La idea de la
construcción de la eticidad o civilidad republicana, trasciende la percepción
característica de las presuposiciones propias de las ideologías que configuran
-y han venido determinando- el horizonte problemático de este inicio de siglo
XXI. Se trata de un horizonte histórico, político, social y cultural en crisis
orgánica, al que, sin embargo, se le pretende enmasillar con las tonalidades
extremas -abstractamente reflejadas, en realidad- de los “ismos”, inherentes a
toda fe positiva, carente de vida. Son esas tendencias ideológicas a las que,
hoy en día, cada uno de los extremos involucrados suele designar bajo el nombre
expiatorio de posverdad. Llámese socialismo, liberalismo o populismo. Pero, por
eso mismo, la negatividad que algunos intérpretes rechazan y despachan sin más,
como si se tratara del diablo, se vuelve contra ellos mismos, al punto de que,
en vez de empeñarse en el estudio de la superación histórica de las antinomias
-que es, además, el oficio que no sin paciencia conceptual ha asumido desde sus
orígenes la filosofía-, se sugiere padecerlas, convivir inmersos en la charca
de su martirio, anunciando “la buena nueva” de una herida sangrante, de una
hemorragia indetenible. Como dice Hegel, “Ten el valor de equivocarte”. De ahí
que el esfuerzo de “seguir pensando” -la superación que conserva-, que asume el
rigor de lo negativo y la fuerza de la crítica histórica, se ha evidenciado
como la mayor de las exigencias de la inteligencia del presente. Una exigencia
necesaria y determinante, por lo que tiene que someter a juicio las
abstracciones maniqueístas derivadas de la lógica de la identidad.
La idea de “la cosa
pública” o de la Res-pública es, en efecto, una de las mayores
contribuciones hechas por la filosofía a la historia de Occidente. Cada época,
cada aquí y ahora, cada término del pensamiento y de la extensión del
tiempo, ha tenido su modo particular de concebirla y comprenderla. Todos sus
exponentes han ido tejiendo el entramado de su verdad. Lo que deja claro que ha
sido justamente en virtud de su concrecimiento histórico de donde ha surgido su
condición universal, ya que no se trata de un “modelo”, ni de una receta, ni de
un esquema abstracto -ab extra- de interpretación de “la realidad misma”
sino, más bien, de la autoconsciencia y el sistema de la realidad efectiva. No
de la realidad inmediata (la realiter) sino de la realidad de verdad (la
Wirklichkeit), la realidad comprendida como la acción de su realización,
como “la hazaña de la libertad”. No, pues, como su práctica, sino como su praxis.
La lista es amplia. Para citar tan solo a los más representativos: Platón,
Aristóteles, Cicerón, Tito Livio, Maquiavelo, Moro, Bruno, Hobbes, Campanella,
Spinoza, Vico, Montesquieu, Rousseau, Hegel. En todos ellos, la República
manifiesta los caracteres propios de sus respectivas épocas. Pero todos ellos
contribuyeron, cada uno a su modo, con la reafirmación de su autenticidad y,
sobre todo, de su vigencia. Es el pasaje de lo pensado a lo pensante. La
historia, dice Croce, siempre es historia contemporánea. Solo basta
reconstruirla, seguir su hilo de Ariadne, para poder comprender que los latidos
del corazón del topo labran el presente y construyen el porvenir. No sin la
paciencia del concepto, la mortaja de Ulises fue tejida, destejida y retejida,
una y otra vez, con hilos de civilidad republicana.
Hoy, y quizá como
nunca antes, el reordenamiento de la teoría y la praxis republicana se ha
vuelto una exigencia. No se trata de la mera reivindicación verticalmente
unilateral del concepto republicano en la jefatura del Estado. Ya ni siquiera
se trata del republicanismo sino de la republicanidad. Y, por eso mismo, se
trata de emprender el camino inverso: no el que va de las formas a la vida,
sino el que va de la vida a las formas. Se trata, en consecuencia, de la
recomposición -la superación que conserva- del orden y la conexión de la idea
republicana y, en consecuencia, del compromiso de rescatar y reafirmar su condición
institucional, esta vez, de manera abierta y flexible, sustentado en un
renovado proyecto educativo, en una nueva expresión cultural. Si algo
caracteriza la autenticidad de la vida republicana es la diversidad, la
pluralidad, la diseminación. Su principio supremo es la real y efectiva
división de los poderes, no solo de los constituidos sino, incluso, de los
poderes más cercanos, los de las comunidades, esas que hacen posible la
transformación del individuo en ciudadano. La confianza republicana no está
depositada exclusivamente en las instituciones del poder central sino en la
institucionalidad mínima local, porque es desde la base federativa de las
comunidades que puede surgir la legitimación de toda la estructura. Por eso
mismo, es menester traspasar las limitaciones propias del militante -y, todavía
más, del miliciano- si se quiere tener una auténtica República de ciudadanos,
en la que impere el reino de la justicia y la libertad, la nítida percepción de
confianza y seguridad que sostenga, con bases firmes, la estabilidad integral
de las instituciones. Nada más lejano del espíritu republicano y civil que el
empeño invasivo presidencialista por controlar el funcionamiento de las
instituciones del Estado. Toda forma caudillista le es contraria al espíritu y
cuerpo republicanos.
Una nueva
Ilustración se impone en medio de la tendenciosa oscurana de los “ismos”. Su
atmósfera densa, corrompida, hipócrita y traicionera, oculta sus intereses
particulares tras la atribución de una supuesta condición “natural”, de una
“robinsonada”, ajena a toda historicidad. La verdad es que los antagonismos se
complementan y solapan. Nada más solidario al populismo que el neoliberalismo,
porque al destruir las bases de la republicanidad civil surge, casi de
inmediato, la exigencia del atajo populista. Y, a la inversa, el fracaso al que
siempre conduce el populismo es la premisa principal para la masiva irrupción
de los intereses del cada quien y del cada cual, que pretenden sustituir el Ethos
por la codicia. Quien quiera quejarse del uno debería quejarse del otro. En
el fondo, son las mezquinas abstracciones, los extremos enajenados y
recíprocamente indiferentes -el “otro del otro”- de toda sana civilidad
republicana.