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La ética para reconstruir un país.

 

Libertad de un pueblo.

“Solo puede llamarse idea lo que es objeto de la libertad”

Hegel, Hölderlin, Schelling

Durante el duro invierno de la Frankfurt de 1796-1797, tres jóvenes colegas, egresados del Stift de Tübingen, se reunieron para redactar lo que concibieron como el Programa mínimo del itinerario filosófico que a partir de entonces sería menester desarrollar para los próximos tiempos, con el firme propósito de contribuir decididamente a la realización ─in der Praktischen─ del anhelado sueño de una humanidad redimida de sus propias inconsistencias e inconsecuencias, después del probado fracaso de los sueños de una racionalidad trastocada en monstruosa tiranía. Se trataba, nada menos, de quienes, no mucho tiempo después, se transformarían en los más representativos pensadores del llamado Idealismo alemán, sobre las huellas de Kant y Fichte, cabe decir: del poeta Hölderlin y de los filósofos Schelling y Hegel. Reunidos en aquella Frankfurt signada por “el punto nocturno de la contradicción”, los tres jóvenes compañeros, tras densas jornadas de discusión, finalmente redactaron el Primer Programa de un sistema del Idealismo alemán. No se impuso la voluntad de uno de ellos en particular para la redacción definitiva de dicho programa. Más bien, y como solía decir el maestro Pagallo en sus clases, “el Ich bin devenido Wir sind, era la sustancia, el Espíritu absoluto que brotaba de la empuñadura de la pluma de sus redactores”.

“..una ética. Puesto que, en el futuro, toda la metafísica caerá en la moral, de lo que Kant dio solo un ejemplo con sus dos postulados prácticos, sin agotar nada. Esta ética no será otra cosa que un sistema completo de todas las ideas o, lo que es lo mismo, de todos los postulados prácticos. La primera idea es naturalmente la representación de mí mismo como un ser absolutamente libre. Con el ser libre, autoconsciente, emerge simultáneamente, un mundo entero ─de la nada─, la única creación de la nada verdadera y pensable”.

Como podrá apreciarse, desde los primeros parágrafos del programa, los rígidos criterios de demarcación, puestos por el entendimiento abstracto, entre la razón teórica y la razón práctica, entre conocimiento y moralidad ─cuyo distanciamiento en el horizonte de la cultura contemporánea se ha vuelto abismal hasta el absurdo─ estallan, al tiempo de exigir la impostergable reconducción a su concepto originario: la indisoluble unidad de lógica, ética y estética, reflejada ya desde los diálogos platónicos, como la identidad del ser como pensar, decir y hacer verdadera, buena y bellamente. El instrumentalismo mecanicista, representado en el culto patológico de las metodologías, cuyo propósito consiste en ocultar en sus entrañas el miedo a la realidad de verdad, evadiéndola, mientras recrea una “realidad” ─la fictio imaginatio propiamente dicha─ que le resulta más “potable”, queda descubierto, sorprendido en su extremismo religioso, en la tiranía de su fanatismo.

Cosa similar ocurre en el Systemprogramm con la “idea” del Estado. Si por Estado se entiende un simple mecanismo, una recurrente y esclavizante cadena de montaje, entonces, ese Estado no puede más que desaparecer, debe dejar de existir, porque así como “no existe una idea de una máquina”, tampoco puede existir la idea de un mecanismo que termina aprisionando y sometiendo a los individuos, convirtiéndolos en pernos y tuercas descartables de un abominable artificio hecho de engranajes, porque, en realidad, “solo puede llamarse idea lo que es objeto de la libertad”. Por lo cual, un Estado solo puede justificar su existencia si es el resultado de la acción de los ciudadanos libres para los ciudadanos libres. Todo lo cual resulta impensable si no se construyen los fundamentos sólidos de un innovador, rico y concreto significado de lo ético hecho arte, literatura, poesía y mitología. Es imposible el razonamiento histórico ─e incluso, el matemático─ sin sentido estético. Los individuos sin sentido estético son los “técnicos”, los “especialistas” a secas, vulgares aplicadores de fórmulas vaciadas de contenido, “científicos” sociales, metodólogos y pragmáticos ortodoxos que confunden la política con las transacciones, que trafican con los “recursos humanos” ─como si la condición humana tuviese precio y no valor─ y, en consecuencia, son aquellos tendencialmente propensos a la deslealtad y a la corrupción que, más temprano que tarde, llegan a confundir la gestión pública con la criminalidad. En fin, se trata de los “bachaqueros” de la praxis política devenidos gánsters.

Mientras no se comprenda la inescindibilidad de conocimiento y moral, de verdad y libertad; mientras no se transformen “las ideas en ideas estéticas, en ideas mitológicas”, capaces de proyectar y dignificar la propia labor en beneficio del ethos, hasta conquistar los arcana coelesti y revelarlos, no habrá un contundente y decidido acompañamiento ciudadano, apto para derrumbar los andamiajes de la corrupción y el secuestro colectivo al que han sido sometidos los venezolanos, presas de las fauces de la canalla vil. Sin Ethos la república terminará desapareciendo para dar paso a un conglomerado de sobrevivientes sin rumbo, a la deriva. Solo con eticidad llegan a su fin “las miradas desdeñosas” y “el ciego temblor del pueblo” ante sus cancerberos. Y solo entonces llegará la conformación de la “igualdad de todas las fuerzas, tanto de las fuerzas del individuo como de las de todos los individuos. No se reprimirá ya fuerza alguna, reinará la libertad y la igualdad universal de todos los espíritus”.

La educación estética de la sociedad ─y especialmente la de quienes se han propuesto ejercer la función de dirigentes políticos─ es clave para la construcción de una nueva ciudadanía, auténticamente libre y democrática, sobre todo en tiempos de desgarramiento. Es necesario hacer el esfuerzo por superar los rumores del día a fin de dar cabida a los acordes de la eternidad. La única red social que bien merece llamar la atención de todos es la que terminará apresando y poniendo fin a la tiranía. Esa inmensa red social y política de la resistencia tiene que estar tejida con los hilos de la ética del compromiso y la solidaridad, de la constancia y el desempeño de los ciudadanos. El ejemplo dado por aquellos tres jóvenes pensadores alemanes, que más tarde serían las figuras centrales de la inteligencia poética y filosófica de su tiempo, pasma, y no deja de llenar de asombro, de admiración. La reconstrucción de un país depende de ese programa que aún está por construirse, justo aquí ahora, después del último desencanto. Será el programa de la fantasía concreta. Solo las ideas son capaces de redimir a los pueblos. Y, justo después del gran fraude, ha llegado el momento de las ideas.

Por @jrherreraucv

El Hipeirón de Hölderlin

Imagen de un hombre soñando como un dios y reflexionando como un mendigo, con un telón de fondo de la antigua Grecia y un nuevo mundo en ascenso.



“El hombre es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”. F. Hölderlin.


“¡Que cambie todo a fondo! ¡Que de las raíces de la humanidad surja el nuevo mundo! ¡Que una nueva deidad reine sobre los hombres, que un nuevo futuro se abra ante ellos!”. Son palabras importantes, escritas por el gran poeta alemán Friedrich Hölderlin y puestas en boca del personaje central de la que, tal vez, sea su obra mayor, el Hyperión. Palabras, sin duda, dignas de evocación, en momentos cruciales, decisivos. Momentos en los cuales una sociedad entera, humillada en su dignidad y arrojada hasta el foso de la miseria, decide, finalmente, alzar su voz y, elevando sus brazos, voltea la mirada desde las profundidades de la caverna, desde la prisión en la se encuentra desde hace más de veinte años, para iniciar el viaje de regreso hacia el encuentro con la libertad. Palabras y momentos que son, a la vez, una denuncia de los gatopardismos y de las medianías, mientras que exhortan a reiniciar el difícil viaje, a objeto de “superar y conservar” el propio recorrido, si es que, en esta oportunidad, se quieren hacer las cosas bien, correcta y concretamente.

Ubicado entre la schilleriana educación estética y la experiencia de la conciencia hegeliana, el Hyperión representa la necesaria determinación del concepto hacia la comprensión de su historicidad. No por casualidad, en la mitología clásica Hyperión es el dios de la observación. Hijo del cielo y de la tierra, padre del sol, de la luna y de todo nuevo amanecer, es “el titán que camina en las alturas, el que todo lo ve y el que da orden al mundo”. La obra lleva como subtítulo El eremita en Grecia. No será necesario insistir en el hecho de que Grecia es el punto de origen de la civilización occidental y, en consecuencia, de la idea de libertad. Pero llama la atención la presencia del eremita –o ermitaño–, del humilde maestro que, no sin paciencia y constancia, consagra su vida al estudio profundo, con razonable reserva y sigilo. Es el que reconoce, el que sabe –porque ha observado y recorrido– el camino, la vía regia que conviene seguir, la aletheia, lo que se desoculta como resultado del “reencuentro con nosotros mismos”. Se trata de quien lleva adelante la difícil empresa de reconstruir, desde el presente, el empedrado calvario del espíritu. Remontarse hasta los orígenes, tomar el pulso de su devenir, de sus aciertos y errores, para poder así comprender el presente. He ahí la belleza y el bien de los cuales deriva el sentido y significado de la libertad. Porque la libertad no es un regalo de la fortuna, sino la decidida conquista de la inteligencia y de la voluntad.

De la cabal comprensión de las propias raíces puede surgir un nuevo mundo, una nueva sociedad, un nuevo ethos. En la obra de Hölderlin se funden la poesía, la filosofía y la política con la historia. Hyperión emprende el viaje de regreso a su Grecia natal, al referente de sus orígenes, a objeto de reencontrarse consigo mismo y poder así “salvar el vacío mundo del presente”. El eremita le cuenta a Belarmino –símbolo del modo de pensar de su tiempo– su historia; le va recordando, paso a paso, cada obstáculo, cada develamiento, cada victoria y cada nueva caída. No le cuenta el pasado cual simple espectador, sino que con el pasado revive cada momento, se lo reapropia. Así como todo hombre que ha alcanzado el esplendor de la madurez siente la necesidad de voltear la mirada para hacer un balance de su vida, del mismo modo la conciencia tiene la necesidad de volver atrás para hacer las cuentas con las diversas etapas por las que ha tenido que pasar para poder llegar al aquí y al ahora. Algo, siempre, va quedando. La experiencia deja a su paso arrugas y cicatrices, pero no hay experiencia inútil. Toda experiencia es un viaje, una prueba, que va liberando al sujeto de sus errores. Y mientras más hondo se penetra en los recuerdos más firme se hace el retorno, el reencuentro con el sí mismo, y con más intensidad se reafirma la existencia que lo transforma en un ser completo y concreto. Solo entonces el sujeto objetivado se conserva y supera. Hyperión representa ese sujeto-objeto, la actio mentis: “Hay algo en nosotros, esa ambición irresistible a la totalidad, que como el Titán del Etna brota enojado desde las profundidades de nuestro ser”.

El país necesita repensarse para poder reconstruirse. Si bien es cierto que “no hay vuelta atrás”, que el actual régimen de terror y corrupción, que ha desencadenado la peor de las miserias –¡la del espíritu!– da sus últimas bocanadas de fétido aliento tiránico, no menos cierto es el hecho de que ha llegado el momento indicado para un cambio profundo de la vida cultural. Es tiempo de revisión y ajuste. La pars destruens, que por años ha sido el estandarte de una porción significativa de la idiosincrasia nacional –esa pretensión insensata de querer permanecer indefinidamente en la adolescencia que caracteriza al niño rico con calcetines rotos–, tiene por fuerza que dar paso a la pars construens que lo cambie todo a fondo, como exige el poeta. Las bajas pasiones de la tiranía despótica se fueron diseminando y alojando, por años, en la población más vulnerable –la menos cultivada– del mismo modo como las células malignas se van esparciendo por el organismo y lo van enfermando hasta la metástasis. El populismo es eso: una célula madre cancerosa, invasiva y agresiva, que rápidamente se introduce en el tejido sano para infectarlo y corromperlo.

Querer insistir en el modelo de una sociedad, aunque técnicamente capacitada, carente de educación estética, de formación cultural; en una sociedad dispuesta a prestar atención al canto de las sirenas del pequeño caudillo que se lleva por dentro, dándole rienda suelta a los instintos primitivos; en una sociedad que espera recibirlo todo sin el menor esfuerzo, convencida de que naturalmente todo lo merece; o que cree poder exigir bienestar y riqueza sin producir ni lo uno ni la otra. Ese es el modelo de sociedad en el que no solo no habrá cambios significativos sino fracaso. No habrá ni viaje de retorno ni revisión del propio recorrido. No será esa la sociedad a la que convoca Hyperión. Será una ineptocracia, mas no la sociedad educada, próspera y libre que el tiempo exige.

@jrherreraucv

Sin solución en la senda perdida de la política

Aporía electoral por @jrherreraucv

Si se le preguntara a Martin Heidegger por el significado de la expresión griega aporía, el gran filósofo alemán, autor de Sein und Zeit, diría que se trata de aquellos “caminos que no conducen a ninguna parte”. Y es que ese es, precisamente, el título de una de sus obras más emblemáticas: Holzwege, traducida al español como Sendas perdidas. El traductor de la obra en cuestión, José Rovira Armengol, ha dado sobre el asunto una explicación, más que satisfactoria, estéticamente impecable: “Holz es un antiguo nombre que en alemán significa bosque. En el bosque hay caminos que las más veces se pierden de repente en lo intransitado. Se llaman ‘sendas perdidas’ (Holzwege). Cada una de ellas corre aparte, pero en el mismo bosque. A menudo causan la impresión de ser iguales, pero solo lo son en apariencia. Los leñadores y guardabosques conocen esas sendas. Saben lo que significa estar en una senda perdida”.

Senda perdida.

Da la impresión de que en estos tiempos de menesterosidad consumada, como los llamara Hölderlin, la oposición democrática venezolana hubiera entrado en un tupido bosque lleno de intransitados caminos, de caminos que –todos los factores indican– no conducen a ninguna parte, más que a la irresolución de una grave y dolorosa circunstancia que requiere de una urgente e impostergable solución, justo ahora, en momentos en los que está en juego nada menos que el país, su convulso presente y su futuro incierto. Se trata de una auténtica senda perdida o, para utilizar de una vez y con el debido rigor la expresión estricta, de una aporía, de un “camino impracticable” o de un “callejón sin salida”: la falta de una solución precisa, dada la presencia, por lo menos, de dos conclusiones perentorias que son recíprocamente incompatibles y que, sin embargo, se exhiben al mismo tiempo como “la” única solución sólida y definitiva. En efecto, frente a la irresponsable charlatanería de quienes con sus botas de guerra a muerte han pisoteado la dignidad de todo un país, de quienes utilizan el terror para secuestrar, humillar y depauperar hasta la miseria a toda una nación, se presentan, en franca antinomia, dos posiciones recíprocamente contradictorias e incompatibles. Eso sí: ampliamente argumentadas y sustentadas en el estudio, el conocimiento y la experiencia que otorgan los años de esmero en el fragor de la teoría y la praxis políticas. En fin, nadie podrá negar la seriedad y la buena fe –es importante decirlo– de los puntos de vista que, sin embargo, se hallan en conflicto y se descalifican de continuo, poniendo con ello en riesgo la unidad orgánica indispensable para poder salir de esta pesadilla.

En tiempos de masacres y “tiros de gracia”, dejando de lado las más que evidentes premeditaciones y alevosías de los organismos (de contra todo posible modo) de inteligencia castrista, expertos en la siembra de cizaña –materia que, por cierto, aprendieron con asiduidad de los estalinistas, que a su vez la aprendieron de los nazis– y tomando la debida distancia de quienes conciben el quehacer político como una cuestión de apasionamientos desbordados, de maniqueísmos u ofensas o de milagros y designios del más allá, existen razones de peso tanto para llegar a pensar que no conviene participar en un proceso electoral viciado y plagado de artimañas, cuanto que sí conviene participar en él, a pesar de todos los trick or treat que tipifican a esta suerte de perenne halloween –sin dulces ni caramelos, pero plagado de patéticos disfraces– que es el régimen chavista. En fin, de un lado se colocan quienes, sustentados en la razón de sus muy respetables principios, consideran que el único modo posible de derrotar al régimen es a través de la participación política mediante el ejercicio electoral, mientras que del otro lado se colocan quienes, igualmente sustentados en sus no menos respetables principios, se niegan a participar en él, porque con ello se estaría dando reconocimiento a lo que moral y jurídicamente resulta imposible reconocer: la legalidad y legitimidad de un régimen ilegal e ilegítimo. En síntesis, política y ética. Al fondo del callejón sin salida, en el punto ciego de la senda perdida, el régimen en pleno sonríe y, entre tanto, como cita Freddy Ríos: “Si eres electoralmente peligroso te inhabilito; si llegaras a ganar te hago fraude; si te permito ganar algún espacio político te quito los recursos; si te abstienes y no votas, te elimino como partido; si protestas te meto preso y si te rebelas te mato”. ¿Trick or treat?

Como afirma Picón-Salas, Andrés Bello, cabeza pensante, contribuyó de manera decisiva en la construcción de la reforma intelectual y ético-política del pueblo chileno. Diría Hegel, cuestiones de la Astucia de la razón: por esas cosas del destino que fragua la historia, via reflectionis, Fernando Mires y Antonio Sánchez García, en medio del contrapunto que proyectan las imágenes, representan las dos grandes tendencias ético-políticas e intelectuales de la actual aporía que padece la oposición democrática venezolana. Y, sin embargo, más allá de los puntos de vista, caros al entendimiento reflexivo, conviene recrear –siempre de nuevo– la necesidad del símbolo. De hecho, la voz símballein, en griego, quiere decir “poner junto”, “reunir”, “armonizar”. Es la antítesis de lo demónico, del dia-ballein, que quiere decir “poner separado”, “ruptura” o “separación”. En medio de las actuales condiciones objetivas, cabe pensar, con serena responsabilidad, la propia “simpatía por el diablo” que cada posición o punto de vista pudiese llegar a argumentar. En todo caso, y por una vez, vale la pena preguntarse si acaso cada uno de estos extremos habrá tomado en cuenta el hecho de que la democracia y el pujante desarrollo económico y social que conoció Venezuela durante el siglo XX han muerto. Pretender “volver” a la Venezuela de “los buenos tiempos” es una ficción. Pero con ello también murió su habitual modo de hacer política, el electoralismo per se, la noción del “líder” conductor de “las masas” y las estructuras organizacionales de los partidos leninistas. Queda pendiente el consenso, la decidida voluntad de salir de la senda perdida, a objeto de reconstruir el país que quedó de las “ruinas circulares” –corso e ricorso– de la barbarie, la mediocridad y la ignorancia. Un nuevo concepto, bajo la organización de un nuevo símbolo, es labor impostergable para que Aquiles alcance finalmente a la tortuga: para reinventar la nación venezolana, más allá de las desconfianzas alimentadas por los prejuicios inherentes a los puntos de vista.