“Si al menos él volviera y cuidara de mi vida,
mayor sería mi gloria y mi belleza. Ahora estoy
afligida, pues son tantos los males que se han agitado
en mi contra, pues quienes dominan me pretenden
contra mi voluntad y arruinan mi casa”.
Homero, Odisea, XIX
La literatura épica tiene, entre sus mayores atributos, la construcción de modelos trascendentales que, no obstante, son capaces de producir condiciones plenas de vida real, de existencia concreta. Mediante ella -al decir de Vico, la poética del curso que siguen las naciones- el verum deviene certum. Las ideas dejan de ser gaseosas y ajenas abstracciones del “debería” para mostrar la autenticidad de su rostro humano, histórico, de carne y sangre. No por caso, lo épico ha sido llamado “lo digno de ser imitado”. Y, de hecho, la mímesis es la forma característica de la estética clásica y, según Aristóteles, la finalidad esencial del arte. Sus personajes son arquetípicos, sintetizan ideas y valores que terminan siendo guías del entramado social, dando cohesión al Ethos y haciendo posible la adecuación de la fuerza y la astucia a objeto de conquistar de la libertad.
Es posible que el astuto y versátil Odiseo -o Ulises, como también se le conoce- no haya existido en realidad. O tal vez sí. En todo caso, las gruesas cortezas del árbol de la historia terminaron por transformarlo en el fundador del ingenio humano y, más recientemente, en el legendario héroe de la mitología griega, tal como la industria cultural habitúa representarlo. Pero con independencia de las caracterizaciones canónicas que de su figura se hayan hecho o intentado hacer, Odiseo es ni más ni menos que el nervio central del Volksgeist de cada sociedad occidental, de sus “muchos senderos” y de su “multiforme ingenio”. De ahí la condición emblemática de su figura y el valor de la irreverencia de su guiño.
Víctima de un conflicto no deseado, que tuvo por necesidad que asumir hasta sus últimas consecuencias, Ulises se vio obligado a transcurrir veinte largos años de su vida fuera de Ítaca, su casa, sometido a los designios de un destino del que, en buena medida, fue copartícipe y que, por eso mismo, debió asumir con paciencia y perseverancia, pero sobre todo con sagacidad, a objeto de recuperar -cuando menos en parte- la vida que se le había arrebatado, especialmente al lado de ella, de Penélope, la paciente y habilidosa hilandera -y, en este sentido, maquinadora- de una mortaja infinita, que tejía y destejía, una y otra vez. Aguardaba, con firme convicción, el regreso de su Odiseo.Y fue tramando esa gran red de la perseverante voluntad, que terminaría por asfixiar los presagios de una eterna sumisión. La perspicacia de Odiseo y la tenacidad de Penélope terminaron por imponerse sobre “los pretendientes”, tal vez, una de las primeras figuras de la experiencia de la conciencia gansteril parasitaria -sanguijuelas, saqueadores de las riquezas de un país- en la historia de la cultura occidental. Gracias a la fiel y paciente abnegación de Penélope Odiseo pudo, en el momento propicio, restablecer la oikonomía, el orden en casa. Y es que -Magister Cerati dixit- “No hay nada mejor que casa”.
Penélope es el símbolo de la fidelidad, pero además de arrojo y astucia. A fin de cuentas, es hija de Esparta, nacida del vientre de una bella ninfa de agua dulce. Cuando Penélope y Odiseo se encuentran, pierden el aliento, quedan mudos, y a partir de entonces ya no quisieron separarse más. Él se hizo su pueblo y ella su dirigente. Ella se hizo su pueblo y él su dirigente. Icario, su padre, intentó detener su partida a Ítaca. Pero Penélope guardó silencio y cubrió su rostro con un velo. Fue su manera de expresar la inquebrantable decisión de entregarse a la causa de Odiseo. Y, en ese mismo lugar, Icario mandó a construir un templo dedicado al pudor. Poco tiempo después se desata la guerra en las playas de Troya y Ulises, reclutado por Palamedes, se ve obligado a participar en ella, de modo que debió partir sin saber que su retorno a Ítaca tardaría veinte años. En ese largo recorrido fenomenológico, a través de las más diversas figuras de la experiencia de la conciencia, desde la certeza sensible hasta el saber absoluto y desde el yo hasta el nosotros, Penélope debió enfrentar, con firme determinación, el voraz acoso de los pretendientes, quienes instalados en su casa terminaron por mantenerla bajo secuestro, convencidos de la inminente muerte de Odiseo. Del patrimonio de Ítaca comían y bebían con voracidad, a su antojo, al punto de diezmarla hasta la ruina. No obstante, Penélope presentía el regreso de su esposo y, con él, la finalización de aquel largo período de tormentos.
Después de dieciséis años de espera, los pretendientes le exigieron oficializar la muerte de Odiseo y escoger a uno de ellos por consorte. Fue entonces cuando Penélope, para eludirlos, anunció que participaría en la elección después de terminar de tejer la mortaja de Laertes -ese círculo de círculos, esa red en espiral de la resistencia. Durante cuatro años tejía de día y destejía de noche, mientras, sigilosamente, iba urdiendo el sagrado tricolor de la libertad. Cuando fue delatada por una esclava, ya era demasiado tarde para las farras de los pretendientes: Odiseo estaba de vuelta y ya había elaborado un ardid contra ellos. Entonces Penélope les anunció que aquel que tensara el arco que Odiseo había recibido de Ífito, se uniría en matrimonio con ella. Al final, ninguno de ellos lo pudo tensar. Odiseo lo tensó mientras Eumeo, Filetio y su hijo Telémaco cerraban las puestas del gran salón. Atrapados en las redes y una vez armado el arco, Odiseo flechó a todos los pretendientes. Ítaca había sido liberada, para la gloria del ingenioso Odiseo y la persistente tejedora, Penélope.
José Rafael Herrera
@jrherreraucv
Que el mundo esté mejorando es una promesa
que nos regaló Hegel, y cuyo testimonio recoge elocuentemente un científico
británico en un libro llamado “El optimista racional”. De esta idea, que
viene desde los inicios del idealismo alemán, toma su argumento Voltaire para
desarrollar uno de sus trabajos más emblemáticos. La novela se desarrolla en
una secuencia improbable de eventos trágicos que prácticamente se atropellan
uno tras otro en cada personaje; el propósito del autor no es tanto desarrollar
la superficialidad de la trama y por eso no abunda en detalles descriptivos,
cada historia es una representación metafórica de la crítica voltairiana a las
injusticias del mundo y a la interpretación consoladora de que vivimos en “el
mejor mundo posible”.
Para la lectura moderna, donde ciertas
formas de barroco empalagan, quizá Voltaire exagera las desdichas de sus
actores, pero hay que mencionar que el espíritu de la obra se inscribe en una
crítica satírica al pensamiento de Leibniz, por lo que el autor usa estos
recursos para ilustrar de manera redundante cómo las miserias humanas pueden resultar
insuficientes para quebrar el espíritu de un optimista dogmático.
Los personajes de Cándido son mártires que
soportan con paciencia estoica las vejaciones y el infortunio. El personaje
emblemático que mejor encarna el fatalismo de la existencia es “La vieja”; ésta
representa el consuelo de que la humillación humana siempre puede ser peor.
Pero, sin hacer
más que hablar, salvo Cacambo que
«sobrecargado
de trabajo, maldecía su suerte», «el aburrimiento era tan
excesivo que la
vieja osó decirles un día: «Quisiera saber ¿qué es peor si ser
violada cien
veces por piratas negros, verse cortar una nalga, pasar por las
varas de los
búlgaros, ser azotada y ahorcada en un auto-de-fe, ser disecada,
remar en
galeras, soportar al fin todas las miserias por las que hemos
pasado, o
estarse aquí sin hacer nada? —Es una gran pregunta», dijo
Cándido.
No podemos hablar de masoquismo en los
personajes de Cándido, porque no disfrutan el dolor ni el sufrimiento, las
desgracias les llegan precisamente buscando la felicidad, y aunque hay cierta
resignación ante el destino, los aferra a la existencia el mantra de Pangloss “el
mejor de los mundos posibles”, fin último de la teodicea leibniziana.
Pangloss es la personificación
caricaturezca de Leibniz, con su principio de razón suficiente. La
esperanza de Cándido y Pangloss está arraigada a la posibilidad de que si Dios
es omnipotente y bueno ha considerado todos los mundos posibles y nos ha
regalado el mejor de ellos, y el mal, materializado como dolor y sufrimiento,
no es más que la ausencia del bien. Pangloss es el optimista radical,
justificador de una teodicea que, dadas las circunstancias, resulta poco
alentadora y Cándido representa a los ingenuos seguidores de una filosofía
dogmática que justifica los males en el mundo como condición necesaria para un
bien mayor.
—¡Bueno! mi
querido Pangloss, le dijo Cándido, cuando os han
ahorcado,
disecado, molido a golpes, y habéis remado en galeras, ¿habéis
seguido
pensando que todo iba lo mejor posible? —Sigo fiel a mi primer
sentir,
contestó Pangloss; puesto que al fin soy filósofo: no me conviene
desdecirme.
Leibniz no puede equivocarse y, por otra parte, la armonía
preestablecida
es, con lo pleno y la materia sutil, lo más bello.»
También nos recuerda Cándido la lectura del
Libro de Job; una de sus ideas finales es la impotencia de la razón humana para
entender algunos designios divinos, por un lado evidencia la incapacidad de la
razón por entender la planificación de un mundo que fue “ideado” desde siempre
(plan divino), y que además ha sido creado por alguien superior donde el logos
es apenas un artilugio precario para que los hombres puedan interactuar con la
naturaleza pero condenados a vivir en una realidad incomprensible y agonizante.
Es constante en la historia de Voltaire la pregunta de porqué Dios actúa de esa
manera misteriosa, permitiendo calamidades y desgracias, y la respuesta
permanente es la aceptación del fatum desde una visión alentadora que se
consuela con un futuro redentorio.
Son muchos los matices que encontramos en
la doctrina de Leibniz, sin embargo no se identifican claramente en la historia
de Voltaire. Leibniz habla de que Dios nos ha concedido el mejor de los mundos
posibles, también justifica en cierta forma, que esas representaciones del mal
que logramos detectar en ciertas cosas, a pesar de que no son creadas por Dios,
son necesarias en la medida que justifican un bien mayor, es decir, disfrutar
de la comida es uno de los máximos placeres de los cuales Dios ha dotado este
“mundo perfecto”, sin embargo, el “hambre” que en principio es algo malo, es el
deseo que nos conecta con la satisfacción del comer; si no sintiéramos el
“hambre” como “necesidad” no sería posible saciarla con los más ricos manjares
que también Dios nos ha concedido.
La crítica de Voltaire a Leibniz no es
novedad de este cuento filosófico. La escritura de Cándido inicia en 1758, sin
embargo, hay un evento clave que atormenta a Voltaire desde hace varios años.
En 1756 tuvo lugar el “Gran terremoto de Lisboa”, una tragedia de
magnitudes descomunales que acabó con la vida de aproximadamente 100.000
personas, para ese entonces, la filosofía de Leibniz contaba con la simpatía de
gran parte del mundo intelectual y fue inevitable analizar éste hecho desde el principio
de razón suficiente que explica su teoría. Ya en 1756 Voltaire escribe su Poema sobre el desastre de Lisboa, y
en él, aunque de una forma menos directa, denuncia el postulado del “mejor
mundo posible” con menos sarcasmo que indignación, así como también explica la
humillación que representa justificar las miserias humanas con un plan divino
que es incomprensible a la razón.
El final del cuento es muy alegórico, todos
los personajes con sus distintas -y a veces antagónicas- ideologías parecen
confluir en un punto común. “«También sé que tenemos que cultivar nuestro
jardín», es la frase que condensa la decisión de Cándido, y que comparten
los otros actores, como resignación ante las injusticias del mundo y la
incomprensión de los designios providenciales que neciamente nos empecinamos en
resolver.
Cándido, al volver
a su granja, meditó profundamente sobre el discurso
del turco. Les
dijo a Pangloss y a Martín: «Este buen anciano me parece
haber
conseguido mejor condición que los seis reyes con los que hemos
tenido el honor
de cenar. Las grandezas, dijo Pangloss, son muy peligrosas,
según informan
todos los filósofos: pues en fin, Eglon, rey de los moabitas,
fue asesinado
por Aod; Absalón fue colgado del pelo y traspasado con tres
dardos; el rey
Nadab, hijo de Jeroboam, fue muerto por Baasa; el rey Ela,
por Zambri;
Ocozías, por Jehú; Atali, por Joiada; los reyes Joaquín,
Jeconías,
Sedecías, fueron esclavos. ¿Sabéis cómo perecieron Creso,
Astiages,
Darío, Dionisio de Siracusa, Pirro, Perseo, Nerón, Oto, Vitelio,
Domiciano,
Ricardo III, María Estuardo, Carlos I, los tres Enriques de
Francia, el
emperador Enrique IV? Sabéis... —También sé, dijo Cándido,
que tenemos que
cultivar nuestro jardín. —Tenéis razón, dijo Pangloss;
porque cuando
el hombre fue puesto en el jardín del Edén, fue puesto allí
“ut operaretur
eum”, para que trabajara: lo cual prueba que el hombre no ha
nacido para el
descanso. —Trabaja sin razonar, dijo Martín; es la única
forma de hacer
soportable la vida.»
Con esa frase se deslinda Cándido de las
elucubraciones metafísicas sobre si el mundo es o no el mejor de los posibles,
las tareas más sencillas y que forman parte de la vida diaria nos anclan a
nuestra realidad y a su vez permite que seamos útiles a los demás; una idea muy
propia de la Ilustración (heredada de Aristóteles) donde el bien particular que
se procura cada hombre debe ir en armonía con los intereses generales (bien
común).
A pesar de que Cándido no es el personaje
que identifica a Voltaire, la metáfora final coincide con el momento que vive
el autor, después de recorrer el mundo entre escondites y persecuciones,
teatros, bares y amigos; Voltaire busca el retiro en una pequeña finca en
Ferney, territorio francés pero a pocos metros de la frontera con Suiza. La
granja en la Costa del Propóntide es la Ferney de Voltaire, allí concluye su
travesía.
Por Carlos Rondón Avila / @phronimos