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La felicidad del ermitaño


En los años de mi primera juventud he permanecido solo muchas veces en las altas montañas, y mis ojos han quedado prendidos largo tiempo en la lejanía, en el claro halo que envuelve las últimas y suaves colinas, tras las cuales se hunde el mundo en profunda belleza azul. Todo el amor de mi alma joven y codiciosa convergía hacia una gran añoranza, y se me humedecían los ojos cuando mi mirada hechizada bebía la dulce lejanía azul. La cercanía hogareña me parecía fría, dura y clara, carente de aroma y de misterio, y, en cambio, al otro lado todo parecía dulcemente matizado, rebosante de armonía, misterio y encanto.

Desde entonces me he convertido en un vagabundo y he estado en todas aquellas lejanas y vaporosas colinas. Eran frías, duras y claras, pero al otro lado, más allá, volvía a surgir aquella venturosa profundidad azul - resuelta en presentimientos -, todavía más noble y evocadora de anhelos.

Con frecuencia la veía tenderse hechizadora. No comprendía su encanto, moraba en ella y me sentía extraño en las colinas de las cercanías y del presente. Y a esto llamo yo ahora felicidad: asomarse al otro lado, contemplar las campiñas azules en la amplia lejanía crepuscular y olvidar por unos momentos la fría cercanía. Esto es la felicidad, algo muy distinto a lo que pensaba en mi juventud, algo sereno y solitario, bello, pero no alegre.

En mi tranquila felicidad de ermitaño aprendí la ciencia de leer en todas las cosas el halo de la lejanía, a no tocar nada bajo la luz fría y cruda de la cercanía consuetudinaria y a acariciarlo todo, como si todo fuera áureo, ligero, delicado, atenta y respetuosamente. Ningún tesoro, por preciado que sea, es tan ciertamente bello que no le pueda robar el brillo de su valor el hábito y la insensibilidad; ninguna vocación es tan noble, ningún poeta tan fecundo, ningún país tan bendito. Por esto me parece un arte digno de ser envidiado el de otorgar a las cosas cercanas y habituales la devoción y el amor que gustosamente concedemos a las lejanas y apartadas bellezas.


Lectura de Herman Hesse en Consideraciones/ La azul lejania
                                         

Hermann Hesse. Lectura de un sueño al final de la jornada

SUEÑO AL FINAL DE LA JORNADA

Me sucede a mí, sustituto de un empleado en su oficina,, lo que le sucede a la mayoría que realiza desde hace años su trabajo habitualmente, que pensando durante días y semanas en la tarea, se acuesta y se levanta uno con ella, se hace partícipe a la familia de las preocupaciones del oficio, se buscan nuevos caminos, métodos más sencillos, y mete su persona sin reservas en el crisol del tiempo. Y de pronto llega un momento en que el propio yo - el viejo Adán de los teólogos - se anuncia de nuevo con un movimiento, despertando torpemente como un hombre que intenta recobrarse de la acción de un narcótico y al que no quieren obedecer todavía sus miembros ni sus pensamientos.
Así me sucedía a mí este día, cuando con un paquete de actas bajo el brazo regresaba de la oficina a casa. La comarca anunciaba ya la primavera, el Sol lucía cálido y el aire olía como si hubieran florecido en alguna parte los avellanos. Ya en el tranvía ocupé mi pensamiento con mis pesquisiciones de prisioneros y con un montón de cartas e informes que quería escribir en casa después de comer. Ahora iba caminando por las afueras de la ciudad hacia mi casa campestre y, de pronto, mis pensamientos dejaron de centrarse en los prisioneros, en la censura, en la falta de papel, en las exportaciones y en los créditos, sino que, inopinadamente, volví a considerar el mundo, como aparecía sin nuestras preocupaciones; por entre los setos sin hojas se deslizaban los mirlos negros y rollizos, y los tilos que crecían ante las villas dibujaban la fina trama de su ramaje sobre el cielo primaveral, de color azul claro, con blancos celajes; en los linderos de los campos brillaban aquí y allá frescas tonalidades verdes, y en el musgo de los troncos de los nogales la luz era más jugosa. Y entonces me olvidé de todo lo que llevaba en la carpeta bajo el brazo y en la cabeza, y durante un cuarto de hora, el tiempo que duró mi camino, no viví en lo que llamamos realidad, sino en la verdadera, exacta y hermosa realidad que llevamos dentro. Hice lo que suelen hacer los niños, los amantes y los poetas: me entregué sin voluntad y celosamente a dulces ensueños.


Mientras iba embebecido en estas quimeras, surgieron dentro de mí viejas vivencias que me parecieron enteramente nuevas y recién halladas.
Surgió un egoísmo puro, inocente e inmaculado, un mundo satisfecho de sí mismo, un mundo de deseos e imágenes egoístas del futuro, nada éticas y poco sociales. Nada de guerra y paz, nada de canje de prisioneros, nada de Arte futuro, ni de la futura sociedad, ni de la escuela del futuro, ni de la religión del porvenir. Todo esto no profundizaba demasiado, era solo superficial. Si mi viejo Adán se mostraba alguna vez desnudo, era un niño y tenía sencillos deseos, concernientes a su propia persona y bienestar.
Soñé cosas maravillosas. Soñé que había llegado la paz y que todos nosotros habíamos sido licenciados y nos habíamos dispersado, y que el sol brillaba y que yo podía hacer enteramente lo que quisiera.
Tres cosas fueron las qué hice en sueños. Primeramente me hallé tendido en la arena de una playa, con los pies metidos en el agua. Estaba mordiscando un tallo de hierba; tenía los ojos medio cerrados y tarareaba una canción. Entre tanto intenté reconocer la canción que cantaba, pero me costó mucho trabajo. ¿Qué me importaba? Seguí canturriando hasta que me cansé y empecé a chapotear con los pies en el agua. Casi me había adormecido bajo la tibieza del sol cuando se me representó de pronto toda mi situación: que era libre y señor de mí mismo, que podía hacer y dejar de hacer lo que me apeteciera, que estaba en una playa y que no había ninguna otra persona en una legua a la redonda. Entonces me incorporé de un salto, lancé un grito salvaje, como hacían los indios, y me arrojé al agua azul, que restalló. Nadé y me zambullí varias veces; sentí hambre; salté a tierra, sacudí las gotas de agua de mi pelo y me tendí ante mi mochila abierta. Lentamente saqué un gran trozo de pan, un excelente pan negro de ayer, y una salchicha - la misma especie de salchicha que recibíamos de muchachos cuando íbamos de paseo escolar - y después un trozo de queso suizo, una manzana y una pastilla de chocolate. Puse todo esto ante mí y estuve contemplándolo un buen rato, hasta que no pude contenerme más y me abalancé sobre ello. Entonces, al morder la salchicha y el pan, sentí alegría y profunda emoción, sentí una delicia infantil lejana, honda, íntima, que me hizo feliz.


A poco, la escena cambió por entero. Me encontraba sentado, vestido y serio en un fresco cenador. Las sombras de las ramas jugaban en las ventanas. Y yo estaba sentado y tenía un libro en el regazo, absorto completamente en su lectura. No sabía qué libro era. Solo sabía que era un libro de Filosofía - pero no de Kant, ni de Platón, sino de alguien como Ángelus Silesius -, y yo leía y leía y aspiraba profundamente el indecible gozo de arrojarme libremente y sin que nadie me lo estorbara, y sin ayer ni mañana, a este mar, a este mar bello, lleno de expectación por cosas elevadas y presintiendo mil sucesos, que me confirmarían a mí mismo y a mi pensamiento. Leía y meditaba, volvía lentamente las hojas, y en la ventana zumbaba una abeja dorada, como si llevara dentro todo el mundo enmudecido y no deseara otra cosa que expresar su plena quietud y contento.


Muchas veces me pareció oír desde la lejanía o desde el fondo de la casa unos sones finos y nobles, un violín o un violonchelo, que luego se hicieron más fuertes y más reales. y mi lectura y mi pensar se convirtieron en un escuchar y en un gozoso abandono; los compases de Mozart reinaban en un mundo puro y tranquilo.
Y una vez más cambió el escenario del sueño. Como si no hubiera sido nunca de otro modo, me hallaba ahora en un valle del Sur, a orillas de una viña, junto a la cerca, y sentado en una silla plegable. Sobre las rodillas tenía un cartón, en la mano izquierda una paleta ligera y en la derecha un pincel. Junto a mí estaba clavado en la tierra blanda mi bastón, y mi mochila descansaba sobre el suelo, dejando ver por su boca los pequeños tubos de colores. Saqué uno, le quité el tapón y puse con alegría en la paleta un chorrito del más bello y puro azul cobalto, luego un poco de blanco y un fino verde veronés esmeraldino para el cielo crepuscular, y unas pinceladas de granza. Miré un buen rato ante mí, hacia las lejanas montañas y hacia las nubes doradas, y mezclé el azul ultramar con el rojo, y retuve el aliento por precaución, pues todo aquello debía ser indeciblemente delicado, ligero y etéreo. Y mi pincel, tras una ligera vacilación, dibujó una nube tenue en el azul, puso sombras grises y violetas, manchó los primeros planos verdes y el follaje de los castaños empezó a armonizar con el rojo y él azul de la lejanía, y resonaron los acordes y afinidades de los colores, las atracciones y los contrastes, y poco después todo era vida dentro de mí y fuera de mí y en mi cartón, que descansaba sobre mis rodillas, y todo lo que el mundo tenía que decirme, confesarme y ofrecerme, el mundo a mí y yo a él, fue plasmándose serenamente en blancos y azules, en alegres y atrevidos amarillos y dulces y discretos verdes. Y yo pensé: ¡Esto es la vida! Esto era mi parte en el mundo, mi dicha, mi carga. Aquí estaba yo en mi casa. Aquí florecía mi gozo, aquí era rey, aquí volvía la espalda con gusto y con indiferencia al mundo tan reverenciado.
Una sombra cubrió mi pequeño cuadro, levanté la vista: me hallaba ante mi casa y el sueño se desvaneció.

Lectura de Hermann Hesse en Consideraciónes: Sueño al final de la jornada

Formas y tipos de leer un libro. Hermann Hesse,

Es una necesidad innata de nuestro espíritu establecer tipos y dividir según ellos a la humanidad. Desde los «caracteres» de Teofrasto y los cuatro temperamentos de nuestros abuelos, hasta la más moderna sicología se percibe esa necesidad de ordenar al ser humano por tipos. También de manera inconsciente cada ser humano clasifica a las personas que le rodean por tipos, por analogías, con aquellos caracteres que fueron importantes en su infancia. A pesar de lo positivas e interesantes que son estas clasificaciones, indiferentemente de que partan de una experiencia puramente personal o que pretendan crear tipos científicos —a veces es muy bueno y fructífero hacer el corte transversal por el reino de la experiencia de manera diferente y comprobar que cada persona lleva rasgos de todos los tipos y que los diversos caracteres y temperamentos también se pueden encontrar como estados que alternan dentro de una personalidad individual.
Al establecer ahora tres tipos, o mejor dicho, tres grados de lectura de libros, no pretendo que el mundo de los lectores se divida en tres órdenes y que uno pertenece a éste y el otro a aquél. Sino que cada uno de nosotros pertenece temporalmente a uno u otro grupo.
Tomemos primero al lector ingenuo. Todos leemos a ratos de manera ingenua. El lector ingenuo toma un libro como el que come una comida, es sólo un receptor, come y se llena, como hace el muchacho con el libro de indios, la criada con la novela rosa o el estudiante con Schopenhauer. El lector no se relaciona con el libro como con una persona, sino como el caballo con el pesebre o como el caballo con el cochero: el libro guía, el lector sigue. La trama se toma objetivamente, se acepta como realidad. ¡Pero no sólo la trama! Existen lectores muy cultos, incluso refinados, sobre todo de literatura, que pertenecen sin duda a la clase de los ingenuos. Estos no se detienen en la trama, no juzgan una novela por ejemplo, por las muertes o los casamientos que se producen en ella, pero toman al autor, toman el aspecto estético del libro de manera completamente objetiva, disfrutan con las vibraciones del autor, se identifican por completo con su actitud frente al mundo y asumen totalmente las interpretaciones que éste da a sus invenciones. Lo que para los espíritus sencillos es la trama, el ambiente y la acción, para estos lectores cultivados, es el arte, el lenguaje, la cultura del autor, su intelecto —lo toman como algo objetivo, como último y supremo valor de una obra literaria, igual que el joven lector acepta las proezas de «Oíd Shatterhand» de Karl May como valores objetivos reales, como realidad.


En su relación con la lectura el lector ingenuo no es en absoluto persona, no es él mismo. Valora lo que sucede en una novela por su emoción, su peligro, su erotismo, su esplendor o miseria, o por el contrario, valora al autor midiendo su obra por los criterios de una estética que, en último término, no deja de ser una convención. El lector admite sin mas que un libro sirve única y exclusivamente para ser leído fiel y atentamente y ser apreciado en su contenido o su forma. Del mismo modo que el pan está para ser comido y la cama para dormir en ella.




Pero como con todas las cosas del mundo, también con los libros se puede adoptar una actitud completamente distinta. En cuanto el ser humano sigue su naturaleza y no su cultura, se vuelve niño y empieza a jugar con las cosas, el pan se convierte en una montaña, en la que puede hacer túneles, y la cama en cueva, en jardín, en campo nevado. El segundo tipo de lector tiene algo de este espíritu infantil, de este genio lúdico. No considera el tema o la forma los únicos y principales valores de un libro. Al igual que los niños, el lector sabe que cada cosa puede tener diez y cien significados. Con una sonrisa contempla cómo el autor o el filósofo se esfuerzan en convencerse a sí mismos y a los lectores de su interpretación y valoración de las cosas, y la aparente arbitrariedad y libertad del escritor le parecerá nada más que compulsión y pasividad. Este lector sabe ya lo que los profesores y críticos de literatura suelen ignorar: que no existe la libre elección del tema y de la forma. Cuando el historiador de literatura dice: Schiller eligió en tal año tal tema y decidió tratarlo en yambos pentasílabos, el lector sabe que ni el tema ni los yambos se ofrecían a la libre elección del autor, y le divierte ver que el tema no está en manos de su autor, sino que éste se halla bajo el dominio de su tema. Bajo este punto de vista, los llamados valores estéticos desaparecen casi por completo y los errores y las vacilaciones pueden tener precisamente el máximo encanto y valor. El lector no sigue al autor como el caballo al cochero, sino como el cazador el rastro, y una súbita mirada detrás de la aparente libertad del escritor, sobre su compulsión y su pasividad, puede entusiasmarle más que todos los encantos de una buena técnica y de un idioma cultivado.


En esta línea y en un grado superior, encontramos el tercer y último tipo de lector. Vuelvo a insistir en que nadie pertenece permanentemente a uno de es.tos tipos, que cada uno de nosotros puede pertenecer hoy al segundo, mañana al tercero y pasado mañana de nuevo al primer grado. Pasemos ahora al tercer y último tipo. A primera vista es lo contrario de lo que se entiende normalmente por un «buen lector». Tiene tanta personalidad, es tan él mismo que se enfrenta con completa libertad a su lectura. No pretende cultivarse, ni distraerse, no utiliza un libro de manera distinta que cualquier otro objeto del mundo, para él es punto de partida y estímulo. En el fondo le da igual lo que lee. No lee al filósofo para creerle, para adoptar sus teorías o para atacarlas o criticarlas, no lee al poeta para que le interprete el mundo. El mismo se lo interpreta. Es, en cierto modo, completamente niño. Juega con todo y desde un cierto punto de vista, nada es más fecundo y productivo que jugar con todo. Cuando este lector encuentra en un libro una sentencia hermosa, una sabiduría, una verdad, prueba antes que nada volverla del revés. Desde hace tiempo sabe que cada opinión es un polo con otro polo opuesto, tan bueno como él. Es un niño porque valora el pensamiento asociativo, aunque también conoce el otro. Y así este lector, o más bien todos nosotros en el momento en que alcanzamos este grado, podemos leer todo lo que queramos, una novela, una gramática, un horario de trenes, pruebas de imprenta. En el momento en que nuestra fantasía y capacidad de asociación alcanzan su máxima altura no leemos ya lo que tenemos delante, escrito sobre el papel, nadamos llevados por la corriente de sugerencias e ideas que recibimos. Surgen del texto o solamente de las letras. El anuncio de un periódico puede convertirse en una revelación. El pensamiento más feliz, más positivo puede brotar de una palabra completamente indiferente que el lector invierte y con cuyas letras juega como con un mosaico. En ese estado el cuento de «Caperucita roja» puede leerse como cosmogonía o filosofía o como exuberante obra erótica. También se puede leer la marca «Colorado Maduro» sobre una caja de cigarros y jugar con las palabras, las letras, las asociaciones y recorrer interiormente los cien reinos del saber, del recuerdo y del pensamiento.
Algunos objetarán —¿es esto aún leer? ¿Es todavía lector el que lee una página de Goethe sin preocuparse de las intenciones y opiniones de Goethe, como un anuncio o como un conjunto casual de letras? ¿No es el nivel de lector que llamas el tercero y último el más bajo, infantil y bárbaro? ¡Dónde se queda para ese lector la música de Hölderlin, la pasión de Lenau, la voluntad de Stendhal, la grandiosidad de Shakespeare! La objeción es justa. El lector del tercer grado no es ya un lector. La persona que pertenece a este grado permanentemente dejaría pronto de leer, porque el dibujo de una alfombra o el orden de las piedras de un muro tendrían para él el mismo valor que la más hermosa página de letras perfectamente ordenadas. El único libro sería para él una página con las letras del abecedario.


Así es; el lector del último grado ya no es un lector. Se carcajea de Goethe. No necesita a Shakespeare. El lector del último grado no lee en absoluto. ¿Para qué los libros? ¿No tiene él todo el mundo dentro de sí?
El que siempre permaneciese en este grado no leería nada. Pero nadie permanece siempre en este grado. Sin embargo, el que no lo conoce es un lector malo e inmaduro. No sabe que toda la literatura y filosofía del mundo se encuentran también dentro de él mismo, que ni el poeta más grande bebe de otra fuente que la que posee cada uno en su propio ser. Quédate aunque sólo sea una vez en la vida durante una hora, o un día, en el tercer grado, en el que ya no se lee, y después (¡el regreso es tan fácil!) serás un lector mejor, un oyente e interpretador mejor de todo lo escrito. Basta con que una sola vez hayas conocido el grado en el que la piedra del camino significa tanto como Goethe o Tolstoi y después extraerás de la vida y de ti mismo más valor, más jugo, más miel y más estímulos que nunca. Porque las obras de Goethe no son Goethe, y los libros de Dostoievski no son Dostoievski, son sólo su intento, dudoso y nunca realizado, de conjurar el mundo complejo y heterogéneo cuyo centro fue.


Intenta retener una sola vez una sucesión de ideas que se te ocurra durante un paseo. O, lo que aparentemente es más fácil, un sueño sencillo que hayas tenido esa noche. Soñaste que un hombre te amenazaba primero con un bastón y que luego te concedía una condecoración. Pero ¿quién era el hombre? Haces memoria, descubres en él rasgos de tu amigo, de tu padre, pero también hay algo en él que es distinto, que es femenino, tenía no sabes qué, algo que te recordaba a una hermana, una amada. Y el bastón, con el que te amenazaba tenía un puño que te recuerda el bastón que llevaste en tu primera excursión como colegial, y entonces irrumpen cien mil recuerdos, y si quieres retener y escribir el contenido de ese sencillo sueño, aunque sólo sea taquigráficamente o con muy pocas palabras, habrás escrito antes de llegar a la condecoración un libro entero, o dos, o diez. Porque el sueño es el agujero por el que contemplas el contenido de tu alma y ese contenido es el mundo, ni más ni menos: el mundo entero desde tu nacimiento hasta hoy, desde Homero hasta Heinrich Mann, desde el Japón hasta Gibraltar, desde Sirio hasta la Tierra, desde Caperucita Roja hasta Bergson. —Y así como el intento de escribir tu sueño se relaciona con el mundo que tu sueño abarca, así se relaciona la obra del autor con lo que éste quería decir.
La segunda parte del «Fausto» de Goethe ha sido interpretada durante casi cien años por eruditos y aficionados que han dado las interpretaciones más hermosas y más estúpidas, las más profundas y las más banales. En cada obra literaria existe, aunque veladamente escondida bajo la superficie, la polivalencia indefinida, esa «superdeterminación de los símbolos», como dice la nueva sicología. Si no la comprendes, aunque sea una sola vez en su infinita riqueza e impenetrabilidad, te sentirás limitado ante todo poeta y pensador, tomarás por el todo lo que sólo es una pequeña parte, creerás en interpretaciones que apenas hacen justicia a la superficie.
Las evoluciones del lector entre los tres grados son, se sobreentiende, posibles en todos los terrenos. Puedes adoptar los mismos tres grados con mil grados intermedios frente a la arquitectura, la pintura, la zoología y la historia. El tercer grado, en el que eres más tú mismo, siempre superará tu condición de lector, disolverá la poesía, el arte, la historia universal. Y sin embargo, sin conocer intuitivamente este grado leerás siempre los libros, las ciencias y las artes como un colegial su gramática.

Dos cartas a un joven.

A UN JOVEN DE DIECIOCHO AÑOS 28 de febrero de 1950.

No he echado en olvido su carta, no; mas no quería despacharla con un mero gesto de cortesía, y como cada día me trae nuevas cartas más fáciles de contestar que la suya y el aparato con el cual me veo obligado a trabajar es harto modesto, me ha sido imposible contestarle a usted hasta el momento presente. Este aparato consiste, además de en los utensilios de escribir, en dos ojos que desde hace muchos años padecen constante fatiga y rara vez se hallan libres de dolores, y asimismo en dos manos que, hinchadas por la artritis, escriben o golpean las letras desganada y torpemente. Los ojos preferirían ocuparse con flores, con gatos jóvenes o con la lectura de un poeta antes que con todas estas cartas, y también las manos sabrían hallar más de un pasatiempo harto más grato para ellas. Y por si fuera poco todo ello, mi respuesta a su carta resulta más dificultosa todavía por el hecho de que me es imposible esperar una rectificación o remedio de sus posibles defectos en cartas posteriores, porque esta será la primera y la última carta que habré de escribirle a usted. Ciertamente leeré con gusto otras cartas suyas, pero no puedo invitarle a que me remita sus manuscritos, ni tampoco puedo prometerle más sino que leeré estas cartas posteriores, en caso de que lleguen hasta mis manos, con verdadero interés y con el grado de comprensión que me sea posible.




Su carta no pide, reclama o pregunta cosa alguna determinada. Está escrita no tanto con la intención de invocarme cuanto con la de liberarse de sí propio durante una hora. Usted rebosa una vida agitada, impulsiva y rica, que no puede desplegarse o expresarse en forma artística; usted se siente, en cierto modo, distinto y apartado de todos sus coetáneos, de los demás en general, y esta situación tan pronto le llena de felicidad como de espanto; usted pertenece a esa minoría de personas cuyas dotes y vocación les elevan muy por encima del nivel medio, y a quienes en épocas pasadas se llamaba genios, y se dirige usted a mí precisamente porque no me cuenta entre esos otros, sino que se siente de algún modo semejante y cercano a mí.
El camino de estos hombres singularizados y fatalmente estigmatizados ha sido siempre difícil y lleno de peligros, y el suyo lo será también. A su edad la desconfianza frente a la experiencia de los demás y el rechazo de toda responsabilidad pertenecen a los recursos naturales con los cuales el hombre singular, individualizado por encima del nivel medio, ha de defenderse contra el mundo que intenta envilecerlo, someterle a normas y obligarle a una presurosa adaptación. Innumerables muchachos de este genero han quedado aniquilados, ya sea porque la vida resulta insoportable en esta tensión constante y en esta actitud defensiva, y salta con impaciencia sus propias fronteras, sea porque el joven solitario cede al final, se torna un filisteo y apenas logra salvar un mezquino resto del fuego divino, con o sin ayuda del alcohol, en el cobijo de un romanticismo filisteo harto poco honroso y ornado generalmente con la corona del anonimato. He conocido a muchos jóvenes así.




Hay, no obstante, senderos distintos y más nobles, y en ellos se encuentran también auxilios y consolaciones de orden singular. Existe el camino del creador, del artista, del poeta, del pensador. Sin embargo, la obra del pensador o del artista presupone un acto de aceptación y de renuncia, legitima al artista genial ante el mundo, pero exige de él, al mismo tiempo, un grado de entrega, de lucha, de sacrificio desesperado, de los cuales no tuvo sospecha en la época de su irresponsabilidad. Por contra, e independientemente de si su obra alcanza o no el éxito en el mundo, se siente recompensado por su participación en el reino total del espíritu, por su camaradería con mil antecesores y compañeros de lucha, y recibe el don de un oído afinado para percibir las sabidurías y las hermosuras que han permanecido vivas e indestructibles a través de todas las épocas y las culturas.
Es este un camino más hermoso y más digno de entrega que otro cualquiera. En quien el amor a la verdad o a la belleza, el ansia por ser admitido en su reino, por tomar parte en su luz suprema, es lo bastante fuerte, ese tal permanecerá siempre solitario e incomprendido, y aunque sufra con frecuencia recaídas en la actitud infantil de orgullo y de irresponsabilidad, su destino es, sin embargo, nobilísimo, pleno de sentido y digno de cualquier sacrificio.




Empero, a este camino y esta obra pertenecen unas dotes no solo generales. Hay en el mundo profusión de poetas llenos de espléndidas ideas, pero faltos de la palabra precisa y encendida; de pintores llenos de fantasía, pero sin la innata pasión del juego con los colores; de pensadores llenos de noble humanidad, pero carentes del vigor y el temperamento de la expresión. En el Arte, los ideales no son suficiente, y si alguien es un Cézanne, no basta que sea capaz de pintar como Tiziano o como Rubens, sino que tiene que poseer ese don y ese coraje sin par, esa paciencia y esa obsesión irrepetibles para pintar como Cézanne.
Existen, empero, numerosos solitarios, muchos hombres geniales y capacitados para lo superior a la normalidad, a quienes, no obstante, faltan las dotes singulares para una cualquiera de las artes y poseen tan solo las dotes generales, un plus de espiritualidad y fantasía, de capacidad para la experiencia vital, para la percepción sensible, para la resonancia. En su temprana juventud han sufrido asimismo, al igual que todos los otros, por su aislamiento y su diferenciación, han ensayado también, quizá, alguna profesión espiritual o artística sin lograr ningún rendimiento especial, y no obstante arden siempre en amor y en nostalgia hacia la participación en el Todo, hacia el rompimiento de su soledad, hacia una auténtica donación de sentido a su ardua y peligrosa existencia. Desean lo sublime, tienen sed de entrega total, pero no son oradores, ni poetas, ni heraldos, ni pensadores. Y precisamente en ellos se pone en evidencia lo que es en rigor el genio, las altas dotes y se hace patente que también los mejores artistas y los más profundos pensadores son todavía esclavos de su talento, capaces y especialistas. Y es que estos genios que no están especialmente dotados para ningún arte o ciencia en particular, son aquellos en quienes s alcanza la cima de lo humano y a través de quienes se justifican todos los dolores, toda la soberbia y el extravío de los superdotados y los geniales. Sucédeles un día que se topan de manos a boca con la realidad desnuda, son bruscamente despertados de su sueño por un espectáculo o una llamada cualquiera, de ese sueño que se llama Yo, contemplan el rostro de la vida, su grandeza espantosa y hermosísima, su plenitud, hasta estallar de sufrimiento, de penuria, de amor irredento, de extraviada nostalgia. Y ellos responden a la contemplación del abismo con el único sacrificio que es verdaderamente pleno de valor y definitivo, esto es, con el sacrificio de la propia persona. Se sacrifican a los hambrientos, a los enfermos, a los infames, sean quienes fueren; se dejan atraer, absorber y devorar con cualquier defecto, cualquier flaqueza, cualquier dolor. Ellos son los que aman de veras, los santos. A ellos tiende toda la Humanidad que desea algo más que la norma y la vida diaria, y de su sacrificio toma valor y sentido cualquier otro sacrificio más pequeño; en ellos se cumple y justifica todo el problema de los solitarios, de los superdotados, de los difíciles y a menudo desesperados. Porque genio significa fuerza amorosa, nostalgia de entrega, y solo alcanza su plenitud en este sacrificio pleno y definitivo.
Creo que he dicho poco más o menos cuanto deseaba decirle a usted. Es mi respuesta a la carta que ha dirigido usted a un viejo desde la complejidad y la angustia de su problemática adolescente. Del mismo modo que su llamada a mí no contenía ruegos ni preguntas, así también mi respuesta no contiene consejos ni consolaciones. Usted me ha permitido lanzar una mirada sobre el desasosiego, la belleza y la inseguridad de su joven existencia, y yo, que también viví un día ese mismo desasosiego, esa belleza y esa inseguridad, he intentado ofrecerle a usted una imagen de cómo se presentan estos fenómenos y estos problemas a un hombre anciano. Si yo fuese un santo no habría tenido necesidad de acudir a tantas palabras. Si fuese uno de los grandes artistas, la carta de usted, con la importunidad de sus revelaciones, solo hubiera significado para mí una molestia y una perturbación en mi trabajo. Si hubiese sido, por ejemplo, un gran pintor, no hubiese acabado de leer sus cuartillas, sino que habría continuado mi trabajo y, al igual que el anciano Renoir, hubiese sujetado más firmemente el pincel a la gotosa mano.




Probablemente no es ningún azar el que usted se haya dirigido precisamente a mí y no a un santo o a un Renoir. Probablemente su carta ha sido escrita y dirigida a mí porque usted presiente en mí una persona muy semejante a usted mismo, que ni en el Arte ni en la vida ha alcanzado lo grande y lo absoluto, que no sienta sus reales en un más allá inaccesible para usted, sino en el mismo mundo y la misma problemática, aunque con otras costumbres, otras formas de pensamiento y expresión, otro temperamento y otras maneras de adaptación y de defensa, que son las propias de la vejez. El anciano a quien usted, saltando por encima de las numerosas diferencias, ha interpelado como si de un camarada se tratase, ha respondido a sus confesiones con las suyas propias e intentado mostrarle cómo se presenta nuestra común problemática vista desde el escalón de su edad. Le saluda cordialmente su afectísimo...

A UN JOVEN POETA
Que me escribió con ocasión de mi "Carta a un joven de dieciocho años". Abril - 1950.

Estimado señor G.:
En su carta, según dice usted mismo, avanza un paso más allá de lo que yo hago, y llama genios a todos los hombres, simplemente, porque la Humanidad es un conjunto total y porque cada individuo lleva ínsitas en sí todas las posibilidades del hombre. Es este un paso muy sencillo pero extremadamente peligroso, que usted debería dar en cartas privadas y entre iniciados, pero no en público. Porque el hecho de que el Bien y el Mal, lo Bello y lo Feo, y todas las parejas de contrarios puedan reducirse a una unidad, constituye una verdad esotérica, secreta, accesible a los iniciados (y muchas veces inalcanzable aún para estos), pero en modo alguno una verdad exotérica, comprensible y accesible por igual para todos. Es la sabiduría de Lao-Tsé, cuando este menosprecia virtudes y las buenas obras (con lo cual pensamos bien en el joven Lutero); pero Lao-Tsé se hubiese guardado muy bien de ofrecer al pueblo ignaro esta sabiduría.
Si nosotros damos este paso adelante, como usted hace, si para nosotros genio y persona humana son equivalentes en significación, con ello no hacemos otra cosa que despreciar el lenguaje, cuyo valor y cuya virtud máximos consisten precisamente en la diferenciación. Y entonces se puede sustituir una palabra por otra cualquiera y solo nos resta la nada.
Probablemente todo esto lo sabe ya usted mismo.
Por lo demás, mi carta a un joven de dieciocho años no era ningún ensayo sobre una cuestión de interés, ni un intento de plasmar una formulación objetiva o amena, sino la respuesta momentánea a una llamada concreta, personal e irrepetible.
No permita usted que le importunen en su camino, ni siquiera estas torpes líneas. Cartas como estas me cuestan mucho esfuerzo, sin que ni una sola vez se haya mostrado satisfecho aquel a quien he dado respuesta. Casi le envidio a usted un poquillo, porque hace todavía versos y puede gozar de una existencia privada.

Hesse, Hermann. Relato sobre la gran guerra.

EL IMPERIO (Diciembre de 1918)

Era un país grande y hermoso, aunque no rico precisamente; en él vivía un pueblo valiente, modesto, pero vigoroso y estaba contento con su suerte. La riqueza y la buena vida, la elegancia y la magnificencia no abundaban en verdad, y los ricos pueblos vecinos miraban a veces, no sin mofa o burlona compasión, al pueblo modesto que habitaba aquel gran país.
Sin embargo, en este pueblo poco afamado se daban bastante bien algunas cosas que no se pueden comprar con dinero y que, sin embargo, son bastante apreciadas por los hombres. Se daban tan bien que, con el tiempo, el pobre país, a pesar de su escaso poderío, fue famoso y apreciado. Allí prosperaban cosas como la música, la poesía y la ciencia del pensamiento, e igual que a un gran sabio, orador o poeta no se le pide que sea rico, elegante ni muy sociable y, sin embargo, se le honra en cierto modo, así hicieron los pueblos poderosos con este pobre y maravilloso país. Se encogieron de hombros ante su pobreza y su algo torpe y desmañada existencia en el mundo, pero hablaban con gusto y sin envidia de sus pensadores, poetas y músicos.
Y poco a poco, el país del pensamiento, aunque siguió siendo pobre y fue oprimido con frecuencia por sus vecinos, derramó sobre sus opresores y sobre todo el mundo un caudal continuo, sereno, fecundante, de calor e idealismo.

Pero había algo, una circunstancia antiquísima y sorprendente, por la que el pueblo no solo era escarnecido por los otros, sino que sufría y sentía pena: los numerosos y diversos renuevos de esta hermosa tierra no podían soportarse mutuamente desde tiempos antiguos. Continuamente se estaban suscitando querellas y rivalidades. Y aunque de cuando en cuando nacía la idea, y era expresada por los mejores hombres del pueblo, de que era necesario unirse y trabajar amistosamente y en común, surgía la sospecha de que uno de los muchos linajes, o su príncipe, se alzaría sobre los otros y llevaría la dirección, siendo esta la causa de que no se llegara a la unión.


La victoria sobre un príncipe extranjero o sobre un conquistador que hubiera oprimido duramente al país, parecía querer traer al fin esta unidad. Pero pronto volvían a pelearse; los pequeños príncipes se resistían a ello y los súbditos de estos príncipes habían recibido de ellos tantas gracias en forma de empleos, títulos y bandas policromas, que se sentían contentos en general y estaban poco dispuestos a cualquier novedad.


Entre tanto, el mundo sufrió aquella revolución, aquella notable mutación de personas y cosas, que se elevó como un fantasma o una enfermedad sobre el humo de la primera máquina de vapor y transformó la vida en todas partes. El mundo se llenó de trabajo y aplicación; la vida fue regida por las máquinas y espoleada hacia tareas siempre nuevas. Surgieron grandes naciones, y la parte del mundo que había inventado las máquinas se arrogó todavía más que antes el dominio del mundo, repartióse con los otros poderosos el resto de la Tierra, y el que no era fuerte se quedó sin nada.


También sobre el país del que estamos hablando pasó la oleada, pero su parte fue modesta, como correspondía a su papel. Los bienes de la Tierra fueron distribuidos una vez más, y el pobre país volvió a quedarse ayuno.


De pronto, todo tomó un nuevo rumbo. Las voces antiguas que pedían una unión de los linajes no habían enmudecido nunca. Un gran estadista, pictórico de fuerzas, surgió; una feliz y espléndida victoria sobre una gran nación fronteriza fortaleció y unió al país, cuyos troncos se fundieron y crearon un gran reino. El pobre país de soñadores, pensadores y músicos había despertado, era rico, era grande, estaba unido y avanzaba en su carrera con el mismo brío que sus viejos hermanos mayores. En el dilatado mundo ya no había mucho que pillar y heredar; en las remotas partes del mundo, la joven nación encontró ya echadas las suertes. Pero el espíritu de la máquina, que hasta entonces había vivido precariamente en este país, floreció asombrosamente. Toda la nación y el pueblo se transformaron rápidamente. Se hicieron grandes, ricos, poderosos y temidos. Se amontonaron riquezas y la nación se rodeó de una triple muralla de soldados, cañones y fortalezas. Pronto apareció en el pueblo vecino, al que el joven estado intranquilizaba, la desconfianza y el temor, y empezó también a levantar barreras y a aprestar sus cañones y barcos de guerra.


Sin embargo, esto no era lo peor. Había bastante dinero para pagar este enorme muro protector y nadie pensaba en una guerra; el país se preparaba ante cualquier eventualidad, además de que a los ricos les gusta ver una coraza de hierro en torno a su dinero.


Mucho peor era lo que sucedía dentro del joven reino. Este pueblo, que durante todo tiempo había sido medio escarnecido, medio venerado por el mundo, que había poseído tanto espíritu y tan poco dinero, este pueblo comprobó ahora que era linda cosa el dinero y el poder. Construyó y ahorró, fomentó el comercio y prestó dinero; nadie pedía hacerse rico con la rapidez deseada y quien tenía un molino o una fragua levantó una fábrica, y quien había tenido tres empleados, necesitó ahora diez o veinte, y muchos llegaron a tener pronto ciento y mil. Y cuanto más de prisa trabajaban todas aquellas manos y máquinas, tanto más rápidamente se amontonaba el dinero - solo en las arcas de aquellos que habían tenido habilidad para amontonarlo -. Pero los numerosos trabajadores no eran oficiales y colaboradores de un maestro, sino que caían pronto en la esclavitud.


Así sucedía también en los demás países, allí también se convirtió el taller en fábrica, el patrón en soberano, el trabajador en esclavo. Ningún país del mundo pudo sustraerse a este destino. Pero el joven reino tuvo la suerte de que este nuevo espíritu, el impulso que ahora sacudía al mundo, coincidiera con su nacimiento. No tenía ningún pasado tras sí, ninguna riqueza antigua; se lanzó a este tiempo nuevo y vertiginoso como un niño impaciente; tenía las manos llenas de trabajo y llenas de oro.


Es cierto que los monitores y advertidores dijeron al pueblo que iba descarriado. Recordaron los tiempos pasados, la fama tranquila e íntima del país, la misión espiritual que en otro tiempo le estaba encomendada, la noble y sólida corriente de pensamientos, de música y de poesía con que en otro tiempo inundara al mundo. Pero todos se rieron de estas advertencias, sumidos como estaban en las delicias de la joven riqueza. El mundo era redondo y giraba, y que los abuelos hubieran escrito poesías y teorías filosóficas estaba bastante bien, pero los nietos querían demostrar que en este país se podía y se sabía hacer también otras cosas. Y de esta manera martillaron y remacharon en sus mil fábricas nuevas máquinas, nuevos ferrocarriles, nuevas mercancías y nuevas armas y cañones en previsión de cualquier contingencia. Los ricos se apartaron del pueblo, los pobres trabajadores se vieron abandonados y no pensaron tampoco en su pueblo, del que eran parte, sino que se preocuparon y pensaron en sí solos. Y los ricos y los poderosos que habían fabricado los cañones y fusiles para emplearlos contra un enemigo exterior se alegraron de sus previsiones, pues ahora tenían enemigos internos que quizá fueran más peligrosos.


Todo esto vino a dar en la Gran Guerra, que asoló tan terriblemente al mundo durante años y entre cuyas ruinas vivimos aún, sordos por su estruendo, amargados por su desatino, enfermos por tantos torrentes de sangre que siguen corriendo a través de todos nuestros sueños.
Y la guerra hizo que aquella nación joven y floreciente, cuyos hijos habían ido a la lucha con .entusiasmo y hasta con orgullo, se derrumbara. Fue vencida, terriblemente vencida. Pero los vencedores, antes de hablar de paz, exigieron onerosos tributos al pueblo vencido. Y sucedió que durante días y días, mientras huía el ejército destrozado, los símbolos del poderío que hasta entonces había ostentado la nación salieron de ella en largos comboyes para ser entregados al enemigo victorioso. Maquinaria y dinero fluyeron en ríos caudalosos desde la patria vencida hasta las manos del enemigo.


Pero entre tanto, el pueblo vencido reflexionó en el instante de mayor necesidad. Había arrojado de sí a sus caudillos y príncipes y se había declarado mayor de edad. Había buscado remedio y había manifestado su voluntad de encontrarse a sí mismo en su desgracia, con sus propias fuerzas y con su propio espíritu.
Este pueblo, que ha llegado a su mayoría de edad a través de tan difíciles pruebas, no sabe hoy todavía adónde conduce su camino y quién ha de ser su guía y mentor.
Pero los cielos sí lo saben, y saben por qué han enviado sobre este pueblo y sobre todo el mundo el azote de la guerra.


Y en las tinieblas de estos días brilla un camino, el camino que debe seguir el pueblo desangrado.
No puede volver a ser niño. Nadie puede hacerlo. No puede devolver simplemente sus cañones, sus máquinas y su dinero y dedicarse otra vez a hacer poesías y a tocar sonatas en sus pequeñas y tranquilas ciudades. Pero debe hacer su camino, y deberá recorrerlo solitario, pues su vida le ha llevado a caer en graves faltas y en horribles tormentos. Puede recordar los caminos recorridos hasta el presente, puede recordar su origen e infancia, su engrandecimiento, su esplendor y su decadencia, y puede encontrar en el camino de estos recuerdos las fuerzas que le pertenecen esencialmente y que no pueden ser perdidas. Debe entrar dentro de sí, como dicen los creyentes. Y en sí, en lo más íntimo, encontrará su propio ser indestructible, y este ser no querrá sustraerse a su destino, sino aprobarlo y empezar de nuevo con sus virtudes mejores y más íntimas, recuperadas otra vez.


Y si esto es así, y si el pueblo humillado emprende el camino del destino con voluntad y decisión, podrá recuperar algo de lo que fue en otro tiempo. Volverá a fluir de él una corriente tranquila y continua que inundará el mundo, y los que hoy son todavía sus enemigos volverán a escuchar conmovidos el murmullo de esta corriente serena. 

Hermann Hesse. Simple y pura música.

En definitiva, la gente como nosotros no hace durante toda su vida otra cosa que luchar en este mundo por un poco de amor y de comprensión, a través de rodeos desesperados y mediante absurdos lenguajes secretos, porque, a pesar de toda nuestra desesperación y de nuestros fracasos, seguimos manteniendo en el corazón la creencia de que la música que creamos tiene un sentido y procede del cielo.

Por lo que al que hacer poético se refiere, a mí me va mucho mejor que a usted, al menos en apariencia. Hace años escribió usted su libro Cautiverio, una de las obras más sinceras y conmovedoras de nuestra época, un libro milagroso..., y nadie sabe nada de él; los libreros abarrotan sus escaparates con toda la quincalla de moda que es devorada hoy para yacer mañana en el cubo de la basura y los libros como el suyo permanecen desconocidos. Pero aunque a mí me va mejor que a usted y mis libros se venden más, no crea que tengo más suerte que usted en lo que se refiere a ser comprendido, Emmy, ni más que 1a que tuvo nuestro querido Hugo. Nosotros hacemos nuestra música y, por malentendido e incomprensión, alguien nos arroja de cuando en cuando una moneda de cobre en el sombrero, porque cree que nuestra música es algo didáctico, moral o sensato. Si supiese que es pura y simplemente música, proseguiría su camino guardándoos su moneda.

Sin embargo, los grandes éxitos de moda enmohecen pronto, Emmy, y la poesía sigue viviendo. Recuerdo muchos ejemplos. No quiero hablar de los poetas antiguos, que desde hace cien y más años son incomprendidos y sin embargo, no caen en el olvido, porque siguen viviendo y ardiendo por siempre en diez o cien corazones fervientes.


Me acuerdo, por ejemplo, de un tal Knut Hamsun. que hoy es un señor anciano ya y goza de fama mundial: los editores y las redacciones le estiman y valoran muy alto y sus libros conocen muchas ediciones. Este mismo Hamsun, allá por la época en que escribió sus libros más hermosos y encendidos, fue un apatrida desesperado, con los zapatos siempre rotos y flecos en el pantalón; y cuando los muchachos de entonces le defendíamos y gritábamos nuestra admiración por él, se reían de nosotros o ni siquiera nos hacían caso. Sin embargo, ha llegado su tiempo y los espíritus mostrencos han recibido su descarga a través del largo hilo conductor, tan bien conocido por nosotros, después de treinta años, y se estremecen y tienen que reconocer que han tropezado con algo condenadamente vivo. 

Lecturas de Hermann

Lecturas de Hermann Hesse.