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Gansters, las zonas económicas especiales y la neolengua

 


Niño perverso económico y polimorfo

  

 

            Las consignas que avivaron al izquierdismo radical de los años sesenta, setenta y ochenta sonaban, por entonces, como el anhelo de la realización de la “utopía concreta”. La “liberación nacional” y “el socialismo” eran, en efecto, las grandes banderas de la lucha, el motivo de la exigencia de quienes, en medio de una época de “reacomodos geopolíticos” y en nombre de la “justicia social”, invocaban un cambio radical, la “vuelta de tortilla” que pusiera fin a las políticas neo-coloniales de los países desarrollados sobre los países sub-desarrollados o del “tercer mundo”, los oprimidos, los sometidos a la vorágine, la hojarasca que seguía detrás de los designios del “capital monopólista” que Sweezy y Barán habían magistralmente detallado, denunciado y puesto en evidencia.

            Era necesario, en consecuencia, poner fin a los negocios leoninos con las grandes empresas transnacionales, encargadas de extraer de los suelos de “la patria expoliada” y “mancillada” sus recursos naturales, para convertirlos en materia prima, obteniendo así ganancias exorbitantes y dejando tras de sí “la sangre, el sudor y las lágrimas” de la miseria y el sometimiento servil. “¡Ya basta ya!”, afirmaban. Era preferible hacer negocio con los camaradas chinos y rusos, porque ellos no tenían los mismos propósitos expoliadores que Norte América o Europa ¡No!, ellos representaban esa parte buena y sana de la humanidad que ya había logrado sobrepasar la última estación del tren de la prehistoria e iban, con “el viento del Este” a favor, rumbo a la Historia, o sea, construyendo el futuro, que “inevitablemente” -decían- sería “el socialismo”. Ellos, los “camaradas” chinos y rusos -junto a los pueblos musulmanes, que también se hallaban luchando por su “liberación”, eran “nuestros hermanos”, los pares de una América Latina sometida y humillada por el imperialismo, a excepción de Cuba, ese “bastión de la dignidad”, ese “territorio libre de América”.

            Después de tantos años de esfuerzos, de tantas luchas, de tanta épica y tantas capuchas, hélos ahí, en el poder, dando cumplimiento a la “utopía concreta”, negociando con los “camaradas”, nada menos que con “nuestros hermanos” chinos y -¿quién sabe?- “más tarde que temprano” con el resto de “la gran familia” de los pasajeros del “tren de la historia”, “los buenos”, que vienen a echarle una mano a Maduro, Padrino, Rodriguez, Maikel, Cabello, Elaissami y Saab, entre otros. En una expresión, vienen a “ayudar” al gang, a la pandilla, a subirse en “el tren”, a través de la escalera de las “zonas económicas especiales”. Un sueño hecho realidad. “El cielo tomado por asalto”. Finalmente, la “utopía realizada”.

            Si en algo tuvo Lenin sensatez -ese astuto volatinero, perspicaz transmutador del maniqueísmo en propaganda de guerra- fue en el hecho de denunciar al izquierdismo como una perniciosa enfermedad infantil, por cierto, identicamente adecuada al derechismo. Y es que, como observaba Doktor Freud, todo infante -todo niño- es “perverso y polimorfo”. Hay, en efecto, unos cuantos sexagenarios del presente que nunca lograron superar ni las perversiones ni los ataques de polimorfia crónica, sufridos desde el remoto pasado. Y mientras más sustancias tóxicas consumen, con las cuales intentan desesperadamente morigerar sus desequilibrios “estables”, mayores parecen ser las dolencias, la ira, los monstruos volcánicos que van surgiendo de las entrañas de su dogmático “sueño de la razón”. Y por “razón”, aquí, se debe comprender la ratio instrumental, el “brazo armado” del entendimiento abstracto, el mismo que hizo que, después de Auschwitz, se apoderara del mundo la barbarie y se hiciera imposible la existencia de la poesía como actividad sensitiva humana.

            Pero el realismo, tarde o temprano, se impone. Después de todo, hay que madurar. Los infantes izquierdistas finalmente abandonaron, en sentido litaral, las universidades, para ocuparse de los negocios. Crecieron. Cambiaron El libro rojo por las libretas bancarias, cambiaron las capuchas por las corbatas de seda y abandonaron el papel de los oprimidos para convertirse en los opresores. Después de todo, mejor Xi Jin Ping que Mao Tse Tung, mejor Putin que Brézhnev. Mejor el gansterato que el izquierdismo. Y hasta se podría decir -una vez más, parafraseándo a Lenin- que el gansterismo es la fase superior del izquierdismo. La zafra de caña o de arroz ya no es un negocio rentable, por lo menos no tanto como el de los narcóticos, sobre todo si el proceso de cultivo, producción y comercialización se transforman en un negocio con alcances acordes a los tiempos de un mundo cada vez más globalizado. Y, por si esto fuese poco, está “el arco minero”, la producción petrolera o el negocio del turismo, entre otros renglones disponibles. Este es el trasfondo real que justifica el discurso de la neolengua de las “zonas económicas especiales”, el cumplimiento real de los alcances de “las fuerzas del bien” y de “la luz” contra “las tinieblas” de las fuerzas “reaccionarias” y “anti-progresistas”, contra “la planta insolente del invasor” imperialista y de su “bloqueo económico”.

            Lo de 1984 de Orwell fue, a pesar de las pretensiones hermenéutico-literarias de unos cuantos opinadores de oficio -en realidad, franco-tiradores de profesión-, mucho más que “mera literatura”. Y en el caso de La granja, donde parece haber pintado las imágenes de los “Napoleones” y los “Bolas de Nieve” criollos, para no decir de los “perros” a su servicio, mucho más que un cuento infantil. El lenguaje correctamente empleado es flexible, hace fluir la adecuación de la realidad como realización continua. La neo-lengua cosifica y endurece: escinde la realidad y el discurso, los confunde e invierte.  La idea misma de la zonificación “especial” ya es, en sí misma, sospechosa, tanto como los límites de la neo-lengua sobre la cual se sustenta.  

                       

             

José Rafael Herrera

@jrherreraucv


                    

 

 

Los origenes de la doctrina tercer mundista.

Por José Rafael Herrera @JRHERRERAUCV

La doctrina del así llamado tercermundismo parte de la presuposición de que existen unos países que son más desarrollados y poderosos que otros, dando por sentado “el hecho” de que los primeros –como consecuencia del inevitable intercambio económico, social y político mundial– se aprovechan de la ingenuidad, la buena fe y la disposición de los segundos, para terminar sacando mayores y más jugosas ventajas, reduciéndolos a una pobreza cada vez mayor, mientras que ellos –los primeros– se van enriqueciendo groseramente. De manera que la “balanza” siempre termina inclinándose en favor de los más astutos en detrimento de los más ingenuos. Hay algo del discurso rousseauniano sobre el origen de la desigualdad de los hombres en el trasfondo de semejantes presupuestos. Y es que –como diría Rousseau– de no haber existido relación e intercambio alguno entre esos países, de haberse mantenido en la condición originaria, “natural”, sin relación alguna, los unos y los otros tendrían un grado más o menos similar de desarrollo. Los platillos de la balanza se hubiesen mantenido equilibrados. Pero, más allá de los discursos sin tiempo y de los supuestos paraísos primitivos idílicos, característicos de la ratio iluminista, fue a partir del ensayo de Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo, que comenzó a consolidarse esa doctrina que puede resumirse en los siguientes términos: la prosperidad de los países desarrollados es la consecuencia necesaria del saqueo al que han sometido a los países no desarrollados. Esa es la causa de su pobreza. Se trata, por cierto, de un argumento absolutamente contrario al pensamiento de Marx.


De hecho, quien conozca las investigaciones de Marx sobre el modo de producción asiático sabrá que sus conclusiones describen un régimen de opresión, caracterizado por el despotismo tributario, la explotación –hasta el aplastamiento– del hombre por el hombre y el mayor de los atrasos culturales. En su Manifiesto comunista exalta a la sociedad burguesa como uno de los mayores logros históricos obtenidos por la humanidad, entre otras razones por haber establecido nexos de interdependencia entre las naciones: “El descubrimiento de América y la circunnavegación de África abrieron nuevos horizontes y ofrecieron un nuevo terreno a la naciente burguesía. El mercado de las Indias orientales y de China, la colonización de América, el intercambio con las colonias, el aumento de los medios de cambio y de las mercancías en general, dieron al comercio, a la navegación, a la industria, un impulso hasta entonces desconocido y, al mismo tiempo, favorecieron el rápido desarrollo del elemento revolucionario que se hallaba oculto en el seno de la sociedad feudal en descomposición”. Marx no habla de la “resistencia indígena”, sino del “descubrimiento”. No habla de aprovechamiento de unas naciones sobre otras, sino de “intercambio”.


Como –no sin agudeza– afirma Carlos Rangel, “al primer pensador del siglo –se refiere a Marx, citando palabras de Engels– no se le ocurrió jamás sostener que el desarrollo de los países imperialistas y el atraso de los territorios coloniales se debiera en forma sensible a las relaciones (odiosas, quién lo duda) de dominación de los primeros sobre los segundos, nexos en los cuales veía más bien Marx la única promesa del progreso para las áreas que hoy llamamos Tercer Mundo”. En fin, concluye Rangel, “si la tesis de que el imperialismo y la dependencia han determinado la desigualdad de las naciones, tuviera algún fundamento sólido en lugar de ser un edificio propagandístico ad hoc sostenido más por la fe (y por la mala fe) que por los hechos, habría que preguntarse cómo pasaron inadvertidas para Marx y Engels y están ausentes de su formidable esfuerzo por entender y explicar toda la historia”.


Fue durante el Segundo Congreso de la Internacional Comunista, celebrado en Moscú en 1920, que los argumentos de Hobson, Hilferding y Lenin sirvieron de sustento a lo que hoy ha terminado por convertirse en un lugar común: detrás de una nominal soberanía nacional, se oculta la real esclavitud de la gran mayoría de la población mundial a manos de una poderosa minoría imperial. A partir de ese momento, el escenario de la confrontación mundial queda fijado entre los países capitalistas desarrollados (el “primer mundo”), la URSS (el “segundo mundo”) y sus aliados (el “tercer mundo”), conformado por “las vanguardias revolucionarias” y los “movimientos nacionalistas” de los países no desarrollados. De modo que la tan difundida consigna de “la liberación nacional y el socialismo” tuvo ahí, en aquel Congreso, sus primeras entonaciones.


De nuevo, los argumentos de Marx habían sido desestimados para dar paso a la recién fundada franquicia leninista. Los países no desarrollados conquistarían el socialismo no a través del máximo desarrollo de sus fuerzas productivas y de sus relaciones de producción, es decir, de la creación de riqueza y abundancia. No, pues, a través de la formación cultural, el desarrollo pleno de todas las potencialidades individuales y de la meritocracia, sino a través de la asistencia “solidaria” y “antimperialista” de la Unión Soviética con los países pobres, siempre y cuando se hicieran miembros alineados de la Internacional Comunista, de la recién creada franquicia bolchevique. Las palabras de Stalin, en 1924, resuenan hoy en las anacronías de algunos cuantos trasnochados: “El camino hacia la victoria de la revolución mundial pasa por la alianza de los comunistas con los movimientos de liberación antimperialista de las colonias y los países dependientes”. Ni se trataba ya de que los trabajadores, profesionales y técnicos, de convicciones democráticas, como sostenía Marx, formaran parte del movimiento. Bastaba con sustentarse sobre el odio de los impotentes y resentidos contra Occidente: “La lucha del emir de Afganistán por la independencia es revolucionaria, no importa que sus opiniones sean monárquicas. Es revolucionaria la lucha de de los empresarios y burgueses de Egipto por la independencia, aunque estén opuestos al socialismo”. Y así se fue conformando un bloque que, desde entonces, encontró el leitmotiv para expiar sus falencias, su corrupción abierta y su estructural ineficiencia en aquellos países que, con el desarrollo de la educación y la tecnología, fueron capaces de producir y acumular riqueza.


Hoy las cosas han cambiado. La Unión Soviética se reestructuró y renovó. China abandonó la “revolución cultural” del maoísmo para devenir un gran imperio. Ambos, bajo sus ancestrales signos de tiranía, han crecido y han desarrollado enormemente sus fuerzas productivas y sus relaciones sociales de producción. Según Lenin, ¿se les podría calificar como amigos de los pueblos no desarrollados? Pero hay regímenes tercermundistas que aún siguen pensando en las bondades de la “alianza solidaria” con sociedades que ni los conciben como aliados ni son solidarias con sus súbditos


El estado leninista.

Por @jrherreraucv  José Rafael Herrera.

Estado Leninista

Dice Gramsci en sus Quaderni que “crear una nueva cultura no significa solamente hacer descubrimientos “originales” individuales: significa, además, difundir verdades ya descubiertas, “socializarlas”, convertirlas “en base de acciones vitales, en elementos de coordinación y de orden intelectual y moral”. Ese es, en su opinión, el hecho “filosófico” más importante y original, mucho más que el descubrimiento de verdades parciales para el consumo exclusivo de alguna élite o algún pequeño grupo de intelectuales. La difusión de una determinada verdad en la sociedad realiza la filosofía, la hace concreta. Y es eso lo que explica el hecho de que Gramsci, siguiendo en lo esencial a Maquiavelo y a Hegel, haya advertido reiterada y enfáticamente la presencia de una diferencia fundamental entre la concepción del Estado apenas trazada por Marx y la sostenida de Lenin.

El sentido común, característico de la sociedad postmoderna, representa –pre-supone– al Estado como una relación real del ejercicio del dominio. En efecto, y como afirma Norberto Bobbio, el Estado aparece, pura y simplemente, como un “aparato de poder”, como un instrumento de dominación jurídica y política que se ejerce sobre, es decir, por encima de un determinado territorio y de una determinada población. En una expresión, la figura del Estado contemporáneo ha sido puesta (setz) y elevada, sensu stricto, como puro poder político, más allá –o más arriba– de la ciudadanía. Se trata de un ente ajeno y extraño a la sociedad, pero que la “controla” o “regula”. Y en esto coinciden –dando por sentado a los fascistas– tanto la interpretación liberal como la interpretación leninista del Estado, aunque los primeros se proclamen como sus detractores y los segundos como sus apologetas.

En una conferencia pronunciada en la Universidad de Sverdlov, en 1919, Lenin afirmaba que “si dejamos de lado las llamadas doctrinas religiosas, las sutilezas, los argumentos filosóficos y las diversas opiniones erigidas por los eruditos, y llegamos a la verdadera esencia del asunto, veremos que el Estado es un aparato de gobierno separado de la sociedad humana. Un aparato especial de coerción para someter la voluntad de otros por la fuerza”. En fin, un instrumento de dominio, un látigo. No se trata de una conquista de la civilización sino de una máquina de y para el sometimiento, controlada por quienes ejercen el poder político: “Nosotros –concluía Lenin– hemos arrancado a los capitalistas esa máquina y nos hemos apoderado de ella. Utilizaremos esa máquina, o garrote, para liquidar toda explotación; y cuando toda explotación haya desaparecido del mundo... relegaremos esa máquina a la basura”.

En la cita anterior, Lenin no sugiere eliminar la máquina represiva de los capitalistas, sino “expropiarla”, tomar posesión de ella. Cambia el “operador” de la máquina, pero no la máquina. Queda abierta la esperanza de que, quizá algún día, la máquina llegue a ser destruida, para lo cual ni hay fecha ni hay calendario. Lo único que cuenta es que, a partir del nuevo empoderamiento “revolucionario”, se invierte por completo la relación de dominio: el antiguo señor se hace nuevo siervo y el viejo siervo se hace nuevo señor. La relación de dominio permanece intacta, porque los viejos dominadores pasan a ser los nuevos dominados y a la inversa. Los unos por encima de los otros, no importa cuántas veces se le dé vuelta a la “tortilla”. Y dependiendo de qué lado de la “tortilla” se encuentre cada quien, se formulará el correspondiente valor axiológico: si estás “de este lado” eres “bueno”, si estás “del otro lado” eres “malo”. La sociedad reducida a escenario hollywoodense o, en el peor de los casos, a telenovela. Y lo peor de todo es que, entre la clase que ahora domina y la clase que ahora es dominada, la sociedad, la multitudo, al decir de Spinoza, termina pagando, siempre, las consecuencias. Semejante modo de comprender las relaciones humanas raya, si no en la vergüenza, como diría Marx, “abierta y directa”, sin duda en la más triste forma de mediocridad.

Son las consecuencias de la representación del Estado como un ente ajeno a la sociedad. Son, en suma, consecuencias derivadas de las fijaciones características del entendimiento abstracto, del “materialismo crudo” y ramplón que impera campante, junto con su ratio instrumental, en tiempos de posmodernidad. Es el logos del imperio del aut-aut sobre la Bildung del sive lo que ha terminado por imponerse. “La doctrina materialista, según la cual los hombres son producto del ambiente y la educación, olvida que el ambiente viene a ser modificado por los hombres y que el educador mismo debe ser educado. Ella termina, necesariamente, con la división de la sociedad en dos partes, una de las cuales es concebida como situada por encima de la otra”. La cita es de Marx, para sorpresa de leninistas y liberales. Es la tercera de las Thesen sobre Feuerbach. Un muy peligroso veneno se ha esparcido a través del sistema circulatorio de la cultura contemporánea: la presuposición de que el Estado es un ente separado, distinto y distante, de la sociedad, cuya función principal, además, consiste en oprimr toda iniciativa privada, individual.

Es verdad que a la filosofía de Marx la anima la crítica del modelo liberalista de Estado, como expresión de la separación entre la sociedad civil y el Estado, separación que da por supuesta. Pero Marx, discípulo de Hegel, se esfuerza en mostrar la necesidad crítica e histórica de generar el reconocimiento de lo uno y lo otro, a diferencia de lo que sucede en los regímenes totalitarios o despóticos, cuyos orígenes se remontan a las tiranías orientales. Considerado como eticidad, el Estado ya no es concebido aquí como un instrumento de dominio, como un “garrote”, sino como un “organismo viviente” –dialéctico–, cuyos términos son, por cierto, la sociedad política y la sociedad civil. En él la iniciativa privada conquista su mayor realización, justamente en virtud del hecho de que el cuerpo jurídico y político se constituye en garantía del máximo desarrollo de las llamadas “fuerzas productivas”, sustentadas en el mérito cognoscitivo y la producción de la riqueza material y espiritual. Como decía Gramsci, se trata de la construcción de una nueva cultura.

La historia como aparato del estado.

El desgarramiento del estado por @jrherreraucv

El conocimiento sin historia es vacío. La historia sin conocimiento es ciega. La descontextualización del conocimiento se identifica con el prejuicio, el dogma y la ignorancia. Aprender frases ortodoxas de memoria y repetirlas una y otra vez, hasta la saciedad -pues se cree que mientras más se repitan se harán más y más verdaderas-, es el “modelo teórico” por excelencia del dogmático, porque con él siembra en la muchedumbre desprevenida el autoconvencimiento, la convicción, la base de quiebre del pensamiento y, consecuentemente, de la libertad.


Historia aparato del estado de los individuos.
Es el que sin por qué, el desplegarse del culto, de la “verdad revelada” y de la resolución del “misterio”. Es la “fe positiva” de la que habla Hegel, el encuentro ideal, el entrelazamiento definitivo de la reflexión del entendimiento con “el suspiro de la creatura agobiada”.

El editor de la revista Der Angriff –El Ataque– y ministro de educación del régimen nacionalsocialista alemán, Joseph Goebbels, lo comprendió muy bien: una mentira repetida mil veces, tarde o temprano, se convierte en la verdad. De pronto, y gracias a la intermediación del vulgar “caletre”, lo falso deviene verdad incuestionable, la parte -el partido- deviene totalidad, lo finito se hace infinito, lo relativo se hace absoluto. Suspendida la historicidad del saber, el vacío y la ceguera se apoderan de la fiel y creyente militancia, que ahora está en capacidad de representarse -¡oh, maravilla!- la conversión de centros de votación desolados nada menos que en ocho millones de votos. ¡Milagro! Las “ángeles” de Jorge han revelado el mensaje oculto, el criptograma sagrado del templo -cuartel- de la montaña.

En estos difíciles días que transcurren, la relectura de Orwell parece hacerse imprescindible, si es que se quiere tener clara conciencia y comprensión de la compleja transmutación de un Estado de cánones modernos en un Estado autocrático, militar y militarista, totalitario, al servicio de una falange -tal vez, “la mano roja” por lo ensangrentada- devenida cartel que, a su vez, se encuentra al servicio de intereses ajenos -auténtica satrapía-, abierta y directamente criminales. Lo cierto es que el Estado, a la luz de su comprensión del modo de vida occidental, ha sido sometido a un doloroso desgarramiento, a expensas de una falaz presuposición, insuficiente -dada su carga irracional-, dogmática y mecanicista, que, por lo demás, ha sido sacada -abstraída- de su contexto histórico concreto. Y no se trata de una cuestión que puedan resolver únicamente “los técnicos” o los “especialistas”. Como tampoco se trata de un asunto de mera cuantificación estadística. No es cosa del mero entendimiento reflexivo. Es cosa nada menos que de la sustancia.

Fue Lenin quien promovió la figura del Estado como un instrumento -o más bien, un garrote- de dominación. Su estrecha visión del Estado -que se origina en el modelo tiránico característico de las sociedades asiáticas- lo conduce a definirlo como una máquina que somete y hace que la clase opresora reprima a la clase oprimida: “El Estado es, en realidad, un aparato de gobierno, separado de la sociedad humana. Un aparato especial de coerción para someter la voluntad de otros por la fuerza”. El medio propio del Estado es interpretado, únicamente, como sociedad política, como el exclusivo uso de la fuerza, y es solo por la fuerza que ejerce su poder. Importa solo la “legalidad”, no la legitimidad. En fin, el propósito de Lenin -y más aún el de sus feligreses- no consiste en romper el instrumento de represión en aras de la convivencia, la equidad o la paz social, sino en tomar posesión de él. La exhortación es a apoderarse de la máquina –del “aparato”–, pero no para destruirlo, sino para que cambie de operador. Y es así como se sustituye a Nicolai -el segundo- por “Bola de Nieve”, según la descripción orwelliana de la Rebelión en la granja.

Para la casta militar, el argumento leninista resulta impecable, atávicamente absoluto y verdadero, pues, como casta nacida en el medioevo, nada conoce de la sociedad civil, de la Bürgerliche Gesellschaft, de los Burgos, gestados en Occidente, en pleno Renacimiento, de los que Marx –a diferencia de Lenin– habla con tanto halago en su Manifiesto. Y es que, a diferencia del Estado tiránico oriental, el Estado republicano moderno occidental es el resultado de la proyección especulativa constituida por la relación -compleja y contradictoria, en sentido dialéctico- de la sociedad civil con la sociedad política. Se trata, como dice Gramsci, de la síntesis de consenso y coerción. En efecto, la sociedad civil es el elemento social que posibilita la concreción de la hegemonía cultural, el contenido ético del Estado, o el “Estado ético”, como el momento de la recíproca compenetración de la estructura y la sobrestructura. Cosa que la distingue de la sociedad política, o cuerpo jurídico-político-burocrático-militar del tejido estatal. Cuando entre ambos términos existe una relación de recíproco reconocimiento, se dice que conforman lo que se conoce como un “bloque histórico”. Pero cuando entre dichos vocablos, es decir, entre lo constituyente y lo constituido, no existe relación sino alejamiento, indiferencia y creciente hostilidad, se puede afirmar que la tensión los convierte en extraños, hasta el punto en el cual se produce el desgarramiento definitivo.

La sociedad contemporánea es testigo de excepción de la transmutación de un Estado moderno republicano en un Estado tiránico oriental. No es casual el hecho de que en la “Lista Clinton” se incluya por vez primera a un presidente del hemisferio no oriental del mundo. El conocimiento y la historia se han desvanecido. Su lugar lo ocupa un anacronismo que solo puede vivir de las miserias del crimen y la corrupción. La instrumentalización del conocimiento es la fe en el dogma y su consecuencia directa es la barbarie. La ignorancia de lo uno y de lo otro, es decir, del conocimiento y de la historia, llega a producir monstruosidades, “bestiones”, los llama Vico, entes disformes, sin cultura y sin tiempo. A la larga, pesa más la civilidad, el “optimismo de la voluntad”. Y no es, como dice algún político -vástago de la triste flacidez del pragmatismo-, que “el bien siempre triunfa sobre el mal”, porque no se trata de un western-spaghetti. Se trata, una vez más, de una cuestión objetiva, de la relación de individuo y sociedad, de su conocimiento e historicidad: se trata de la verdad como “norma de sí misma y de lo falso”.

http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/desgarramiento-del-estado_196793