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Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris, añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas».

Hombre nostálgico mirando el oleaje del mar.

Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas. 

Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería, en tanto que dolor causado por un apego. Sin embargo, la inclinación de la añoranza es blanda y está impregnada del tenue resplandor de los recuerdos afables. Quizá la nostalgia sea la tristeza más noble: por lo que tiene de gratitud y de ternura, por su humilde trabajo arqueológico. 
Por supuesto que todas las tristezas tienen sus excesos, y la nostalgia no es una excepción. Hay algo de histrionismo en la exaltación del pasado, como si en él no hubieran anidado tantas sombras como en el futuro. Muchas viejas glorias lo son solo porque son viejas, del mismo modo que hay nombres que no se alaban hasta que forman parte de los muertos. Si el ayer deja de ser esa estación abandonada que vemos pasar por la ventanilla, y se convierte en espectral morada, deja de enriquecer la vida con la experiencia y se limita a confinarla en una celda de recuerdos idealizados. Así le sucede, por ejemplo, al patético Davenne de la película de Truffaut La habitación verde, un hombre anclado en los recuerdos de su mujer fallecida porque ya hace mucho que murió con ella. 

Sin embargo, acusar a la nostalgia de irresponsable implica ponerla en la picota dogmática del moralismo. Habrá, seguro, una nostalgia irresponsable, que, como argumenta don filósofo, quiera justificar la inacción (o la reacción) escudándose en ese socorrido pasado que siempre fue mejor. La memoria usada de componenda contra el futuro constituye un recurso más bien mísero y tosco: la vida se abre paso de todos modos, y arrojarle pedazos de pretérito no hace más que astillarla. Hay una nostalgia reticente que se aferra a lo malo conocido para no afrontar la intemperie de lo bueno por conocer. Hay una nostalgia cobarde, timorata, que inundaría el presente de pasado solo para ahogar los inciertos brotes del futuro. 
Pero, si vivir es perder, la nostalgia es, ante todo, la obligada ternura que nos inspira la felicidad perdida, la punzada de congoja por los páramos marchitos que evocan antiguos vergeles. El tiempo se lo lleva todo, lo bueno y lo malo, y abre la puerta a todo lo que, malo o bueno, aguarda en el porvenir; pero la gratitud y el amor dedican sus atardeceres al resignado desmantelamiento de las ruinas, venerándolas como sagrados testigos de regocijos que un día estuvieron vivos y ya no volverán. Hay una nostalgia benévola y devota que echa un vistazo atrás antes de encarar el futuro, que ejercita con afecto la cálida poesía de la memoria. 

¿Irresponsable la nostalgia? Irresponsable es no honrar la felicidad donde se nos dio; irresponsable es demoler la casa de los padres sin una lágrima, y no llevarles flores a los muertos. 

                                                    Artículo publicado también en mi blog Filosofías para vivir.

Ética y libertad

Elegir lo bueno, lo bueno de elegir

No se entiende la una sin la otra: la ética escoge lo mejor y se hace responsable de ello; la libertad no tiene sentido sin criterios que la guíen. Ambas cuestan y nos dan miedo.

Elegir el bien, el bien de elegir. No se entiende lo uno sin lo otro: la ética elige lo mejor y se responsabiliza de ello; la libertad no tiene sentido sin criterios orientadores.



Sartre propone una moral autónoma, sin trascendencias ni códigos a priori, construida desde la responsabilidad y la autenticidad. ¿Por qué habría de ser bueno lo verdadero? Porque solo en la verdad el hombre realiza su naturaleza, que es la libertad; solo allí es él mismo y decide sin subterfugios.
Las excusas y las imposturas nos hacen menos libres, nos esconden de nuestro destino, que nos convoca a elegir responsablemente. Hacen que nuestra vida sea menos nuestra. ¿Realmente será peor por ello? Al fin y al cabo, en la verdad expuesta hace mucho frío; la falsedad nos cobija de nuestras impotencias entre sus mantos imaginarios. Sin embargo, a la larga se trata de un abrigo equívoco: puede que la verdad nos deje al descubierto, pero el encubrimiento mentiroso nos traiciona al primer golpe de viento. Además, entretanto, nos somete a su tiranía: somos esclavos de nuestras falsedades, porque hay que apuntalarlas, porque una lleva a otra, porque una vez establecidas les pertenecemos. En cambio, la verdad se sostiene por sí misma, y no nos pide más que el valor de afrontarla.

El que vive al abrigo de la excusa se disminuye, erosiona su conatus, su fuerza vital. Cuando se empieza a huir, ya solo se puede seguir huyendo, y un hombre en retirada vive en una angustiosa ausencia de sí mismo. No hay realización sin autenticidad: debo ser yo el que se realiza, no un impostor.
La libertad, por consiguiente, no es solo un imperativo moral: es también una necesidad existencial. No parece extraño que a veces seamos capaces de las luchas más enconadas contra quienes pretenden arrebatárnosla. Sin embargo, cuando la alcanzamos nos da miedo y somos nosotros los que imploramos que se nos imponga algo. Y así pasamos la vida: reclamando nuestra libertad y conspirando contra ella.

Un caso de esa vacilación que siempre me ha asombrado es el final de una relación amorosa. Algo en nosotros sabe que ya no hay vuelta atrás, que todo está perdido y lo coherente resultaría despedirse y partir. Sin embargo, titubeamos: nos carcome el riesgo de perder demasiado por una mala decisión, nos abruma la responsabilidad. No queremos sentirnos culpables del dolor del otro; pero sobre todo no queremos ser los que se equivocan, los que malogran por torpeza o maldad una oportunidad quizá irrepetible.
Entonces empieza una etapa tremendamente dolorosa, en la que cada uno procura empujar al otro para que sea el que decide, hacer que el otro sea el que se harte y tome la iniciativa; o acabe por hacernos tanto daño que ya no quepa justificación para no rechazarle. No soportamos separarnos desde el amor: por eso azuzamos todo aquello que puede alimentar el odio. Hasta que la decepción es lo bastante grande, el resentimiento lo bastante enconado, y parece que la relación se quiebra por sí misma, o al menos no por nuestra culpa.
Los que no saben amarse, lamentablemente, acaban a menudo por odiarse. Solo así encuentran la coartada para el alejamiento. Pero al urdir el pretexto, renunciando a asumir la responsabilidad, se esconden tras la mentira y se escatiman la propia libertad. Su vida queda encogida, su fuerza interior debilitada. Al traicionarse, al huir, se convierten en prófugos de su propio destino: el destino que correspondería a la persona que no se engaña, que reside en el coraje de elegir, con todas las consecuencias.

Solo el que se asume como responsable aprende y se realiza. Solo el que es conscientemente libre crece y se siente seguro en sí mismo. Todas las emancipaciones se resumen en sustituir “Me vi obligado a…” por “Elegí…”

La presencia virtual

Realidad e interpretación en las redes

Imagen resumen de: Realidad e interpretación en redes


El ciberespacio: ¿evasión de la realidad o más bien una nueva versión de lo real?

El hombre es un dios cuando sueña
y un mendigo cuando reflexiona.
F. Holderlin.

Tal vez esta vida ausente que llevamos, donde lo virtual le gana terreno a la realidad, no esté tan mal, en el fondo. Perdemos una dimensión, sí, pero ganamos otra. Quizá no estemos muy presentes en el lugar donde estamos, pero las fotos y los comentarios que colgamos sobre él construyen otro que se le parece. ¿No es eso, para bien o para mal, lo que hemos hecho siempre? Creamos nuestro propio mundo imaginario construido con nuestras percepciones, nuestras impresiones, nuestras expectativas… y nos desenvolvemos en él como si fuera real. En ese juego del “como si…” reside el sentido, que es completo en sí mismo, y nos queda más cerca que la siempre fragmentaria realidad.
Muchas veces, cuando voy de excursión, me descubro a mí mismo contemplando, en lugar de los bosques, los riscos o las flores, estampas para fotos interesantes. ¿Me aíslo del paisaje, o más bien lo estoy recreando? La pasión fotográfica limita, sí, mi presencia en la naturaleza, la recorta por los límites de un determinado encuadre. Pero, ¿no demostró Kant que es siempre así nuestra aproximación a las cosas?
¿Quién puede abarcar la infinitud de un lugar, de un solo instante? Vemos lo que queremos (o lo que no queremos) ver, vemos lo que sabemos ver. Con ese concepto (encuadre o marco, "frame"), es como algunos estudiosos denominan nuestra peculiar ordenación de las percepciones: todo nos llega a través de nuestros marcos personales. Es el modo de hacer las cosas nuestras, de adentrarnos en ellas, de incorporarlas a nuestra particular construcción del mundo. Un mundo al que accedemos haciéndolo propio, con la esperanza de que la versión de él que concibe nuestra mente no se aleje demasiado del modelo que suponemos existe “ahí fuera”. Los ignorantes y los locos, ¿son exiliados del mundo o de la visión que se admite convencionalmente sobre él?
¿Acaso no estamos todos un poco locos? ¿Acaso no somos todos ignorantes? Aprender es, quiere ser, afinar nuestra visión para que gane en fidelidad a lo real. “Alta fidelidad”: nuestras pantallas ganan en precisión, nuestros altavoces reproducen con exactitud los sonidos originales. La tecnología es un mundo que imita al mundo cada vez mejor. Pero la mente no imita: interpreta. Imprime significado. Lo que vemos en la pared de la caverna platónica no son sombras, sino proyecciones. 

Antes, los viajeros escribían cartas o postales, pintaban cuadros o se llevaban objetos de recuerdo para adornar sus salones. Bartolomé de las Casas retrató la crueldad de los conquistadores. Montaigne glosó sus viajes como ejemplo de la diversidad de modos de vida. Darwin siguió una larga tradición de expediciones científicas, y de sus notas y sus dibujos surgiría un giro copernicano para la biología. Montesquieu imitó el epistolario del viajero en sus Cartas persas, y Cadalso le imitó a él en sus Cartas marruecas. Los diarios de viaje integran un verdadero género literario, que no busca tanto retratar lo que se ve como las impresiones de uno ante lo que ve.
También hoy usamos los lugares que visitamos para encontrar en ellos algo de nosotros. Por eso les hacemos fotos, los grabamos en vídeo, los narramos por escrito, con la intención de apropiarnos de ellos, además de hacerlos perdurar en la memoria y atenuar así la insoportable levedad del ser. Pero lo que no se comunica es como si no existiera, es como si nos perteneciera menos. Nuestro mundo interior anhela verterse en el exterior. Por eso lo exponemos todo en ese gran escaparate de la vida (tal como la queremos enseñar) que es internet. Allí lo encontrarán, sin duda, muchas más personas que las que verían un álbum que guardamos en casa, y cientos, tal vez miles de “amigos” desconocidos conocerán nuestras impresiones en blogs o webs, en Twitter o en Facebook, y quizá nos dejen sus opiniones como estelas congeladas de su paso…
Porque en internet todo queda (y quizá más tiempo que nosotros). Es cierto que, a la vez, todo pasa, arrastrado bajo el imparable aluvión de la permanente novedad, pero, ¿no fue siempre así? Lo único que ha hecho la tecnología ha sido intensificar lo que ya sucedía: acelera el tiempo (nuestro testimonio es inmediato, y a la vez se disipa casi al instante), multiplica la cantidad al infinito (y comunicamos más y a más, pero al mismo tiempo nuestros mensajes se arrumban en el gigantesco depósito de remotos almacenes de información). Si todo eso desborda nuestra medida es porque ha alcanzado la medida de nuestra imaginación: el Big Data es ya una monstruosa avalancha de información que nos engulle si pretendemos abarcarla.

Confieso que a mí Facebook no me gusta. Me incomoda ir dejando cada día huellas de mi rastro vital, y estar pendiente de lo que hacen los otros. Quizá simplemente me aburra, o no me guste porque soy un solitario (también cibernético), y en tal caso no puedo reprocharle nada. Pero de entrada me parece que consume buena parte del tiempo libre, y se lo escatima a la presencia.
Sin embargo, a veces me pregunto si no se tratará, más bien, de otro tipo de presencia. Porque no deja de ser un modo de acompañarnos, de saber unos de otros, de escabullirnos un poco del aislamiento que nos impone la sociedad de la producción. Mejor Facebook, supongo, que ver la televisión, aunque a veces parezca que es como una televisión que habla de gente conocida. Mejor Facebook, a veces, que estar solo, aunque estemos solos cuando entramos en él, aunque consista en una vida postiza. Porque hay presencias que parecen virtuales, y virtualidades que quizá tengan más solidez que algunas presencias. Claro que nada podrá sustituir al gesto, a la mirada, al contacto físico, pero es evidente que no se trata de sustituir, sino de complementar, incluso de interpretar, como las cartas y los libros, como las fotos y los diarios.
Siempre hemos vivido en un mundo paralelo: el de nuestras fantasías, nuestros temores y nuestras esperanzas. Ahora lo hemos hecho más rápido y más grande. Si eso acaba arrastrando nuestra vida, y convirtiéndola en “líquida”, como reflexiona Zygmunt Bauman, tal vez sea porque no queremos estar en ella, porque no nos atrevemos a quedarnos y preferimos correr y correr, ciberesfera adentro… La vida ya era ilusión, a veces feliz y otras terrible. Allá donde vayamos (también en internet) no encontraremos más que nuestros ángeles y nuestros demonios. Esos son nuestros testimonios de viaje. Ni más ni menos.

De palabras y sentidos

«El amor puede empezar con una sola metáfora», escribe Milan Kundera en su Insoportable levedad del ser. Hay una antigua alianza entre emociones y palabras: las primeras cristalizan en las segundas. La palabra constituye para la imprecisa sensación un soporte que se parece a la realidad; antes de ella solo hay impulso, instinto ciego, respuesta a estímulo, reacción primaria: aproximarse, huir o luchar.

Cuando atribuimos un sentido, cuando asumimos un significado, de repente acude a nosotros, unido a él, una maraña de semánticas. Mucho más en el caso de las metáforas, que por su misma naturaleza están repletas de connotaciones. Cuando una mirada se convierte en imagen, y nos habla (aunque somos nosotros los que le ponemos voz), de repente se sale del mundo y pasa a acoplarse a nuestro mundo. Antes solo había sucesos, descoloridos y fragmentarios, más o menos ajenos. Ahora estamos nosotros, enredados en esa malla. El mundo nos cambia porque nosotros lo cambiamos: se ha abierto un portal de ida y vuelta, como los que permiten viajar en el tiempo en las películas de ciencia ficción, solo que aquí comunica el territorio íntimo y el universo. 

Así, una mera atracción no es más que una anécdota hasta que la otra persona acapara nuestra conciencia y traspasa la frontera de lo indiferente. A lo largo del día sentimos infinidad de atracciones y repulsas, en una continua ondulación del ánimo que Spinoza describió con precisión. De pronto, una de ellas cobra más consistencia, destaca sobre el resto, se incrusta en nuestra atención y nos interpela. Parece como si despertáramos de un sueño, como si solo ahora cayéramos en la cuenta de que habíamos vivido en un mundo sin colores o en penumbra, ahora que alguien se nos aparece realmente luminoso y colorido. Habitábamos sin apenas conciencia en el légamo de la rutina, hasta que un acontecimiento nos ha impulsado a la cumbre de la excepción. 

Entonces se precipita sobre nosotros un torrente de recuerdos, sueños, esperanzas, creencias, anhelos. El deseo se impregna de significado, se convierte en parte de una historia; nos parece magia, y quizá sea magia quedarnos fascinados por ese desembarco repentino, que nos parece misterioso porque brota de nuestro misterio. Entonces nos atrevemos a utilizar la palabra, como un poste indicador de ese embeleso: enamorado. Las palabras son poderosas porque están cargadas de constelaciones de significados compartidos, que se engarzan con los que ya nos ocupaban. Por eso hay que tener cuidado con ellas, porque tienen vida propia y nos arrastran. Tienen un poder performativo. Si creo que estoy enamorado, la creencia pedirá ser confirmada, la palabra pugnará por ensancharse. Creo que a eso se refiere el comentario de Kundera. 

Con su efecto performativo, las palabras nos permiten entender, o al menos hacen que la extrañeza y el descontrol nos parezcan menores porque podemos manejarlos. Las palabras organizan nuestras experiencias caóticas de un modo muy real, porque expresan estructuras erigidas socialmente, y nos dotan de artefactos mentales arraigados en la cultura. Estar enamorado no solo es un sentimiento, es también una comedia y un papel, del que cabe esperar determinadas actuaciones, sujetas a su argumento. Un enamorado buscará el modo de acercarse a su amada, de conquistarla, de asegurarla, o bien la venerará en silencio. La palabra, el rol, le han asignado bastante trabajo, una tarea nueva que antes no tenía. Y esa tarea ocupará su existencia mientras el enamoramiento dure, mientras persista el sentimiento, mientras reine la palabra. 

Artículo publicado el 17/08/2024 en mi blog Filosofías para vivir.

La vida prorrogada

Erich Fromm: La Obsesión por Tener vs. la Necesidad de Ser en la Sociedad Moderna, con un personaje desposeído reinventando el ser, en un contexto de crisis económica y ambiental



Erich Fromm reformula la ya tradicional oposición entre tener y ser, y plantea de forma muy oportuna el déficit de sensación de ser que provoca la obsesión por el tener. El mito del Progreso como acaparamiento, de origen burgués, ha calado en el conjunto de la sociedad, convirtiéndose, como señala Fromm, en “la esperanza y la fe de la gente desde el inicio de la época industrial.”

La moral mercantilista tiende a reducirnos al valor de intercambio: tanto tienes, tanto vales. En nuestra sociedad de clases, la escasez de posesiones se identifica con una inferioridad cualitativa, como si el poseer dependiera exclusivamente de la laboriosidad o la capacidad de la persona, y la riqueza no hubiese generado sus propios mecanismos para perpetuarse y dificultar el acceso a ella a los que parten con desventaja.

Junto a esa moral de crudo capitalismo ha evolucionado otra, de tradición humanista, que, sin cuestionar abiertamente sus dicterios, se esfuerza por enfatizar la prioridad del ser sobre el tener, de la virtud sobre la mera posesión. Su inspiración es judeocristiana, recordemos la sentencia del camello por el ojo de una aguja (enigmática donde las haya, si no es fruto de una mala interpretación). Pero tengamos presente que, en los hechos, el cristianismo no cuestiona las clases sociales, se limita a hacer una llamada a la solidaridad. El amor al prójimo se expresa a través de la ayuda y la limosna, es una actitud privada que se desentiende de lo público (“Dejad al César lo que es del César”) y por tanto no pretende cambiar la sociedad, sino solo atenuar sus injusticias. En esta privatización de la ayuda se basa todo el movimiento de cooperación internacional, las maratones de donativos, las donaciones de alimentos, las entidades de caridad eclesiástica y hasta las ONG.

Desde que se desistió del proyecto marxista, ya nada cuestiona el armazón del capitalismo triunfante. Los partidos que se autodenominan de izquierda no pretenden cambiar el sistema, sino —cuando son honestos— mordisquearle las migajas que se le acerquen a los bordes. Los poderes públicos y las leyes están para engrasar el buen funcionamiento de esa maquinaria monstruosa en que se ha convertido la propiedad privada (cada vez más minoritaria y monopolista), procurando, como mucho, que no arrase a las crecientes masas que se deja tiradas en la cuneta. Al fin y al cabo, buena parte de estas son las que sostienen, con su trabajo precario y su consumo, el florecimiento de aquella.

Y en eso estamos. Las crisis cíclicas y la evidencia del deterioro ambiental han revelado de modo patente que el propio capitalismo es frágil y limitado. Se trata, pues, de persistir, cada cual como pueda. La utopía perece en el barrizal del individualismo. El ser se diluye en un tener cada vez más inseguro, más precario, y por ello más dramáticamente ansioso. Quizá por eso adquiere tintes casi mágicos: “Piense y hágase rico”. “Formule sus deseos y el universo conspirará para satisfacerlos”. Pero ni el conocimiento, ni el trabajo, ni la lucha son garantías de nada. Ya no hay proyecto, ya no hay futuro, solo un presente que se sostiene con pinzas y que no sabe por dónde puede desmoronarse el día menos pensado. Cada uno aguanta resignadamente la respiración y pide a la Virgencita que le deje como está. Vivimos en una prórroga, apoyándonos en neurolépticos y en fórmulas de autoayuda, procurando distraernos ante la pantalla de las preguntas que nos atormentan en las noches de insomnio: ¿hasta cuándo?, ¿hasta dónde?

Tal vez hasta que el tener nos falte y, desposeídos como nuestros abuelos, nos veamos obligados a reinventar el ser.

Sísifo dichoso

La proposición del hombre absurdo de Camus, tal como la expone en El mito de Sísifo, es una respuesta íntegra y coherente al desconcierto de nuestra intrascendencia, pese a no curar la angustia ni aliviar la nostalgia de significado. En lugar de eludir el sinsentido con artificios o excusas, la mente lúcida se planta ante él y lo sostiene. Es el coraje, la terquedad si se quiere, lo que toma el timón del individuo.
¿Cómo vislumbrar sentido en el erial absurdo en que nos arroja la perspectiva de la nada? La razón no puede responder, como ya le reprochó Pascal, quien, decepcionado, la descartó por completo y eligió regresar a las razones del corazón, a las plácidas penumbras de la fe. Camus ve en esa huida un “salto”, un vuelco de traición a la verdad que Sartre habría considerado mala fe; quiere mantener la lucidez hasta donde le lleve.


La condena de Sísifo le parece la metáfora apropiada del drama existencial. El reo eterno remonta su piedra con esfuerzo y dolor, y la ve caer con amargura. Camus le sugiere hallar, en esa tarea atroz, la alegría de ser él mismo, de cumplir su destino, de fundirse en el misterio de las cosas, asumiendo un universo que no responde. En vez de inventar componendas, Sísifo contempla y actúa, y halla la felicidad en ese mero actuar, aunque lo retenga encadenado a una ladera y una roca.
“Hay que imaginar a Sísifo dichoso”, concluye Camus. “El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre”. Esta entrega, aun siendo fruto de la razón, ya no es racional. Es un presentimiento, un envite; es amor a lo que es. Cuando uno ama no precisa interrogarse, porque el amor contiene todas las respuestas.
En ese punto se deja de pensar, se detienen los embrollos de la mente: un corazón pleno, que ha contactado con la intensidad, no necesita dar saltos para recuperar el abrigo de los dioses. Se dirige de otro modo al universo, en el que ya no encuentra un territorio frío y ajeno ante el cual se recortaba la sombra de la identidad consciente: se ha instaurado una nueva confianza que no requiere ser traducida en pensamientos. De repente, basta con vivir. Y si vivir es dolor, ese dolor queda absorbido por la misma entrega del ser completo.

La obstinación en el sentido, personalmente, no me ha empujado a vivir, sino a pasarle cuentas a la vida. La vida calló siempre, y yo me quedaba más desolado. Así le sucedía a Unamuno cuando se obcecaba en la trascendencia: son angustias sin solución, legítimas y humanas, pero al cabo infructuosas como los lamentos. Un yogui o un budista también son, a su manera, absurdos y obstinados, pero usan esa fuerza para emanciparse. Mi obstinación me ha sumido en la rumia angustiada; a veces he creído tomar las riendas y establecer compromisos, pero la vida no tiene por costumbre ceñirse a sus contratos. Al final, como Sísifo, me encuentro con la roca rodando igual por la pendiente. Porque la roca es un misterio, su caída es un misterio, los propios dioses y su maldición son un misterio. Y lo soy yo con mi destino a cuestas.
Tal vez no pueda celebrar ese misterio, pero puedo amarlo. Puedo, como Camus, encogerme de hombros y atenerme a su tributo. Al fin y al cabo, yo me defino por esa peculiar relación con la roca. Consumaré mi naturaleza sin reticencia. Me zambulliré en mi naturaleza —la pendiente, la roca, la gravedad, la desmesurada maldición de los dioses— y cumpliré mi destino. Hay en ese gesto una dignidad y una libertad nuevas que ayudan a seguir adelante. Podría no seguir, simplemente elijo hacerlo. No hay razón para vivir, pero tampoco para morir. Y menos aún para ponérmelo difícil.

Publicado en mi blog Filosofías para vivir 15/11/2019

Vergüenza y culpa

El moralista disfruta, con una satisfacción algo morbosa, al descubrir la repentina banderilla de la vergüenza en el lomo ajeno. El moralista disimula a menudo, bajo un velo de justicia, el corazón cruel de los amargados y los resentidos; un corazón, como diría Camilo José Cela, "negro y pegajoso como la pez". 
Al moralista ya se va viendo no queremos darle la razón, se nos hace correoso y antipático. Y menos en lo que toca a la vergüenza, que tanto estrago causa en nuestros inocentes remansos narcisistas. Pero admitamos que la vergüenza, bien mirada, no es tan mala compañera: le sube un poco el color a nuestra pálida jactancia. Sin acabar de amarla (nos hemos propuesto no amar ningún dolor), podemos al menos reconocerle algunos méritos. 
La vergüenza hace correr el agua de esos remansos que empezaban a cubrirse de moho. Siempre que nos deje flotar, quizá su sacudida nos despierte de la modorra autocomplaciente y nos invite a ser mejores remeros. Al dejarnos súbitamente en cueros, tal vez ayude a que se nos vea con más nitidez, que se nos quiera y nos queramos con más autenticidad, con ese punto de compasión que merecen todas las verdades puestas al descubierto. La vergüenza, bien mirada, y como todos los sentimientos adversos, es una oportunidad: la oportunidad de completarnos con esas partes de nosotros mismos que hubiéramos preferido no tener, pero que están ahí, y que nos interpelan. 

El movimiento del avergonzado es contrario al del envidioso. Así como la envidia procura espolearnos ser como otros para ser más, para exponernos más, la vergüenza tiende a contenernos y a contraernos, a relegarnos en un rincón del escenario. Detecta un desajuste, de momento, irremediable, y nos devuelve, para reunir fuerzas, a nuestros cuarteles de invierno. La vergüenza sabe que ha habido una derrota y que no es el momento de luchar, sino de recoger velas y dejar que la marejada nos arrastre.
La envidia y el coraje son expansivos, la vergüenza es retraída: en realidad no están tan lejos la una de la otra, en realidad la una suele incluir a la otra; su predominio relativo es consecuencia del equilibrio de fuerzas entre el mundo y nosotros. La envidia es un impulso para igualarnos hacia arriba (o para tirar de los que sobresalen hacia abajo, que es otro modo de igualarnos a ellos); la vergüenza no solo no pretende igualarnos, sino que desiste de ello: se rinde a la diferencia, una diferencia que radica en una inferioridad irresoluble. La envidia nos enfrenta a la tribu, la vergüenza nos impulsa a recostarnos blandamente en su abrazo compasivo, con las alas rotas después de pretender volar, acaso, demasiado alto. ¿Sintió vergüenza Ícaro antes de estamparse contra el suelo?
El gesto del vergonzoso es conciliador: se encoge para que se le vea menos, para que se le castigue menos por su carencia o por su torpeza. El vergonzoso está pidiendo perdón, admite que ha perdido un trozo de su dignidad (o al menos que merece, que se ha ganado a pulso que se le cuestione). Entiende que su capacidad no alcanza para reconquistarlo, y que solo la generosidad de la tribu podrá restituírselo, mediante la compasión y el perdón, quizá el olvido o el aburrimiento. La vergüenza es una rendición y una entrega; un ruego para la concesión de una segunda oportunidad. En eso se parece a la culpa, aunque esta quema donde aquella enfría, y tiene más que ver con la trasgresión del código social: la vergüenza alude a algo que nos falta, mientras que a la culpa le atañe, propiamente, un acto que estuvo de más.


Hay muchas vergüenzas, casi tantas como vergonzosos. El pudor se adelanta, es una especie de expectativa de vergüenza, un intento avergonzado de evitar la ocasión que podría azuzarla. La vergüenza propiamente dicha, en cambio, viene al final, después de actuar, cuando ya ha sucedido todo y no tiene remedio, cuando se daría cualquier cosa por poder volver atrás y, al menos, cubrirnos para que no se nos vea (porque la desvergonzada vergüenza tiene que ver con quedar más expuesto de la cuenta, con una ocultación fallida, con haberse convertido en público algo que debería permanecer privado). Hay una vergüenza que sufre por no llegar, y otra que lamenta haber traspasado el límite: esta se acerca a la culpa, que a menudo la sigue de cerca, y si no llega a ella es porque incluye aún, decíamos, algo de carencia, de impotencia, de defecto.
La vergüenza, pues, viene a recordarnos nuestra pequeñez, el presagio de que tal vez nos caractericemos más por lo que nos falta que por lo que tenemos (o porque lo que tenemos no es del todo como debería, y ahí asoma el aviso de la norma, del deber incumplido). También nos insiste en nuestra dependencia, en lo angustioso que es perder el abrazo de la tribu (y de nuevo en esto se parece a la culpa). Es una llamada a la humildad que nos rescata de los excesos de la hybris, de la soberbia que no se atuvo a su núcleo de vulnerabilidad.


Así que la vergüenza nos restituye a la tribu, a esa masa que pretendíamos haber sobrepasado; pero solo es el primer paso: para hacer efectivo ese regreso, habrá que exponerse del todo, habrá que situarse sin disimulo frente a los demás y desnudarse, y afrontar su desprecio porque hemos descubierto que es justo o necesario; en definitiva, habrá que humillarse y pedir perdón. De ese modo, y con suerte, uno será redimido, será readmitido en la tribu y podrá desembarazarse del peso de la vergüenza, y volver a ser uno más entre los otros. Ese proceso catártico de reconciliación con uno mismo y con los demás, si no nos hunde del todo, quizá nos regale la sabiduría de la sencillez, y nos ofrezca la oportunidad de reconstruir una nueva dignidad más amplia, una dignidad que incluya la carencia.
Así se cura también la culpa, como nos muestra el capitán Rodrigo Mendoza en la película La misión. Atormentado por la culpa (¿también la vergüenza?) como consecuencia de haber asesinado en disputa de celos a su hermano, Mendoza encarnado por el gigantesco Robert de Niro gana el perdón del mundo, y sobre todo el suyo propio, cargando a rastras la armadura y las armas por los despeñaderos río arriba. En una de las escenas de redención más impresionantes que ha concebido el cine, Mendoza llega hasta el poblado de los indios guaraníes, que lo libran de la pesada red de viejas armaduras apréciese el simbolismo que alude a la arrogancia guerrera y a la defensa rígida del yo y lo acogen cálidamente entre risas. Imposible ver esa secuencia sin llorar con el capitán, sin sentir el consuelo de ese abrazo redentor de la bondad humana que libra de las culpas y perdona, y el alivio de ver cómo el río se lleva los restos herrumbrosos de un pasado en el que fuimos monstruos.
Culpa, pues, en este caso, absuelta gracias a la catarsis de una abrumadora penitencia: restitución con dolor del dolor provocado, restauración del equilibrio cósmico y sobre todo del que mantiene ese microcosmos que es la tribu. El que sufre demuestra que ha aprendido, gana con su tribulación otra oportunidad, el regreso a una vida que ya no será igual, una vida que será nueva porque nuevo será todo después de atravesar el umbral iniciático del dolor. Ya sin culpa, tal vez nos quede la vergüenza como una evocación de aquel suceso que nos transformó, para que no lo olvidemos.

Publicado en mi blog Filosofías para vivir 21/06/2019

Palabra y poder



Bien mirado, el fenómeno humano de la conversación resulta asombroso. Su riqueza simbólica va más allá del mero significado de los mensajes expresados: el propio acto de conversar está lleno de sentidos y convenciones, es una interacción, quizá la interacción social por excelencia.

En las pláticas se juegan, por ejemplo, complejos tanteos de poder. Cuando se están intercambiando confidencias, cada intimidad que se revela al otro es una porción de poder que se le entrega. De ahí que, inversamente, atrincherarse en el secreto constituya un intento de resguardar el propio poder: un poder, en definitiva, que se nos hace triste, pues se construye desde lo negativo lo que se niega al otro en conocimiento mío, lo que me niego a mí mismo en posibilidad de compartir, que se crece recluyendo al sujeto y perjudicando su afán de sociabilidad; pero un poder al fin, que nos hace sentir más seguros y menos expuestos. La complicidad, por el contrario, se teje con la confidencia, que es un riesgo y por tanto una demostración de confianza (o una fundación de esa confianza, puesto que la confianza cobra entidad precisamente en el momento en que alguien se arriesga a poner en manos de otro algo que el otro puede usar en contra suya).
He conocido gente tan abierta a aceptar confidencias, como cerrada a la hora de ofrecer las propias. Yo mismo tiendo a escuchar más que a explicar. Es cierto que parto de la convicción de que al otro no van a interesarle mis asuntos, pero debo reconocer que ha habido siempre en esa negación un sutil ejercicio de poder, un reducto de reticencia. El mero hecho de hablar implica una cierta vulnerabilidad; callar es una resistencia a esa vulnerabilidad, un modo de mantenerse acorazado. Ese es el poder del silencio.

Ese poder nos priva de su contrario, el poder de la palabra. Hablar reafirma, marca el territorio, se abre paso entre los otros al captar su atención. El silencio es solitario, acaba en sí mismo, en su penumbra siempre un poco melancólica; la palabra crea vínculos, va y viene, es un alegre compartir.
Cierto que hay quien abusa del poder expansivo de la palabra, y lo aprovecha para acaparar el espacio con su verborrea. Son los que hablan y hablan compulsivamente, ocupando todo el espacio y sin dar apenas opción a la baza de los otros. Son vampiros de atención y de tiempo. Cabe preguntarse: ¿les sacia alguna vez su palabrería? No, puesto que insisten en ella. Utilizan sus palabras como quincalla, que lanzan al oído del vecino, viniéndole a decir: “Me importa un bledo que te importe un bledo lo que digo; me importa un bledo que estés perdiendo el tiempo, que te veas sometido a mi capricho; lo único que me importa es que te tengo subyugado, estás atrapado en mi telaraña de palabras; mientras hable no puedes escapar; mientras hable soy yo quien tiene el protagonismo, quien ocupa el espacio común, quien devora el tiempo común”. En el fondo, estos también están solos.  
El que no sabe escuchar no sabe compartir, porque el compartir está hecho de intercambio. El que no sabe escuchar, en el fondo, no se siente escuchado; no se siente visto; no se siente confirmado en su existencia ni en su dignidad. ¿Será que le aterroriza la perspectiva del aislamiento, que equivale a la inexistencia social? Dar y recibir es un complejo y necesario equilibrio, que le está vedado a quien necesita crear ilusiones de poder mediante el silencio o mediante la verborrea: dos maneras de ausentarse, de no llegar al fondo, de no dejar que la relación vaya muy lejos; de negarse la necesaria ilusión de haber sido visto, de existir, de disfrutar de un poder auténtico: el poder que solo da el amor, es decir, el intercambio.

Tenemos, pues, un pulso de palabras y silencios. Pero en las conversaciones, como en cualquier encuentro humano, hay en juego otros poderes y otras pugnas, de hecho más obvias. Por ejemplo, el esfuerzo por convencer y el enfrentamiento directo en forma de discusión, que no siempre son lo mismo.
Cuando una persona se dirige a otra siempre hay una intención, una meta, un intento de lograr alguna cosa. De ahí que la persuasión sea uno de los poderes más evidentes que se juegan en la arena de las palabras. Tengo una necesidad que pasa por el otro, y, si no puedo forzarle, tendré que convencerle para ponerlo a mi favor. El arte de la persuasión consiste, en definitiva, en plantear las cosas de tal manera que yo gane más que el otro sin que el otro se dé cuenta. Hay que arreglárselas para enfatizar su ganancia (o de minimizar su percepción de pérdida). Si no queda más remedio, siempre se puede recurrir a ofrecer algo, o apelar al aprecio o a la bondad. Estamos de nuevo en el terreno del intercambio, donde la habilidad reside en conseguir el máximo pagando el precio mínimo.
El éxito de nuestra vida social consiste en buena parte en un dominio adecuado del arte de la persuasión. No es extraño que entre los griegos, como buenos comerciantes y amantes de la plática que eran, cobrara prestigio la figura del profesor de persuasión, que alcanzó la cumbre en los sofistas. Protágoras, por ejemplo, fue un sofista admirado al que muchos recurrieron, y cobraba buenas tarifas por su trabajo. Y el propio Aristóteles dictó un tratado sobre retórica que es a la vez una sagaz colección de reflexiones sobre psicología.

¿Y qué decir de esa versión de lucha que es la discusión? Nos referimos a ella en sentido amplio, como un enfrentamiento de pareceres divergentes, una pugna que puede desarrollarse con circunspecta elegancia de catedrático o con la tosquedad de una pelea a gritos y a insultos. La diferencia entre ellas no es tanta como pueda parecer: solo las separa la urbanidad. La educada esgrima de la ironía puede resultar a veces más punzante “¡Touché!” que un insulto el cual, al fin y al cabo, deja en bastante mal lugar a quien lo profiere.
 Aun cuando se proponga convencer, el verdadero objetivo de la disputa, como el de toda pelea, es vencer. Lo que queremos es tener razón, o al menos que lo parezca, y en esto se aprecia claramente que lo que está en juego es una forma de poder, que tiene que ver con el prestigio y con el amor propio. Por eso, en realidad no necesitamos que el otro cambie su punto de vista ni que nos dé la razón aunque ese sea el trofeo más sabroso que pueda llevarse un discutidor: nos basta con invalidar sus argumentos, con dejar comprometido su punto de vista, con haber agitado la duda en el plácido estanque de la convicción. Es más: en muchas ocasiones, los argumentos son lo de menos, lo que se intenta más bien es subyugar al otro de algún modo.
No es extraño, pues, que la mayoría de las discusiones cotidianas acaben en tablas, y se interrumpan, cuando lo hacen, por puro agotamiento: a ninguno le importa si el otro tiene o no razón, lo que cuenta es, si no se logra hacer ceder al otro, no darle, al menos, la satisfacción de ceder nosotros. Si uno encara un pulso de poder como un intercambio de pareceres en busca de la verdad, se arriesga a acabar hundido en la desesperación o incendiado por la indignación, ambos resultados bastante perniciosos para la salud. Pocas discusiones sirven para aproximarse, pero a veces, milagrosamente, sucede, y entonces, cuando se vislumbra el dulce territorio del encuentro, uno comprende que es ahí donde reside el verdadero poder.

Publicado en mi blog Filosofías para vivir 04/05/2019

La eternidad de la nada

Eternidad.

Pronto olvidarás todo; pronto te olvidarán a ti. Marco Aurelio.


Asomado al balcón, en casa de mis padres, pensaba en tantas personas como he visto marchar a lo largo de mi vida. Personas que estuvieron presentes, activas, cargadas de sueños y de pesadillas; personas que llenaron el mundo de estampas, escenas que hoy amarillean camino del olvido. Mientras estaban, parecía imposible que un día hubieran de ausentarse para siempre. Ahora que no están, que ya no estarán nunca, parece asombroso que hubiesen estado alguna vez.
Richard Dawkins asegura que, puesto que no existió durante miles de millones de años, no le preocupa dejar de existir otro tanto (siempre me ha parecido sorprendente que hayamos aparecido justo en la mitad del trayecto del Sistema Solar). Es más: “Nosotros, los pocos privilegiados que ganamos la lotería de nacer contra todo pronóstico, ¿cómo osamos lloriquear por nuestro inevitable regreso a ese estado previo del que la inmensa mayoría jamás escapó?” Si a ese privilegio le añadimos tantos otros, concernientes a las circunstancias de nuestra vida frente a las de millones de personas, parece que la muerte resulte una minucia. Y, sin embargo, dado que somos vida y nuestra vocación es la vida, la muerte siempre se nos aparece como una siniestra paradoja. Una paradoja que, además, provoca nuestra rebeldía. Porque no podemos pensar en la muerte con la sangre fría: es un asunto demasiado personal.  

Vuelvo a mis muertos. A veces los evocamos solo desde el angustioso pesar de haberlos perdido para siempre, de que hayan ingresado en esa ausencia que, como dice Comte-Sponville, “durará y durará”. Y, como el protagonista de La habitación verde de Truffaut, que convierte una habitación en el mausoleo obsesivo de su mujer perdida, quisiéramos esforzarnos por mantenerlos vivos construyéndoles un santuario en nuestra memoria, convirtiendo nuestra vida en una remembranza de los que amamos. Sin embargo, también nosotros nos iremos, y ya no estará nuestra memoria para oponerse al tiempo. ¿Quién encenderá entonces la vela de nuestra evocación?
Reflexionando sobre esto se me ocurrió que dejar de estar viene a ser como no haber estado nunca, que al día siguiente de una desaparición el mundo tapia el hueco que ocupaba esa persona y apenas queda un rastro que se va desvaneciendo poco a poco, hasta que al final desaparece del todo. La realidad seguirá su curso, ya para siempre, sin los que se fueron, y eso significa que, para un cierto presente que sucederá algún día, nunca habrán existido. A nuestras espaldas se acumula una multitud innumerable de muertos anónimos, de los que ya nada se sabe, que se perdieron para siempre en la ceniza del pasado. Y entendía un poco mejor ese principio budista de la “impermanencia”: si un día dejaremos de existir, si un día se borrarán por completo todos los rastros que dejamos en el mundo, entonces es como si ya no existiéramos, como si nuestra existencia fuese, ya aquí y ahora, un mero hálito ocasional de la nada eterna. Lo pasmoso, lo desconcertante, no es que habiendo sido dejemos de ser, sino que cuando desaparezcamos será como si no hubiésemos estado nunca.

Hemos de concluir, por consiguiente, que la verdadera característica del ser no es la levedad, como en la novela de Kundera, sino la nada; la eternidad de la nada que es ya un hecho en nuestro futuro. El pasado no existe, ya está perdido y nada lo hará regresar; no tiene consistencia ontológica más que como causa o precedente, pero aunque las cosas guarden en sí mismas la huella de sus causas, ya no son estas, del mismo modo que llevamos los genes de nuestros antepasados, pero no somos ellos: ellos se han desvanecido, la mayoría por completo, puesto que ya no queda nadie para recordarlos. En cuanto al presente, ¿dónde encontrarlo? ¿En qué minuto, en qué segundo, en qué milésima exacta está el presente, esa lámina tan infinitesimal que resulta imposible de aislar? Lo único consistente es el futuro: la infinitud de las posibilidades, la incuestionable seguridad del fin. Heidegger tenía razón: estamos lanzados hacia ese futuro, todo nos conduce a él, nos aguarda en algún cruce de todos los caminos; somos seres para la muerte.
Así que el tiempo, para nosotros, es una vivencia, un fenómeno ante todo psicológico. Para Kant es la intuición en la que se asientan los marcos de nuestras percepciones, esas estructuras a priori que él llamó categorías. Conceptualmente, lo construimos al diferenciar pasado, presente y futuro. Pero no existe la línea objetiva que los distinga: solo hay un flujo incesante que avanza, una marea que empuja, una flecha que se abre paso en una única dirección. Y en esa flecha todo sucede y deja de suceder, todo está y no está, todo relumbra y se apaga. “Dentro de un rato te marcharás por el mismo camino por el que has venido, y será como si nunca hubieses estado aquí, porque aquí ya no quedará nada tuyo”, me dijo más o menos un ermitaño que guardaba el parque de Bigues (un pequeño pueblecito próximo a Barcelona), y al que conocí casualmente yendo de excursión. En aquella ocasión me pareció una idea triste: al fin y al cabo, habíamos compartido un rato de afable charla; me daba pena que ese regalo se perdiera en la nada.

Desde la memoria he evocado a menudo aquel encuentro, y he reflexionado sobre la lección de mi querido ermitaño, al que, en efecto, nunca volví a ver. Acertó: de nuestro encuentro no queda nada real, solo la vaga sombra que acerca de él reconstruye la memoria. Allí ya no queda nada mío, y aquí, en mí, tampoco queda nada suyo, salvo el revoloteo, distraído y bostezante, de los recuerdos.
Y pensarlo ya no me parece tan triste, aunque siga desconcertándome. El viejo refrán tenía razón, una razón literal: no somos nada. O más bien habría que enunciarlo en positivo: somos nada. Una nada eterna que se despliega en el tiempo, que también es nada. Ni la habitación verde ni el santuario que construye Davenne, el personaje de Truffaut, a modo de baluarte, salvará a su mujer (tampoco a él, ni a aquella otra mujer que él perdió la oportunidad de amar) del olvido: todas las velas acabarán por apagarse, porque la luz es la excepción, porque lo eterno es la oscuridad.

Publicado en mi blog Filosofías para vivir 01/02/2019

Memoria y coartada

Memoria


Uno de mis recuerdos preferidos es la evocación de una tarde de la infancia que pasé jugando con una niña vecina de mi abuela. La escena me llega a la memoria entre tantas brumas que apenas sabría precisar ningún detalle. No recuerdo ni la cara de aquella niña, ni nada de lo que hablamos o hicimos, ni cuánto duró la visita. Apenas se me esboza en la mente la imagen de un salón en su casa, mi saludo vergonzoso, su sonrisa. Pero conservo con mucha intensidad la sensación gozosa de estar a su lado, la dulzura del rato que pasamos, la difusa evocación de una conversación feliz hilada de confidencias y complicidades.
He atesorado esa estampa toda la vida, enseña nostálgica del amor ideal, quizá porque no se me dieron muy bien los amores reales. La duda que me acomete a menudo es si esa escena sucedió realmente, y si fue tal como la recuerdo o tanto romanticismo es fruto de mi imaginación soñadora, que inventa más que revive. Si no fuera porque años más tarde mi madre me confirmó la existencia de aquella niña, dudaría de ella misma, puesto que no la volví a ver.

Los psicólogos tienen cada vez más claro que la memoria no consiste tanto en un almacén de experiencias pasadas como en un mecanismo de reconstrucción y reinterpretación del pasado desde las circunstancias presentes. Nuestros recuerdos son reestructurados, como quien cambia los muebles de sitio, cada vez que los engarzamos en nuestra historia de la forma que más nos conviene. Un detalle inventado por aquí, una omisión por allá, y el recuerdo, creado y convertido en relato, se encaja más o menos con nuestra necesidad de vivir o la contradice, lo que puede ser otro modo de cumplir una función pertinente: en ocasiones necesitamos llevarnos la contraria; a veces, ¡ay!, no sabemos vivir sin una piedra en el zapato.
Esta tendencia, una vez más, reafirma aquel axioma de que nos importa más la vida que la verdad. El concepto de nosotros mismos y sus mitos fundacionales radicados en el pasadono aspiran a ser fidedignos, sino que están hechos para dotar a nuestra existencia de significados apropiados, que, una vez establecidos, tienden a retocarse para consolidar su coherenciarecordemos la disonancia cognitiva, que es también emocional y su plausibilidad. Necesitamos que el vivir tenga sentido, y ese sentido se expresa siempre en forma narrativa: somos una historia, y son las historias que nos contamos acerca de nosotros mismos las que nos hacen descifrables, las que van perfilando eso que llamamos identidad. Si nuestra historia funciona, si da cuenta de nosotros de manera satisfactoria, o si, simplemente, es la que hemos asumido, tenderá a ganar en detalles, a intensificarse hasta cobrar carta de realidad, aunque en el fondo se trate de un mito sobre nosotros mismos.
Esas historias confieren sentido y fuerza a nuestra frágil presencia en el mundo. Aportan también seguridad, al enraizarnos en una secuencia causal y coherente, y por tanto previsible y explicable. No soy un ser caótico, no me comporto de un modo determinado por mero azar, sino porque “soy así” y no puedo ser de otra manera: así me han predispuesto mis genes y me han modelado mis vivencias. El fatalismo implícito nos protege y nos justifica. Reacciono con agresividad porque desde pequeño tuve que aprender a defenderme, o con poca resolución porque nadie elogió mi valía: no falta nunca una coartada el padre alcohólico, la madre ausente, los compañeros brutales… que da cuenta de esa naturaleza ineludible. Otro ejemplo: soy depresivo porque mis padres no me comprendieron, o me abandonaron, o no me dieron el cariño que precisaba… Desde el psicoanálisis, los pobres padres han cargado cada vez con más responsabilidad sobre nuestro talante y hasta nuestra suerte. ¿Y qué le voy a hacer? “Yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así”, se lamentaba con voz lastimera Jeanette en una canción que se hizo famosa en mi infancia.

Así pues, la memoria, más que un almacén de información, se nos revela como un instrumento puesto al servicio de nuestra supervivencia, o de nuestro interés. Como archivo no parece demasiado fidedigno, sino más bien ambiguo y maleable, un conjunto de manchurrones en el muro del tiempo en los que vemos lo que sabemos o queremos ver. El presente fuerza al pasado a su favor, lo usa como causa y como pretexto. Si soy infeliz, tal vez opte por renegar de mala suerte que es a menudo, también, otro mito, como sucede con el concepto del karma, o bien puedo explicármelo lamentando una infeliz infancia en la que no conté con modelos adecuados. También lo bueno puede consolidarse y ganar sentido con el salvoconducto del pasado: si soy feliz con mi pareja, es porque estábamos hechos el uno para el otro, porque era mi “media naranja” mito sempiterno donde los haya y estábamos predestinados a encontrarnos. 
Sartre llamaba “mala fe” a estas componendas, a estas excusas instrumentales y míticas con las que aligeramos la responsabilidad. Para él, siempre somos libres y por tanto responsablesde lo que elegimos. En un sentido absoluto, es obvio que tiene razón. Pero olvidó que no somos seres de una pieza, sino una amalgama de felicidades y traumas, de alimentos y hambres, de apuntalamientos desesperados y pérdidas angustiosas. Olvidó nuestra naturaleza narrativa, la conspiración de los genes, el enquistamiento del dolor. Olvidó que, de las fuerzas que nos mueven, la menos intensa es la razón, y la más potente a menudo a nuestro pesar es nuestra historia, real o mítica, pero siempre grabada a fuego en forma de emociones insidiosas, de convicciones enquistadas, de comportamientos automáticos. En definitiva, el admirable filósofo francés ignoró el peso de la narrativa, a menudo inconsciente, casi siempre desfigurada, pero, por imaginaria que resulte, activa de un modo muy real. No es la verdad lo que nos mueve, ni siquiera lo que nos interesa: es el mito y la memoria construida.
¿Legitima eso nuestras excusas y nuestras distorsiones, tantas veces torticeras? En absoluto. Desde el punto de vista ético, hay que ponerse del lado de Sartre: estamos requeridos a exigirnos lucidez, a trabajar a su favor, a optar por lo arduo del pensamiento crítico. Pero desde el enfoque vitalista, desde la urgencia del vivir y la vulnerabilidad del ser, podemos al menos dedicarnos una cierta comprensión piadosa, y a menudo quizá no tengamos más remedio que hacer la vista gorda. La verdad no solo duele: a veces, simplemente, sus ángulos no encajan con la ardua sinuosidad de la existencia. 
Una infancia desdichada o una economía precaria no justifican al maltratador, pero deberían volvernos más cautos a la hora de juzgarlo, y desde luego de explicarlo y prevenirlo. Deberían servirnos para admitir en él una complejidad que va más allá de la simple sentencia cristiana de pecador o monstruo. En una proporción que desconocemos, es cierto que “el mundo le hizo así”: eso, que no lo disculpa (y por tanto no le exime de sanción), sí añade una dimensión en la que es tan víctima como culpable, en la que nos hace a todos un poco responsables, en tanto que cómplices de una sociedad que engendra maltratadores. Y si queremos que deje de haberlos tendremos que reflexionar también sobre esa responsabilidad común.

Truman Capote, en su novela A sangre fría, descartó la simplicidad y puso su empeño en perfilar pacientemente los requiebros del laberinto humano; los asesinos de Kansas pudieron elegir, pero, por más que nos incomode, hemos de admitir que también eran víctimas: de su miseria, de su desesperación, de su propia narrativa personal de seres a la deriva por una sociedad que no tenía lugar para ellos, una sociedad que genera monstruos. Cuando se abrió la trampilla del patíbulo y la caída les quebró el pescuezo, ¿no estábamos desplomándonos con ellos, un poco, cada uno de nosotros? ¿No hay en todos los “ajusticiamientos” algo de esa fantasía de redención colectiva que cumplen los chivos expiatorios, como tan bien supo explicarnos René Girard?
Por consiguiente, hay que responder a Sartre que sí, que siempre podemos elegir, que poner excusas basadas en lo externo es mala fe. Pero matizándole que esa dimensión ética coexiste con otras muchas dimensiones, donde tienen también su lugar el pasado, tanto el real como el mítico. La ética no puede ceñirse al ralo veredicto de la dicotomía bueno/malo. Tiene que atreverse a sondear las intrincadas profundidades del individuo que se las arregla en el mundo, los apaños con que su memoria haya zurcido los desgarrones de su biografía. De lo contrario correremos el riesgo de caer en simplificaciones que son, a su vez, míticas: la bella y la bestia, el ángel y el demonio…  Al final, no solo importa si somos culpables, sino también los mil matices de la culpabilidad.

Publicado en mi blog Filosofías para vivir 05/01/2019