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Arqueología del Discurso del Amor en la Era del Consumo: Psicología, Psicoanálisis y Estética

Análisis de la influencia de la psicología, psicoanálisis y cosmética en la subjetividad y el amor moderno




   Las formaciones históricas están conformadas por diferentes estratos. Los estratos están regidos por reglas que conforman subjetividades de manera indirecta, es decir implícita pero no ocultos,  por lo cual para poder determinar el estrato sobre los que operan es necesario determinar qué enunciados producen. Por lo tanto debemos determinar a qué familia pertenece nuestro enunciado a extraer y su umbral. En el caso presente nuestro umbral corresponde a: psicología, psicoanálisis, industria cosmética y estética en el marco de la una cultura de consumo, lo que implica una dimensión económica. Todas estas singularidades aisladas constituyen nuestro corpus de trabajo a través del registro de archivo. El mismo ese compone de bibliografía o de páginas webs que dan cuenta de cada uno de estos registros particulares. El corpus es el modo por el cual una época agrupa el lenguaje, lo que Foucault denomina como hay lenguaje.  Nuestra formación histórica está orientada a la búsqueda de los polos productores de enunciados y su condición de posibilidad. El problema sería cómo hacer una ontología sobre las condiciones de posibilidad de los discursos científicos contemporáneos del amor considerados verdaderos. Como ya se mencionó, nos ocuparemos de las singularidades como sistemas de producción de discursos considerados verdaderos y las prácticas que se derivan constituyendo la realidad. También se considerará a las prácticas sociales como productoras de subjetividad. Entonces, la arqueología nos permitirá descubrir lo que subyace a las prácticas, es decir lo objetivado. El siguiente gráfico intentará dar cuenta de lo expuesto hasta el momento:




    La determinación de nuestro corpus nos permite realizar la pregunta sobre la formación histórica que se pretende trabajar: la condición de posibilidad del discurso científico contemporáneo sobre el amor. Ahora bien, la definición de nuestro corpus, nuestro recorte, nos ha entregado los enunciados sobre los cuales habremos de trabajar.


    En la presente cultura de consumo, las relaciones entre lo sujetos adquieren matices inéditos en relación con tiempos pretéritos, sin embargo, la industria cosmética-estética no es una característica exclusiva de los tiempos presentes. Es decir, criterios estéticos normativos siempre hubo, pero lo que señala la actual ruptura con cualquier momento anterior son las reglas  y juegos que determinan un campo en el que se despliegan discursos legitimadores de prácticas sociales que reivindican para sí el carácter científico de sus enunciados. Siguiendo el modelo cosmético-estético, el mismo establece parámetros de aceptación que se traducen en modelos de salud, modelos de pareja, criterios sobre sexualidad que se ven amplificados al concatenarse con otros elementos culturales: discurso psicológico, medios de comunicación- por ejemplo del tipo de films comedias románticas- libros de autoayuda y revistas femeninas. El denominador común es la sexualidad, en el marco de la actual sociedad de consumo, cuyo fundamento lo encontramos en el discurso psicoanalítico y psicológico. La identidad de los sujetos se desprende de la calidad de sus relaciones sexuales, es decir, que el sujeto y la sexualidad determinan representaciones sociales que se traducen en bienestar personal por medio del ejercicio de una buena vida sexual. El imperativo tácito: la sexualidad es un fin en sí mismo, teleología sexual: gozar. Gozar imperativamente. Así la noción de identidad supone cierto esencialismo: el sujeto adulto posee una sexualidad plena o atrofiada dependiendo de cómo se desarrolló su historia personal entorno a la sexualidad infantil.  De esta manera, la sexualidad deviene un fin en sí mismo independiente de otros fines, como por ejemplo los reproductivos. De este modo, la industria cosmética, pese a sus anuncios engañosos que pueden verse en los comerciales, no estimula la singularidad y la afirmación de la multiplicidades, sino por el contrario, determina modelos homogéneos e imágenes estandarizadas de belleza y atractivo sexual.

   Así, los enunciados estéticos producen discursos en los que la sexualidad es redefinida como un valor social cuyas visibilidades podemos advertir en los criterios de elección, en el marco de una dinámica en la que las condiciones de elección han sido pre-definidas, pero no por los agentes, sino por criterios externos fijados por sectores cuyos intereses responden a cuestiones mercantiles. Los enunciados del tipo: valor, autoestima, calidad de vida, seguridad personal, dan cuenta de los elementos que hacen a los discursos del tipo mencionado. 


   Por otro lado, los regímenes de best seller que se aprecian en la literatura del tipo autoayuda como también en los libros de psicología de divulgación y las revistas de tipo femeninas, postulan la preponderancia del yo y la necesidad de sentirse bien con uno mismo para poder establecer vínculos sanos en contraposición con los sentimientos de inseguridad que pondrían de relieve cierta estructura de ese yo defectuosa o no-sana. Porque lo que se valora en este tipo de discursos es la interacción social en relación necesaria con la autoestima. Es decir que, en este modelo, los enunciados dan cuenta de discursos que sostienen que el valor propio es consecuencia de la interacción entre personas cuyas prácticas sociales se traducen en el reconocimiento de los sujetos, que se proyecta en prototipos culturales que tienen como base la industria cosmética estética. Los mismos encuentran su fundamento tanto en la psicología como en el psicoanálisis- o al menos en su versión de divulgación, un ejemplo: los libros de la locutora devenida experta en temas de pareja María Isabel Sánchez- y los estereotipos del tipo publicitario. Así, en el psicoanálisis, el amor está pre-definido por los vínculos de apego con las primeras figuras parentales. Por lo tanto, nuestras relaciones están determinadas,  porque la causa del amor o su fracaso, en este tipo de discurso, se explica en relación con la historia psíquica del sujeto, y por tanto, fuera de su control. En la psicología, las relaciones dependen de configuraciones de compatibilidad entre personalidades, así serán más fructíferas aquellas relaciones cuyas personalidades sean más afines, es decir, compatibles. Ahora bien, ¿qué subyace por debajo de esta formación histórica? ¿Cuál es el estrato que sin omitir las particularidades de los enunciados descriptos los atraviesa a todos ellos? Pero antes de intentar ensayar una respuestas veamos cómo el psicoanálisis explica la homosexualidad desde el conflicto entre la pasividad y la actividad, a través de la historia psíquica del sujeto:


¨Naturalmente, si intentamos seguir el destino de estas reacciones pasivas en el varón, debemos hacerlo así a partir de los comienzos de su vida; debemos seguir las tendencias pasivas en la dependencia del niño con respecto a la madre en la fase oral, y posteriormente el poderoso fortalecimiento de estas tendencias durante la fase anal, en cuyo transcurso el niño depende de la madre en forma pasiva, y casi dolorosa¨[i]  

Y más adelante:

¨Por otra parte, todos nos encontramos en el tratamiento analítico con esos homosexuales pasivos que aparentemente han aceptado su pasividad y en la expresión manifiesta de su sexualidad buscan una pareja masculina activa que los trate como si fuesen mujeres pasivas (…) Muy a menudo evitan totalmente entrar en tratamiento o, cuando lo hacen, no expresan el deseo de ser curados de su homosexualidad.¨[ii]



    No importa considerar aquí si el psicoanálisis  define a la homosexualidad como una enfermedad o no. No es éste el tema. La arqueología, según Foucault, se limita a la descripción objetiva, sin ningún tipo de interpretación. De lo que se trata es de dar cuenta de cómo para el discurso psicoanalítico las relaciones están pre-figuradas por las relaciones parentales del sujeto en la primera infancia, es decir, que se traza una línea histórica de la psiquis del sujeto que va desde ese momento primero hasta su vida de adulto. Opera una reactualización de esas secuencias primeras. Así el amor y los vínculos devienen objeto de investigación, y el sujeto se constituye en sujeto de conocimiento, a través de la figura del analista, y objeto de auto-conocimiento por medio de procesos de introspección, autoanálisis, etc. Aquí hemos intentado dar cuenta de cómo los discursos descriptos se autoerigen como discursos verdaderos en tanto intentan dar cuenta de fenómenos desde cierta racionalidad: en el caso presente, desde el estatuto de ciencias, o, en el caso de los medios de comunicación, desde estrategias de marketing, estudio y técnicas cuantitativas que dan cuenta un sistema racional orientado al mercado de consumo y a la constitución de subjetividades que definen las prácticas sociales. Así, el discurso sobre el amor, las relaciones de pareja, las elecciones, los discursos sobre la sexualidad, se producen desde las prácticas que transforman la realidad. Por ej: el concepto de autoestima no comenzó a instrumentarse hasta que ciertas prácticas discursivas- enunciado: autoayuda, psicológico, industria cosmética-estética- y no discursivas- terapias alternativas, psicoterapias, tips de belleza- se tradujeron en prácticas sociales que producen objetividades. La arqueología debería permitirnos encontrar qué sostiene lo objetivado.



   Las formaciones discursivas responden a reglas de formación. Hemos visto cómo cada uno de estos enunciados se limita a un discurso particular que responde a reglas de formación porque instituyen, es decir, que se despliegan en el marco de instituciones que definen modos de enunciación, o sea,  funciones, prácticas sociales y relaciones. Pero ¿cuál es el estrato que subyace a nuestra formación histórica? Pues bien: el modelo de salud mental, en el marco de una economía de consumo. Conceptos como autoestima, independencia, felicidad, bienestar, madurez emocional y calidad de vida dan cuenta del modelo que los hace posible, el de salud mental. La noción de salud mental debe entenderse como la posibilidad de hacer visibles los fenómenos que constituyen el amor  en tanto el mismo puede ser explicado desde la psicología, el psicoanálisis y libros de autoayuda. Pero el campo en el cual se entrelazan los enunciados con las visibilidades es un escenario de confrontación donde la industria de la moda-estética, los medios de comunicación y los estereotipos ponen de relieve que el campo de las relaciones es conflictivo: de conquista y competencia, de pérdidas y ganancias, en el que los agentes despliegan estrategias de seducción en pos de esas conquistas articulados por una cultura de consumo que las fomenta y estimula por medio de imperativo tácitos: autoestima, independencia, desapego emocional, modelos estéticos, etc; obstaculizando así las relaciones interpersonales, en lugar de allanarlas. Por lo cual las relaciones están vinculadas con factores económicos que se traducen en estos imperativos tácitos. Creo que quien mejor ha plasmado la sensación de vacío que produce el quedar excluido de este modelo de salud mental y por ende del mercado matrimonial es el novelista francés Houellebecq en su novela: Ampliación del campo de batalla. La misma da cuentas del tipo de subjetividad constituida en la contemporaneidad cuando las relaciones no encuentran un punto de anclaje como ocurría en tiempos pretéritos, por ej. a través de la institución del matrimonio, sea ésta civil o religiosa. La novela merece un análisis aparte. Me limito a un pequeño párrafo que ilustra frente a qué tipo de subjetividad hemos referido:

¨Me interno un poco más en el bosque. Detrás de esta colina, según el mapa, están las fuentes del Ardèche. Ya no me interesa; aun así, sigo. Y ya ni siquiera sé dónde están las fuentes; ahora todo se parece. El paisaje es cada vez más dulce, más amable, más alegre; me duele la piel. Estoy en el ojo del huracán. Siento la piel como una frontera, y el mundo exterior como un aplastamiento. La sensación de separación es total; desde ahora estoy prisionero en mí mismo. No habrá fusión sublime, he fallado el blanco de la vida. Son las dos de la tarde.¨[iii]










[i] FREUD, Anna, Estudios psicoanalíticos. Bs As, Paidos, 1978, p.46
[ii] FREUD, Anna, Estudios psicoanalíticos. op. cit., p47             
[iii] HOUELLEBECQ, Michel, Ampliación del campo de batalla. Bs As, Anagrama,p174















Formas y tipos de leer un libro. Hermann Hesse,

Tres tipos de lectores - Ingenuo, Sofisticado y Lúdico



Es una necesidad innata de nuestro espíritu establecer tipos y dividir según ellos a la humanidad. Desde los «caracteres» de Teofrasto y los cuatro temperamentos de nuestros abuelos, hasta la más moderna sicología se percibe esa necesidad de ordenar al ser humano por tipos. También de manera inconsciente cada ser humano clasifica a las personas que le rodean por tipos, por analogías, con aquellos caracteres que fueron importantes en su infancia. A pesar de lo positivas e interesantes que son estas clasificaciones, indiferentemente de que partan de una experiencia puramente personal o que pretendan crear tipos científicos —a veces es muy bueno y fructífero hacer el corte transversal por el reino de la experiencia de manera diferente y comprobar que cada persona lleva rasgos de todos los tipos y que los diversos caracteres y temperamentos también se pueden encontrar como estados que alternan dentro de una personalidad individual.

Al establecer ahora tres tipos, o mejor dicho, tres grados de lectura de libros, no pretendo que el mundo de los lectores se divida en tres órdenes y que uno pertenece a éste y el otro a aquél. Sino que cada uno de nosotros pertenece temporalmente a uno u otro grupo.

Tomemos primero al lector ingenuo. Todos leemos a ratos de manera ingenua. El lector ingenuo toma un libro como el que come una comida, es sólo un receptor, come y se llena, como hace el muchacho con el libro de indios, la criada con la novela rosa o el estudiante con Schopenhauer. El lector no se relaciona con el libro como con una persona, sino como el caballo con el pesebre o como el caballo con el cochero: el libro guía, el lector sigue. La trama se toma objetivamente, se acepta como realidad. ¡Pero no sólo la trama! Existen lectores muy cultos, incluso refinados, sobre todo de literatura, que pertenecen sin duda a la clase de los ingenuos. Estos no se detienen en la trama, no juzgan una novela por ejemplo, por las muertes o los casamientos que se producen en ella, pero toman al autor, toman el aspecto estético del libro de manera completamente objetiva, disfrutan con las vibraciones del autor, se identifican por completo con su actitud frente al mundo y asumen totalmente las interpretaciones que éste da a sus invenciones. Lo que para los espíritus sencillos es la trama, el ambiente y la acción, para estos lectores cultivados, es el arte, el lenguaje, la cultura del autor, su intelecto —lo toman como algo objetivo, como último y supremo valor de una obra literaria, igual que el joven lector acepta las proezas de «Oíd Shatterhand» de Karl May como valores objetivos reales, como realidad.


En su relación con la lectura el lector ingenuo no es en absoluto persona, no es él mismo. Valora lo que sucede en una novela por su emoción, su peligro, su erotismo, su esplendor o miseria, o por el contrario, valora al autor midiendo su obra por los criterios de una estética que, en último término, no deja de ser una convención. El lector admite sin mas que un libro sirve única y exclusivamente para ser leído fiel y atentamente y ser apreciado en su contenido o su forma. Del mismo modo que el pan está para ser comido y la cama para dormir en ella.




Pero como con todas las cosas del mundo, también con los libros se puede adoptar una actitud completamente distinta. En cuanto el ser humano sigue su naturaleza y no su cultura, se vuelve niño y empieza a jugar con las cosas, el pan se convierte en una montaña, en la que puede hacer túneles, y la cama en cueva, en jardín, en campo nevado. El segundo tipo de lector tiene algo de este espíritu infantil, de este genio lúdico. No considera el tema o la forma los únicos y principales valores de un libro. Al igual que los niños, el lector sabe que cada cosa puede tener diez y cien significados. Con una sonrisa contempla cómo el autor o el filósofo se esfuerzan en convencerse a sí mismos y a los lectores de su interpretación y valoración de las cosas, y la aparente arbitrariedad y libertad del escritor le parecerá nada más que compulsión y pasividad. Este lector sabe ya lo que los profesores y críticos de literatura suelen ignorar: que no existe la libre elección del tema y de la forma. Cuando el historiador de literatura dice: Schiller eligió en tal año tal tema y decidió tratarlo en yambos pentasílabos, el lector sabe que ni el tema ni los yambos se ofrecían a la libre elección del autor, y le divierte ver que el tema no está en manos de su autor, sino que éste se halla bajo el dominio de su tema. Bajo este punto de vista, los llamados valores estéticos desaparecen casi por completo y los errores y las vacilaciones pueden tener precisamente el máximo encanto y valor. El lector no sigue al autor como el caballo al cochero, sino como el cazador el rastro, y una súbita mirada detrás de la aparente libertad del escritor, sobre su compulsión y su pasividad, puede entusiasmarle más que todos los encantos de una buena técnica y de un idioma cultivado.


En esta línea y en un grado superior, encontramos el tercer y último tipo de lector. Vuelvo a insistir en que nadie pertenece permanentemente a uno de estos tipos, que cada uno de nosotros puede pertenecer hoy al segundo, mañana al tercero y pasado mañana de nuevo al primer grado. Pasemos ahora al tercer y último tipo. A primera vista es lo contrario de lo que se entiende normalmente por un «buen lector». Tiene tanta personalidad, es tan él mismo que se enfrenta con completa libertad a su lectura. No pretende cultivarse, ni distraerse, no utiliza un libro de manera distinta que cualquier otro objeto del mundo, para él es punto de partida y estímulo. En el fondo le da igual lo que lee. No lee al filósofo para creerle, para adoptar sus teorías o para atacarlas o criticarlas, no lee al poeta para que le interprete el mundo. El mismo se lo interpreta. Es, en cierto modo, completamente niño. Juega con todo y desde un cierto punto de vista, nada es más fecundo y productivo que jugar con todo. Cuando este lector encuentra en un libro una sentencia hermosa, una sabiduría, una verdad, prueba antes que nada volverla del revés. Desde hace tiempo sabe que cada opinión es un polo con otro polo opuesto, tan bueno como él. Es un niño porque valora el pensamiento asociativo, aunque también conoce el otro. Y así este lector, o más bien todos nosotros en el momento en que alcanzamos este grado, podemos leer todo lo que queramos, una novela, una gramática, un horario de trenes, pruebas de imprenta. En el momento en que nuestra fantasía y capacidad de asociación alcanzan su máxima altura no leemos ya lo que tenemos delante, escrito sobre el papel, nadamos llevados por la corriente de sugerencias e ideas que recibimos. Surgen del texto o solamente de las letras. El anuncio de un periódico puede convertirse en una revelación. El pensamiento más feliz, más positivo puede brotar de una palabra completamente indiferente que el lector invierte y con cuyas letras juega como con un mosaico. En ese estado el cuento de «Caperucita roja» puede leerse como cosmogonía o filosofía o como exuberante obra erótica. También se puede leer la marca «Colorado Maduro» sobre una caja de cigarros y jugar con las palabras, las letras, las asociaciones y recorrer interiormente los cien reinos del saber, del recuerdo y del pensamiento.

Algunos objetarán —¿es esto aún leer? ¿Es todavía lector el que lee una página de Goethe sin preocuparse de las intenciones y opiniones de Goethe, como un anuncio o como un conjunto casual de letras? ¿No es el nivel de lector que llamas el tercero y último el más bajo, infantil y bárbaro? ¡Dónde se queda para ese lector la música de Hölderlin, la pasión de Lenau, la voluntad de Stendhal, la grandiosidad de Shakespeare! La objeción es justa. El lector del tercer grado no es ya un lector. La persona que pertenece a este grado permanentemente dejaría pronto de leer, porque el dibujo de una alfombra o el orden de las piedras de un muro tendrían para él el mismo valor que la más hermosa página de letras perfectamente ordenadas. El único libro sería para él una página con las letras del abecedario.


Así es; el lector del último grado ya no es un lector. Se carcajea de Goethe. No necesita a Shakespeare. El lector del último grado no lee en absoluto. ¿Para qué los libros? ¿No tiene él todo el mundo dentro de sí?
El que siempre permaneciese en este grado no leería nada. Pero nadie permanece siempre en este grado. Sin embargo, el que no lo conoce es un lector malo e inmaduro. No sabe que toda la literatura y filosofía del mundo se encuentran también dentro de él mismo, que ni el poeta más grande bebe de otra fuente que la que posee cada uno en su propio ser. Quédate aunque sólo sea una vez en la vida durante una hora, o un día, en el tercer grado, en el que ya no se lee, y después (¡el regreso es tan fácil!) serás un lector mejor, un oyente e interpretador mejor de todo lo escrito. Basta con que una sola vez hayas conocido el grado en el que la piedra del camino significa tanto como Goethe o Tolstoi y después extraerás de la vida y de ti mismo más valor, más jugo, más miel y más estímulos que nunca. Porque las obras de Goethe no son Goethe, y los libros de Dostoievski no son Dostoievski, son sólo su intento, dudoso y nunca realizado, de conjurar el mundo complejo y heterogéneo cuyo centro fue.


Intenta retener una sola vez una sucesión de ideas que se te ocurra durante un paseo. O, lo que aparentemente es más fácil, un sueño sencillo que hayas tenido esa noche. Soñaste que un hombre te amenazaba primero con un bastón y que luego te concedía una condecoración. Pero ¿quién era el hombre? Haces memoria, descubres en él rasgos de tu amigo, de tu padre, pero también hay algo en él que es distinto, que es femenino, tenía no sabes qué, algo que te recordaba a una hermana, una amada. Y el bastón, con el que te amenazaba tenía un puño que te recuerda el bastón que llevaste en tu primera excursión como colegial, y entonces irrumpen cien mil recuerdos, y si quieres retener y escribir el contenido de ese sencillo sueño, aunque sólo sea taquigráficamente o con muy pocas palabras, habrás escrito antes de llegar a la condecoración un libro entero, o dos, o diez. Porque el sueño es el agujero por el que contemplas el contenido de tu alma y ese contenido es el mundo, ni más ni menos: el mundo entero desde tu nacimiento hasta hoy, desde Homero hasta Heinrich Mann, desde el Japón hasta Gibraltar, desde Sirio hasta la Tierra, desde Caperucita Roja hasta Bergson. —Y así como el intento de escribir tu sueño se relaciona con el mundo que tu sueño abarca, así se relaciona la obra del autor con lo que éste quería decir.

La segunda parte del «Fausto» de Goethe ha sido interpretada durante casi cien años por eruditos y aficionados que han dado las interpretaciones más hermosas y más estúpidas, las más profundas y las más banales. En cada obra literaria existe, aunque veladamente escondida bajo la superficie, la polivalencia indefinida, esa «superdeterminación de los símbolos», como dice la nueva sicología. Si no la comprendes, aunque sea una sola vez en su infinita riqueza e impenetrabilidad, te sentirás limitado ante todo poeta y pensador, tomarás por el todo lo que sólo es una pequeña parte, creerás en interpretaciones que apenas hacen justicia a la superficie.

Las evoluciones del lector entre los tres grados son, se sobreentiende, posibles en todos los terrenos. Puedes adoptar los mismos tres grados con mil grados intermedios frente a la arquitectura, la pintura, la zoología y la historia. El tercer grado, en el que eres más tú mismo, siempre superará tu condición de lector, disolverá la poesía, el arte, la historia universal. Y sin embargo, sin conocer intuitivamente este grado leerás siempre los libros, las ciencias y las artes como un colegial su gramática.

Stock de cuerpos para sexo.

Lectura de Baudrillard Jean.

Crítica de la razón sexual, genealogía de la moral, sexualidad como hábito consciente, culturas de seducción y sensualidad, sexualidad como servicio, ritual de reciprocidad, cultura de eyaculación precoz, economía libidinal, naturalización del deseo, represión y liberación, forma productiva del sexo



Hay que hacer una crítica de la razón sexual o mejor una genealogía de la razón sexual como Níetzsche ha hecho una genealogía de la moral, pues es nuestra nueva moral. Se podría decir de la sexualidad como de la muerte: «Es un hábito al que no hace tanto tiempo hemos acostumbrado a la consciencia.»


Permanecemos íncomprensivos y vagamente compasivos ante esas culturas para las que el acto sexual no es una finalidad en sí, para las que la sexualidad no tiene esa seriedad mortal de una energía que hay que liberar, de una eyaculación forzada, de una producción a toda costa, de una contabilidad higiénica del cuerpo.



Culturas que preservan largos procesos de seducción y de sensualidad, en los que la sexualidad es un servicio entre otros, un largo proceso de dones y contra-dones, no siendo el acto amoroso sino el término eventual de esta reciprocidad acompasada por un ritual ineludible. Para nosotros eso ya no tiene sentido, para nosotros lo sexual se ha convertido estrictamente en la actualización de un deseo en un placer — lo demás es literatura. Extraordinaria cristalización de la función orgásmica y en general de la función energética.

 
Somos una cultura de la, eyaculación precoz. Cualquier seducción, cualquier forma de seducción, que es un proceso enormemente ríiualizado, se borra cada vez más tras el imperativo sexual naturalizado, tras la realización inmediata e imperativa de un deseo. Nuestro centro de gravedad se ha desplazado efectivamente hacia una economía libidinal que ya sólo deja sitio a una naturalización del deseo consagrado, bien a la pulsión, bien al funcionamiento maquínico, pero sobre todo a lo imaginario de la represión y de la liberación.

 
En lugar de una forma seductiva, de ahora en adelante se ínstaura el proceso de una forma productiva, de una «economía» del sexo: retrospectiva de una pulsión, alucinación de un stock de energía sexual, de un inconsciente donde se inscriben la represión y los pavores del deseo: todo esto, y lo psíquico en general, provienen de la forma sexual autonomizada — como en otros tiempos la naturaleza y lo económico fueron el precipitado de la forma autonomizada de la producción. Naturaleza y deseo, ambos idealizados, se suceden en los esquemas progresivos de liberación, la de las fuerzas productivas antiguamente, hoy la del cuerpo y el sexo.

Penélope.

Ulises, en La Odisea.




“Si al menos él volviera y cuidara de mi vida,

mayor sería mi gloria y mi belleza. Ahora estoy

afligida, pues son tantos los males que se han agitado

en mi contra, pues quienes dominan me pretenden

contra mi voluntad y arruinan mi casa”.

                                                  Homero, Odisea, XIX






La literatura épica tiene, entre sus mayores atributos, la construcción de modelos trascendentales que, no obstante, son capaces de producir condiciones plenas de vida real, de existencia concreta. Mediante ella -al decir de Vico, la poética del curso que siguen las naciones- el verum deviene certum. Las ideas dejan de ser gaseosas y ajenas abstracciones del “debería” para mostrar la autenticidad de su rostro humano, histórico, de carne y sangre. No por caso, lo épico ha sido llamado “lo digno de ser imitado”. Y, de hecho, la mímesis es la forma característica de la estética clásica y, según Aristóteles, la finalidad esencial del arte. Sus personajes son arquetípicos, sintetizan ideas y valores que terminan siendo guías del entramado social, dando cohesión al Ethos y haciendo posible la adecuación de la fuerza y la astucia a objeto de conquistar de la libertad.

Es posible que el astuto y versátil Odiseo -o Ulises, como también se le conoce- no haya existido en realidad. O tal vez sí. En todo caso, las gruesas cortezas del árbol de la historia terminaron por transformarlo en el fundador del ingenio humano y, más recientemente, en el legendario héroe de la mitología griega, tal como la industria cultural habitúa representarlo. Pero con independencia de las caracterizaciones canónicas que de su figura se hayan hecho o intentado hacer, Odiseo es ni más ni menos que el nervio central del Volksgeist de cada sociedad occidental, de sus  “muchos senderos” y de su “multiforme ingenio”. De ahí la condición emblemática de su figura y el valor de la irreverencia de su guiño. 

Víctima de un conflicto no deseado, que tuvo por necesidad que asumir hasta sus últimas consecuencias, Ulises se vio obligado a transcurrir veinte largos años de su vida fuera de Ítaca, su casa, sometido a los designios de un destino del que, en buena medida, fue copartícipe y que, por eso mismo, debió asumir con paciencia y perseverancia, pero sobre todo con sagacidad, a objeto de recuperar -cuando menos en parte- la vida que se le había arrebatado, especialmente al lado de ella, de Penélope, la paciente y habilidosa hilandera -y, en este sentido, maquinadora- de una mortaja infinita, que tejía y destejía, una y otra vez. Aguardaba, con firme convicción, el regreso de su Odiseo.Y fue tramando esa gran red de la perseverante voluntad, que terminaría por asfixiar los presagios de una eterna sumisión. La perspicacia de Odiseo y la tenacidad de Penélope terminaron por imponerse sobre “los pretendientes”, tal vez, una de las primeras figuras de la experiencia de la conciencia gansteril parasitaria -sanguijuelas, saqueadores de las riquezas de un país- en la historia de la cultura occidental. Gracias a la fiel y paciente abnegación de Penélope Odiseo pudo, en el momento propicio, restablecer la oikonomía, el orden en casa. Y es que -Magister Cerati dixit- “No hay nada mejor que casa”.


Penélope es el símbolo de la fidelidad, pero además de arrojo y astucia. A fin de cuentas, es hija de Esparta, nacida del vientre de una bella ninfa de agua dulce. Cuando Penélope y Odiseo se encuentran, pierden el aliento, quedan mudos, y a partir de entonces ya no quisieron separarse más. Él se hizo su pueblo y ella su dirigente. Ella se hizo su pueblo y él su dirigente. Icario, su padre, intentó detener su partida a Ítaca. Pero Penélope guardó silencio y cubrió su rostro con un velo. Fue su manera de expresar la inquebrantable decisión de entregarse a la causa de Odiseo. Y, en ese mismo lugar, Icario mandó a construir un templo dedicado al pudor. Poco tiempo después se desata la guerra en las playas de Troya y Ulises, reclutado por Palamedes, se ve obligado a participar en ella, de modo que debió partir sin saber que su retorno a Ítaca tardaría veinte años. En ese largo recorrido fenomenológico, a través de las más diversas figuras de la experiencia de la conciencia, desde la certeza sensible hasta el saber absoluto y desde el yo hasta el nosotros, Penélope debió enfrentar, con firme determinación, el voraz acoso de los pretendientes, quienes instalados en su casa terminaron por mantenerla bajo secuestro, convencidos de la inminente muerte de Odiseo. Del patrimonio de Ítaca comían y bebían con voracidad, a su antojo, al punto de diezmarla hasta la ruina. No obstante, Penélope presentía el regreso de su esposo y, con él, la finalización de aquel largo período de tormentos.


Después de dieciséis años de espera, los pretendientes le exigieron oficializar la muerte de Odiseo y escoger a uno de ellos por consorte. Fue entonces cuando Penélope, para eludirlos, anunció que participaría en la elección después de terminar de tejer la mortaja de Laertes -ese círculo de círculos, esa red en espiral de la resistencia. Durante cuatro años tejía de día y destejía de noche, mientras, sigilosamente, iba urdiendo el sagrado tricolor de la libertad. Cuando fue delatada por una esclava, ya era demasiado tarde para las farras de los pretendientes: Odiseo estaba de vuelta y ya había elaborado un ardid contra ellos. Entonces Penélope les anunció que aquel que tensara el arco que Odiseo había recibido de Ífito, se uniría en matrimonio con ella. Al final, ninguno de ellos lo pudo tensar. Odiseo lo tensó mientras Eumeo, Filetio y su hijo Telémaco cerraban las puestas del gran salón. Atrapados en las redes y una vez armado el arco, Odiseo flechó a todos los pretendientes. Ítaca había sido liberada, para la gloria del ingenioso Odiseo y la persistente tejedora, Penélope.              

          






José Rafael Herrera

@jrherreraucv


Cándido y la ingenua idea de que el mundo es el mejor de los posibles

Cándido de Voltaire


 

Que el mundo esté mejorando es una promesa que nos regaló Hegel, y cuyo testimonio recoge elocuentemente un científico británico en un libro llamado “El optimista racional”. De esta idea, que viene desde los inicios del idealismo alemán, toma su argumento Voltaire para desarrollar uno de sus trabajos más emblemáticos. La novela se desarrolla en una secuencia improbable de eventos trágicos que prácticamente se atropellan uno tras otro en cada personaje; el propósito del autor no es tanto desarrollar la superficialidad de la trama y por eso no abunda en detalles descriptivos, cada historia es una representación metafórica de la crítica voltairiana a las injusticias del mundo y a la interpretación consoladora de que vivimos en “el mejor mundo posible”.

 

Para la lectura moderna, donde ciertas formas de barroco empalagan, quizá Voltaire exagera las desdichas de sus actores, pero hay que mencionar que el espíritu de la obra se inscribe en una crítica satírica al pensamiento de Leibniz, por lo que el autor usa estos recursos para ilustrar de manera redundante cómo las miserias humanas pueden resultar insuficientes para quebrar el espíritu de un optimista dogmático.

 

Los personajes de Cándido son mártires que soportan con paciencia estoica las vejaciones y el infortunio. El personaje emblemático que mejor encarna el fatalismo de la existencia es “La vieja”; ésta representa el consuelo de que la humillación humana siempre puede ser peor.

 

Pero, sin hacer más que hablar, salvo Cacambo que

«sobrecargado de trabajo, maldecía su suerte», «el aburrimiento era tan

excesivo que la vieja osó decirles un día: «Quisiera saber ¿qué es peor si ser

violada cien veces por piratas negros, verse cortar una nalga, pasar por las

varas de los búlgaros, ser azotada y ahorcada en un auto-de-fe, ser disecada,

remar en galeras, soportar al fin todas las miserias por las que hemos

pasado, o estarse aquí sin hacer nada? —Es una gran pregunta», dijo

Cándido.

 

No podemos hablar de masoquismo en los personajes de Cándido, porque no disfrutan el dolor ni el sufrimiento, las desgracias les llegan precisamente buscando la felicidad, y aunque hay cierta resignación ante el destino, los aferra a la existencia el mantra de Pangloss “el mejor de los mundos posibles”, fin último de la teodicea leibniziana.

 

Pangloss es la personificación caricaturezca de Leibniz, con su principio de razón suficiente. La esperanza de Cándido y Pangloss está arraigada a la posibilidad de que si Dios es omnipotente y bueno ha considerado todos los mundos posibles y nos ha regalado el mejor de ellos, y el mal, materializado como dolor y sufrimiento, no es más que la ausencia del bien. Pangloss es el optimista radical, justificador de una teodicea que, dadas las circunstancias, resulta poco alentadora y Cándido representa a los ingenuos seguidores de una filosofía dogmática que justifica los males en el mundo como condición necesaria para un bien mayor.

 

—¡Bueno! mi querido Pangloss, le dijo Cándido, cuando os han

ahorcado, disecado, molido a golpes, y habéis remado en galeras, ¿habéis

seguido pensando que todo iba lo mejor posible? —Sigo fiel a mi primer

sentir, contestó Pangloss; puesto que al fin soy filósofo: no me conviene

desdecirme. Leibniz no puede equivocarse y, por otra parte, la armonía

preestablecida es, con lo pleno y la materia sutil, lo más bello.»

 

También nos recuerda Cándido la lectura del Libro de Job; una de sus ideas finales es la impotencia de la razón humana para entender algunos designios divinos, por un lado evidencia la incapacidad de la razón por entender la planificación de un mundo que fue “ideado” desde siempre (plan divino), y que además ha sido creado por alguien superior donde el logos es apenas un artilugio precario para que los hombres puedan interactuar con la naturaleza pero condenados a vivir en una realidad incomprensible y agonizante. Es constante en la historia de Voltaire la pregunta de porqué Dios actúa de esa manera misteriosa, permitiendo calamidades y desgracias, y la respuesta permanente es la aceptación del fatum desde una visión alentadora que se consuela con un futuro redentorio.

 

Son muchos los matices que encontramos en la doctrina de Leibniz, sin embargo no se identifican claramente en la historia de Voltaire. Leibniz habla de que Dios nos ha concedido el mejor de los mundos posibles, también justifica en cierta forma, que esas representaciones del mal que logramos detectar en ciertas cosas, a pesar de que no son creadas por Dios, son necesarias en la medida que justifican un bien mayor, es decir, disfrutar de la comida es uno de los máximos placeres de los cuales Dios ha dotado este “mundo perfecto”, sin embargo, el “hambre” que en principio es algo malo, es el deseo que nos conecta con la satisfacción del comer; si no sintiéramos el “hambre” como “necesidad” no sería posible saciarla con los más ricos manjares que también Dios nos ha concedido.

 

La crítica de Voltaire a Leibniz no es novedad de este cuento filosófico. La escritura de Cándido inicia en 1758, sin embargo, hay un evento clave que atormenta a Voltaire desde hace varios años. En 1756 tuvo lugar el “Gran terremoto de Lisboa”, una tragedia de magnitudes descomunales que acabó con la vida de aproximadamente 100.000 personas, para ese entonces, la filosofía de Leibniz contaba con la simpatía de gran parte del mundo intelectual y fue inevitable analizar éste hecho desde el principio de razón suficiente que explica su teoría. Ya en 1756 Voltaire escribe su Poema sobre el desastre de Lisboa, y en él, aunque de una forma menos directa, denuncia el postulado del “mejor mundo posible” con menos sarcasmo que indignación, así como también explica la humillación que representa justificar las miserias humanas con un plan divino que es incomprensible a la razón.

 

El final del cuento es muy alegórico, todos los personajes con sus distintas -y a veces antagónicas- ideologías parecen confluir en un punto común. “«También sé que tenemos que cultivar nuestro jardín», es la frase que condensa la decisión de Cándido, y que comparten los otros actores, como resignación ante las injusticias del mundo y la incomprensión de los designios providenciales que neciamente nos empecinamos en resolver.

 

Cándido, al volver a su granja, meditó profundamente sobre el discurso

del turco. Les dijo a Pangloss y a Martín: «Este buen anciano me parece

haber conseguido mejor condición que los seis reyes con los que hemos

tenido el honor de cenar. Las grandezas, dijo Pangloss, son muy peligrosas,

según informan todos los filósofos: pues en fin, Eglon, rey de los moabitas,

fue asesinado por Aod; Absalón fue colgado del pelo y traspasado con tres

dardos; el rey Nadab, hijo de Jeroboam, fue muerto por Baasa; el rey Ela,

por Zambri; Ocozías, por Jehú; Atali, por Joiada; los reyes Joaquín,

Jeconías, Sedecías, fueron esclavos. ¿Sabéis cómo perecieron Creso,

Astiages, Darío, Dionisio de Siracusa, Pirro, Perseo, Nerón, Oto, Vitelio,

Domiciano, Ricardo III, María Estuardo, Carlos I, los tres Enriques de

Francia, el emperador Enrique IV? Sabéis... —También sé, dijo Cándido,

que tenemos que cultivar nuestro jardín. —Tenéis razón, dijo Pangloss;

porque cuando el hombre fue puesto en el jardín del Edén, fue puesto allí

“ut operaretur eum”, para que trabajara: lo cual prueba que el hombre no ha

nacido para el descanso. —Trabaja sin razonar, dijo Martín; es la única

forma de hacer soportable la vida.»

 

 

 

Con esa frase se deslinda Cándido de las elucubraciones metafísicas sobre si el mundo es o no el mejor de los posibles, las tareas más sencillas y que forman parte de la vida diaria nos anclan a nuestra realidad y a su vez permite que seamos útiles a los demás; una idea muy propia de la Ilustración (heredada de Aristóteles) donde el bien particular que se procura cada hombre debe ir en armonía con los intereses generales (bien común).

 

A pesar de que Cándido no es el personaje que identifica a Voltaire, la metáfora final coincide con el momento que vive el autor, después de recorrer el mundo entre escondites y persecuciones, teatros, bares y amigos; Voltaire busca el retiro en una pequeña finca en Ferney, territorio francés pero a pocos metros de la frontera con Suiza. La granja en la Costa del Propóntide es la Ferney de Voltaire, allí concluye su travesía.

 

 

Por Carlos Rondón Avila / @phronimos