La penumbra tiene la propiedad de no dejar percibir dónde termina la oscuridad y dónde comienza la luz. Su sombría presencia circular no permite precisar con exactitud el inicio de la una y el acabamiento de la otra. No sin cierto riesgo -que, llevado de la mano por la tentación de su belleza singular, bien se puede antojar divino, como casi todo riesgo- es posible leer en la penumbra. Salva al encantamiento del riesgo en cuestión el hecho de poder percibir cierta magia en los caracteres desdibujados que, de pronto, cobran vida y que permiten sorprender, para la mirada atrevida, y detrás de la letra muerta, nada menos que al Espíritu: al Logos re-cobrando realidad inmanente, ejercitando la pureza del fuego que es su ser y que, a la vez, no lo es. La filosofía propiamente dicha, es decir, la que comporta sentido enfático, sin duda vive entre luces y sombras por el bien de las ideas. Sólo quien ha penetrado en la más densa oscuridad puede conquistar la luz de la verdad: “en el círculo el principio y el fin coinciden”, observa, en la penumbra, el Éfeso oscuro.
Skoteinos es aquel ante el cual el prejuicio muestra la mayor intolerancia, justamente como expresión de su impotencia, porque, como dice Heráclito, “la mayoría de los hombres no reparan en las cosas con que topan, ni tampoco llegan a conocerlas al instruírselos, pero se lo imaginan”. La filosofía, entendida positivamente, esa que similar al día a día de los tribunales juzga a los hombres como si fuesen folios, gusta colocar diques a los ríos, sofocar el fuego del pensamiento y disecar lo vivo, confundiendo el saber con la fe. “El devenir de la esencia -dice Hegel- es el movimiento de la nada a la nada, y, por ello, a sí misma: el tránsito o devenir se deja en suspenso en su propio transitar, pues lo otro, lo que viene-de semejante tránsito no es el no ser de un ser, sino la nada de una nada; y esto, ser la negación de una nada, es lo que constituye el ser”: “A los que están entrando en los mismos ríos otras y otras aguas sobrefluyen” -acotaría el Éfeso, de haber leído la cita anterior del idealista alemán.
“No hay -advierte Hegel, en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía- ninguna proposición de Heráclito que no esté recogida en mi Lógica”. La pregunta que conviene responder, a la luz y como resultado de esta afirmación hegeliana, es decir, que su Ciencia de la Lógica ha re-colectado, con-tenido y a-similado la totalidad de la formulación conceptual, de la especulación propiamente dicha, de Heráclito, cabe ser expresada de un modo simple, con ingenuidad y no sin cierta 'maravilla', o sea, cierto thauma o sorpresa aristotélica: la misma ingenuidad con la que -por cierto- el niño del cuento de Andersen -de nuevo- no sin sorpresa, exclama, frente a la muchedumbre velada por la pre-su-posición, que el Rey estaba desnudo. La pregunta, entonces, que viene-con la afirmación hecha por Hegel, es la siguiente: ¿Es verdad que en su Lógica -es decir, dentro de la arquitectura de su sistema filosófico, la quizá la obra más importante y representativa- Hegel recoge todas las proposiciones formuladas por Heráclito? O, más simplemente todavía: ¿Qué quiere decir para Hegel recoger todas las proposiciones de Heráclito?
El propósito de las líneas que siguen a continuación, consiste, precisamente, en mostrar, más allá de las muy conocidas relaciones, si se prefiere, estrechas, entre Heráclito y Hegel, quien por lo demás -y como ya se sabe- se declara abiertamente seguidor del filósofo de la antigüedad, algunas consideraciones acerca de la sustancial historicidad -crescit et concrescit- que se haya inmanentemente presente en su filosofía. Historicidad que da cuenta no sólo de la rica herencia especulativa que él -Hegel- ha sabido asimilar en relación con la filosofía heraclítea, sino, del mismo modo, del con-crecimiento de dicho saber, con base en la especulativa y siempre negativa modificación -precisamente, en virtud de su con-crecer- que van dejando las 'otras y otras aguas' de 'los mismos ríos'. En una expresión, se trata de reivindicar, a un tiempo, la tesis de la presencia y no, del peirón y del apeirón, del oscuro filósofo de la antigüedad clásica en el interior del tejido conceptual de la filosofía hegeliana en sentido enfático, esto es: de la Aufgehoben heraclítea, de su determinante conservación y, a la vez, de su necesaria superación.
Para responder esta pregunta, es menester no perder de vista el hecho de que Hegel, ya desde los primeros años de su formación, en el Stift tubingués, es un nostálgico de la antigüedad clásica, que no está dispuesto a perder las riquezas conquistadas por la “feliz totalidad”, como la llama. Una cultura que, a su juicio, y a pesar de la “enfermedad cristiana”, tiene que ser recuperada para la satisfacción del Espíritu. La tarea, entonces, consiste para Hegel -como también para Hölderlin- en re-descubrir la obra común que constituyó el secreto de la “bella eticidad” helena. La verdad está en el 'En Kai Pan' de los hombres que ofrendaban, orgullosos, su vida, de ser necesario, por la razón y la libertad de la Polis. El trabajo de su época consistía precisamente en eso: en la reconstitución de la totalidad que la oscura noche de la 'teología filosófica' -aún en su tiempo, palpitante- había esparcido a lo largo de la historia. Grecia, y especialmente la Grecia presocrática, no es solamente un momento del desarrollo de la historia, sino la referencia ineludible del absoluto, el punto de honor de la humanidad, la primera y grande encarnación del Espíritu en su verdad. Grecia representa para Hegel “el Espíritu verdadero” y el objetivo de su tiempo consistía en reconocerlo plenamente. Y esa, justamente, era la razón de por qué los griegos desconocían el “más allá”, porque el Espíritu no es trascendente: vive en el mundo. Como dice Hegel en la Fenomenología, el mundo griego es “un mundo inmaculado, al que no altera escisión alguna”. En dicho mundo encuentra su catarsis el drama del señorío y la servidumbre: los individuos son ciudadanos que actúan en un ambiente de reconocimiento. La Polis se manifiesta, por vez primera, como la verdad y la realidad concreta de la razón, es decir, aquella que para ser auténtica y verdadera razón tiene la necesidad de realizarse en un pueblo libre, en la presencia del “Espíritu viviente”.
El “Logos” vive, pues, en la ciudad democrática. La obra común, la acción de todos y cada uno en el interior de la vida orgánica de la ciudad libre es, nada menos, “la cosa misma” (die Sache selbs). Ese, y no otro, es el auténtico fluido, el fuego eterno del que todo está hecho, el ser en cuanto ser. Su recuerdo genera en Hegel nostalgia de objetividad. Su recuperación es una necesidad ante la desdicha creada por la sociedad 'cristiano-burguesa', una desdicha que tiene que ser superada. La felicidad griega nada tiene que ver con el eudemonismo, sino, como ya se ha dicho, en la unidad con el mundo, en el encuentro del sí mismo con el ser. “Nuestra fantasía -dice el joven Hegel- no se escandaliza con la mitología de los griegos... Sus dioses andan de aquí para allá por el cielo, deliberan, se hacen la guerra y se abandonan a sus humanas pasiones. La piedad de sus orantes y sacrificantes nos es sagrada... El republicano libre, que empleaba sus fuerzas en pro de la patria, que dedicaba a ella su vida, en el sentido del Espíritu de su pueblo, al hacerlo por deber no daba tanta importancia a su empeño como para poder exigir una indemnización, un desquite. Ha trabajado por su idea: ¿qué podría exigir a cambio? Habiendo sido valiente no espera otra cosa que vivir en compañía de los héroes en los Campos Elíseos... Vida que es más feliz nada más que porque está libre de las calamidades de la naturaleza humana necesitada”.
El mundo griego es la prueba viviente de la felicidad como resultado de la obra colectiva, del ser de la sustancia ética, del “Espíritu de pueblo” (Wolkgeist). Ha conquistado su propio destino y vive de él y para él, de su en sí (in sich) y de su para sí (für sich). Como dice Hegel en la Fenomenología: “únicamente en la vida de un pueblo encuentra su perfecta realidad el concepto de la razón consciente de sí”. En síntesis, la Polis fue el locus en el que la humanidad pudo conquistar aquello que las sucesivas formaciones sociales han anhelado, desde el República romana hasta la revolución francesa. Como se podrá apreciar, los intereses conceptuales, propiamente filosóficos, no se hallan distantes de los intereses morales, políticos y sociales. No para Hegel. Pensar y saber el ser es la premisa necesaria para realizar la libertad. Pensar y saber la libertad es la premisa, igualmente, necesaria para realizar el ser. No hay en Hegel, como en Kant, una “Razón pura” y una “Razón práctica”. Hasta en esto Hegel es fiel al espíritu griego: la verdad se identifica con el bien y la verdad y el bien con la belleza, lo mismo que ésta con aquellas: uno y todo: 'Εν' y 'Παντα'. Por eso los presocráticos le resultan atractivos. Y por eso, entre los presocráticos, Heráclito de Éfeso le resulta el más atractivo.
No obstante, y a diferencia de Hölderlin, para quien la Grecia antigua era poco más que “el paraíso perdido”, para Hegel poco a poco se fue haciendo claro que la condición nuclear, propia del mundo griego, era, tal y como se manifestó, una sustancia inédita e irremediablemente irrepetible. Parafraseando a Hegel, será prudente considerar el hecho de que resultaría cuando menos imposible que dentro de una bellota quepa y pueda respirar la completitud del árbol, pues si bien es cierto que potencialmente el entero árbol se encuentra en la bellota, no menos cierto es que aún no se ha desarrollado, no han crecido sus raíces, ni su tallo, ni su follaje. En suma, en la bellota está todo el árbol y, a la vez, no lo está. Es potencia, no acto. Como dice Heráclito: “las cosas enteras y las no- enteras, lo convergente y lo divergente, lo unísono y lo desentonado..., de cada cosa es posible formar una unidad, y de esta unidad todas las cosas consisten”. En una expresión, todo nace de la unidad y de la unidad nace de todas las cosas.
En un famoso ensayo de 1961, publicado en el primer volumen de los Estudios hegelianos -los Hegel-Studien-, titulado “Hegel y la dialéctica de los filósofos griegos”, Hans-Georg Gadamer ha dado cuenta del proceso de concrecimiento de la idea de 'Logos' heraclíteo en la filosofía de Hegel. Gadamer explica dicho proceso de la siguiente manera: “Se trata de una progresión inmanente, que no pretende partir de ninguna tesis impuesta, sino, más bien, seguir el automovimiento de los conceptos, y exponer, prescindiendo por entero de toda transición designada desde fuera, la consecuencia inmanente del pensamiento en continua progresión”.
Es verdad que introducir la dialéctica, como expresión de aquello a lo que unas veces Heráclito llama Logos y otras Fuego es ya, de suyo, hacer dialéctica. A pesar de que el término viene a ser utilizado explícitamente por Platón, quien además lo pone en boca de Sócrates, y que la configuración que asume en los diálogos Filebo, Sofista y Parménides es de suprema importancia en el desarrollo de la dialéctica hegeliana, implícitamente el Logos, en Heráclito, ya comporta en su interior aquella 'fuerza de lo negativo' sin la cual la dialéctica se convierte en un simple y poco menos que útil artificio. En este sentido, conviene tener presente que Platón y, mediante él, el propio Sócrates, son herederos especulativos directos del pensamiento de Heráclito. Eso sí: siempre que por dialéctica no se comprenda un método preestablecido y ajeno a la cosa, o aplicable a cualquier cosa, es decir, un artilugio. Y, de hecho, lo que sucede en Heráclito con el Logos es que exige ese “puro mirar atentamente”, ese “quedarse” hasta que el objeto empiece a generar su propio, inmanente, movimiento. La dialéctica es, como dice Hegel frente a Goethe, “el espíritu de contradicción organizado”. Y es eso, justamente, lo que Hegel, en medio de la penumbra, sabe leer y recoger de las enseñanzas del Éfeso. Pero, además, es eso lo que convierte a Hegel en deudor de Heráclito y muy probablemente lo que le hace afirmar que no haya ninguna proposición de Heráclito que no esté contenida en su Lógica. De hecho, el Logos heraclíteo sustenta la idea de la Lógica hegeliana, cada vez que el Ser muestra, en medio de su continuo Devenir, la nudez de su Nada.
En este sentido, es necesario tener en cuenta el hecho de que la dialéctica no es un método, por lo menos no lo es con el significado con el que se le conoce en la actualidad. Sólo lo es si se analoga con el pensamiento concreto, con aquel pensamiento que Spinoza designaba como el “tercer grado de conocimiento”, el conocimiento que vuelve, retrospectivamente, “de los efectos a las causas¨, para reconstruir el proceso mismo de su decurso. Por eso mismo, ella -la dialéctica- intenta una y otra vez no permanecer, no quedarse detenida, fija, puesta, positiva. Ella es el movimiento mismo que anima a 'ese río que fluye'. Una y otra vez se corrige a sí misma, según la modificación continua que vaya experimentando la cosa. Porque ella -la dialéctica- es un pensar que no se conforma con el orden conceptual. Más bien, corrige el orden conceptual mediante el estudio del objeto al que, como ya se ha indicado, atentamente mira. Su nervio vital es, por ello, la contraposición. No consiste en un mero arte de operaciones formales, sino en el intento de superar, una y otra vez, a cada nuevo paso, la manipulación y el dominio que pretenden ejercer los conceptos sobre la objetividad. Su lucha es la lucha de Heráclito, una lucha que consiste en obligar al concepto a incorporar en él aquello que no es concepto: el intento de auto-reconstrucción del pensamiento a través de la cosa. Inagotable labor, en consecuencia y, no pocas veces, ingrata. Pues siempre de nuevo (Immerwieder) el pensamiento se ve confrontado con su opuesto, cabe decir: con su otreidad.
Con base en lo dicho hasta ahora, cabe advertir, con Gadamer, que no existe una dialéctica “pura” y “acabada”. No lo es la de Heráclito, ni la de Platón. Como tampoco lo es la de Hegel. Una dialéctica que presupone, construida con elementos previamente fijados, con supuestos y prejuicios, no es dialéctica. Menos se puede pretender derivar mecánicamente una dialéctica de otra, una suerte de 'cadena de montaje' dialéctico. Su auténtica continuidad es la discontinuidad. Su ser auténtico es la nada.
En el “Prólogo” a la Fenomenología del Espíritu Hegel escribe: “El tipo de estudio de los tiempos antiguos se distingue del de los tiempos modernos en que aquél era, en rigor, el proceso de formación plena de la conciencia natural. Este se remontaba hasta una universalidad corroborada por los hechos, al experimentarse especialmente en cada parte de su ser allí y al filosofar sobre todo el acaecer. Por el contrario, en la época moderna el individuo se encuentra con la forma abstracta ya preparada; el esfuerzo de captarla y apropiársela es más bien el brote no mediado de lo interior y la abreviatura de lo universal más bien que su emanación de lo concreto y de la múltiple verdad de la existencia. Hé aquí por qué ahora no se trata tanto de purificar al individuo de lo sensible inmediato y de convertirlo en sustancia pensada y pensante, sino más bien de lo contrario, es decir, de realizar y animar espiritualmente lo universal mediante la superación de los pensamientos fijos y determinados. Pero -concluye Hegel- es mucho más difícil hacer que los pensamientos fijos cobren fluidez que hacer fluida la existencia sensible”.
La filosofía antigua -y especialmente la filosofía de los presocráticos, así como la de Platón y Aristóteles- es una lección de vida: nos enseña que lo especulativo propiamente dicho, es decir, lo productivo del pensamiento, consiste en que lo individual es purificado y elevado desde la inmediatez a condición universal, porque devela como una ilusión la certeza sensible y la opinión que la reifica, ubicando al pensamiento en condición de conocer la verdad de la cosa, sin la intromisión del prejuicio y de la dureza que caracterizan lo positivo.
Deudor de la antigüedad, amante de la antigüedad, Hegel ha sabido, no obstante, comprender que el tiempo no ha pasado en vano, y que la experiencia de la conciencia, si es que se quiere ser auténticamente fiel a las geniales intuiciones de Heráclito, más tarde desarrolladas por Platón y Aristóteles, con base en las necesarias y determinantes modificaciones sufridas por la objetividad, y con ella, por la Bildung, tienen que desplegarse, ser objeto de su negación y, a la vez, de su asimilación. El desarrollo hecho por el mundo heleno de la objetividad, de la no subjetividad, es un momento, sin duda espléndido, del proceso de desarrollo del pensamiento, pero no es el último. En tal sentido, se trata de una abstracción si no se concibe como parte del proceso subjetivo, de la no objetividad, que a su vez lo niega y que concibe la totalidad del mundo dentro de los límites de un sistema de categorías racionales. De igual modo, e inversamente, es una abstracción el momento de desarrollo dado por la subjetividad moderna, si ésta se escinde de las conquistas de la objetividad hechas por la cultura helena. La tarea de Hegel consiste, precisamente, en hacer concrecer este doble desarrollo, mostrando sus aciertos y sus límites a objeto de preparar el terreno para el recíproco reconocimiento, en pro de la verdad concreta.
La verdad del mundo heleno está en el mundo moderno. La verdad del mundo moderno está en el mundo heleno. Este es el 'otro del otro' que es 'sí mismo', la “razón de la locura” anunciada por Shakespeare. Un movimiento recíproco inmanente, heraclíteo si se quiere, pero en una dimensión superior. No, pues, la mecánica aplicación de un 'método' ajeno a su propio movimiento, sino el sorprendimiento del movimiento mismo en sus recíprocas ausencias. Y es en este automovimiento que el objeto ya no puede ser separado del sujeto ni el sujeto del objeto. Se trata de una reconstrucción de la antigua dialéctica. De hecho, la Lógica de Hegel es una reincorporación de la unidad propia de la filosofía helena a la ciencia especulativa. Incluso, por mucho que su pensamiento se encuentre condicionado por la filosofía moderna, especialmente por la Aufklärung y por Kant y Fichte, en virtud de lo cual el absoluto es voluntad, actividad espiritual, subjetividad, para Hegel, no es únicamente en la subjetividad autoconsciente donde se concibe el saber, sino en la racionalidad de lo real y en la realidad de lo racional. Su filosofía está, más allá de las distancias, en una línea de continuidad con el Logos, esta vez, desplegado, rico y concreto. Lo cual coloca a Hegel, como sugiere Gadamer, en el honroso sitial de ser, nada menos, que “el último de los griegos”, si es verdad, como en efecto lo es, que la grecidad no es una raza sino, más bien, una cultura, un modo de ser y de pensar.
Ocupándose de Zenón, Hegel afirma que “la razón por la cual la dialéctica se ocupa primero del movimiento es, precisamente, el hecho de que ella misma es movimiento”. O, dicho de otro modo, “el movimiento mismo es la dialéctica de todo ente”. En su intento por demostrar los argumentos de su maestro Parménides, refutador de Heráclito, Zenón no logra comprender que la contradicción del concepto de movimiento es la mejor confirmación del movimiento como tal, su más contundente admisión: “si algo se mueve -observa Hegel-, ello no es por estar aquí en este ahora y en otro ahora allí (allí donde esto está en algún tiempo dado, no está precisamente en movimiento sino en reposo), sino tan sólo por estar, en uno y el mismo ahora, aquí y no aquí, por estar y al mismo tiempo no estar en este aquí”. El movimiento, pues, no es un predicado de lo que es movido, ni es un estado en el que se encuentra un ente: es una determinación del ser. Y esa peculiar determinación pone de manifiesto que el movimiento es “el alma del mundo”, no como predicado, sino en sí mismo, como aquello que permanece en la desaparición: el sujeto como sustancia y la sustancia como sujeto.
De este modo, la rígida quietud del cosmos de las ideas no puede ser verdadera. El Logos al que están referidas las ideas, ése que piensa la relación misma de las ideas entre sí, es el movimiento inmanente al pensar y, al mismo tiempo, el movimiento de lo pensado. Todo fluye. La dialéctica del movimiento, el movimiento mismo, es la continua contradicción a la que conduce la labor de pensar el movimiento como ser y el ser como movimiento, lo que no puede impedir que el movimiento tenga por necesidad el ser en comunión con el no-ser.
El viejo Parménides declara su impotencia en el diálogo platónico. Heráclito, a través de diminutos hilos de agua que van fluyendo lentamente, llega a Hegel, quien recoge estas aguas para incorporarlas al río de fuego de la historia. Lo ha superado, sí, pero lo ha conservado. Ninguna bellota permanece si no llega a ser árbol. Ahora el resultado es lo mismo que el comienzo, porque el comienzo es el fin: “No nos contentamos con que se nos enseñe una bellota cuando lo que queremos ver ante nosotros en un roble”.
Lo dialéctico, lo “negativo-racional”, es la superación de la determinación abstracta y el tránsito a la determinación que se le contrapone. El filósofo de la fluidez infinita ha sido, finalmente, reivindicado. Entre luces y sombras, en la abstracta circularidad de la penumbra, el propio fluir de la cosa ha manifestado su necesidad de romper el círculo para constituir un incesante movimiento circular, un círculo de círculos. Se encuentran los oscuros, los skoteinós. Es un encuentro en la lejanía.