hacerlas implotar, gatopardianamente todo cambiará para seguir como está. Es, pues, imperativa la construcción de una política educativa y cultural lo suficientemente capaz de motivar en cada individuo un auténtico cambio civil. Quizá como nunca antes, la fuerza política que se propone superar las miserias del presente tenga la obligación, es decir, el compromiso ético-político, de asumir con sentido enfático la conformación de una nueva ciudadanía, una nueva eticidad, capaz de reconciliar el Volkgeist necesario para la superación del brutal desgarramiento que, no sin premeditación y alevosía, terminó institucionalizándose durante este menesteroso presente. El así denominado “chavismo” no fue la causa, sino, más bien, la consecuencia necesaria de una población que fue progresivamente empujada hacia la pérdida de sí misma, hacia el oscuro abismo de la mercenarización, hecha a imagen y semejanza de la vulgar cartelización gansteril. No combatir esa causa de origen significa, en términos de la praxis política, cambiar un cartel por otro, con lo cual el propósito que hoy se pretende concretar se hace vano, ridículo.

La honestidad se presenta como el fundamento del nuevo Ethos. En este sentido, el engaño, la mentira demagógica -inherente al populismo-, no es, por cierto, un buen inicio para acometer semejantes propósitos reconstructivos. Si se quiere superar la deplorable condición actual de la vida cotidiana, no se pueden sembrar falsas expectativas entre quienes conforman la gran mayoría de la población, como suelen hacer los practicantes de esquemas políticos trasnochados. No se puede aspirar al cambio político y social del todo si no cambia cada parte. No hay unidad sin diversidad ni diversidad sin unidad. La modificación orgánica, integral, de la sociedad pasa por la sincera modificación orgánica de cada individuo, comenzando por quienes propician dicho cambio. Es menester emprender el 'salto cualitativo', asumir los retos de una vida que reconcilie lo que se hace, lo que se piensa y lo que se dice, una vida para la plena identidad de belleza, bondad y verdad. 

Quizá convenga recordar las palabras de uno de esos presos políticos que prefirió dar la vida por sus ideas y valores que “negociar” su salida de la cárcel por un “exilio dorado”.  Contrariamente a lo que harían algunos de los políticos del presente, nunca se vendió ni se hipotecó. Van estas palabras, escritas por Antonio Gramsci: “Es opinión muy difundida en algunos ambientes (y esta difusión es un signo de la estatura política y cultural de estos ambientes) que en el arte de la política sea esencial mentir, saber astutamente esconder las verdaderas opiniones propias y los verdaderos propósitos a los cuales se tiende, el saber hacer creer lo contrario de lo que realmente se quiere. Tal opinión se ha radicado y difundido tanto que cuando se dice la verdad nadie lo cree. En política se podrá hablar de reserva, no de mentira en el sentido mezquino que muchos piensan: en la política de masas, decir la verdad es una necesidad política, precisamente”.                                        


Por @jrherreraucv

¿Qué es la anti-política?

 

Que es anti-política

 
 

            En el conocido Prólogo a la Contribución para la crítica de la economía política, Karl Marx sostiene que “el modo de producción de la vida material determina el proceso de la vida social, política y espiritual en general”. Lo que se es se identifica con lo que se hace y con el modo como se hace. Ser es hacer. La vida es un hacer continuo y las formas como los hombres conciben su modo de vida depende de lo que ellos mismos sean capaces de hacer. Una frase compendia sus conclusiones: “No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, es el ser social lo que determina su conciencia”. Esa es la razón por la cual el ser sin más, en su simplicidad, el ser a secas,  no es, porque todo ser es en cuanto que es social, en cuanto que es hacer, es decir, en cuanto que es histórico, político. Verum et factum convertuntur reciprocatur, al decir de Vico.

            “Todo es político”, advertía Gramsci en sus Quaderni, incluso lo es el no ser político, el  concebir-se (o creer-se) a sí mismo en la no-politicidad o en la anti-politicidad. Ya lo había advertido el mismísimo Shakespeare, al referirse a aquellos artistas que, no sin cierta vanidad, creían poder mantenerse ajenos al quehacer político de su tiempo, presos -como diría Sir Francis Bacon, autor del Novum Organum- de los “idola theatri”: “todo arte que pretenda ser auténtico tiene que ser la necesaria expresión de lo político”. En suma, el ser social, históricamente considerado, por razones inherentes a su propio devenir, a su naturaleza histórica, no puede prescindir de esa su condición sustancial: la de ser zoon politikón, un “animal político”. El resto es imaginatio: son “el cazador o el pescador solos y aislados”, que “pertenecen a las imaginaciones desprovistas de fantasía que produjeron las robinsonadas diesiochescas” y su malentendido 'retorno a la vida natural'. “Nadie -cita Hemingway a John Donne- es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra”. Y todavía más: “la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”.

            Más interesante todavía pareciera ser el camino del recorrido inverso, cabe decir, el camino de aquel que, al mejor estilo positivista o nihilista -da lo mismo-, convencido del preponderante y superior papel de la política en y para la vida de los hombres, y presuponiendo, como todo auténtico “especialista”, que la política sólo puede ser el producto de la exclusiva labor de la techné, propia de la dirigencia partidista, considera que quien tenga el atrevimiento de opinar sobre una determinada situación política sin ser “político” es, para decir lo menos, un estulto, un ignorante, un perturbador del 'orden natural de las cosas' y que debería, por el bien general, guardar las distancias, o más específicamente, mantenerse alejado de este tan especial y supremo oficio.

            Sorprende sobremanera cómo el muy diligente detractor de la 'anti-política' acostumbre mostrar hasta “las costuras” los graves inconvenientes que, a lo largo de estos años, ha venido causando la intromisión de esta suerte de “irresponsables” que, 'sin conocer las hierbas', se consideran en plena capacidad de hacer los más osados “hechizos” de toda posible tonalidad, como si fuesen auténticos expertos en las 'esotéricas' artes de la Politeia. El profesor Albus Dumbledore, maestro de “el elegido” Harry Potter, se quedaría pasmado ante semejante atrevimiento. En síntesis, y según la opinión de estos expertos, son ellos, los 'anti-políticos', esos irresponsables detractores del oficio político, los genuinos culpables de que, hasta la fecha, la “oposición” al régimen gansteril no haya podido concretar el triunfo en sus intentos por instaurar un régimen de libertades, democrático, justo y próspero en Venezuela.

            Tal vez, en estos argumentos haya algo -o incluso mucho- de razón. “Zapatero a su zapato”, como dice el refrán. Nadie podría cuestionar el hecho de que, así como para dedicarse a la medicina o a la ingeniería es menester aprender al detalle las técnicas propias del oficio, de igual modo quien se dedica exclusivamente al conocimiento de la praxis política debe ser el más indicado para ejercer la difícil tarea de confrontar el gansterismo, esa fase superior del totalitarismo, revestido de una extravagante ideología de neo-izquierda y experto, por demás, en la manipulación de los más cándidos sentimientos de las clases desposeídas. Son ellos, en consecuencia, los llamados a diseñar la carta de navegación que haga posible el reencuentro del país consigo mismo. Pero, precisamente por ello, no se comprende bien cómo es que pudo surgir la anti-política, no solamente la que hizo posible la llegada del lumpen al poder, sino también la que ha venido generando esa inconveniente e irracional 'perturbación' a lo interno de la llamada “oposición”.

            Pareciera necesario, pues, hacer algunas consideraciones que contribuyan a la comprensión del cómo y por qué pudo haber irrumpido en la escena pública la anti-política, cuál es su origen y cuál es la razón de su caprichosa y extravagante presencia, tomando en cuenta el hecho de que antes del secuestro perpetrado por el cartel, se supone, los políticos venían ejerciendo sus funciones, y que durante el presente no pocos han sido los intentos de construcción de un gran movimiento político de unificación de las más diversas tendencias y militancias partidistas, verdaderos 'mosaicos' -o piezas de un rompecabeza- con los cuales se pretende generar el 'efectivo' movimiento de cambio que requiere el país. Es como si en un hospital en el que sobraran médicos de las más variadas especialidades se incrementaran irrefrenablemente las patologías. Cosa extraña, que debería llamar la atención de las autoridades del hospital en cuestión.

            En otros términos: ¿será que la anti-política surgió de la nada? Pero, por una vez: ¿no fue Aristóteles quien afirmó que de la nada no surge más que la nada? O, para decirlo en clave estrictamente ontológica: ¿no será la anti-política la hija legítima del tradicional modelo de hacer política? Da la impresión de que la posición asumida por los “especialistas” en política es tan anti-política como la de sus detractores. De hecho, la anti-política bien puede ser definida como la inversión reflexiva -abstracta- de la política, su contra-cara. Y quizá eso explique, en parte, los saltos de “talanquera”, la “fuga” de los “alacranes” o la deserción de los pobres de Espíritu. Y es que los políticos de oficio, al negarse a reconocer la cada vez mayor -y más preocupante- consistencia de la anti-política, terminan asumiendo la misma función que ejercen los anti-políticos en su contra. De suerte tal que el uno queda sorprendido como el claroscuro del otro. Cada uno se devela como “el otro del otro”, en el que el uno y el otro devienen idénticos. Sin reconocimiento no hay conocimiento, decía Hegel. Para que el país se reconozca, se requiere, en primer lugar, que la llamada “oposición” se reconozca a sí misma, que deje de lado los prejuicios, los viejos hábitos, y construya una novedosa red hegemónica que ponga fin al secuestro hamponil. Para ser una auténtica oposición es indispensable comprenderse como lo distinto de la criminalidad. Sin ideas 'claras y distintas' no hay ni técnicas ni especializaciones que valgan de mucho, ni políticos ni anti-políticos que resuelvan el grave escollo en el que se encuentra inmerso lo que va quedando de país. La construcción de un nuevo modo de ser y pensar (que es un nuevo modo de hacer) es la verdadera prioridad. La formación cultural -esa que trasciende los límites de la política en minúscula- pareciera ser, de hecho, la tarea primordial.           

                                  

 

 

José Rafael Herrera

@jrherreraucv

 


De hegemonía y otras inquisiciones

 

 

“Si hay algo que aprendí de mi trato con Herr Hitler,

es que no se puede jugar al poker con un ganster sin

tener cartas bajo la manga”.

                                                 Neville Chamberlain 


Concepto de Hegemonia


 

            El pensamiento de Antonio Gramsci ha tenido, históricamente, una desafortunada recepción, tanto por parte del izquierdismo extremista, que en algún momento intentó convertirlo en el símbolo viviente de su voluntarismo ciego e irracional, como por parte del extremismo de derecha, que se lo imagina como uno de los más peligrosos enemigos de la vacía e imaginaria “sociedad abierta” que postula. Si, como decía Marx -siguiendo a Hegel-, el idealismo abstracto es materialismo abstracto y el materialismo abstracto es idealismo abstracto, se podría afirmar análogamente lo mismo de las abstracciones propias del izquierdismo y el derechismo. A los partidarios del comunismo primitivo -como, por cierto, lo llamaba Marx- se les olvida que Gramsci fue un disidente de los regímenes despóticos y totalitarios, característicos de las sociedades orientales. A los partidarios de las “robinsonadas” de un liberalismo sin historia, se les olvida que fue uno de los más influyentes liberales italianos, el economista Piero Sraffa, el encargado de sustraer, clandestina y sigilosamente, nada menos que las cuatro mil páginas que Gramsci escribió en prisión. “Lo que natura non da Salamanca non presta”. Lo mismo pasa con la comprensión dialéctica de los procesos históricos. Y aquí, por natura debe comprenderse no tanto la primera como la seconda, cabe decir, la formación integral, ética y estética de la sociedad que transustancia lo dado en hecho, en actividad sensitiva humana.         

            Hace unos cuantos años, en un encuentro de “negociaciones” sostenido en el Palacio de Miraflores, algún vocero principal de uno de los partidos de la llamada “unidad”, perteneciente a la autodenominada “oposición” venezolana, al pronunciarse en cadena nacional, declaraba su firme rechazo al concepto gramsciano de hegemonía, porque, en su opinión, dicho concepto implicaba una forma de dominación del todo contraria a la democracia, típicamente stalinista, incompatible con los ideales propios de la libertad occidental. Para él, el concepto de hegemonía desarrollado por Gramsci se hallaba penetrado por un fuerte aroma a dictadura, a régimen tiránico, despótico, totalitario. El político en cuestión, se podría decir que instintivamente, asumía la expresión en su acepción en inglés -hegemon-, haciendo de ella una referencia exclusiva, “universal”, característica de todo aquel que ejerce su dominio sobre los demás. Su representación de la hegemonía fue, en síntesis, definitoria de la del Capo que domina al resto de los individuos y se reserva para sí el control absoluto del poder. Lo que, por cierto, en su caso particular se ha convertido en una vieja práctica.

            Es muy probable que los miembros de la dirigencia de la Junta Patriótica, que organizaron y ejecutaron exitosamente la rebelión cívico-militar contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, no conocieran los Quaderni del carcere de Antonio Gramsci, y ni siquiera sus Lettere. Es más, resulta difícil pensar que alguno de ellos supiera en aquel momento quién era el filósofo y dirigente político italiano. De hecho, a pesar de haber fallecido en 1937, su obra fue comenzada a publicar en la segunda mitad de los años cincuenta del siglo XX por su viejo camarada Palmiro Togliatti, y sólo fue a finales de los años setenta y principios de los ochenta que se publicó la primera edición crítica de los Quaderni, al cuidado de Valentino Gerratana. Además, por aquellos años de subversión contra la dictadura perezjimenista, concentrados como estaban sus dirigentes en las labores de organización táctica, en la búsqueda de un consenso cada vez más orgánico que tradujese en éxito definitivo la lucha por la conquista de la democracia, difícilmente quedaba tiempo para las disquisiciones eruditas y las referencias hermenéuticas o bibliográficas sobre la obra de un dirigente comunista asesinado que había representado una amenaza real para el régimen fascista y, además, una auténtica incomodidad para la ortodoxia soviética.

            Y sin embargo, la labor de la Junta Patriótica -quizá sin tener clara conciencia de ello- fue, justamente, una labor gramsciana. Porque, in der Praktischen, se puso en funcionamiento la estrategia de generar el consenso de la voluntad general de la sociedad civil venezolana, oponiéndola a la vieja sociedad política, en manos de la estructura militarista fundada por los caudillos durante la era post-independentista. De suerte que el viejo concepto de sociedad se fue resquebrajando aceleradamente, al punto de que las nuevas generaciones de profesionales de las fuerzas armadas ya no podían respirar dentro de sus enmohecidas casamatas. Eso es lo que significa para Gramsci hegemonía: un nuevo consenso por parte de la sociedad civil, sustentado en una innovadora educación ciudadana, integral, con nuevos valores e ideas, capaces de presionar, con tanta determinación, que las positivizadas, esclerotizadas -y, por ende, anquilosadas- fuerzas del aparato coercitivo terminan por estallar, para dar paso a un Ordine Nuovo, a un nuevo 'bloque histórico', en el que la sociedad política tiene la necesidad de reinventarse a objeto de adecuarse plenamente con las aspiraciones de la pujante sociedad civil, transformándola en su más fiel reflejo. Ordo et conectio idearum idem est ac ordo et conectio rerum.

            Que los partidos políticos venezolanos -especialmente aquellos que confunden los términos “oposición” y “distinción”- sigan presuponiendo que la sociedad civil es ajena a las organizaciones políticas, es decir, que ellos no son parte de ella; que no sepan diferenciar entre Estado y sociedad política; que confundan la idea de consenso con la de alianza o, peor aún, con la de acuerdo o negociación; que identifiquen hegemonía con dictadura; que, en fin, lejos de representar la búsqueda de un gran consenso nacional -una gran red, entramada con la urdimbre de sus hilos morales e intelectuales- sigan ejerciendo la función política como marketing, como si un partido político fuese una franquicia comercial o una oficina de colocación de empleos. Que aún no se hayan percatado -o no se quieran percatar- de que se enfrentan contra auténticos gansters, ya deja mucho que pensar. Pareciera no comprenderse, en efecto, que la construcción de una nueva hegemonía es “la carta bajo la manga” para llevar a término al gansterato. Tal vez, estas consideraciones contribuyan a comprender la enorme diferencia cualitativa existente entre el éxito obtenido el 23 de Enero de 1958 y el rotundo fracaso de la menesterosa política actual de la llamada “oposición” venezolana.              


 

 

José Rafael Herrera

@jrherreraucv

 


¿Cómo salir de “esto”?

  

“El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer.

Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.

                                                           Antonio Gramsci

 

 

La falsa idea
La ilusión de avanzar sin ideas.

            Nadie, ni siquiera los dueños de las más poderosas encuestadoras ni los “expertos” en publicidad y medios masivos o los “asesores” y “científicos” del marketing político, poseen una varita mágica capaz de modificar la realidad de un momento para otro. Tampoco tan entusiastas emprendedores cuentan -que se sepa- con el impelable poder de los oráculos, ni tienen, entre su staff, astrólogos dedicados al divinari de lo que le deparará el futuro al gansterato. Claro que uno nunca sabe. Pero, en todo caso, conviene advertir que los cubanos llevan años esperando que Walter Mercado resuelva finalmente el misterio, no sólo del cómo, sino sobre todo del cuándo. Y no valdrá la pena mencionar a los numerosos especialistas en la interpretación de la astrología criolla, quienes, hasta el presente, han dejado a sus seguidores a la expectativa de lo que en algún momento recibió el pomposo nombre de “la salida”, porque era cosa, si no de horas, de escasos días.

            Han pasado ventitrés largos años y, por lo que puede observarse, desde la perspectiva de un “estricto diagnóstico clínico” -al decir de Groucho Marx-, el régimen narco-terrorista que mantiene secuestrada a Venezuela es “un enfermo que goza de muy buena salud”. En un territorio -dado que ya no resulta adecuado hablar de un país- en el cual “el Coqui” o “Wilexis” son considerados como unos auténticos supehéroes dignos de ser imitados, como la nueva generación de los Avergers, protectores de los marginados y desposeídos, las soluciones “rápidas”, los llamados a “María” -o a Sorte, da lo mismo- no parecen tener mucho sentido. Ni Maître Luis Vicente, ni Don Chicho, fieles seguidores de las profundidades de Coelho, ni la mismísima Madame Aziz -en el fondo, da lo mismo- parecieran estar en condiciones, ni materiales ni espirituales, de revelar los ocultos misterios que guardan en sus entrañas las estrellas, las revelaciones o, en todo caso -y, de nuevo, da lo mismo-, los resultados de la “metodología”.


            Y es que si algún aprendizaje se ha de sacar después de toda esta dolorosa experiencia venezolana, es la confirmación del rotundo fracaso de las llamadas “metodologías científicas” y, en consecuencia, de sus constelaciones ilusorias -cuyo mayor interés consiste en la pretensión de “facilitar” el trabajo de tener que pensar, como si el pensamiento necesitara de “facilitadores” y no, más bien, de la dedicación al estudio de las complejidades de aquello que crece y concrece. No hay tal cosa como un “instrumento de aprehensión de la realidad”. Creen que lo real es como un pajarito que, tarde o temprano, quedará atrapado en una vara preparada con pegamento, a la que han decidido dar el pomposo nombre de “metodología”. Pero el saber no es una astucia. En efecto, como dice Hegel, “si el instrumento se limitara a acercar a nosotros lo absoluto -léase, la verdad- como la vara con pegamento nos acerca el pájaro apresado, sin hacerlo cambiar en lo más mínimo, lo absoluto se burlaría de esta astucia, si es que ya en sí y para sí no estuviera y quisiera estar en nosotros”. En fin, si algo conviene realmente capturar -cacciare, se dice en italiano, de donde proviene el cachar criollo- no es al pobre pajarito que confunden con la realidad de verdad. Después de todos los intentos hechos para salir de “esto”, no parecen haber dudas sobre la confirmación de la bancarrota de la figura del coaching -y de sus coachs- en lo que respecta a la interpretación del devenir político. Aunque, de todas maneras, los asesores cubanos, al servicio del gansterato, ya se han encargado, objetivamente, de hacérselos saber y de demostrárselos con creces, in der Praktischen.


            Lo cierto es que ni las gráficas Excel ni las cartas astrales están funcionando. Seis millones de exiliados -la mayoría de los cuales salieron, en su momento, a plenar las calles del ex-país en las impresionantes manifestaciones multitudinarias convocadas contra el régimen- lo confirman. Tal vez, hubiese sido más fácil, y menos doloroso, decir la verdad desde el principio, en vez de asumir como forma de hacer política el decir “mentiras blancas” con las manitos pintadas. Unos cuantos cultores del conservatismo de uña en el rabo, con su cara de mocasín estilado -y estirado-, le echan la culpa a Gramsci de lo que sucede en Venezuela, sin tan siquiera haberlo leído. Y es que en esto consiste el problema: suponen que leen, es decir, que saben leer. No saben lo que dicen y dicen lo que no saben. Vale la pena recordar que fue Gramsci -quien obviamente no fue un ganster y que más bien se enfrentó en su momento contra el gansterato fascista- el autor de esta frase: “Decir la verdad es siempre revolucionario”.


            Claro que -se dirá- es inútil ponerse a “llorar sobre la leche derramada”. Pero algo queda de la lección. Siempre se puede comenzar de nuevo a partir de las lecciones aprendidas por los errores cometidos. Aufhebung quiere decir “superar y conservar a un tiempo”. Lo que quiere decir que el “esto” es, ni más ni menos, que el resultado de la propia experiencia. Los chivos expiatorios sobran. Por eso mismo, más que un asunto de financiamiento, es cuestión de redimensionar las ideas -ya será bastante con tenerlas- y abandonar las abstracciones y representaciones ficticias. Sin ideas no se puede. Sin un lenguaje rico el espíritu se empobrece. Si no hay Concepto -actio mentis- no habrá modificación. Para comenzar, sería más que conveniente el socrático “conocerse a sí mismo” y, como consecuencia, saberse, en tanto político y demócrata, distinto -y en ningún caso opuesto- al gansterato. La criminalidad es competencia de la policía. De manera que conviene elaborar políticas que pongan fin al crimen organizado. De ahí la necesidad de que la llamada “oposición” tenga que redefinirse, reconceptualizarse, rediseñarse y reorganizarse. No es asunto de cambiar de siglas, ni de hacer “enroques” partidistas. La unidad es con el país, incluso con quienes, alguna vez, creyeron con entusiasmo en las bondades del populismo devenido narco-terrorismo. Es hora de abandonar una “pureza” que en nada expresa la condición del ser venezolano. Es tiempo de “desechar las ilusiones y prepararse para la lucha”, como sentenciaba la vieja consigna de los años setenta. Nadie va a venir a hacer el trabajo quiere decir que tampoco lo harán los astros o los sagrados habitantes del más allá. “Las cosas bellas son difíciles”, afirmaba Platón. Es el momento de cambiar la ceguera técnica y el vacío mensaje de “esperanza” por la pasión de un gentilicio que bien lo merece, porque, más allá de los apasionamientos desbordados, “nada grande en el mundo se ha hecho sin una gran pasión”.


 

José Rafael Herrera

@jrherreraucv


La lógica de la perversión en el lenguaje

 

Perversión del lenguaje


Lo que expresa el lenguaje

            El lenguaje es mucho más que el sonido hueco de palabras que han sido vaciadas de todo contenido. O que la combinación de formas meramente instrumentales. En él hay un conjunto de nociones y conceptos cultural e históricamente establecidos que van moldeando el laberinto del tiempo del ser y de la conciencia sociales. Es, se puede decir, el trabajo acumulado del Espíritu. En sus pliegues hay todo un sistema de creencias, opiniones, presuposiciones y prejuicios -no pocas veces anacrónicos, sin contexto-, de los más diversos modos de percibir y actuar. En el lenguaje, pues, se haya presente toda una Weltanschauung, una hermenéutica del mundo, una manera, más o menos disgregada, de percibir la vida. De suerte que, aunque no se sepa ni se diga explícitamente, el lenguaje no es ni neutral ni inocente. No obstante, y a consecuencia de su condición acumulada, esa Weltanschauung suele ser resultado de determinadas circunstancias. Muchas veces es irregular e intermitente, y pertenece, simultáneamente, a una multiplicidad de formaciones sociales, similares a las cortezas o capas que, una tras otra, van recubriendo con los años el tronco de los árboles.

            Como ha afirmado Gramsci -no la representación del deformado santón de las consignas superficiales, mártir de los usos y abusos a conveniencia del trasnocho gansteril, ni el Chucky, figurado monstruito perverso y maquinador que se imagina el conservatismo de fanfarria, desteñido, constipado y estirado, sino el filólogo y filósofo, lector de Labriola, Croce y Gentile, el brillante académico de la universidad de Torino y distinguido político anti-fascista-: “quien habla solamente en dialecto o comprende la lengua nacional en distintos grados, participa necesariamente de una concepción del mundo más o menos estrecha o provinciana, fosilizada, anacrónica en relación con las grandes corrientes que determinan la historia mundial. Sus intereses serán estrechos, más o menos corporativos o economicistas, no universales. Si no siempre resulta posible aprender más idiomas extranjeros para ponerse en contacto con vidas culturales distintas, es preciso, por lo menos, aprender bien el idioma nacional. Una cultura puede traducirse al idioma de otra gran cultura, es decir, un gran idioma nacional históricamente rico y complejo puede traducir cualquier otra gran cultura; en otras palabras, puede ser una expresión mundial. Pero con un dialécto no es posible hacer lo mismo”. Se trata de una frase que no solamente permite comprender la relación entre lenguaje y cultura, sino, además, el significado más hondo de la pobreza espiritual que puede llegar a afectar a toda la sociedad.

            Qué significado puedan tener expresiones como democracia, razón, libertad, independencia, ética o paz, por ejemplo, depende en gran medida de la capacidad que tenga la población de “traducirlas” correcta y adecuadamente, es decir, en un sentido no “estrecho” -mezquino- o “provinciano”, como observa Gramsci, sino en su significado universal, el cual sólo puede ser universal en tanto y en cuanto se corresponda con el devenir de la historia concreta. En este sentido, también las formas universales abstractas son un modo provinciano de concebir lo universal. Es una representación “mala” -de mala calidad, como dice Hegel- de lo universal. Una totalidad exenta de partes no es una totalidad, es una parte. Y lo mismo sucede con un universal que carece de particularidades: no es un universal. Es, en todo caso, una particularidad con pretenciones universales.

El lenguaje como instrumento

            La instrumentalización del lenguaje es una de las mayores conquistas de la racionalidad técnica que deriva directamente de la reflexión del entendimiento abstracto. En la medida en la cual el lenguaje de una sociedad va perdiendo sus referentes, sus contenidos histórico-culturales, su ethos, ésta se va haciendo cada vez más abstracta, más dependiente y pobre. Se puede medir la pobreza espiritual de una determinada formación social por medio de la constatación de la pobreza de su lenguaje. Una población pobre de Espíritu es una población fácilmente manipulable, dominable, heterónoma, triste, impotente. Debe recurrir a la evasión de la realidad “por otros medios” para poder soportar el peso de sus incontestables desdichas. Es, en una expresión, una población signada por la irracionalidad. No es que “la razón” se encuentre de un lado y la “sin razón” del otro. Para el gansterato, lo mismo que para sus distintos, “el lado correcto de la historia” es el “suyo”, cabe decir, el de cada posición correspondiente. Este es el modelo característico de la racionalidad instrumental que se vende como “ciencia”: la pobreza constitutiva, inmanente, de la razón ilustrada. No hubo mayor acto de “racionalidad” -desde el punto de vista de la perspectiva fascista, que ya había devenido lenguaje oficial del pueblo alemán- que la llegada al poder del Führer. Y fue así como la suprema razón, decretada por la Ilustración, terminó produciendo la abominable irracionalidad de Auschwitz. La ficción de la razón instrumentalizada consiste en el hecho de presentarse como la gran tabla de salvación frente a la irracionalidad, ocultándola en sus entrañas. La irracionalidad inherente al gansterato chavista -y la pobreza que está obligada, tanto material como espiritualmente, a imponer como “cultura”- es hija legítima de una racionalidad y de un lenguaje absolutamente vaciados de contenido, meramente formales, técnicos, metodológicos, instrumentales, publicitarios. Sus “modelos” y sus “políticas”, lo mismo que sus continuos “motores” -todos ellos, chatarra efímera, cohetones de un instante que se repite sin cesar-, se sustentan en una “razón” que no sólo no es racional sino que se tiene que imponer por medio del miedo y de la más brutal violencia y represión, en nombre de los “sagrados principios” de la “razón de Estado”.  

             

                    

José Rafael Herrera

@jrherreraucv

 


Gramsci como aplicación

Imagen de Gramsci


“Cuando ustedes, los que están en la cima del Estado, tocan la flauta

¿cómo pueden esperar otra cosa sino que los de abajo bailen?

                                                                                              Karl Marx



Dice un adagio popular que conviene recibir lo dicho dependiendo de quien lo diga. No son pocos los políticos o los “especialistas” que aseguran ver la sombra corva y siniestra de Gramsci detrás de los propósitos del gansterato narco-terrorista que mantiene secuestrada a Venezuela. Y es que el pensamiento del filósofo italiano, especialmente su concepto de hegemonía, ha sido representado por estos “expertos” en las formas vaciadas de contenido -adiestrados en prescindir del ser y cangear la verdad por la “metodología”- como el fundamento mismo, el “nervio vital”, de sus objetivos políticos. El plan consistiría, siempre siguiendo le storte intenciones de Gramsci, en “aplicar” su jorobado concepto de hegemonía a la realidad, es decir, adueñarse de la entera sociedad civil, de su cuerpo y de su alma, para consolidar así su poder e instaurar un régimen totalitario, al estilo soviético, que era, claro está, el modelo de estatolatría que Gramsci siempre tuvo en mente. A partir de semejante disquisición, de tan rigurosa elucubración, de tan sorprendente profundidad, uno llega a comprender por qué pueden existir personas que tienen el rostro semejante al de un mocasín. Mentón agudo y cuadrado, cabeza ancha y hueca. Después de todo, algo de verdad tiene que haber en las ficciones de la Nuova Scuola lombrosiana.


            Ver la fotografía de Gramsci como telón de fondo del programa de televisión de un maleante, que en algún momento tuvo la osadía de intuir que la política podía ser usada como mecanismo de sustentación criminal, a base de transmutar la comunicación en intrigas y ruindades, dice mucho. Mucho, no tan sólo de sí mismo, cabe decir, del inusitado y retorcido cinismo propio del malandro, sino del nivel de los que, fascinados por quienes se han habituado a hacer de la intriga, el escándalo y la ruindad sus mayores delicias, lo siguen con mórbido afán. Da lo mismo echar mano de Simón Bolívar, de Simón Rodriguez, de Antonio José de Sucre o de Armando Reverón y colgarlos en el mismo pedestal del que cuelgan facinerosos de la “talla” de “Maisanta”, Fidel Castro, el “Ché” Guevara o Hugo Chávez. Son las enseñanzas del viejo aparato de propaganda soviética. El Diamat ruso comenzaba con las fotografías de Marx, Lenin y Stalin. Hoy han sido sustituídas por las de Putin, “Mascha” y “el Oso”.


            Es dentro de semejante contexto de patrañas y manipulaciones que se justifica, en el escenario del estudio televisivo del canal de “todos los venezolanos”, la presencia de la fotografía de Gramsci, al fondo, observando con mirada perpleja, inevitablemente silente, aunque estupefacto, las procacidades de un adicto y demencial delincuente que hoy puede afirmar que la Universidad Simón Bolívar es una institución “privada” y mañana que el presidente Guaidó es el jefe de un cartel de narco-traficantes con alerta roja en China, Rusia e Irán. Whatever! Sólo recibirá elogios por sus infamias de la complaciente pobreza espiritual que nutre su audiencia. Y cabe decirlo, no sólo de los fieles o correligionarios del gansterato. En el diálogo Parménides Platón demostró con creces que toda negación abstracta es, en el fondo, una afirmación abstracta. Los mocasines suelen ser muy cómodos, por lo que exigen pocas mediaciones para ser calzados.


            La audacia es tan propia del prejuicio como de la ignorancia, porque la una es un síntoma inequívoco del otro. La expresión “hegemonía” causa urticaria no sólo entre unos cuantos respetables socialdemócratas de formación sino, además, entre quienes han llegado a autodefinirse como “liberales”, sin tener la responsabilidad de conocer, más allá de las reseñas enciclopédicas, los orígenes histórico-culturales de los términos con los que dicen “sentirse” comprometidos. Uno de los más sólidos, coherentes y fundamentados representantes del liberalismo contemporáneo es Norberto Bobbio. Y uno de los autores de cabecera de Norberto Bobbio es Antonio Gramsci, a quien no sólo admira, sino de quien ha derivado la exigencia de recuperar el significado más hondo y auténtico de la democracia republicana. Sólo por “vaga experiencia” o “conocimiento de oídas”, como diría Spinoza, se puede considerar a Antonio Gramsci como un pensador panfletario, digno de presidir el estudio de televisión de un hampón de poca monta, o colocar sus Quaderni del carcere al lado de las “obras incompletas” -nunca escritas- de Ezequiel Zamora.


            Piero Sraffa fue un destacado economista italiano, defensor del liberalismo económico y autor de la llamada “teoría de la producción de mercancías por medio de las mercancías”, considerado por los -¡esta vez sí!- auténticos expertos como el refundador de la escuela clásica de economía. Pues bien, a la vuelta de sus frecuentes visitas a la cárcel donde el fascismo mantenía detenido a Gramsci, Sraffa traía ocultos, entre sus prendas de vestir, los cuadernos en los que Gramsci iba pacientemente dando cuerpo a su filosofía de la praxis, de la cual forma parte su concepción de la hegemonía, es decir, del fundamento de la vida dentro de un Estado ético, estrictamente consensual. Una obra, por cierto, que fuera publicada por la prestigiosa editorial Einaudi, cuyos vínculos con el pensamiento liberal son bien conocidos, especialmente porque su editor, Giulio Einaudi, era hijo de uno de los fundadores del Partido Liberal de Italia y segundo presidente de la República italiana, después de la caída del fascismo, Luigi Einaudi.


   Es probable, sin embargo, que en las mentes de los prejuiciosos e ignorantes no quepa la posibilidad de formularse la pregunta de por qué los más serios liberales italianos -incluyendo al propio Benedetto Croce- no sólo celebraran la obra de Gramsci, sino que la rescataran de las mazmorras fascistas y la publicaran, primero, en edición temática, a cargo de Palmiro Togliatti y, más tarde, en edición crítica, a cargo de Valentino Gerratana. Para ellos, en cambio, Gramsci es el demonio que tramó e inspiró el perverso plan de Maduro para destruir a Venezuela. Maduro -afirman- “aplica” la concepción de la hegemonía gramsciana. Pero el pensamiento de Gramsci no se “aplica” porque el consenso no se “aplica”, se construye. Si el régimen siguiera efectivamente la lección de Gramsci, la sociedad civil sería escuchada, el país tendría poderes independientes, medios de comunicación libres. Los gobernadores y alcaldes, distintos al régimen, no tuviesen sobre ellos tutelaje gansteril y la Asamblea Nacional no habría sido, primero, desconocida mediante la trastada de una Asamblea Constituyente y, luego, partida en dos mediante la compra y venta de unos cuantos diputados corruptos. Hay quienes gustan tirar piedras al vacío y bailar al ritmo de la flauta de Maduro. Cuando se les agoten los guijarros del sensacionalismo danzante quizá logren comprender que el único “concepto” que sustenta al gansterato es el narco-tráfico. Y que por el hecho de ser italiano Gramsci no formaba parte de La cosa nostra.

          

Por José Rafael Herrera

@jrherreraucv


El gobierno de los funcionarios.

Estatolatría por @jrherreraucv

Quizá no convenga excederse demasiado a la hora de verse en la obligación de “mencionar la soga en la casa del ahorcado”, como dice el adagio popular, hecho norma por el sentido común. La cautela, en tiempos de temor y mordaza –esta última, no pocas veces autoimpuesta, a causa del primero–, no es cosa de formación sino, más bien, de rigor empírico, dados los resultados de las más recientes expresiones de atropello cruel e impío por parte de una auténtica maquinaria de guerra, lanzada ferozmente en contra de las manifestaciones de protesta de la sociedad civil, que se apoderaron de todo el país por más de cien días continuos.


El estado de los funcionarios.
Estricto artilugio, violatorio de toda dignidad y de los más mínimos derechos humanos. Una vez más, el miedo ha sido inducido y diseminado por un Estado cruel y despiadado, que ha hecho de la amenaza, la retaliación y el chantaje sus más eficientes instrumentos de opresión totalitaria. El miedo no es libre: es esclavo de pasiones tristes, y se respira en las calles lúgubres, desoladas y, premeditadamente, sometidas al desamparo, a la inseguridad y al tener que encomendarse a Dios y a la corte celestial. Y, sin embargo, a pesar del caute de tiempo oscuro y húmedo, con el que Spinoza habituaba refrendar sus escritos, convendría establecer cierta precisión acerca de algunas inconsistencias que, en relación con la actual representación del Estado, sustentan sus administradores más conspicuos. Aunque, la verdad, no tan solo ellos.

Gramsci –sí, Gramsci, el mismo autor que tanto promueven los secuaces de programas escatológicos, pasquines de Ferro y catecismos de perro y rana, sin tener la más mínima noción acerca de los orígenes y alcances de su pensamiento– define la estatolatría como “una determinada actitud hacia el ‘gobierno de los funcionarios’ o sociedad política, que en el lenguaje común es la forma de vida estatal a la cual se le da el nombre de Estado, y que vulgarmente es entendida como todo el Estado”. Creer que la sociedad política, el “gobierno de los funcionarios” es –por lo menos en Occidente– “todo el Estado” es, según el filósofo italiano, un grave error. Y es que, en efecto, el Estado moderno es mucho más que la sociedad política propiamente dicha. Por eso mismo, la estatolatría –agrega Gramsci– “no debe, especialmente, devenir fanatismo teórico, y ser concebida como ‘perpetua’: debe ser criticada, precisamente, para que se desarrolle y produzcan nuevas formas de vida del Estado, en las cuales las iniciativas de los individuos y de los grupos sea ‘estatal’, aunque no del ‘gobierno de los funcionarios”. En otros términos, Gramsci insiste en la imperiosa necesidad de que lo que la vulgata concibe como “el Estado” –o sea, la pura sociedad política o “el gobierno de los funcionarios”– se descentralice definitivamente, devenga, más que “sobrestuctura”, “infraestructura”, más que sociedad política, sociedad civil, y deje finalmente de ser un “Estado máximo”, absolutista, heterónomo, para devenir un “Estado mínimo”, sustentado en la autonomía, propia de la civil eticidad. En una expresión, menos armas y más educación, menos coerción y más consenso.

Queda claro que toda forma de predominio militarista es estatolátrica, aunque no toda forma de estatolatría es, necesariamente, militarista. Su premisa consiste en representarse al Estado, precisamente, como un instrumento mecánico de dominación y control de todo y de todos, bajo la presunción de que “siempre ha existido”, para que pudiese haber orden social. Lo curioso es que tanto las formas estatolátricas como las formas anti-estatolátricas in abstractum parten de perspectivas idénticas, aunque con signos invertidos. ¿Será necesario insistir en el hecho de que los argumentos relativos al origen “natural” del devenir político y social de los hombres, como momento previo a la creación del Estado, no pasan de ser consideraciones hipotéticas, “modelos” teóricos que, con independencia de las más diversas perspectivas hermenéuticas que lo conforman, presupone la creación del Estado bajo un criterio mecanicista –instrumental– que hace sordina de su carácter sustancialmente histórico? Robinsonadas maniqueístas, en suma, de lado y lado. Estado y libertad son el resultado de la acción de los hombres –y de sus circunstancias, diría Ortega– en la historia: elaboraciones, conquistas, de factura humana.

El presente exige un esfuerzo por comprender las partes y sorprender el traspaso de lo uno y de lo otro. El oficio filosófico consiste en poder decir lo que se prohíbe decir, no pocas veces desafiando la cautela a la que ni siquiera Spinoza o Hegel pudieron ser fieles. Mucho de estatolatría anida en ciertos sectores que se autocalifican de democráticos e, incluso, de liberales, habituados como están a las estructuras del sometimiento, a un “líder”, a un “gendarme necesario” o a un “César democrático”, quien, al final de las cuentas, siempre ha llevado las riendas del país, como buen –en realidad, casi siempre, como mal– pater familiae que es. La dependencia es un lujo difícilmente descartable. Tener quien, mal que bien, termine pagando las cuentas, perdonando el “chinchorreo”, las inasistencias y hasta el bochinche; quien disponga de lo que se puede o no se puede ver –no mirar–, oír –no escuchar–, oler –no catar–, lamer –no degustar– e, incluso, tocar –no sentir–. ¡O qué leer y qué no! A fin de cuentas, controlar los sentidos no dista mucho del control del resto de las facultades y, especialmente, de la facultad de juzgar. Hay formas de instrucción que promueven la ignorancia y, con ella, la persistencia en la dependencia für ewig. Y mientras más controles, mayor será la corrupción, la multiplicación de esa suerte de pústula del Espíritu, de incordio de la consciencia, que se conoce con el mote de “los caminos verdes”, quizá por el color de las lechugas.

Siempre que haya una pésima, mediocre, tristemente deplorable educación, habrá estatolatría. La sociedad que se viene es la sociedad del conocimiento. Una sociedad que no ha sido capaz de garantizar, ni en su más mínima expresión, el mantenimiento –y no se hable del crecimiento– de sus propios servicios públicos (agua, luz, gas, telefonía, vialidad), que concibe la formación académica como requisito para conseguir un empleo en el papel de tuerca o tornillo en la ya amorfa maquinaria estatal, que premia la mediocridad y la obediencia ciega, mientras propicia el terror, en fin, una sociedad gobernada por una clase política que se ha dado a la tarea de trastocar las fuerzas productivas del país por las “facilidades” de la sociedad política, por la estatolatría, está autocondenada al fracaso. No hay futuro sin el fin de la estatolatría, venga de donde venga.

http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/estatolatria_201282

Guerra de posición histórica

Zapatos nuevos para una guerra histórica.
Zapatos nuevos para una guerra histórica.

La batalla del espíritu.

“La filosofía gobierna las representaciones y estas gobiernan el mundo. A través de la conciencia, el espíritu penetra en el dominio del mundo. Ese es su instrumento infinito. Después vienen las ballonetas, los cañones, los cuerpos de tropa, etc.”. Son palabras de Hegel, que muy difícilmente llegaran a ser conocidas por Gramsci, preso como estaba en la cárcel fascista, en este caso, no en la de “Ramo Verde”, sino en la de Turi.


Y sin embargo, los términos de “guerra de movimiento” y “guerra de posición” son de factura gramsciana, y fueron concebidos por el filósofo italiano para explicar la diferencia fundamental que caracteriza las culturas políticas en Oriente y Occidente, directamente relacionadas con el desarrollo que en la una tiene la sociedad política respecto de la sociedad civil y viceversa. A mayor concentración de poder político-militar –a mayor aplastamiento de la ciudadanía– se impone la coerción. A mayor desarrollo de la sociedad civil resulta cuesta arriba el intento de imponer un tipo de sociedad “por la fuerza”, y el modo de establecer la hegemonía de las relaciones políticas y jurídicas tiene, necesariamente, que fundarse sobre la base de un sólido, robusto y firme consenso.

Considerar el tiempo presente como resultado del absoluto dominio del izquierdismo tout court en el planeta –curiosa y paradójicamente, después de haberse decretado, durante los años noventa, el “fin de la historia” y “el ocaso de las ideologías”–, además de superficial, es, cuando menos, ficticio y, por eso mismo, sospechoso. Mucho ruido, pero muy pocas nueces. Más bien, y no sin prudencia y sobriedad, conviene pensar en la necesidad de no confundir, por ejemplo, a Gramsci con los extremismos característicos de las diversas modalidades del anacronismo bolchevique, ni, mucho menos, al presidente Obama con il cardinale Bergoglio, los Castro, la teología de la liberación, el foro de Sao Paulo, en fin: con la indeterminabilidad propia de “una noche en la que todas las vacas son negras”. Para ser honestos, si se tuviese que suponer que el actual estado de cosas encuentra su explicación en una disputa “a cuchillo” por el poder mundial entre el bolchevismo y el menchevismo, sería mejor introducirse de una vez por todas en el universo de las aventuras de “Marvel Timely”. Pero ello representaría, de entrada, el tener que hacer una gran concesión a quienes muestran carecer de imaginatio.

Querer presentar la teología de la liberación del papa nero como la fiel seguidora de las enseñanzas de Gramsci no solo hace indebidamente meritoria semejante “positividad religiosa” –como la llama Hegel–, tan llena como está de frases huecas, simplicidades, mediocridades e hipocresías, sino que coloca a los estudios gramscianos en un auténtico embrollo conceptual. En síntesis, todo un “paquete chileno”, como se decía en los tiempos en los que la decencia era la norma superior de un país orgulloso de su modo de ser, pensar y decir. Nada, pues, más lejano al fundador de la filosofía de la praxis contemporánea que el interés por convertir la llamada “guerra de posición” en instrumento de morbo doctrinal, re-torciendo el pensamiento in fieri hasta convertirlo en cartel publicitario, o en fútil manual de recetas y otros cocidos para el usuario.

Entre lo convencional y lo superficial, y siempre asistidos por el voraz –atroz– pragmatismo, la inadecuación se derrama por cada uno de los bordes de una “mesa de diálogo” coja y en creciente desnivel, trastornada por el exceso –grietas en el piso– de tecnicismos. Triste espectáculo el de una nación que ha trasmutado las ideas en hervido de lugares comunes. Un diálogo que carece de sustancia no lo es, porque ha perdido por anticipado aquello que le da sentido y significación. La manía de querer “ganar tiempo” fuera de tiempo, abstrayéndose de las necesidades reales e inmediatas de la historia, es una prueba irrefutable del desquicio actual, que pone de relieve la máxima pobreza espiritual, tal vez, la peor que se haya tenido hasta ahora. Una determinación más de la bancarrota universal –concreta–, del doloroso desgarramiento de un tiempo signado por la miseria, a la que Hölderlin no duda en calificar de “menesterosidad consumada”.

Frente a semejante “estado de cosas”, y por otra parte, las “robinsonadas” propias de las representaciones doctrinarias liberales, no son, por cierto, menos abstractas y carentes de sustancialidad que las del llamado comunitarismo. De tal manera que las disputas actuales no son, como se cree, una suerte de degradé socialista entre el bolchevismo y el menchevismo, sino, más bien, la real oposición del primado individualista y el comunitarista. La fantasía de ser “libre por naturaleza” es, en el fondo, dialécticamente idéntica a la reciente exhortación bergogliana hecha en Cuba, según la cual la pobreza, no sin orgullo, debe celebrarse y hasta exaltarse. A pesar de “aparecer” como discursos de y en confrontación, como extremos irreconciliables, tanto el del socialista como el del liberalista tienen un mismo principio: el hecho de dar por sentado, de pre-suponer, más allá de toda relación histórica y social, una fictio, un espejismo: de nuevo, una fantasía con pies de barro. El “había una vez” –premisa de rigor de todo cuento– soporta, en ambos casos, el alambicado constructo de lo uno y de lo otro, que, al final, termina vendiéndose –e ingenuamente comprándose– muy caro, revestido con la pomposa toga de la “pura racionalidad” científica. Es obvio: el entendimiento abstracto tiene las manos metidas, hasta los codos, en todo este gran guiso de las novísimas “sacras teologías reveladas” que bullen en medio de este oscuro inicio de milenio. Milenio de Trump y Putin, de Brexit y nóbeles de cotillón.

Nihil novum sub sole: “En la naturaleza no sucede nada nuevo bajo el sol; por eso el espectáculo multiforme de sus transformaciones produce hastío. Solo en las variaciones que se verifican en la esfera del espíritu surge algo nuevo”. Que se sepa, ni la libertad ni la condición ciudadana ni la civilidad crecen como los hongos. La batalla del espíritu consiste en conquistar un destino superior a lo meramente natural. Solo si se hace se es: ni la libertad ni los derechos sociales ni la democracia son un “algo” dado, una dádiva divina, un “ser-ahí” que se gana sin esfuerzo ni sacrificio. Ser individuo y ciudadano, ser parte y todo, son un resultado, no un abstracto punto de partida. En ello no hay cuentos ni “había una vez”. Sólo el esfuerzo, el trabajo, la continua “guerra de posición” –la “paciencia del concepto”–, da resultados objetivables. Ora et labora: se ruega, pero se maldice. Las cosas bellas, decía Platón, siempre son difíciles.

por @jrherrerauc.
http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/batalla-del-espiritu_572

Desigualdad social del modelo político.

Desigualdad modelo político.

Trapisondas (el lumpanato como modelo político)

Lumpen fue el nombre que los antiguos romanos le dieron a lo que carece de luz. De hecho, lum proviene de luz, esplendor, claridad, y pen comporta escasez, falta, carencia. Un lumpen es, propiamente, un “alma en pena”, la negación abstracta de toda capacidad de intelligere, la representación más próxima, más fiel y viviente de la pobreza espiritual.


Sin “luces” –aquellas de las que tanto hablaba Bolívar–, es decir, sin riqueza espiritual, es inevitable el surgimiento y la patentización de la pobreza material. En su tratado de Ética a Nicómaco, Aristóteles señala que “obrar por ignorancia parece cosa distinta de obrar con ignorancia, pues todo malvado desconoce lo que debe hacer y de lo que debe apartarse, y por tal falta son injustos y, en general, malos”. En una expresión, “la ignorancia no es la causa de lo involuntario sino de la maldad”. A mayor ignorancia el prejuicio crece con todo su inmediatismo; se desborda el instinto e irrumpe la agresión contra el otro. La malandritud se hace imperativa y se consolida como modo de vida, como determinación del ser.

En Venezuela –y es muy probable que en buena parte de la América Latina–, durante los últimos tiempos el lumpanato ha devenido objetivación de una cultura mercenaria, al punto de que sus formas tipificantes han logrado penetrar sensiblemente el tejido del Estado, hasta herirlo de gravedad. Las virtudes del quehacer político han dado paso a la trapisonda del arrabal, lo más cercano a las truculentas culebras de las cada vez más decadentes telenovelas que se transmiten en ciertos canales televisivos. Hay psiquiatras, con evidentes problemas de resentimiento social, que han hecho del cinismo un ejercicio habitual de acción y reacción políticas. Como también hay ciertos cavernícolas de profesión, por cierto, cada vez más solitarios, que en su desesperación por figurar como sea, promueven la intriga a manera de último recurso para poder preservar lo que objetivamente ya no es posible seguir preservando.

Puede ser que, como ocurre con harta frecuencia en las ya citadas teleculebras, las toxinas de la cizaña surtan su efecto por un tiempo, pero no el suficiente como para que los perjuicios causados durante los últimos dieciocho años a la sociedad entera se mantengan indefinidamente. Tarde o temprano la carencia absoluta de luz –precisamente, el lumpen– queda sorprendida en la tristeza de su lúgubre verdad: en la ausencia de todo principio, de toda conciencia social, en esa manía de mentir que es ajena a todo honor y toda honra. Y es que, en efecto, el lumpanato que ha secuestrado el Estado pretenderá, subjetivamente, valerse de lo que sea para mantener el poder y retardar así sus compromisos con la justicia. Pero la historia, como la razón, tiene su astucia. Es una cuestión de tiempo: sus días están contados.

El nuevo consenso social no surge post factum, es decir, una vez que se ha extinguido la hegemonía del régimen anterior y tiene su inicio la recomposición –o la reorganización– de la sobrestructura política de una determinada formación histórica. Si los vicios de la vieja sociedad permanecen intactos, si no se consolida desde ahora un nuevo modo de ser y de pensar, si persiste la decadencia propia de las trapisondas del lumpanato, que terminaron devorando el interior del ser y de la conciencia, al punto de hacerla implotar, gatopardianamente todo cambiará para seguir como está. Es, pues, imperativa la construcción de una política educativa y cultural lo suficientemente capaz de motivar en cada individuo un auténtico cambio civil. Quizá como nunca antes, la política que se propone superar las miserias del presente tiene la obligación y, más aún, el compromiso ético, de asumir con determinación la constitución de una nueva ciudadanía, una nueva eticidad, capaz de reconciliar el Volksgeist necesario para la superación del desgarramiento que, no sin premeditación y alevosía, ha terminado por hacerse realidad efectiva. El así denominado “chavismo” no fue una causa sino, más bien, la consecuencia necesaria de una sociedad que fue progresivamente empujada hacia la pérdida de sí misma, hacia el oscuro abismo de una sociedad hecha a imagen y semejanza de un vulgar cartel. No combatir esa causa de origen significa, en términos de la praxis política, cambiar un cartel por otro, con lo cual el propósito que se pretende conformar se hace vano, ridículo.

En este sentido, mentir no es, por cierto, un buen inicio para acometer semejantes propósitos reconstructivos. Si se quiere superar la deplorable condición actual de la vida cotidiana, no se pueden sembrar falsas expectativas entre quienes hoy conforman la gran mayoría de la población. No se puede aspirar al cambio del todo si no cambia cada parte. No hay unidad sin diversidad ni diversidad sin unidad. La modificación orgánica, integral, de la sociedad pasa por la sincera modificación orgánica de cada individuo, comenzando por quienes propician dicho cambio. Es menester emprender el “salto cualitativo”, asumir los retos de una vida que reconcilie lo que se hace y lo que se dice, una vida para la plena identidad del bien con la verdad.

A propósito de ello, conviene recordar las palabras de uno de esos presos políticos que prefirió dar la vida por sus ideas y valores que “negociar” su salida de la cárcel por un “exilio dorado”. Contrariamente a lo que harían algunos de los políticos del presente, nunca se vendió ni se hipotecó. Van estas palabras, escritas por Antonio Gramsci: “Es opinión muy difundida en algunos ambientes (y esta difusión es un signo de la estatura política y cultural de estos ambientes) que en el arte de la política sea esencial mentir, saber astutamente esconder las verdaderas opiniones propias y los verdaderos propósitos a los cuales se tiende, el saber hacer creer lo contrario de lo que realmente se quiere. Tal opinión se ha radicado y difundido tanto que cuando se dice la verdad nadie lo cree. En política se podrá hablar de reserva, no de mentira en el sentido mezquino que muchos piensan: en la política de masas, decir la verdad es una necesidad política, precisamente”.

Por José Rafael Herrera, en Twitter @jrherreraucv.