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Más Maquiavelo y menos Locke



Retrato de Locke


            

             El Ensayo sobre el entendimiento humano, los Dos tratados sobre el gobierno civil y la Carta sobre la tolerancia. De manera que está fuera de lugar el pretender poner en duda la decisiva contribución hecha por un filósofo cuyo pensamiento inspirara, además, la redacción de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América y la Declaración de los Derechos Humanos. La historia de la filosofía no es un museo de cera en la que cada una de las figuras del pensamiento constituya un punto de vista aislado y parcial respecto del resto. Por el contrario, las diferencias existentes son contribuciones en el desarrollo progresivo -y no necesariamente cronológico- que, en su conjunto, se propone como meta la búsqueda de la verdad. Para lo cual resulta indispensable la conquista de la libertad. No se puede producir lo uno sin lo otro. Todo tiene -como advertía Aristóteles- su medida. La filosofía no es ni una tolda política ni una secta religiosa. Más bien, las toldas y las sectas tendrían la necesidad de comprender que, con independencia de las diferencias o de los antagonismos existentes, al final de las cuentas, ni hay destino sin voluntad ni hay progreso sin diversidad.

            En el caso de Locke, filósofo empirista, no cabe duda de que -como dice Hegel-, a pesar de tener el mérito de haber abandonado “las simples definiciones”, propias de los racionalistas, la experiencia -lo empírico- es, para él, el momento absuluto y “necesario de la totalidad”. Su propósito consiste en concebir la experiencia individual no como un momento de la verdad sino como su esencia misma. En él, lo particular, inmediato, finito e individual son erigidos como los principios supremos. Y de ahí se deriva, por cierto, el argumento según el cual la diversidad de opiniones, intereses y conflictos entre los individuos forme parte de la dinámica natural de la sociedad. Con lo cual Locke da satisfacción a una necesidad ya sentida y exigida por su propio tiempo. Claro que, al llegar a un cierto punto del conflicto, el Estado -según afirma- tiene la obligación de mediar, pues es al Estado a quien le corresponden las funciones decisorias para mantener la paz y la tolerancia, necesarias para la convivencia social. Porque, en Locke, así como en su teoría del conocimiento los postulados generales se derivan de la experiencia, en su filosofía política los fundamentos del Estado se derivan de los individuos. Es, de hecho, un gran contrato, una gran corporación de individuos.

            La de Locke es la filosofía del sentido común por excelencia, el modo general de filosofar que ha orientado todas las rutas del mapa representativo que prevalece como “modelo” del conocimiento, tanto en las ciencias naturales como en las ciencias políticas y sociales, incluyendo buena parte de los estudios humanísticos. Se trata de formar novedades, aportes o argumentaciones “cognitivas” -que luego son convertidas en “normas” o “leyes”- a base de representaciones simples, obtenidas a través de la percepción, comparando y combinando “casos”. Como dice Hegel, en Locke el entendimiento -understanding- es interpretado como “la mera aprhensión de las sensaciones abstractas contenidas en los objetos”. Una manera de razonar que forma parte del espíritu de la modernidad y -hasta nuevo aviso- de la llamada postmodernidad, por más que esta última se niegue a reconocerse en él. Nihil sub sole novum.

            Casi doscientos años antes de Locke, Nicolás Machiavelo, considerado por muchos como el fundador de la “ciencia política”, se anticipaba, de modo inmanente, al Spinoza del Tratado de la reforma del entendimiento. Sin necesidad de hacer declaraciones explícitas, relativas al “método” adecuado, la más humilde labor de Maquiavelo consiste -in der Praktischen- en ir de lo específico, de lo empiricamente concreto y particular, hasta alcanzar lo general, tal como lo sugiere Locke. Sólo que, una vez que se ha hecho este recorrido, le resulta necesario emprender el camino de vuelta, cabe decir, marchar desde lo general nuevamente a lo particular, con lo cual -y como afirma Kant- se llega a la comprensión de que el fundamento de las representaciones generales no es lo empírico sino el entendimiento mismo. Spinoza lo expone con la mayor claridad: del conocimieto de la experiencia es menester elevarse al conocimiento que va de las causas a los efectos. Pero, una vez alcanzado, es necesario reemprender el trayecto, el viaje de retorno, y marchar desde los efectos a las causas. Porque, a pesar de que -siguiendo a Locke- más de un agudísimo analista político del presente lo considere innecesario o insustancial, la trayectoria biunívoca, reconstructiva, del proceso de comprensión del objeto de estudio, hará posible que el hecho empírico, lo inmediato, sea traspasado y sorprendido, es decir, puesto en evidencia, no ya como la causa sino más bien como el efecto mediado por su propio recorrido. Era a esto a lo que Maquiavelo designaba bajo el concepto de “la realidad efectual de las cosas”.

            El grave problema que presenta una importante y destacada parte de los muy respetables analistas de la actual situación de crisis orgánica, por la que atraviesa la sociedad venezolana en la actualidad es, justamente, la de su fervorosa y militante adhesión al esquema cognitivo y a la -¡oh, bendita expresión de moda!- “narrativa” características de esta forma de razonamiento, propia del sentido común. En nombre del “realismo” y de la “sensatez”, toda la “lógica” de las medianías, de los entendimientos, de los intentos por “arreglar las cosas” mediante un “diálogo constructivo”, que “destranque el juego” en unas elecciones, que permita equilibrar los platillos de la balanza -en sana paz constitucional- entre los intereses del régimen y los de la oposición, teniendo como norte la certera e irrefutable “ley” del “ganar-ganar”, seguida de toda una experimentada terminología “científica”, sacada de los laboratorios de la advertising y del marketing, y que va desde el ya remoto “color esperanza”, pasando por “la salida”, hasta llegar al “sí o sí”, padece de un empirismo que insiste en tropezar, una y otra vez, precisamente con la “realidad efectual de las cosas”. Empirismo que, por cierto, ha terminado por convertir a Locke en el autor de todos los ejemplares de “Mecánica popular”.

            Mientras se insista en imaginar que lo que se considera como “los hechos” es más que suficiente para poder derrotar políticamente a una banda de criminales, un cartel de narco-terroristas, que no pueden percibir al otro como su adversario o su oponente sino como a su “enemigo de clase”, con el que no se proponen “convivir” ni “cohabitar” sino aplastar y someter, se podrán hacer todas las mediciones y cálculos probabilísticos que se quieran hacer, pero eso no bastará para poder conducir a  Venezuela hacia su inapelable reconstrucción. Se equivocan al considerar que los individuos son “buenos por naturaleza” y no que se hacen buenos en virtud de la civilidad, una vez que dejan de ser individuos abstractos. Los “buenos salvajes” no existen. Tal vez, un poco menos de Locke y un poco más de Maquiavelo contribuya a modificar, en alguna medida, el enfoque de los tan preciados “hechos”.               

No hay unidad sin diferencia.

No hay unidad sin diferencia.

Todo lo contrario

Como nunca antes en su historia, Venezuela requiere de la conformación de una unidad superior. No se trata de una unidad a medias, abstracta, ficticia: una unidad que se autoconcibe y proclama como tal, no sin violencia, sobre la base –en realidad, sobre el pre-supuesto– de la exclusión de todo lo que no se le parece, de aquello que se le opone, de todo lo que le resulta diferente de sí. Una unidad superior es, por el contrario, una unidad auténtica, inclusiva, concreta, que comprende la unidad de la nación en su completitud, como la consciente unidad de las diferencias. Las partes no son el todo. Como dice Hegel en los Wastebook, “un partido existe verdaderamente cuando se divide en sí”. Llámese partido “unido” o –por extensión lógica– mesa “de la unidad”, tanto lo uno como lo otro conciben la unidad desde la división misma de la unidad. Para decirlo en términos más precisos, se trata de una noción parcial–una parte, un partido– de la unidad orgánica.


No es por mera casualidad que los llamados “fundamentos conceptuales” del socialismo y del liberalismo, tan antagónicos, tan opuestos entre sí, reflejen sus imágenes recíprocamente, el uno en el otro, como dos gotas de agua invertidas. La bufonada del “yo antes era de izquierda, pero ahora soy de derecha” –afirmación que, por cierto, motiva las no menos ridículas y sospechosas acusaciones de los unos y los aplausos de los otros– tiene su explicación conceptual en la incomprensión de semejantes deslices –o si se quiere, resbalamientos– ideológicos de estos dos términos de la oposición. Les extrêmes se touchent. Dice Marx, siguiendo a Hegel, que “cada extremo es su otro extremo. El espiritualismo abstracto es un materialismo abstracto; el materialismo abstracto es un espiritualismo abstracto de la materia”. Que las pasiones nublen la razón no es cosa desconocida. Que el fanatismo motive el odio y la iracundia que, por ejemplo, conduce a un diputado, en medio de su apasionada fogosidad o, más bien, en medio de la ilimitada extravagancia de su propio desquicio, a arrojar sobre otro diputado el micrófono con el que se dirigía al parlamento, en nombre de la unidad y de la razón (porque “la Iglesia no es racional” sino “homosexual” y porque “la oposición juega a la división del país”) es, además de folklórico y pintoresco, la mejor confirmación de que las ideologías revestidas de “principios” conceptuales ni contribuyen a resolver los problemas que padece la sociedad ni conducen a la unidad orgánica, ni de este ni de ningún país en el “infinito universo uno”.

Toda la “ciencia” sobre la cual se sustenta la llamada “teoría” liberal consiste en afirmar que la sociedad entera nació de individuos libres y buenos que habitaban, gozosos de la plenitud del deleite de su paz y prosperidad, en el “estado de naturaleza”. Pero los individuos, naturalmente aislados entre sí, quisieron organizarse, firmar un pacto, un contrato, que estableciera las reglas del juego social. Figure el lector un edificio residencial en el que cada familia adquirió “una propiedad”. El edificio se fue llenando. Finalmente, todos los apartamentos se vendieron. Cansados de verse en los pasillos del edificio sin conocerse, sin ponerse de acuerdo para efectuar ciertas reparaciones “comunes” –luz, agua, jardinería, etc.–, deciden, después de considerarlo detenidamente, crear la junta de condominio. He ahí la confirmación más palpable de la verdad revelada de la doctrina del liberalismo: en un principio no fue el verbo sino el buen individuo privado, al que sigue un artificio: el contrato. Por eso mismo, mientras menos intervenga la junta de condominio –léase el Estado– en la vida de cada propietario el edificio –la sociedad– funcionará mejor. La base de la sociedad es, pues, el individuo natural.

Dicen los viejos fundadores del socialismo que los liberales traicionaron los ideales originarios de libertad, fraternidad, igualdad y unidad, con los cuales tuvo su inicio la era de las luces. Pero esa rebeldía insurgente del primer liberalismo terminó exacerbando el individualismo, la propiedad privada y la acumulación de riquezas, a expensas de los más débiles o menos favorecidos material o intelectualmente. El buen salvaje, salido de su estado natural, debe volver a la vida armoniosa y fraterna. Es por ello que el Estado debe intervenir como garante de la equidad, para evitar el abuso del uno rico contra el resto pobre. Controlar, planificar, organizar la vida social y económica. Ese es el objetivo de los socialistas: en un principio no fue el verbo sino la buena asociación natural. La base del individuo es, pues, la natural sociedad.

Jhon Locke o Henri de Saint-Simón: el primero, padre fundador de la doctrina liberal y el segundo, padre fundador de la doctrina socialista, resultan ser, de facto, el “otro del otro”, las dos caras de una misma moneda. El uno y el otro muestran la común presuposición de sus constructos ideológicos: la idea de una idea de la historia pre-histórica. Decir que la superación de la crisis económica es una cuestión de confianza es igual a decir –con el metro-chofer– que “Dios proveerá”. Y es que, en efecto, en ambos casos, la historia real, efectiva, deriva de un supuesto “estado de naturaleza” que, como dice Hegel, “solo sirve para salir de él”. Un mito, un “lindo” cuento para niños y gente desprevenida. Como señala Marx, una “robinsonada” sustenta el corpus teorético sustancial de semejantes puntos de vista. Puntos que, además, no solo fundamentan los agrios antagonismos del presente, sino que han sido el motivo de cruentas luchas, de guerras fraticidas, de odios y rencores que, desde hace por lo menos tres siglos, mantienen en vilo la existencia misma del planeta.

No hay unidad sin diferencia. Ni hay sociedad sin individuos ni individuos sin sociedad. La historia de la humanidad no es un museo de hechos acaecidos. Es el escenario que requiere, una y otra vez, ser reconstruido y reconquistado. La libertad, la igualdad y la fraternidad no son dones gratuitos, “naturales”, innatos en la humanidad. Tampoco lo es la unidad que requiere el país. Todo lo contrario, se trata de conquistas, del resultado del trabajo, de la producción continua, del propio ser en su devenir. Tampoco son una sumatoria, sino el hacer (y pensar) de la sociedad como unidad de individuos educados, civiles, éticamente comprometidos: autoconscientes.

Por @jrherreraucv

¿Qué entiende Addison por “placeres de la imaginación”?

¿Qué quiere decir Addison con el término “placeres de la imaginación?

Continuamos en esta serie de artículos relacionados con la “Estética y Teoría del Arte en el siglo XVIII”, revisando el ensayo de “Los placeres de la imaginación” de Joseph Addison, para profundizar más en la temática. En esta ocasión abordaremos el tema respecto a tratar de comprender ¿qué entiende Addison por la idea de “placer de la imaginación”?


Continuamos en esta serie de artículos relacionados con la “Estética y Teoría del Arte en el siglo XVIII”, revisando el ensayo de “Los placeres de la imaginación” de Joseph Addison, para profundizar más en la temática. En esta ocasión abordaremos el tema respecto a tratar de comprender ¿qué entiende Addison por la idea de “placer de la imaginación”?
Al revisar el ensayo del propio autor, encontramos la siguiente idea que vale la pena citar: “entiendo los placeres que nos dan los objetos visibles sea que los tengamos actualmente a la vista, sea que se exciten sus ideas por medio de las pinturas, de las estatuas, de las descripciones, u otros semejantes” (p. 130-131). Y naturalmente que a partir de ahí podemos reflexionar.
Como podemos leer y rescatar en la cita anterior, Addison entendía como placer, aquello que provenía, digamos hermenéuticamente, del sentido de la vista. Por supuesto notamos en ello una fuerte influencia por las ideas de los filósofos de su época que abordaban el tema de la teoría del conocimiento; y de manera particular, sobre el trabajo de Locke.
Continuando con el planteamiento, tenemos que el autor clasificó de manera categórica a los placeres en dos clases; en primario: en él se manifiestan todos aquellas sensaciones que proporcionan los propios objetos que tienen como elemento esencial, que los tenemos presentes. Desde aquí se empieza a sospechar de la influencia de Locke.
Mientras tanto, los placeres secundarios son, según él, aquellas sensaciones que provienen de manera particular, de las imágenes e ideas a partir de recuerdos o evocaciones. Aquí se podría sospechar de una influencia de Berkeley, aunque la adaptación al tema de estudio es más directa de Locke. Cuestión de revisar sus aportaciones.

Sobre esta última idea, es necesario señalar que la condicionante es que verdaderamente los recuerdos o visiones sean fielmente producto de una observación de algo tangible, sea una pintura, una escultura o algo similar. No se considera algo producto de nuestra creatividad estética.