Mostrando entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas

Escrito de Oscar Wilde: Un chino muy Sabio.

Chuang Tzu, antiguo filósofo chino, sentado en una naturaleza serena, con símbolos de sabiduría, un espejo reflectante y un dragón volador que encarna la contemplación.



Junto con algunos escritos de Oscar, encontre un librito titulado:ensayos y articulos, y más aún dentro de el, bajo el titulo "Un chino muy sabio" me sorprendio esta jolla. Es un articulo corto, copiado aquí en su totalidad

Oscar Wilde: Un chino muy sabio. 


Un eminente teólogo de Oxford indicó en cierta ocasión que su única objeción al progreso moderno era que se progresaba hacia adelante y no hacia atrás. Este punto de vista fascinó tanto a cierto graduado en Arte que inmediatamente escribió un ensayo sobre algunas analogías, hasta ahora desconocidas, entre el desenvolvimiento de las ideas y los movimientos del cangrejo corriente. Estoy convencido de que el Speaker no querrá que sus muchos y muy entusiastas admiradores y lectores sospechen que ha caído en esta peligrosa herejía tan retrógrada. Pero debo admitir cándidamente que he llegado a la conclusión de que la crítica más cáustica sobre la vida moderna con que me he tropezado en estos últimos tiempos está contenida en los escritos del sabio Chuang Tzu, traducidos recientemente a la lengua vulgar por mister Herbert Giles, cónsul de Su Majestad en Tamsui.

Nada más cierto que la extensión de la educación popular ha hecho completamente familiar el nombre de este gran pensador al público general; pero, por culpa de unos pocos supereraditos, me creo en el deber de establecer definitivamente quién era y de dar una breve reseña sobre su carácter y su filosofía. Chuang Tzu, cuyo nombre debe ser cuidadosamente pronunciado de forma diferente a como está escrito, nació en el siglo IV a. C., en las riberas del río Amarillo, en la Tierra Florida, y aún se encuentran retratos del maravilloso sabio, sentado sobre el dragón volador de la contemplación, en las humildes bandejas de té y en las agradables pantallas de muchos de nuestros más respetables inquilinos de los suburbios. El honrado tasador y su saludable familia se habrán divertido, sin duda, con la abombadafrente del filósofo y reído de la extraña respectiva del paisaje que se extiende bajo él. Si ellos supieran en realidad de quién se trata, temblarían. Porque Chuang Tzu empleó su vida en predicar el gran credo de la Inacción y en señalar la inutilidad de todas las cosas útiles. "No haga nada, y todo estará hecho", fue la doctrina que él heredó de su gran maestro Lao Tzu. Su malvado y trascendental designio fue resolver la acción en el pensamiento y éste en la abstracción. Como el oscuro filósofo de la antigua especulación griega, creía en la identidad de los contrarios; era un idealista como Platón, y poseía todo el desprecio de idealista por los sistemas utilitarios: era místico como Dionisos, como Scotus Erigena y como Jacob Bohme, y estaba de acuerdo, con ellos y con Philo, en que el objeto principal de la existencia era zafarse de la propia conciencia y transformar la inconsciencia en un vehículo de la más alta iluminación. De hecho, Chuang Tzu puede ser considerado como un compendio de casi todos los aforismos y todos los pensamientos de los místicos y metafísicos europeos, desde Heráclito hasta Hegel. Había también en él algo del Quietismo, y en su culto a la Nada puede decirse que poseía alguna medida anticipada a esos extraños soñadores de la época medieval, quienes, como Tauler y Master Eckhart, adoraban el purum nihil y el Caos. La gran clase media de su país, a quien, como sabemos, se debe por completo nuestra prosperidad, ya que no nuestra civilización, puede encogerse de hombros ante todo esto y preguntar, no sin cierta razón, cuál es la identidad de sus contrarios y por qué deben prescindir de esa conciencia propia que es su principal característica. Pero Chuang Tzu era algo más que un metafísico y un iluminado. Como nosotros sabemos, como sabe esa clase media, él buscaba la forma de destruir la sociedad; y lo malo es que combina la apasionada elocuencia de Rousseau con el razonamiento científico de un Herbert Spencer. No existe nada de sentimentalismo en él. Se compadece del rico más que del pobre, suponiendo que alguna vez se compadece de alguien, y la prosperidad le parece cosa tan trágica como el mismo sufrimiento. 

No siente nada de la moderna simpatía hacia los fracasos, ni tampoco está de acuerdo en que las recompensas sean siempre otorgadas, en el campo moral, a los que llegan los últimos en la carrera. Es a la propia raza a la que objeta, y respecto a la simpatía activa, que en nuestra época ha cambiado el rumbo de tantas personas valiosas, cree que tratar de hacer buenos a los demás es una labor tan ridícula como "la de golpear un tambor en un bosque para encontrar a un fugitivo". Es gastar energías inútilmente. No hay más. Así que, un hombre arrolladoramente simpático es, a los ojos de Chuang Tzu, simplemente un hombre que está siempre tratando de ser algo más, y entonces desconoce la única excusa posible para su propia existencia. 

Así es; por increíble que parezca, este curioso pensador volvía la vista con cierta nostalgia hacia la Edad de Oro, en que no existían exámenes de competencia, ni fastidiosos sistemas educativos, ni misioneros, ni comidas económicas para el pueblo, ni iglesias, ni sociedades humanitarias, ni insulsas lecturas acerca de los deberes de cada cual con su semejante, ni tediosos sermones de tesis. En esos días ideales, nos cuenta, las gentes se amaban sin tener conciencia de la caridad y sin escribir nada que se relacionase con ella en los periódicos. Puesto que cada hombre guardaba para sí sus propios conocimientos, el mundo se libraba del escepticismo, y como cada hombre conservaba para sí también sus virtudes, nadie se mezclaba en los asuntos ajenos. Vivían unas vidas sencillas y pacíficas, y se contentaban con los alimentos y ropas que cada cual podía conseguir. Los distritos vecinales estaban a la vista, y "los gallos y los perros de cada cual podían ser oídos por los demás", y las personas crecían, envejecían y morían sin hacerse visitas jamás. No había conversaciones sobre hombres inteligentes, ni homenajes a hombres bondadosos. El intolerable sentido de la obligación era desconocido. Los hechos de la Humanidad no dejaban rastro, y sus asuntos no pasaban a manos de estúpidos historiadores con cargo a la posteridad. Pero un endiablado día hizo su aparición el Filántropo, y con él surgió la nefasta idea del Gobierno. "No hay nada como dejar a la Humanidad sola; no hay, nada peor que gobernar a la Humanidad", dice Chuang Tzu. Todas las formas de gobierno son erróneas. No son científicas, porque buscan alterar el desarrollo, el desenvolvimiento natural del hombre; son inmorales, porque, al interferir la vida individual, producen las más agresivas formas del egoísmo; son ignorantes, porque tratan de extender la educación; son destructoras consigo mismas, porque engendran la anarquía. Nos cuenta Chuang Tzu que "en tiempos remotos, el emperador Amarillo inculcó por primera vez la caridad y el deber en un semejante para que interfiriera la bondad natural existente en el corazón humano. Consecuencia de ello fue que Yao y Shun perdieron hasta el vello de sus piernas en sus esfuerzos por dar de comer al pueblo; destruyeron su economía interior para encontrar un cuarto donde alojar sus artificiales virtudes; desgastaron sus energías elaborando leyes, y, al final, fracasaron". Al corazón humano, continúa diciendo nuestro Filósofo, se lo puede "forzar o excitar", pero en cualquier caso el resultado es fatal. Yao hizo al pueblo demasiado feliz y el pueblo no estaba satisfecho. Chieh lo hizo demasiado infeliz, y cada vez estaba más descontento. Entonces cada uno empezó a argüir la mejor manera de componer la sociedad. "Está completamente claro que algo debe hacerse", se dijeron el uno al otro, y hubo una ofensiva general de leyes. Los resultados fueron tan desastrosos que el Gobierno del día tuvo que implantar el Terror, y como consecuencia de esto "los virtuosos hombres tuvieron que refugiarse en las cuevas de la montaña, mientras que los regidores del Estado se sentaban temblando en los ancestrales vestíbulos". 

Luego, cuando todo estaba sumergido en un perfecto caos, los reformadores sociales subieron a las tribunas públicas y predicaron desde allí la solución a los males que ellos y sus sistemas habían causado. ¡Los pobres reformadores sociales! "No conocen la vergüenza ni saben lo que es ruborizarse", es el veredicto de Chuang Tzu con respecto a ellos. La cuestión económica también fue debatida por este sabio de ojos de almendra, que escribe acerca de la teoría del capital con tanta elocuencia como puede hacerlo mister Hyndman. La acumulación de riquezas es, para él, el origen de todos los males. Hace al fuerte violento y deshonesto al débil. Crea ladronzuelos que instala en jaulas de bambú. Engendra grandes ladrones que sienta en tronos de jade blanco. Es el padre de la competencia, y ésta significa desgaste, así como destrucción, de energías. El orden de la Naturaleza es descanso, repetición y paz. El malestar y la guerra son los resultados de una sociedad artificial basada en el capital; y lo más meritorio que esta sociedad consigue es, en realidad, una verdadera bancarrota, puesto que no recompensa suficientemente al bueno ni castiga justamente al malo. Por otra parte, debemos recordar que los premios mundanos degradan al hombre tanto como los castigos. La edad se pudre con su culto hacia los éxitos. En cuanto a la educación, la verdadera sabiduría ni se enseña ni se aprende. Es un estado espiritual que sólo consigue el que vive en completa armonía con la Naturaleza. El saber es superficial si lo comparamos con la grandiosidad de la ignorancia, pues sólo lo que se ignora tiene valor. La sociedad engendra bribones, y la educación hace a unos más inteligentes que a otros. Es el único resultado de la School Boarás. Además, ¿qué importancia filosófica puede tener la educación cuando se pre- ocupa simplemente de hacer a cada hombre diferente de su semejante? Al final, nos encontramos en un caos de opiniones, dudando de todo y cayendo en la vulgar costumbre de razonar. Sólo razona el intelectualmente perdido. Fijémonos en Hui Tzu. "Era un hombre de muchas ideas. Sus obras serían suficientes para llenar cinco carros. Pero sus doctrinas eran paradójicas." Decía que debía haber plumas dentro de los huevos, porque los polluelos las tenían; que el perro podría ser una oveja, porque todos los nombres son arbitrarios; que había un momento en que la flecha disparada no estaba en movimiento ni parada; que si se agarraba un palo de un pie de largo y todos los días se lo cortaba por la mitad, nunca se vería su fin, y que un caballo y una vaca eran tres, porque, considerándolos por separado, eran dos, pero, por junto, eran uno, y uno y dos hacían tres. "Era como un hombre que jugase a las carreras con su propia sombra y que hiciese ruido para apagar el eco. Era un tábano inteligente, eso es todo. ¿Y cuál era su finalidad?" No hay ninguna duda de que la moralidad es algo distinto. Chuang Tzu dice que la gente se desquiciaba cuando empezaba a moralizar. Los hombres cesaban de ser espontáneos y de actuar por intuición. Se volvían presumidos y artificiosos y tan ciegos como tener un propósito definido en la vida. Entonces aparecían los gobernantes y los filántropos, las dos pestes de todas las épocas. Los primeros trataban de oprimir al pueblo para obligarlo a ser bueno y, ¡claro!, destruían la bondad natural del hombre. Los segundos constituían un grupo de agresivos en- tremetidos que sembraba la confusión por donde iba. Eran bastante estúpidos por tener principios, y bastante infelices para actuar como es debido. Todos ellos procedían con fines malvados, demostrando que el altruismo universal es tan malo en sus resultados como el egotismo universal. "Engañaban al pueblo con la caridad y lo encadenaban con los deberes hacia sus semejantes." Se presentaban con música y alborotaban con sus ceremonias. Como consecuencia de todo esto, el mundo perdió su equilibrio, y desde entonces se tambaleaba. Por lo que según Chuang Tzu, ¿cuál es el hombre perfecto? ¿Y cuál es su forma de vida? El hombre perfecto no hace más que contemplar el universo. No adopta posiciones absolutas. "En movimiento, es como el agua. En reposo, como un espejo. Y, como Eco, contesta sólo cuando se le pregunta." Deja que lo exterior cuide de sí mismo. Nada material lo ofende; nada espiritual lo castiga. Su equilibrio mental le da el imperio del mundo. Nunca es esclavo de los objetivos de la existencia. Sabe que, "como el mejor idioma es el que nunca se habla, la mejor acción es la que jamás se hace". Es pasivo, y acepta las leyes de la vida. Permanece inactivo, y ve cómo el mundo transforma sus propias virtudes. No trata "de descubrir sus propios actos buenos". Nunca se malgasta en un esfuerzo. No se desazona por las distinciones morales. Sabe que las, cosas son como son y que sus consecuencias serán las que deben ser. Su pensamiento es el "espejo de la creación", y siempre está en paz. Como es natural, todo esto es excesivamente peligroso; pero debemos recordar que Chuang Tzu vivió hace más de dos mil años y nunca tuvo la oportunidad de contemplar nuestra sin rival civilización. Y aún es posible que, si volviera a la tierra para visitarnos, le diría algo a mister Balfour acerca de su opresivo y activo desgobierno en Irlanda; podría sonreírse de algunos de nuestros fogosos filántropos y mover, dubitativo, la cabeza respecto a muchas de nuestras organizadas caridades; la School Boards tal vez no lo impresionase ni quizá lograse su admiración la lucha por la riqueza. Se maravillaría, sí, de nuestros ideales y su malestar crecería al ver lo que hemos hechos. Es mejor que Chuang Tzu no pueda volver. Mientras tanto, gracias a mister Giles y a mister Quaritch, nosotros tenemos su libro para consolarnos, y, ciertamente, es un volumen de lo más fascinante y delicioso. Chuang Tzu es uno de los darwinistas anteriores a Darwin. Investiga al hombre desde el germen y observa su relación con la Naturaleza. 

Como antropólogo es excesivamente interesante y, con la misma minuciosidad de un lector de la Royal Society, describe a nuestro primitivo y arboreal antepasado viviendo en los árboles, temiendo a los animales más fuertes que él y no reconociendo más pariente que su madre. Al igual que Platón, adopta el diálogo como forma de expresión, "poniendo las palabras en boca de otras personas para conseguir mayor libertad de expresión", según nos dice. Como relator de historietas es encantador. El relato de la visita del respetable Confucio al gran ladrón Che es de lo más vívido y brillante, y es imposible no sonreír ante la derrota final del sabio, cuando la pobreza de sus trivialidades morales es cruelmente expuesta por el venturoso bandido. 

Aun en sus metafísicas, Chuang Tzu es un humorista. Personifica sus abstracciones y las hace interpretar ante nosotros. El Espíritu de las Nubes, en su marcha hacia el Este a través del espacioso aire, tropieza con el Principio Vital, que, golpeándose las costillas, va sin cesar de un lado para otro. -Y tú, ¿quién eres, anciano? -le pregunta el Espíritu de las Nubes-. ¿Qué haces? -Vago por el mundo -contestó el Principio Vital sin detenerse, porque todas sus actividades estaban en movimiento. -Necesito que me aclares una cosa - continúa, retomando el diálogo, el Espíritu de las Nubes. -Ah! -grita el Principio Vital, en un tono de total desaprobación. E inmediatamente surge un maravilloso diálogo que no es muy diferente al que, en el curioso drama de Flaubert, se desarrolla entre el Fénix y la Quimera. Cuando habla de los animales, Chuang Tzu emplea la parábola y el cuento, y a través del mito, de la poesía, y de la fantasía, su extraña filosofía encuentra melodiosas resonancias musicales. Desde luego que es doloroso decir que es inmoral el ser conscientemente bueno y que la peor forma de ociosidad es hacer algo. En realidad, miles de excelentes y sesudos filántropos desaparecerían si nosotros adoptásemos el punto de vista de que nadie debe mezclarse en lo que no le concierne. La doctrina sobre la inutilidad de todas las cosas útiles, tal vez no pondría en peligro nuestra supremacía comercial como nación, pero podría traer el descrédito sobre muchos prósperos y esclarecidos miembros de las clases industriales. ¿Qué sería de nuestros predicadores populares, de nuestros oradores del Exeter Hall, de nuestros evangelistas de brocha gorda, si les dijéramos, con palabras de ChuangTzu: "Así como los mosquitos se preocupan con sus zumbidos en mantener a los hombres despiertos toda la noche, conduciéndolos poco a poco a la locura, así esas charlas sobre la caridad y el deber de un semejante para con otros nos llevan al mismo desequilibrio nervioso. Señores, procuren que el mundo conserve su propia sencillez original y, lo mismo que el viento sopla hacia donde quiere, dejen que la Virtud se establezca por sí misma. ¿Por qué esta indebida energía?" ¿Y cuál sería el destino de los gobernantes y políticos profesionales si llegásemos a la conclusión de que no hay nada mejor que no gobernar a la Humanidad? 

Está claro que Chuang Tzu es un escritor muy peligroso, y la publicación de su libro en Inglaterra, dos mil años después de su muerte, sea un poco prematura, porque puede causar gran malestar a muchas personas en verdad respetables y trabajadoras. Puede ser cierto que el ideal de la autocultura y del autodesarrollo, que es el propósito de este esquema de vida y la base de su esbozo de filosofía, sea un ideal muy necesario en una época como la nuestra, en que la mayoría de los pueblos están tan ansiosos de educar a sus habitantes que no tienen tiempo de educarse a sí mismos. Pero ¿sería inteligente el hacerlo? Que parece que si nosotros admitiéramos, por una sola vez, la fuerza de alguna de las críticas destructivas de Chuang Tzu, habríamos abofeteado nuestra nacional costumbre de autoglorificación, y lo único que siempre consuela al hombre de las cosas estúpidas que hace es el aplauso que él mismo se da por hacerlas. Hay, sin embargo, unos pocos que han buceado en esa extraña tendencia moderna que lleva a hacer del entusiasmo el trabajo del intelecto. Para ellos, y para otros como ellos, Chuang Tzu da la bienvenida. Pero léanlo sólo. No hablen de él. Sería un personaje molesto en los banquetes e imposible en los tés, puesto que su vida toda fue una protesta contra los asaltantes de la tribuna pública, contra los charlatanes. "El hombre perfecto se ignora; el divino desconoce la acción; el verdadero sabio desprecia la reputación." Estos eran los principios de este chino sabio.

Explorando la Magia Urbana y la Deriva Chamánica: Cómo los Símbolos y Espíritus Influyen en la Transformación Personal

Un mundo mágico lleno de espíritus, encrucijadas, dioses y símbolos, que representa un viaje a través de estados mentales y emocionales, con un enfoque en la transformación y la comunicación con los espíritus, ambientado en un contexto urbano, que combina elementos antiguos y modernos.
Un mundo mágico lleno de espíritus, encrucijadas, dioses y símbolos, que representa un viaje a través de estados mentales y emocionales, con un enfoque en la transformación y la comunicación con los espíritus, en un contexto urbano.

 

El texto de Stephen Grasso que más adelante se muestra, es complejo y místico, la práctica de la deriva urbana es una técnica que trasciende el simple paseo por la ciudad para transformarse en una exploración mágica y espiritual. 

Pero, ¿es un potencial peligro la complejidad de internalizar y reinterpretar este vasto simbolismo? Que algo pueda encontrarse en cada cruce de caminos, cada espíritu invocado y cada hechizo lanzado. La deriva, como método, no busca solo entretener mientras interactúa con el entorno urbano, sino que desafía al practicante a redefinir su realidad, enfrentándose a los riesgos de la desorientación mental y la alienación social. 

Este análisis ofrece una visión sobre cómo esta práctica "mágica" puede servir tanto como herramienta de cambio personal como de desconexión con la realidad convencional, entrando en esa delicada línea que el practicante debe caminar puesta entre la magia y la locura.

Y es que me parece algo peligroso, en cuanto que tienes ante tus manos miles de símbolos a interiorizar: “cruce de caminos, Dioses, magia, espíritus…” otorgándole a cada uno una función para conseguir algo, muy lioso, y perturbador, pues lo más difícil de cambiar, es el significado antiguo… que pueden hacer que el trayecto hacia el cambio quede a medio camino … Depresiones, ansiedad, …


Me da la impresión de que la deriva, trata de conseguir un estado de ánimo distinto ante una situación específica, el texto te induce a visualizar una imagen perturbadora, con el contra-sentido de no tenerla en la mente para experimentar ese ánimo, por lo que después de haber estudiado el significado de cada símbolo, y de posicionarse el lector de estos peligrosos textos en un cruce de caminos, se decide a avanzar absorbiendo cantidad de estímulos cargados de significado, y este debe estar con la mente en blanco, y que al dar con uno que nos afecte positivamente, después se ha de volver al cruce de partida, —dice el texto—.

El peligro principal se encuentra en la idealización a la que obliga la temática, lo que propicia un distanciamiento en vocabulario entre individuos de la sociedad, probablemente al utilizar estas palabras en un contexto occidental, acabarías siendo “el brujo” del barrio, cerrándose el círculo de encuentros a unos pocos individuos.

Es un peligro pues, después de aceptar estas palabras con los significados y las experiencias que se pueden asociar a ellas, no sé yo en que momento se puede tener dificultades para diferenciar la paranoia de la recepción estimular. 

Aquí dejo una muestra de un texto para combatir la desinformación, sirva para defenderse de este tipo de trampas esotéricas que abundan en internet.

—Stephen Grasso, Más allá del pavimento, la bestia. —



Una vez has pelado la cáscara de grisez urbana del mundo y descubierto un mundo mágico lleno de espíritus, la siguiente fase es ver lo que puedes hacer con ese mundo, cómo puedes hablar con estos espíritus y averiguar qué podrían hacer por tí. La técnica de la deriva no sólo revela magia, sino que es un proceso de vínculo con ella. Tiene muchas aplicaciones distintas, y puede usarse en variedad de contextos. Puede usarse como un método de comuniacción directa con el “genus loci” o espíritu de un lugar en particular o de un área geográfica más ámplia, o como forma de diálogo con cualquier entidad con la que estés trabajando. Puede servir como un método de recoger potentes ingredientes y materiales para rituales, o para buscar respuestas a cuestiones adivinatorias. Las aplicaciones prácticas de la deriva son numerosas, y el mago imaginativo descubrirá sin duda muchas más. Puede llevarse a cabo practicamente en cualquier sitio y momento; así, es ideal para esas situaciones en las que no estás preparado y quieres improvisar alguna forma de magia poderosa.


Los mecanismos de la deriva son sencillos. Estás intentando caminar entre mundos y traer algo útil. Es en esencia un viaje chamánico que tiene lugar en tiempo real, como el opuesto al concepto de viaje interno (como los trances de percusión de tribus indígenas como los jíbaros). La deriva te fuerza fuera de tu cómodo templo con calefacción central y te pone en el mundo como muy pocas prácticas en lo oculto. Saca tu magia al mundo, en un sentido muy real y muy físico.


Una deriva puede empezar de muchas maneras, dependiendo de la situación y el intento. A veces las derivas pueden ser espontáneas. Si has internalizado la práctica lo suficiente, no es raro verte arrojado a una deriva chamánica virtualmente en cualquier momento. Salir a por un brik de leche, volver a casa desde el pub o ir de tiendas pueden transformarse a menudo en magia fuerte de un minuto al otro. La deriva espontánea puede afilar tu sensibilidad y adapatabilidad a un grado muy alto, pero para obtener los mejores resultados, tienes que ser capaz de recibir y filtrar “información” de forma efectiva. La deriva es una práctica oculta de alto riesgo en lo que respecta a tu salud mental, ya que favorece un nivel de apertura a la comunicación espiritual que puede dar miedo. Antes de que te des cuenta, eres ese tipo loco que habla con cosas invisibles por la calle y busca en las papeleras secretos ocultos. Esto va bastante unido a esta forma de trabajar, así que para empezar, es bastante útil aprender un método de activarlo y desactivarlo.


Es importante recordar que lo que estás haciendo es intentando “caminar entre mundos”, con el énfasis en la palabra “entre”. Es relativamente fácil acabar en caída libre con esta práctica y convertirte rapidamente en un paranoico lunático, pero no es lo que se pretende. Es tu habilidad como hechicero lo que te permite navegar con seguridad las áreas más salvajes de la consciencia y traer algo útil de vuelta. Para conseguir asentar la práctica de la deriva, has de desarrollar suficiente capacidad a la hora de mediar entre tu existencia normal del día a día y la experiencia hiper-real chamánica.

Las tres transformaciones de Nietzsche: Camello, León y Niño.

Nietzsche dedica en el libro Así habló Zaratustra un par de páginas a la descripción de las tres transformaciones del hombre, la primera en camello, después león y al fin niño. En este artículo el discurso del gran Zaratustra se adentra en la problemática de la libertad individual: ¿piensa el hombre? Y ¿quien piensa por el hombre?, preguntas que se formulan acompañadas de la prosa y la agresividad del martillo.
Lectura de Nietzsche en Así habló Zaratustra - De las transformaciones.

Las tres transformaciones del espíritu de Nietzsche: de camello a león y a niño, que representan el viaje del espíritu a través de la humildad, la rebelión y la inocencia.



Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño. Hay muchas cosas pesadas para el espíritu, para el espíritu fuerte, de carga, en el que habita la veneración: su fortaleza demanda cosas pesadas, e incluso las más pesadas de todas. ¿Qué es pesado?, así pregunta el espíritu de carga, y se arrodilla, igual que el camello, y quiere que lo carguen bien. ¿Qué es lo más pesado, héroes?, así pregunta el espíritu de carga, para que yo cargue con ello y mi fortaleza se regocije. ¿Acaso no es: humillarse para hacer daño a la propia soberbia? ¿Hacer brillar la propia tontería para burlarse de la propia sabiduría? ¿O acaso es: apartarnos de nuestra causa cuando ella celebra su victoria? ¿Subir a altas montañas para tentar al tentador?(1). ¿O acaso es: alimentarse de las bellotas y de la hierba del conocimiento y sufrir hambre en el alma por amor a la verdad? ¿O acaso es: estar enfermo y enviar a paseo a los consoladores, y hacer amistad con sordos, que nunca oyen lo que tú quieres? ¿O acaso es: sumergirse en agua sucia cuando ella es el agua de la verdad, y no apartar de sí las frías ranas y los calientes sapos? ¿O acaso es: amar a quienes nos desprecian y tender la mano al fantasma cuando quiere causarnos miedo?, todas estas cosas, las más pesadas de todas, carga el espíritu de carga: semejante al camello que corre al desierto con su carga, así corre él a su desierto.

Pero en lo más solitario del desierto tiene lugar la segunda transformación: en león se transforma aquí el espíritu, quiere conquistar su libertad como se conquista una presa y ser señor en su propio desierto. Aquí busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo de él y de su último dios, con el gran dragón quiere pelear para conseguir la victoria. ¿Quién es el gran dragón, al que el espíritu no quiere seguir llamando señor ni dios? «Tú debes» se llama el gran dragón. Pero el espíritu del león dice «yo quiero». «Tú debes» le cierra el paso, brilla como el oro, es un animal escamoso, y en cada una de sus escamas brilla áureamente «¡Tú debes!». Valores milenarios brillan en esas escamas, y el más poderoso de todos los dragones habla así: «todos los valores de las cosas - brillan en mí». «Todos los valores han sido ya creados, y yo soy - todos los valores creados. ¡En verdad, no debe seguir habiendo ningún “Yo quiero!”» Así habla el dragón. Hermanos míos, ¿para qué se precisa que haya el león en el espíritu? ¿Por qué no basta la bestia de carga, que renuncia a todo y es respetuosa? Crear valores nuevos - tampoco el león es aún capaz de hacerlo: más crearse libertad para un nuevo crear - eso sí es capaz de hacerlo el poder del león. Crearse libertad y un no santo incluso frente al deber: para ello, hermanos míos, es preciso el león. Tomarse el derecho de nuevos valores - ese es el tomar más horrible para un espíritu de carga y respetuoso. En verdad, eso es para él robar, y cosa propia de un animal de rapiña. En otro tiempo el espíritu amó el «Tú debes» como su cosa más santa: ahora tiene que encontrar ilusión y capricho incluso en lo más santo, de modo que robe el quedar libre de su amor: para ese robo se precisa el león.

El viaje del espíritu desde la carga que soporta hasta la búsqueda de la libertad, hasta la creación inocente.




Pero decidme, hermanos míos, ¿qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el león ha podido hacer? ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño? Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí. Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un santo decir sí: el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo.

Tres transformaciones del espíritu os he mencionado: cómo el espíritu se convirtió en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño. 
Y entonces residía en la ciudad que es llamada: La Vaca Multicolor(2).

NOTAS: 

(1)  Tentador, para el cristiano- es el que sube a la montaña para inducir a Jesús a pecar.
(2)  «La Vaca Multicolor» traducción de la ciudad Kalmasadalmyra, visitada por Buda en sus peregrinaciones.

En "Las palabras y las cosas" de Foucault: Economía y Población en la Dinámica del Poder



Lectura de Michael Foucault en Las palabras y las cosas.
El escritor francés desliza esquemas de posibilidad e imposibilidad de distintas formas políticas en materia económica, en última instancia la problemática estriba en la institución del símbolo monetario y la forma moderna de obtener riqueza.

Desarrollo económico y crecimiento de la población en países ricos y pobres, mostrando la relación entre la industria, la agricultura y la circulación de riqueza.

Suponiendo que hubiera un Estado capaz de vivir por sí solo, la cantidad de moneda que tendría que poner en circulación depende de muchas variables: la cantidad de mercancías que entra en el sistema de cambios; la parte de estas mercancías que, al no ser distribuida ni retribuida por el sistema de trueque, debe estar representada, en un momento cualquiera de su curso, por la moneda; la cantidad de metal que puede ser sustituida por el papel escrito; por último, el ritmo al que deben efectuarse los pagos: no es indiferente, como señaló Cantillon, que los obreros sean pagados por semana o por jornada, que las rentas se paguen al término de un año o, más bien, según es costumbre, al fin de cada trimestre. Una vez definidos los valores de estas cuatro variables con respecto a un país dado, se puede definir la cantidad óptima de especies metálicas. Para hacer un cálculo de este tipo, Cantillon parte de la producción de la tierra, de la que surgen directa o indirectamente todas las riquezas de la tierra. Esta producción se divide en tres rentas en las manos del campesino: la renta que se paga al propietario; la que se utiliza para el mantenimiento del campesino, de sus hombres y sus caballos; y por último “una tercera que debe quedar a fin de hacer productiva su empresa”.  Ahora bien, solo la primera renta y más o menos la mitad de la tercera deben pagarse en especies; las otras pueden pagarse en la forma de cambios directos. Si se tiene en cuenta el hecho de que la mitad de la población reside en ciudades y tiene gastos de mantenimiento más elevados que los de los campesinos, se ve que la masa monetaria en circulación debería ser casi igual a los 2/3 de la producción. Sí, cuando menos, todos los pagos se hiciesen una vez al año... pero, de hecho, la renta de la tierra se paga cada trimestre; así pues, basta con una cantidad de especies que equivalga a 1/6 de la producción. Por lo demás, muchos pagos se hacen por jornada o por semana; la cantidad de moneda requerida es, pues, del orden de la novena parte de la producción —es decir, 1/3 de la renta de los propietarios. Pero este cálculo solo resulta exacto a condición de imaginar una nación aislada. Ahora bien, la mayor parte de los Estados sostienen unos con otros un comercio cuyos únicos medios de pago son el trueque, el metal estimado de acuerdo con su peso (y no las especies con su valor nominal) y, en ocasiones, los efectos bancarios. En este caso, se puede calcular también la cantidad relativa de moneda que se necesita poner en circulación; sin embargo, esta estimación no debe tomar como referencia la producción de la tierra, sino una cierta relación entre los salarios y los precios con los usuales en los países extranjeros. En efecto, en una comarca en la que los precios son relativamente poco elevados (por razón de una débil cantidad de moneda), el dinero extranjero es atraído por las amplias posibilidades de compra: la cantidad de metal crece. El Estado, según se dice, se hace “rico y poderoso”; puede mantener una flota y un ejército, lograr conquistas, enriquecerse aún más. La cantidad de especies en circulación hace subir los precios, proporcionando a los particulares la facultad de comprar en el extranjero, en donde los precios son inferiores; poco a poco desaparece el metal y el Estado empobrece de nuevo. Tal es el ciclo descrito por Cantillon, quien lo formula en un principio general: “La mayor abundancia de dinero que hace, mientras dura, el poderío de los Estados los rechaza insensible y naturalmente a la indigencia”. Desde luego, no sería posible evitar estas oscilaciones si no existiera en el orden de las cosas una tendencia inversa que agrava sin cesar la miseria de las naciones ya pobres y, por el contrario, aumenta la prosperidad de los Estados ricos. Se trata de que los movimientos de la población tienen un sentido opuesto al del numerario. Este va de los Estados prósperos a las regiones de precios bajos; los hombres, en cambio, son atraídos por los salarios elevados y, en consecuencia, van hacia los países que disponen de un numerario abundante.

Así, pues, los países pobres tienen la tendencia a despoblarse; la agricultura y la industria se deterioran y la miseria aumenta. Por el contrario, en los países ricos, la afluencia de mano de obra permite explotar nuevas riquezas, cuya venta aumenta en proporción la cantidad de metal que circula. En consecuencia, la política debe tratar de armonizar estos dos movimientos inversos de la población y del numerario. Es necesario que el número de los habitantes crezca poco a poco, pero sin detención, para que las manufacturas puedan encontrar siempre una mano de obra abundante; entonces los salarios no aumentarán más de prisa que las riquezas, ni los precios con ellos; y la balanza comercial podrá seguir siendo favorable: se reconoce aquí el fundamento de las tesis populacionistas. Pero, por otra parte, se necesita también que la cantidad de numerario tenga siempre un ligero aumento: es el único medio para que los productos de la tierra o de la industria sean bien retribuidos, para que los salarios sean suficientes, para que la población no sea miserable en medio de las riquezas que hace nacer: de allí todas las medidas para favorecer el comercio exterior y mantener una balanza positiva.

Lo que asegura el equilibrio e impide las profundas oscilaciones entre la riqueza y la pobreza no es, pues, un cierto estatuto definitivamente adquirido, sino una composición —a la vez natural y concertada— de dos movimientos. Hay prosperidad en un Estado no cuando las especies son numerosas en él o los precios elevados, sino cuando las especies están en ese estadio de aumento —que es necesario prolongar indefinidamente— que permite sostener los salarios sin aumentar también los precios: entonces la población crece regularmente, su trabajo produce siempre de sobra y el aumento consecutivo de las especies, al repartirse (de acuerdo con la ley de representatividad) entre las riquezas poco numerosas, hace que los precios no aumenten con relación a los usuales en el extranjero. Solo “con el aumento de la cantidad de oro y el alza de los precios resulta favorable a la industria el aumento de la cantidad de oro y plata. Una nación cuyo numerario está en vías de disminución es, en el momento de hacer la comparación, más débil y más miserable que otra que no posee más, pero cuyo numerario está en vías de crecimiento”. Así se explica el desastre español: la posesión de minas había aumentado en efecto el numerario en forma tremenda —y, como consecuencia, los precios— sin que la industria, la agricultura y la población hubieran tenido tiempo, entre la causa y el efecto, de desarrollarse en proporción: era fatal que el oro americano se derramara por Europa, comprara mercaderías, hiciese crecer las manufacturas, enriquédese la agricultura, dejando a España más miserable de lo que antes fuera. En cambio, Inglaterra, al atraer el metal, lo hizo siempre para hacer progresar el trabajo y no solo el lujo de sus habitantes, es decir, para aumentar, antes de cualquier alza de precios, el número de sus obreros y la cantidad de sus productos.” Tales análisis son importantes porque introducen la noción de progreso en el orden de la actividad humana. Pero más aún porque afectan el juego de signos y de representaciones de un índice temporal que define la condición de posibilidad del progreso, índice que no se encuentra en ninguna otra región de la teoría del orden. En efecto, la moneda, tal como la concibe el pensamiento clásico, no puede representar la riqueza sin que este poder no se encuentre modificado, desde el interior, por el tiempo —sea que un ciclo espontáneo aumente, después de haberla disminuido, su capacidad de representar las riquezas, sea que un político mantenga, a base de esfuerzos concertados, la constancia de su representatividad. En el orden de la historia natural, los caracteres (los haces de identidades elegidas para representar y distinguir muchas especies o muchos géneros) se alojan en el interior del espacio continuo de la naturaleza que recortan en un cuadro taxinómico; el tiempo sólo interviene desde el exterior, para trastornar la continuidad de las diferencias más pequeñas y dispersarlas de acuerdo con los lugares desmenuzados de la geografía. Aquí, por el contrario, el tiempo pertenece a la ley interior de las representaciones, forma un cuerpo con ella; sigue y altera sin interrupción el poder que detentan las riquezas de representarse a sí mismas y de analizarse en un sistema monetario. Allí donde la historia natural descubre niveles de identidades separadas por diferencias, el análisis de las riquezas descubre “diferenciales” —tendencias al crecimiento y a la disminución.

Era necesario que esta función del tiempo en la riqueza apareciese desde el momento (a fines del siglo XVII) en que la moneda fue definida como prenda y asimilada al crédito: era muy necesario que la duración del crédito, la rapidez con la que vencía, el número de manos por las que pasaba durante un tiempo dado, se convirtieran en variables características de su poder representativo. Pero todo esto no era más que la consecuencia de una forma de reflexión que colocaba el signo monetario, con relación a la riqueza, en una postura de representación en el pleno sentido del término.

Kierkegard sobre la inocencia

El concepto filosófico de inocencia de Kierkegaard, que describe su naturaleza ética vinculada a la culpa, como se analiza en "El concepto de angustia", ilustra la inocencia no solo como un estado fugaz sino como algo profundamente ligado al despertar moral y la transición de la ignorancia al conocimiento.


Kierkegaard muestra la naturaleza ética y filosófica de la inocencia, pues defiende que su pérdida no es un mero proceso natural o lógico, sino un acto profundamente ético vinculado a la culpa. La inocencia, a menudo vista como una cualidad fugaz que solo existe por falta de saberes, se relaciona con la culpa desde el relato de Adán hasta la experiencia humana universal, criticando las interpretaciones que simplifican o mitifican este proceso. La obra sostiene que la inocencia es esencialmente ignorancia, y su supresión es un acto trascendental que marca el ingreso del individuo en el conocimiento y la moralidad, subrayando que este tránsito no es una imperfección, sino un aspecto intrínseco y deseable de la condición humana.


Kierkegaard Sobre el concepto de Inocencia, en "El concepto de angustia".


Ahora bien; no es ético decir que la inocencia ha de ser anulada, pues aunque fuese anulada en el momento en que es nombrada, la Ética nos prohíbe olvidar que la inocencia solo puede ser suprimida por una culpa. Por eso cuando se habla de la inocencia como de una cosa inmediata, y con lógica resolución se hace desaparecer justamente esta, la más fugaz de las cosas, con estética sensibilidad se prorrumpe en lamentaciones sobre lo que ha sido y sobre su desaparición, se revela ciertamente ingenio, pero se olvida la punta que hay en todo ello. 

Lo mismo, pues, que Adán perdió la inocencia por medio de la culpa, así la pierde también todo hombre. Si no fue por medio de la culpa como la perdió, tampoco fue la inocencia lo que perdió, y si no era inocente antes de tornarse culpable, no tornó nunca culpable.

 Por lo que toda cuestión toca a la inocencia de Adán, no han faltado todo tipo de fantásticas representaciones, siendo indiferente a este respecto que se les otorgue una dignidad simbólica o que se les considere sólo como sospechosas invenciones de la poesía. Cuando más fantásticamente se adornaba con buenas prendas a Adán, tanto más inexplicable resultaba que pudiese pecar, tanto más terrible resultaba su pecado. Sin embargo, se había jugado de una vez para siempre toda su gloria, y por ello se le tomaba, según la época y la ocasión, de un modo sentimental o chistoso, grave o frívolo, históricamente contrito o fantásticamente jovial; pero no se entendía éticamente la punta del asunto.

 Porque si toca a la inocencia de los hombres posteriores, de todos los seres humanos, exceptuados Adán y Eva, teníase de ella escasas representaciones. El rigorismo ético pasaba por alto los límites de lo ético y era bastante bondadoso para creer que los hombres no utilizarían la ocasión de separarse subrepticiamente del todo, a pesar de haberse hecho tan fáciles las escapadas; en cuanto a la ligereza de ésta no veía absolutamente nada. 

Pero sólo por medio de la culpa se pierde la inocencia; todo hombre la pierde esencialmente del mismo modo que Adán, y ni la Ética tiene interés en hacer de todos, menos Adán, espectadores interesados y afligidos de la culpa, pero no culpables, ni la Dogmática tiene interés en hacer de todos espectadores interesados y conmovidos de la reconciliación, pero no reconciliados. El derroche que con tanta frecuencia se ha hecho del tiempo de la Dogmática y de la Ética, y del tiempo de uno mismo, considerando lo que hubiese sucedido si Adán no hubiese pecado, sólo revela que se experimentaba un sentimiento erróneo y que se poseía, por ende, un concepto también erróneo. El inocente no puede tener nunca la ocurrencia de hacer semejante pregunta, y si el culpable la hace, peca; pues en su estética avidez de novedades quiere ignorar que él mismo ha traído la culpa al mundo, que él mismo ha perdido la inocencia por medio de la culpa. 

La inocencia no es, por tanto, como lo inmediato, algo que debe ser necesariamente anulado, algo cuyo destino es ser anulado; no empieza por no existir, para llegar a la existencia sólo es siendo suprimida y sólo como aquello que era antes de haber sido suprimido, y está ahora suprimido. La inmediación no es suprimida por la mediación; antes bien, al surgir la mediación, ha suprimido en el mismo momento a la inmediación. La supresión de la inmediación es, por ende, un movimiento inmanente, dentro de la inmediación, o es un movimiento inmanente, de dirección opuesta, dentro de la mediación, por medio del cual éste supone la inmediación. 

La inocencia es algo que es suprimido por una trascendencia porque justamente la inocencia es algo (mientras que la expresión más justa para la inmediación es aquella que usa Hegel para el puro ser: no es nada); por eso nace también de ella algo heterogéneo, cuando es suprimida por la trascendencia, mientras que la mediación es justamente la inmediación. La inocencia es una cualidad, es un estado, que muy bien puede existir; y por eso no debe significar nada la prisa de la Lógica por suprimirla, mientras que ella debería apresurarse en la Lógica algo más, pues, por prisa que se dé, llega siempre demasiado tarde. La inocencia no es una perfección que deba echarse de menos: pues tan pronto como se la desea, se ha perdido, y entonces hay una nueva culpa: perder el tiempo en deseos. La inocencia no es una imperfección en la cual se pueda permanecer: pues siempre está satisfecha de sí misma y aquel que la ha perdido (del único modo en que puede ser perdida, es decir, por medio de una culpa, no como él quisiera acaso haberla perdido) no tendrá la ocurrencia de encomiar la perfección adquirida a costa de la inocencia. La narración del Génesis da, pues, también la justa explicación de la inocencia. 

Inocencia es ignorancia. No es en modo alguno el puro ser de lo inmediato, porque es ignorancia. Verdadera, la ignorancia, superficialmente considerada, está destinada a convertirse en saber. Es algo que no conviene en absoluto a la ignorancia. Es evidente que esta interpretación no se hace culpable de ningún pelagianismo. La especie tiene su historia; en ésta tiene la pecaminosidad su determinación continua, cuantitativa; pero la inocencia se pierde exclusivamente por medio del salto cualitativo del individuo. Es cierto que esta pecaminosidad, que constituye el progreso de la especie, puede revelarse como una disposición mayor o menor en el individuo que participa en ella por medio de su acto, pero esto es un más o menos, una determinación cuantitativa, que no constituye el concepto de la culpa.

Hegel y la transformación del arte en la modernidad.

Arte en estética de Hegel


Hegel reflexiona sobre cómo el arte ha dejado de ser la principal fuente de satisfacción espiritual que una vez fue, debido en parte a la intensificación de la vida reflexiva y la intelectualización de la sociedad. Se discute la idea de que, en el mundo moderno, dominado por la razón y la ciencia, el arte ya no cumple con su "destino supremo" de manera directa, sino que se ha convertido en objeto de estudio y reflexión crítica. 

El arte actual invita a la contemplación reflexiva, no a crear más arte sino a entenderlo científicamente, Hegel muestra un cambio sobre cómo se interactúa con las obras de arte en la época moderna. Argumenta que, aunque el arte parece oponerse al pensamiento conceptual, realmente es un campo donde el espíritu puede comprenderse a sí mismo, incluso en su alienación sensible. Este ensayo es un examen filosófico sobre la necesidad de considerar el arte no solo desde la emoción o la belleza, sino también desde la ciencia y la necesidad lógica, sugiriendo que, a pesar de las objeciones, el arte sí puede y debe ser objeto de estudio científico para comprender plenamente como es el ser humano.

El arte, en esta lectura de Hegel, es una de las formas en que el espíritu, es decir, el conocimiento posible sobre nosotros mismos, se hace accesible, se hace descriptible para la conciencia, permitiendo un diálogo entre lo particular (la obra de arte) y lo universal (el espíritu).


Lectura de Hegel en lecciones de Estética 


Sin entrar en la verdad de todo esto, lo cierto es que el arte ya no otorga aquella satisfacción de las necesidades espirituales que tiempos y pueblos anteriores buscaron y sólo encontraron en él, una satisfacción que por lo menos la religión unía íntimamente con el arte. Los bellos días del arte griego, lo mismo que la época áurea del tardío medievo, pertenecen ya al pasado. 

La formación reflexiva de nuestra vida actual nos ha impuesto la necesidad de que tanto el querer como el juzgar retengan puntos de vista generales y regulen lo particular de acuerdo con ellos, de modo que tienen validez y rigen principalmente las formas, las leyes, los deberes, los derechos, las máximas generales como razón de nuestras determinaciones. En cambio, para el interés artístico y la producción de obras de arte exigimos en general un acto vital donde lo general no esté dado como ley y máxima, sino que opere como idéntico con el ánimo y la sensación, lo mismo que en la fantasía lo universal y racional está contenido como puesto en unidad con la concreta aparición sensible. Por eso, la situación general de nuestro presente no es propicia al arte. 

Incluso el artista de oficio, por una parte, se ve inducido e inficionado por su entorno reflexivo, por la costumbre generalizada de la reflexión y del juicio artísticos, que le mueven a poner en sus trabajos más pensamientos que en tiempos anteriores; y, por otra parte, a causa de su formación mental, se encuentra en medio de ese mundo reflexivo y de sus circunstancias, por lo cual su voluntad y decisión no están en condiciones de abstraer de esto, no son capaces de proporcionarse una educación especial, o de alejarse de las circunstancias de la vida, construyéndose una soledad artificial que sustituya la perdida. Bajo todos estos aspectos el arte, por lo que se refiere a su destino supremo, es y permanece para nosotros un mundo pasado. Con ello, también ha perdido para nosotros la auténtica verdad y vitalidad. 

Si antes afirmaba su necesidad en la realidad y ocupaba el lugar supremo de la misma, ahora se ha desplazado más bien a nuestra representación. Lo que ahora despierta en nosotros la obra de arte es el disfrute inmediato y a la vez nuestro juicio, por cuanto corremos a estudiar el contenido, los medios de representación de la obra de arte y la adecuación o inadecuación entre estos dos polos. Por eso, el arte como ciencia es más necesario en nuestro tiempo que cuando el arte como tal producía ya una satisfacción plena. El arte nos invita a la contemplación reflexiva, pero no con el fin de producir nuevamente arte, sino para conocer científicamente lo que es el arte. Y si queremos seguir esta invitación, nos encontramos con la objeción mencionada de que si el arte puede ofrecer un objeto adecuado para personas dadas a la reflexión filosófica, no lo ofrece propiamente para una sistemática consideración científica. Subyace aquí, sin embargo, la falsa representación de que una consideración filosófica puede carecer de carácter científico. Sobre este punto digamos con toda brevedad que, sin entrar en las ideas de otros sobre la filosofía y el filosofar, yo considero esta actividad como inseparable de la ciencia. 

En efecto, la filosofía ha de considerar sus objetos bajo el aspecto de la necesidad, no sólo ha de considerarlos según la necesidad subjetiva, o sea, según una ordenación o clasificación hecha desde fuera, sino que debe desarrollar y demostrar también aquella necesidad inherente a la propia naturaleza intrínseca del objeto. Por primera vez esta explicación constituye el carácter científico de un estudio. Ahora bien, la necesidad de un objeto como tal consiste esencialmente en su naturaleza lógico-metafísica. Por eso, en un estudio aislado del arte no puede menos de palidecer el rigor científico, pues aquél, sea por razón del contenido mismo, sea por razón de su material y sus elementos, tiene muchos presupuestos por los que roza lo casual. De ahí que, en el arte, la forma de la necesidad deba buscarse en los rasgos esenciales del desarrollo interno de su contenido y de sus formas de expresión. 

Respondamos ahora a los que objetan que las obras del arte bello se sustraen a la consideración científica porque deben su origen a una fantasía y un ánimo sin reglas; por lo cual, siendo incalculables en su número y forma, sólo actúan sobre la sensación y la imaginación. A primera vista, estos reparos no carecen de peso todavía en la actualidad. De hecho, la belleza artística aparece en una forma explícitamente opuesta al pensamiento, hasta tal punto que éste, para actuar a su manera, se ve forzado a destruirla. Esta idea se relaciona con la opinión de que lo real en general, la vida de la naturaleza y del espíritu, se pierde y muere en manos del concepto, de modo que, en lugar de acercarse a nosotros por el pensamiento conceptual, lo que hace es alejarse, por lo cual el hombre, cuando se sirve del pensamiento como medio para comprender lo real, más bien echa a perder este fin. No es necesario en este lugar hablar del tema exhaustivamente. Indicaremos tan sólo el punto de vista desde el cual habría de eliminarse esa dificultad, o imposibilidad, o ineptitud. 

Hemos de conceder por lo menos que el espíritu está capacitado para tener una conciencia y, por cierto, una conciencia intelectual, acerca de sí mismo y de todo lo que brota de él. Pues precisamente el pensamiento constituye la naturaleza más íntima y esencial del espíritu. En esa conciencia intelectual de sí mismo y de sus productos, prescindiendo del grado de libertad y arbitrariedad que se dé en ello, si el espíritu está verdaderamente presente allí, se comporta con su naturaleza esencial. Ahora bien, el arte y sus obras, como nacidos del espíritu y engendrados por él, son en sí mismos de naturaleza espiritual, aun cuando su representación asuma la apariencia de la sensibilidad y haga que el espíritu penetre en lo sensible. En este sentido, el arte se halla más cerca del espíritu y su pensamiento que la mera naturaleza carente de espiritualidad. En los productos artísticos el espíritu tiene que habérselas con lo suyo. Y por más que las obras de arte no sean pensamiento y concepto, sino un desarrollo desde sí, una alienación hacia lo sensible, sin embargo, el poder del espíritu pensante está en que, no sólo se aprehende a sí mismo en su forma peculiar como pensamiento, sino que, además, se reconoce a sí mismo en su exteriorización a través de la sensación y de la sensibilidad, se comprende en lo otro de sí mismo, en cuanto transforma en pensamiento lo alienado y con ello lo conduce de nuevo hacia sí. En esta ocupación con lo otro de sí, el espíritu pensante no es infiel a sí mismo, como si se olvidara o gastara, ni es tan impotente que no pueda comprender lo distinto de él, sino que se comprende a sí mismo y su contrario. Pues el espíritu es lo general, que se conserva en sus momentos particulares, que se abarca a sí mismo y lo otro, y en esa forma es el poder y la actividad de superar de nuevo la alienación, hacia la cual está en movimiento. Así, la obra de arte, en la que se aliena el pensamiento, pertenece también al ámbito del pensamiento conceptual; y el espíritu, en cuanto la somete a la consideración científica, no hace sino satisfacer en ella su naturaleza más íntima. En efecto, porque el pensamiento es su esencia y concepto, a la postre sólo queda satisfecho cuando penetra intelectualmente todos los productos de su actividad y así los hace verdaderamente suyos. Y el arte, según veremos con mayor detención, lejos de ser la forma suprema del espíritu, por primera vez en la ciencia alcanza su auténtica legitimación. Asimismo, el arte no escapa a la consideración filosófica por causa de una arbitrariedad sin reglas. Pues, como acabamos de indicar, su verdadera tarea es hacer conscientes los intereses supremos del espíritu. 

De aquí se deduce inmediatamente, en lo tocante al contenido, que el arte bello no puede divagar en una salvaje fantasía sin fondo, ya que los mencionados intereses espirituales la someten a determinados puntos de apoyo firmes para su contenido, aunque sus formas y configuraciones sean muy variadas e inagotables. Otro tanto puede decirse de las formas mismas. Tampoco ellas están entregadas a la mera casualidad. No toda forma es capaz de ser expresión y representación de dichos intereses, de recibirlos en sí y de reproducirlos, sino que un contenido concreto determina también la forma adecuada a él. En este sentido, estamos también en condiciones de orientarnos intelectualmente en medio de la masa en apariencia inabarcable de las obras de arte y de sus formas. Así hemos indicado y visto en primer lugar el contenido de nuestra ciencia, aquel contenido al que nos queremos limitar. Hemos puesto de manifiesto cómo el arte bello no es indigno de una consideración filosófica, y cómo, por otra parte, la consideración filosófica no es incapaz de conocer la esencia del arte bello.

Quien imagina lo que odia afectado de tristeza, se alegrará.

Amor y Odio en la Era Moderna: Afectos y su Transmisión

 

PROPOSICIÓN XXI


Quien imagina lo que ama afectado de alegría o tristeza, también será afectado de alegría o tristeza, y ambos afectos serán mayores o menores en el amante, según lo sean en la cosa amada.

Demostración: Las imágenes de las cosas que afirman la existencia de la cosa amada (según hemos demostrado en la Proposición 19 de esta Parte), favorecen el esfuerzo que el alma realiza por imaginar esa cosa amada. Ahora bien, la alegría afirma la existencia de la cosa alegre, y ello tanto más cuanto mayor es ese afecto de alegría, pues se trata (por el Escolio de la Proposición 11 de esta Parte) de la transición a una mayor perfección; por consiguiente, la imagen de la alegría de la cosa amada favorece en el amante ese esfuerzo de su alma, esto es, afecta al amante de alegría, y tanto mayor cuanto mayor haya sido ese afecto en la cosa amada. Que era lo primero. Además, en cuanto una cosa está afectada de tristeza, en esa medida se destruye, y ello tanto más cuanto mayor es la tristeza que la afecta (por el mismo Escolio de la Proposición 11). Y, de esta suerte, quien imagina lo que ama afectado de tristeza, será también afectado de tristeza, y tanto mayor cuanto mayor fuere dicho afecto en la cosa amada. Q.E.D.

PROPOSICIÓN XXII

Si imaginamos que alguien afecta de alegría a la cosa que amamos, seremos afectados de amor hacia él. Si, por contra, imaginamos que la afecta de tristeza, seremos afectados de odio contra él.

Demostración: Quien afecta de alegría o tristeza a la cosa que amamos, nos afecta también de alegría o tristeza, si imaginamos la cosa amada afectada de esa alegría o tristeza (por la Proposición anterior). Ahora bien: se supone que esa alegría o tristeza se da en nosotros acompañada por la idea de una causa exterior; por consiguiente (por el Escolio de la Proposición 13 de esta Parte), si imaginamos que alguien afecta de alegría o tristeza a la cosa que amamos, seremos afectados de amor u odio hacia él. Q.E.D.

Escolio: La Proposición 21 nos explica qué es la conmisera­ción; podemos definirla como una tristeza surgida del daño de otro. Pero no sé con qué nombre debe llamarse la alegría que surge del bien de otro. Llamaremos aprobación al amor hacia aquel que ha hecho bien a otro, y, por contra, indignación, al odio hacia aquel que ha hecho mal a otro. Debe notarse, en fin, que sentimos conmiseración no sólo hacia la cosa que hemos amado, sino también hacia aquella sobre la que no hemos proyectado con anterioridad afecto alguno, con tal que la juzguemos semejan­te a nosotros (como mostraré más adelante). Y, de esta suerte, aprobamos también al que ha hecho bien a un semejante, y nos indignamos contra el que le ha inferido un daño.

PROPOSICIÓN XXIII

Quien imagina lo que odia afectado de tristeza, se alegrará; si, por el contrario, lo imagina afectado de alegría, se entriste­cerá, y ambos afectos serán mayores o menores, según lo sean sus contrarios en la cosa odiada.

Demostración: En cuanto una cosa odiosa es afectada de tristeza, en esa medida se destruye, y tanto más cuanto mayor sea la tristeza (por el Escolio de la Proposición 11 de esta Parte). Así pues, quien imagina afectada de tristeza la cosa que odia (por la Proposición 20 de esta Parte) será afectado de alegría, y tanto mayor cuanto mayor sea la tristeza por la que imagina estar afectada la cosa odiosa. Que era lo primero. Además, la alegría afirma la existencia de la cosa alegre (por el mismo Escolio de la Proposición 11), y ello tanto más cuanto mayor se concibe esa alegría. Si alguien imagina afectado de alegría a quien odia, esa imaginación (por la Proposición 13 de esta Parte) reprimirá su esfuerzo, esto es, el que odia será afectado de tristeza, etc. Q.E.D.

Escolio: Esa alegría no puede ser sólida, ni libre de todo conflicto del ánimo. Pues (como mostraré en la Proposición 27 de esta Parte) en cuanto alguien imagina afectada de tristeza una cosa que le es semejante, debe entristecerse en cierto modo, y lo contrario, si la imagina afectada de alegría. Pero aquí nos fijamos sólo en el odio.

Formas y tipos de leer un libro. Hermann Hesse,

Tres tipos de lectores - Ingenuo, Sofisticado y Lúdico



Es una necesidad innata de nuestro espíritu establecer tipos y dividir según ellos a la humanidad. Desde los «caracteres» de Teofrasto y los cuatro temperamentos de nuestros abuelos, hasta la más moderna sicología se percibe esa necesidad de ordenar al ser humano por tipos. También de manera inconsciente cada ser humano clasifica a las personas que le rodean por tipos, por analogías, con aquellos caracteres que fueron importantes en su infancia. A pesar de lo positivas e interesantes que son estas clasificaciones, indiferentemente de que partan de una experiencia puramente personal o que pretendan crear tipos científicos —a veces es muy bueno y fructífero hacer el corte transversal por el reino de la experiencia de manera diferente y comprobar que cada persona lleva rasgos de todos los tipos y que los diversos caracteres y temperamentos también se pueden encontrar como estados que alternan dentro de una personalidad individual.

Al establecer ahora tres tipos, o mejor dicho, tres grados de lectura de libros, no pretendo que el mundo de los lectores se divida en tres órdenes y que uno pertenece a éste y el otro a aquél. Sino que cada uno de nosotros pertenece temporalmente a uno u otro grupo.

Tomemos primero al lector ingenuo. Todos leemos a ratos de manera ingenua. El lector ingenuo toma un libro como el que come una comida, es sólo un receptor, come y se llena, como hace el muchacho con el libro de indios, la criada con la novela rosa o el estudiante con Schopenhauer. El lector no se relaciona con el libro como con una persona, sino como el caballo con el pesebre o como el caballo con el cochero: el libro guía, el lector sigue. La trama se toma objetivamente, se acepta como realidad. ¡Pero no sólo la trama! Existen lectores muy cultos, incluso refinados, sobre todo de literatura, que pertenecen sin duda a la clase de los ingenuos. Estos no se detienen en la trama, no juzgan una novela por ejemplo, por las muertes o los casamientos que se producen en ella, pero toman al autor, toman el aspecto estético del libro de manera completamente objetiva, disfrutan con las vibraciones del autor, se identifican por completo con su actitud frente al mundo y asumen totalmente las interpretaciones que éste da a sus invenciones. Lo que para los espíritus sencillos es la trama, el ambiente y la acción, para estos lectores cultivados, es el arte, el lenguaje, la cultura del autor, su intelecto —lo toman como algo objetivo, como último y supremo valor de una obra literaria, igual que el joven lector acepta las proezas de «Oíd Shatterhand» de Karl May como valores objetivos reales, como realidad.


En su relación con la lectura el lector ingenuo no es en absoluto persona, no es él mismo. Valora lo que sucede en una novela por su emoción, su peligro, su erotismo, su esplendor o miseria, o por el contrario, valora al autor midiendo su obra por los criterios de una estética que, en último término, no deja de ser una convención. El lector admite sin mas que un libro sirve única y exclusivamente para ser leído fiel y atentamente y ser apreciado en su contenido o su forma. Del mismo modo que el pan está para ser comido y la cama para dormir en ella.




Pero como con todas las cosas del mundo, también con los libros se puede adoptar una actitud completamente distinta. En cuanto el ser humano sigue su naturaleza y no su cultura, se vuelve niño y empieza a jugar con las cosas, el pan se convierte en una montaña, en la que puede hacer túneles, y la cama en cueva, en jardín, en campo nevado. El segundo tipo de lector tiene algo de este espíritu infantil, de este genio lúdico. No considera el tema o la forma los únicos y principales valores de un libro. Al igual que los niños, el lector sabe que cada cosa puede tener diez y cien significados. Con una sonrisa contempla cómo el autor o el filósofo se esfuerzan en convencerse a sí mismos y a los lectores de su interpretación y valoración de las cosas, y la aparente arbitrariedad y libertad del escritor le parecerá nada más que compulsión y pasividad. Este lector sabe ya lo que los profesores y críticos de literatura suelen ignorar: que no existe la libre elección del tema y de la forma. Cuando el historiador de literatura dice: Schiller eligió en tal año tal tema y decidió tratarlo en yambos pentasílabos, el lector sabe que ni el tema ni los yambos se ofrecían a la libre elección del autor, y le divierte ver que el tema no está en manos de su autor, sino que éste se halla bajo el dominio de su tema. Bajo este punto de vista, los llamados valores estéticos desaparecen casi por completo y los errores y las vacilaciones pueden tener precisamente el máximo encanto y valor. El lector no sigue al autor como el caballo al cochero, sino como el cazador el rastro, y una súbita mirada detrás de la aparente libertad del escritor, sobre su compulsión y su pasividad, puede entusiasmarle más que todos los encantos de una buena técnica y de un idioma cultivado.


En esta línea y en un grado superior, encontramos el tercer y último tipo de lector. Vuelvo a insistir en que nadie pertenece permanentemente a uno de estos tipos, que cada uno de nosotros puede pertenecer hoy al segundo, mañana al tercero y pasado mañana de nuevo al primer grado. Pasemos ahora al tercer y último tipo. A primera vista es lo contrario de lo que se entiende normalmente por un «buen lector». Tiene tanta personalidad, es tan él mismo que se enfrenta con completa libertad a su lectura. No pretende cultivarse, ni distraerse, no utiliza un libro de manera distinta que cualquier otro objeto del mundo, para él es punto de partida y estímulo. En el fondo le da igual lo que lee. No lee al filósofo para creerle, para adoptar sus teorías o para atacarlas o criticarlas, no lee al poeta para que le interprete el mundo. El mismo se lo interpreta. Es, en cierto modo, completamente niño. Juega con todo y desde un cierto punto de vista, nada es más fecundo y productivo que jugar con todo. Cuando este lector encuentra en un libro una sentencia hermosa, una sabiduría, una verdad, prueba antes que nada volverla del revés. Desde hace tiempo sabe que cada opinión es un polo con otro polo opuesto, tan bueno como él. Es un niño porque valora el pensamiento asociativo, aunque también conoce el otro. Y así este lector, o más bien todos nosotros en el momento en que alcanzamos este grado, podemos leer todo lo que queramos, una novela, una gramática, un horario de trenes, pruebas de imprenta. En el momento en que nuestra fantasía y capacidad de asociación alcanzan su máxima altura no leemos ya lo que tenemos delante, escrito sobre el papel, nadamos llevados por la corriente de sugerencias e ideas que recibimos. Surgen del texto o solamente de las letras. El anuncio de un periódico puede convertirse en una revelación. El pensamiento más feliz, más positivo puede brotar de una palabra completamente indiferente que el lector invierte y con cuyas letras juega como con un mosaico. En ese estado el cuento de «Caperucita roja» puede leerse como cosmogonía o filosofía o como exuberante obra erótica. También se puede leer la marca «Colorado Maduro» sobre una caja de cigarros y jugar con las palabras, las letras, las asociaciones y recorrer interiormente los cien reinos del saber, del recuerdo y del pensamiento.

Algunos objetarán —¿es esto aún leer? ¿Es todavía lector el que lee una página de Goethe sin preocuparse de las intenciones y opiniones de Goethe, como un anuncio o como un conjunto casual de letras? ¿No es el nivel de lector que llamas el tercero y último el más bajo, infantil y bárbaro? ¡Dónde se queda para ese lector la música de Hölderlin, la pasión de Lenau, la voluntad de Stendhal, la grandiosidad de Shakespeare! La objeción es justa. El lector del tercer grado no es ya un lector. La persona que pertenece a este grado permanentemente dejaría pronto de leer, porque el dibujo de una alfombra o el orden de las piedras de un muro tendrían para él el mismo valor que la más hermosa página de letras perfectamente ordenadas. El único libro sería para él una página con las letras del abecedario.


Así es; el lector del último grado ya no es un lector. Se carcajea de Goethe. No necesita a Shakespeare. El lector del último grado no lee en absoluto. ¿Para qué los libros? ¿No tiene él todo el mundo dentro de sí?
El que siempre permaneciese en este grado no leería nada. Pero nadie permanece siempre en este grado. Sin embargo, el que no lo conoce es un lector malo e inmaduro. No sabe que toda la literatura y filosofía del mundo se encuentran también dentro de él mismo, que ni el poeta más grande bebe de otra fuente que la que posee cada uno en su propio ser. Quédate aunque sólo sea una vez en la vida durante una hora, o un día, en el tercer grado, en el que ya no se lee, y después (¡el regreso es tan fácil!) serás un lector mejor, un oyente e interpretador mejor de todo lo escrito. Basta con que una sola vez hayas conocido el grado en el que la piedra del camino significa tanto como Goethe o Tolstoi y después extraerás de la vida y de ti mismo más valor, más jugo, más miel y más estímulos que nunca. Porque las obras de Goethe no son Goethe, y los libros de Dostoievski no son Dostoievski, son sólo su intento, dudoso y nunca realizado, de conjurar el mundo complejo y heterogéneo cuyo centro fue.


Intenta retener una sola vez una sucesión de ideas que se te ocurra durante un paseo. O, lo que aparentemente es más fácil, un sueño sencillo que hayas tenido esa noche. Soñaste que un hombre te amenazaba primero con un bastón y que luego te concedía una condecoración. Pero ¿quién era el hombre? Haces memoria, descubres en él rasgos de tu amigo, de tu padre, pero también hay algo en él que es distinto, que es femenino, tenía no sabes qué, algo que te recordaba a una hermana, una amada. Y el bastón, con el que te amenazaba tenía un puño que te recuerda el bastón que llevaste en tu primera excursión como colegial, y entonces irrumpen cien mil recuerdos, y si quieres retener y escribir el contenido de ese sencillo sueño, aunque sólo sea taquigráficamente o con muy pocas palabras, habrás escrito antes de llegar a la condecoración un libro entero, o dos, o diez. Porque el sueño es el agujero por el que contemplas el contenido de tu alma y ese contenido es el mundo, ni más ni menos: el mundo entero desde tu nacimiento hasta hoy, desde Homero hasta Heinrich Mann, desde el Japón hasta Gibraltar, desde Sirio hasta la Tierra, desde Caperucita Roja hasta Bergson. —Y así como el intento de escribir tu sueño se relaciona con el mundo que tu sueño abarca, así se relaciona la obra del autor con lo que éste quería decir.

La segunda parte del «Fausto» de Goethe ha sido interpretada durante casi cien años por eruditos y aficionados que han dado las interpretaciones más hermosas y más estúpidas, las más profundas y las más banales. En cada obra literaria existe, aunque veladamente escondida bajo la superficie, la polivalencia indefinida, esa «superdeterminación de los símbolos», como dice la nueva sicología. Si no la comprendes, aunque sea una sola vez en su infinita riqueza e impenetrabilidad, te sentirás limitado ante todo poeta y pensador, tomarás por el todo lo que sólo es una pequeña parte, creerás en interpretaciones que apenas hacen justicia a la superficie.

Las evoluciones del lector entre los tres grados son, se sobreentiende, posibles en todos los terrenos. Puedes adoptar los mismos tres grados con mil grados intermedios frente a la arquitectura, la pintura, la zoología y la historia. El tercer grado, en el que eres más tú mismo, siempre superará tu condición de lector, disolverá la poesía, el arte, la historia universal. Y sin embargo, sin conocer intuitivamente este grado leerás siempre los libros, las ciencias y las artes como un colegial su gramática.

¿Qué es la desesperación para Kierkegaard?

Cuadro que resume el texto de Kierkegaard sobre la desesperación del Tratado sobre la desesperación, Capítulo II

Lectura de Kierkegaard en Tratado de la desesperación.
Capítulo II. DESESPERACIÓN VIRTUAL Y DESESPERACIÓN REAL

¿Es la desesperación una ventaja o un defecto? Una y otra cosa en dialéctica pura. No reteniendo más que la idea abstracta de ella, sin pensar en casos determinados, debería tomársela como una ventaja enorme. Ser pasible de este mal, nos coloca por encima de la bestia, progreso que nos diferencia mucho mejor que la marcha vertical, signo de nuestra verticalidad infinita, o de lo sublime de nuestra espiritualidad. La superioridad del hombre sobre el animal, está pues en ser pasible de ese mal; la del cristiano sobre el hombre natural, en tener conciencia de la enfermedad, así como su beatitud está en poder ser curado de ella.

De este modo es una ventaja infinita poder desesperar y, sin embargo, la desesperación no es solo la peor de las miserias, sino, también, nuestra perdición. Generalmente la relación de lo posible con lo real se presenta de otra manera, pues si es una ventaja, por ejemplo poder ser lo que se desea, es una ventaja todavía mayor serlo, es decir, que el pasaje de lo visible a lo real es un progreso, una elevación. Por el contrario, con la desesperación se cae de lo virtual a lo real, y el margen infinito de costumbre entre lo virtual y lo real mide aquí la caída. Por lo tanto, es elevarse no estar desesperado. Pero nuestra definición es aún equívoca. Aquí la negación no es la misma que la de no ser cojo, no ser ciego, etc... Pues si no desesperar equivale a la falta absoluta de desesperación, entonces lo progresivo consiste en desesperar.

No estar desesperado debe significar la destrucción de la 1)aptitud para estarlo: para que verdaderamente un hombre no lo está, es preciso que a cada instante aniquile en él la posibilidad de desesperar. En general, la relación de lo virtual con lo real es otra. Dicen bien los filósofos cuando afirman que lo real es lo virtual destruido: sin plena precisión, sin embargo, pues es lo virtual colmado, lo virtual actuante. Aquí, por el contrario, lo real (no estar desesperado), una negación por consecuencia, es lo virtual impotente y destruido, de ordinario lo real confirma lo posible, mientras que aquí le niega.
La desesperación es la discordancia interna de una síntesis, cuya relación se refiere a sí misma. Pero la síntesis no es la discordancia, no es más que lo posible, o también, ella lo implica. Sino, no habría traza de desesperación, y desesperar no sería más que un rasgo humano, inherente a nuestra naturaleza, es decir, que no habría desesperación, sino que sería un accidente para el hombre, un sufrimiento, como una enfermedad que contrae, o como la muerte, nuestro lote común. La desesperación, pues, está en nosotros; pero si no fuéramos una síntesis, no podríamos desesperar, y si esta síntesis al nacer no hubiera recibido de 2)Dios su justeza tampoco podríamos desesperar.


¿De dónde viene, pues, la desesperación? De la relación en la cual la síntesis se refiere a sí misma, pues Dios, haciendo del hombre esa relación, le deja como escapar de su mano, es decir que, desde entonces, la relación tiene que dirigirse. Esta relación es el espíritu, el yo, y allí yace la responsabilidad, de la cual depende siempre toda desesperación, en tanto que existe; por lo tanto depende, a pesar de los discursos y del ingenio de los desesperados para engañarse y engañar a los demás tomándola por una desgracia... como en el caso del vértigo, que la desesperación recuerda en más de un aspecto, aunque siendo diferente de naturaleza, ya que el vértigo es al alma como la desesperación al 3)espíritu , y está lleno de analogías con ella.

Luego, cuando la discordancia, cuando la desesperación está presente, ¿dedúcese sin más que persiste? Absolutamente no; la duración de la discordancia no viene de la discordancia, sino de la relación que se refiere a sí misma. O dicho de otra forma: cada vez que se manifiesta una discordancia, y en tanto que ella existe, es necesario remontarse a la relación. Se dice, por ejemplo, que alguien contrae una enfermedad, pongamos por imprudencia. Luego se declara el mal y, desde ese momento, es una realidad cuyo origen es cada vez más pasado. Sería cruel y monstruoso reprocharle continuamente al enfermo que está a punto de contraer la enfermedad, como teniendo el propósito de disolver de continuo la realidad del mal en su posible. Bien, sí; la ha contraído por su culpa, pero sólo una vez ha sido culpa suya. La persistencia del mal no es más que una simple consecuencia de la única vez que lo ha contraído, a la cual no se puede, en todo instante, reducir su progreso; el enfermo ha contraído el mal, pero no se puede decir que todavía lo contrae. Las cosas suceden de otro modo en la desesperación; cada uno de sus instantes reales puede relacionarse con su posibilidad, en cada momento que se desespera se contrae la desesperación; siempre el presente se esfuma en pasado real, a cada instante real de la desesperación, el desesperado lleva todo lo posible pasado como un presente. Esto proviene de que la desesperación es una categoría del espíritu y en el hombre se aplica a su eternidad. Pero esta eternidad no podemos hacerla a un lado por toda la eternidad, ni sobre todo, rechazarla de un solo golpe; a cada instante que estamos sin ella, la hemos rechazado o la rechazamos, pero ella retorna, es decir, que a cada instante que desesperamos, contraemos la desesperación. Pues la desesperación no es una continuación de la discordancia, sino relación orientada hacia sí misma. Y refiriéndose a sí mismo, el hombre ya no puede ser abandonado más que por su yo, lo que, por lo demás, no es más que el hecho, puesto que el yo es el retorno de la relación sí misma.

Notas: 
1) Por aptitud se puede entender una relación interna que capacita al individuo hacia un acto concreto, es decir, hacia la actitud.
2) Kierkegaard veía en Dios una "fuerza existencial", activa, viva, cambiante...
3) Aquí el alma es un estado de cosas actual y presente mientras que al espíritu le acompaña un sentido de eternidad.



Formar un concepto claro y distinto partiendo de cualquier afección.

Idea clara y distinta



Proposición 4 de la parte 5ª de Ética demostrada por orden geométrico.
No hay afección alguna del cuerpo de la que no podamos formar un concepto claro y distinto.


Demostración: Lo que es común a todas las cosas sólo puede concebirse adecuadamente (por la Proposición 38 de la Parte II), y, por ello (por la Proposición 12, y el Lema 2 que está después del Escolio de la Proposición 13 de la Parte II), no hay afección alguna del cuerpo de la que no podamos formar un concepto claro y distinto. Q.E.D.

Corolario: De aquí se sigue que no hay ningún afecto del que no podamos formar un concepto claro y distinto. Pues un afecto es la idea de una afección del cuerpo (porla Definición general de los afectos), y, por ello debe implicar un concepto claro y distinto.

Escolio: Supuesto que nada hay de lo que no se siga algún afecto, y dado que todo lo que se sigue de una idea que es en nosotros adecuada lo entendemos clara y distintamente, se infiere de ello que cada cual tiene el poder —si no absoluto, al menos parcial— de conocerse a sí mismo y cono­cer sus afectos clara y distintamente, y, por consiguiente, de conseguir padecer menos por causa de ellos. Así, pues, debemos laborar sobre todo por conseguir conocer cada afecto, en la medida de lo posible, clara y distintamente, a fin de que, de ese modo, el alma sea determinada por cada afecto a pensar lo que percibe clara y distintamente, y en lo que halla pleno contento; y a fin de que, por tanto, el afecto mismo sea separado del pensamiento de una causa exterior y se una a pensamientos verdaderos. De ello resultará que no sólo serán destruidos el amor, el odio, etc. (por la Proposición 2 de esta Parte), sino que los apetitos o deseos que suelen brotar del afecto en cuestión tampoco puedan tener exceso (por la Proposición 61 de la Parte IV). Pues ha de notarse, ante todo, que el apetito por el que se dice que el hombre obra y el apetito por el que se dice que padece son uno y lo mismo. Por ejemplo, al mostrar que la naturaleza humana está dispuesta de manera que cada cual apetece que los demás vivan según la propia índole de él (ver Corolario de la Proposición 31 de la Parte III), vimos que ese apetito, en el hombre no guiado por la razón, es una pasión que se llama ambición, y que no se diferencia mucho de la soberbia, y, en cambio, en el hombre que vive conforme al dictamen de la razón, es una acción o virtud, que se llama moralidad (ver Escolio 1 de la Proposi­ción 37 de la Parte IV, y la Demostración segunda de esa Proposición). Y de esta manera, todos los apetitos o deseos son pasiones en la medida en que brotan de ideas inadecuadas, y son atribuibles a la virtud cuando son suscitados o engen­drados por ideas adecuadas. Pues todos los deseos que nos determinan a hacer algo pueden brotar tanto de ideas adecua­das como de ideas inadecuadas; y (para volver a donde estábamos antes de esta digresión) no hay un remedio para los afectos, dependiente de nuestro poder, mejor que este, a saber: el que consiste en el verdadero conocimiento de ellos, supuesto que el alma no tiene otra potencia que la de pensar y formar ideas adecuadas, como hemos mostrado anteriormente.




Notas. 


1- No hay aclaraciones más precisas para comprender esta obra que las expuestas por Spinoza en esta proposición, solo a modo de síntesis: Un cuerpo (nosotros o una idea que tengamos) puede afectarse por las imágenes de las cosas en cuanto estas son ideas inadecuadas, o puede vivir conforme al dictamen de la razón, en virtud de las ideas adecuadas que este forma clara y distintamente.