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Formas sin contenido


Formas sin contenido por José Rafael herrera / @jrherreraucv.

Multitudes corruptas bajo tiranos, incapacidad para alcanzar la libertad, pérdida de la virtud pública



Dice Maquiavelo, en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, que una multitud –una muchedumbre– corrompida, que vive bajo el dominio de un tirano, no puede llegar a ser libre, aunque este –el tirano en cuestión– y toda su estirpe desaparezcan. Tarde o temprano, ese tirano termina siendo derrocado por otro tirano. Como siervos, las muchedumbres corrompidas solo pueden vivir a sus anchas bajo el dominio de un señor. Hay gente que al mirar la luna enrojecida llega a sentir la presencia, en ella, de algún “tiranuelo de turno” fallecido. Y, en este sentido, conviene reiterar, una vez más, el hecho de que ni el miedo ni la ignorancia son libres, y que, más bien, son la consecuencia directa del servilismo y el sometimiento. Las multitudes son, por su propia condición, individuos aislados, extraños entre sí y autoextrañados, que han perdido toda formación, todo vestigio de virtud pública, de eticidad. Ciegas y enajenadas, son incapaces de percibir por sí mismas el yugo que pende sobre sus cuellos.


Hay pueblos “sanos”, como los denomina Maquiavelo. Esos pueblos viven en y para la libertad, tendencialmente inclinados, por ende, al bien común. Pero hay pueblos que, a diferencia de los anteriores, han sido objeto sistemático de las vilezas propias de resentidos manipuladores de oficio, expertos “pescadores en río revuelto”, que, con el único propósito de “saquear” para satisfacer sus propios intereses, los van conduciendo a una creciente y cada vez más preocupante condición de corrupción generalizada, ese mal que se alimenta y crece en las fétidas charcas de la desigualdad y la injusticia social. Ese es, por demás, el ambiente propicio dentro del cual se manifiesta y, poco a poco, se consolida el desgarramiento, la escisión de ser y pensar, el imperio de las formas vaciadas de todo contenido. Alocuciones y discursos que en nada se adecuan a la realidad de verdad; leyes, reglamentos y normativas –piénsese, por ejemplo, en las llamadas “leyes habilitantes”– que se traducen como el extremo opuesto de sí mismas. Constituciones que son, exactamente, la imagen invertida de lo real.          

Como dice Maquiavelo –siempre en los Discursos–, “la Constitución y las leyes hechas al organizar una república, cuando los hombres son buenos, carecen de eficacia en tiempos de corrupción. Las leyes cambian con arreglo a las circunstancias y los sucesos; pero no varía, o rara vez sucede que varíe, la Constitución, lo que ocasiona que las nuevas leyes sean ineficaces, por no ajustarse a la Constitución primitiva o contrariarla”. El discurso, ahora vacío, no solo se cierra en sí mismo, sino que se independiza respecto de la objetividad del ser social, hasta someterla y sustituirla por completo. Una “objetividad” que no lo es, un ser otro, una “otredad”, ajena, ficticia, meramente formal, que oculta y sustituye la vida propiamente dicha, o que, en última instancia, representa la concreción de su des-dicha. “Más quieto que una foto”, se diría en el lenguaje malandro, tan afín al régimen. Bajo semejantes presupuestos, el país ha llegado a concebirse como una maqueta, una pantalla, un gigantesco gráfico, condimentado por la bochornosa comparsa en la que han convertido los desfiles de las “fechas patrias”, o el modo –ridículo, por lo demás– de representar el país en unos medios de comunicación que han sido secuestrados, como si en realidad se viviese en la muy feliz aldea de los pitufos, o en la mina de diamantes de los enanitos de Blanca Nieves. ¡Ay, jo! El haber pasado tres lustros cultivando palabras huecas es el mayor ultraje a la inteligencia.

No se le puede prohibir al sol ocultarse. No hay decreto ni tribunal, por más “superior” que se considere, que le obligue a ello. Pero más interesante todavía es el hecho de que, al final, tampoco se pueda llegar a “controlar” indefinidamente la vida social y política de los pueblos mediante delirios de coerción nominalista, formas rígidas, prohibiciones, amenazas o expresiones de violencia. Ni siquiera a punta de granadas. Las sociedades –por lo menos las que, después de la Grecia clásica, surgieron como respuesta sustantiva frente al despotismo oriental– son el resultado del consenso más que de la coerción. Es la cultura –concebida comoBildung y no como Kultur– la que genera efectivamente cambios y modificaciones en el ser social, porque, justamente, el nervio central del ser social y de su conciencia es la cultura. Nihil novi sub sole, diría Hegel. A lo que habría que agregar: nihil novi nisi commune consensu: nada nuevo sin consenso. Decía Sócrates que una muchedumbre se parece tanto a un ejército como un montón de ladrillos a un edificio.

Se cree que “el orden de las cosas” no es más que el producto del concepto, de la mera forma, que se tiene de ellas, acuñado subjetivamente, estampado sobre los contenidos. En el acontecer de la sociedad hay, sin duda, algo conceptual presente. Pero ese “algo” tiene mucho menos que ver con lo que se cree conocer que con la “cosa misma”, con su devenir, es decir, con su proceso de cambio continuo. El principio objetivo de cambio que determina los procesos sociales no tiene mucho que ver con la rigidez de las formas estáticas en general, ni con la positividad jurídica y política. El cambio surge de la propia objetividad de la vida que ya ha sido mediada por el sujeto. A esa mediación se le denomina trabajo. Es en el intercambio productivo, en la producción social de la existencia, tanto la material como la espiritual, que se genera la realidad de verdad, no en las ficciones de un formalismo ideológico, fanático, que ya a nadie convence, porque hace tiempo que perdió su encanto original. Sorprendido en sus propias falsedades, en sus inconsistencias, en la insostenibilidad de cada nuevo argumento y de cada nueva “medida”, el burdo tarantín puesto sobre la realidad se les viene encima, ya no se sostiene.

Al final, las formas impuestas son sorprendidas en el ocultamiento de sus auténticos propósitos. La tarea que surge el día después de su ocaso consiste en apuntalar los fundamentos de un cuerpo social capaz de superar los morbos de la corrupción, a través de una política que tenga como eje central una auténtica revolución educativa, moral e intelectual, a objeto de establecer una sociedad de gente transparente y abierta, en la que sus formas políticas y jurídicas coincidan con su hacer y su pensar. Se trata de una sociedad –y no de una multitud– empeñada más en el saber que en el conocimiento, más en el reconocimiento y la prosperidad que en el odio y el

Ser socialista hoy

Socialismo y Maquiavelo



 A mis distinguidos compañeros del Instituto de Filosofía y

Teoría Política “Heinz Sonntag” del CEDES


Las cosas, como dice Aristóteles. se conocen por sus orígenes. Y los orígenes, es decir, los fundamentos históricos y conceptuales del ideario socialista son de hechura occidental. De hecho, forman parte inmanente de su ser y de su conciencia, de su hacer, de su pensar, de su decir. Es el hijo rebelde de la Ilustración francesa, de la economía política inglesa y del Idealismo alemán. De ahí que el socialismo represente la continuación y el resultado de las ideas y valores de las grandes conquistas sociales y políticas alcanzadas por Occidente, después de los ensayos republicanos hechos por la antigüedad clásica (Grecia y Roma), el Renacimiento italiano, el proceso revolucionario francés y las luchas por la Independencia en América, esa Artemisa de Occidente. Pero ese Frühsozialismus, heredero de la inteligencia liberal europea, el de Saint-Simon, Owen, Fourier, Cabet o Marx, nada tiene que ver con su versión y consecuente deformación despótica.


A diferencia de la civilización oriental, cuya característica esencial presupone una representación milenariamente autocrática del poder, la cultura occidental fue capaz de construir una sólida base civil de sustentación de sus instituciones, con base en la cual el consenso -y no la coerción- terminó por imponerse como la conditio sine qua non de la organización del Estado, su base real, el fundamento de las sobrestructuras jurídicas y políticas.


Maquiavelo, en Il Principe, da cuenta de esta diferencia sustancial entre Oriente y Occidente: “Los ejemplos de estas dos diversidades de gobierno son, en nuestro tiempo, el Turco y el Rey de Francia. Toda la monarquía del Turco está gobernada por un señor. El rey de Francia está puesto en medio de una antigua multitud de señores reconocidos por sus súbditos y amados por ellos”. Esta diferencia fue advertida por Gramsci, al dar cuenta de las razones por las cuales el socialismo en Occidente no podía ser, en ningún caso, autoritario ni estar gobernado por un “Turco”, es decir, por un déspota. “En Oriente el Estado lo es todo, la sociedad civil es primitiva y gelatinosa; en Occidente, entre el Estado y la sociedad civil existe una justa relación y en el trepidar del Estado pronto se percibe la robusta estructura de la sociedad civil”.

El “socialismo” oriental es un morbo, una suerte de Frankenstein que, en los últimos tiempos, ha mostrado su más genuino rostro: el de ser una organización criminal, un gansterato. Es, en el mejor de los casos, la praxis de una contradicción en sus propios términos. Es verdad que Lenin, Mao Tse Tung o Kim Il Sung, durante sus respectivas instancias en Occidente, llevaron a Oriente las ideas socialistas. Pero, al implementarlas, era inevitable que se impusiera el peso de sus milenarias tradiciones históricas y culturales. Marx fue revestido con la casaca de un Zar, o con la toga de seda de los emperadores chinos. El socialismo se hizo “Turco”, diría Maquiavelo, autocrático, ajeno a las libertades civiles. En una expresión, dejó de ser socialismo, por lo menos tal como lo habían concebido sus fundadores europeos.


Hay algo patológico en quienes persisten en la ignorancia. En Alemania e Italia se intentó consolidar un modelo político autocrático, totalitario, de clara ascendencia orientalista. Se le denominó “nacional-socialismo”. Occidente tembló, y vino la guerra. Hubo sangre, sudor y lágrimas. Al final, el desquicio llegó a su fin, pero la amenaza de una renovada batalla de las Termópilas se hizo inminente.


En nuestros días, América Latina ha sido infestada por ese totalitarismo orientalista. Detrás de las baratijas chinas se ocultan estrategias y propósitos bien definidos. Por fortuna, en los últimos años, la sensatez se ha venido imponiendo. Y a pesar de la siembra populista, que solapa al despotismo, poco a poco se percibe el rechazo a las pretensiones de transmutar el quehacer político en un negocio de sindicatos criminales. En la historia, camino de la libertad es un pesado calvario.


Definir “lo que es” es la tarea principal de la filosofía. Parmenides, el penetrante filósofo de la antigua Grecia y primer exégeta del Ser, lo definió mediante lo que él no es. El Ser no nace ni muere; dice el eleata. No fue ni será; no tiene ni antes ni después; nada se puede pensar ni decir de él que ya no sea; no es divisible, ni heterogéneo, ni indefinido. Así, el ser se define en su identidad con el pensar por medio de su negación, dado que el Ser es en cuanto que el no-Ser no es. Siguiendo el ejemplo parmenídico, tal vez convenga intentar, por una vez, una redefinición del significado del Ser del socialismo por medio de lo que él no es.


Un ejemplo, quizá, permita comprender este entramado ontológico. Es natural pensar que no-Ser de izquierda es Ser, lógicamente, de derecha. Cuestiones de mera tautología, se dirá, o de exquisiteces lingüísticas. Pero, en realidad, no-Ser de izquierda es Ser intolerante, no concebir respeto ni por la diversidad ni por el disentimiento. No-Ser de izquierda es ser inflexible, rígido como las piedras, disecador profesional de ideas o, más bien, la negación misma de toda idea. De ahí su constante deseo de querer que nada cambie, su reaccionaria añoranza de la permanencia, su irrefrenable inclinación por el conservatismo y por los cuadernos cuadriculados, como reflejo fidedigno de sus disecadas bóvedas craneanas.


No-Ser de izquierda es creer que la justicia y el derecho los dicta -lo impone- el sagrado interés del jefe-único, indiscutible y absoluto, ya que Él y sólo Él es la expresión del poder en cuanto tal, la sustancia-atributo devenida persona, el sujeto-objeto resurrecto, el ungido en carne y sangre. Ni el consenso, ni la democracia, ni la pluralidad, ni la participación cuentan, a menos que semejantes derechos sean decretados -¡oh!- como un acto caritativo, una gracia de su suprema majestad, lo que  para toda tiranía resulta insostenible.


Decía Octavio Paz que “las cosas estarían mejor si Marx hubiera leído a Hölderlin”. Sin duda, el gran poeta alemán fue un hombre de progreso. En su Hyperión, Hölderlin hace afirmar a uno de sus personajes: “¡que cambie todo a fondo!”. El cambio, no la forzada quietud –y aquí cabe pensar más en


Heráclito que en Parménides- es sinónimo del “Ser de izquierda”. Muchos creen serlo, a pie juntillas. Pero, como dicen las Escrituras, “por sus hechos los conoceréis”.

José Rafael Herrera

@jrherreraucv

Maquiavelo y el maquiavelismo

 

Retrato de Maquiavelo por Santi di Tito

 Santi di Tito fue uno de los pintores italianos más importantes del llamado período protobarroco, también conocido como contramaneirismo. Nacido en la Florencia republicana en 1536, en la población de San Michele Visdomini, se formó en el taller de Sebastiano Da Montecarlo, donde entró en contacto con Agnolo Bronzino y Baccio Bandinelli. No obstante, fue con su estancia en Roma, entre 1558 y 1564, donde pudo acercarse al estilo clásico de Rafael di Sanzio, a través de la educación que recibió de sus continuadores, principalmente de su maestro, Federico Zuccari, cuyo eclecticismo se puede apreciar en La conquista de Túnez, La caída de Satanás, La adoración de los magos o La expulsión del templo, entre otras grandes obras. A su regreso a Florencia, di Tito fue recibido por los Medici, quienes gestionaron su incorporación a la Academia de San Lucas y le asignaron la realización de los frescos del Templo de Salomón, en la capilla de la compañía de la Santissima Annunziata. Pronto el pintor encontraría su particular estilo, deslizándose desde las influencias aprendidas en Roma hacia un tipo de creación caracterizado por la sobriedad y la elegante simplicidad, características que tuvieron una decisiva influencia en la pintura florentina de su tiempo, por lo menos hasta el arribo a la bella ciudad del pintor y arquitecto barroco Pietro Cortona.

 Fue Santi di Tito quien pintó el archiconocido, y probablemente icónico, retrato de Nicolás Maquiavelo que, a través del tiempo, se ha ido convirtiendo en la imagen oficial del gran pensador florentino. Y, en efecto, esa es la imagen de Maquiavelo que frecuentemente acompaña no pocas historias de la filosofía política, las antologías, las enciclopedias, los manuales y, por supuesto, las múltiples ediciones de sus libros, especialmente las de El Príncipe. Se trata de un retrato en el que il secondo segretario de la Cancillería florentina no porta los coloridos atuendos de un funcionario al servicio de los Medici. Más bien, su traje combina el negro sacerdotal de los Savonarola con el rosso púrpura de los Borgia. Maquiavelo está de pie, contra la pared. Su rostro es opaco, huesudo e inexpresivo. Los rasgos combinan las facciones de la fuerza del león con los de la astucia de la zorra. Su mirada es fría y esquiva, pero sobre todo indescifrable. Su delgada boca parece anunciar una felonía. Las orejas son casi punteagudas y el mentón parece ocultar la presencia de una sierpe. Su mano derecha porta un libro, no muy grueso, cuyo título, deliberadamente, no puede leerse. En la izquierda empuña unos guantes tan firmes, tan rígidos, que dan la impresión de encubrir un puñal. Hay, en fin, un algo siniestro en el lienzo, un algo que transmuta el pensamiento, en sentido enfático, en espectro sórdido y maligno. La sombría semblanza de quien posa parece anunciar la inescindible alianza de la política con la sospecha, cuando no con la abierta perversión. Como afirma Michel Onfray, en esa estupenda obra suya El cocodrilo de Aristóteles, al final, di Tito no ha pintado a Nicolás Maquiavelo. Más bien, ha pintado al maquiavelismo con el cual, muy probablemente, los Medici quisieron dejar constancia eterna de su recuerdo.

 Conviene, sin embargo, tener presente un hecho de no poca importancia, a los efectos de convalidar el argumento de Onfray: di Tito no pudo haber pintado directamente a Maquiavelo. El pintor nació nueve años después del fallecimiento del autor de Il Principe y de Los Discursi, ocurrido en 1527. Por lo menos, un cuarto de siglo separa sus vidas y, con ellas, sus circunstancias históricas. Su retrato no es, pues, el resultado de una experiencia directa, la consecuencia del haber captado y representado la imagen viva del Secretario en funciones. La suya es una imagen aprehendida de la imaginación. Más precisamente, se trata de lo que Spinoza define como “el conocimiento de oídas”, o “por vaga experiencia”, es decir, la consecuencia de una pre-suposición o un pre-juicio, el pruducto de determinadas circunstancias y creencias que, no obstante, aparecen como una verdad inconmovible. En una expresión, se trata de la función de la ideología. El lector comprenderá, por ejemplo, que la imagen, creada por la ideología de la gansterilidad, del Libertador Simón Bolívar, la misma que ha vendido durante los últimos años como “la más fiel y auténtica” representación del padre de la patria, carece absolutamente de ingenuidad. Se manipula, se tergiversa, se tuerce, con un objetivo muy bien definido. Valga el ejemplo para demostrar el deliberado propósito de los Medici para presentar a Maquiavelo -y con él, de su concepción de la praxis política- como la encarnación del mal.

 En realidad, el maquiavelismo nada tiene que ver con Maquiavelo, a no ser la distorsión que -sistemáticamente- se ha promovido de su figura y pensamiento. Poco se dice de su brillante labor como político y diplomático al servicio de la república de Florencia, desde donde pudo observar como el naciente espíritu de la modernidad se iba nutiendo de intrigas y mezquindades, de intereses y artimañas que, al final, causaron la caída de la república y mantuvieron a Italia escindida durante tres siglos. Sorprendió a los poderosos haciendo lo que no decían y diciendo lo que no hacían y tuvo la valentía de denunciarlos. Fue un fervoroso republicano durante toda su vida. Su mayores esfuerzos fueron por la construcción de una Italia unida. Y porque pudo observar de cerca los hilos del autoritarismo absoluto, tomó partido por el pueblo y no por los tiranos. Sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio son el mejor testimonio de su concepción política: la creación de una federación de repúblicas independientes en la unidad de Estado capaz de no dejarse humillar por las potencias extranjeras. Al final, los Medici terminaron derrocando la república florentina. Y mientras mayores eran sus beneficios, mayor era su esfuerzo por demonizar al príncipe de la libertad.


José Rafael Herrera

@jrherreraucv


Más Maquiavelo y menos Locke



Retrato de Locke


            

             El Ensayo sobre el entendimiento humano, los Dos tratados sobre el gobierno civil y la Carta sobre la tolerancia. De manera que está fuera de lugar el pretender poner en duda la decisiva contribución hecha por un filósofo cuyo pensamiento inspirara, además, la redacción de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América y la Declaración de los Derechos Humanos. La historia de la filosofía no es un museo de cera en la que cada una de las figuras del pensamiento constituya un punto de vista aislado y parcial respecto del resto. Por el contrario, las diferencias existentes son contribuciones en el desarrollo progresivo -y no necesariamente cronológico- que, en su conjunto, se propone como meta la búsqueda de la verdad. Para lo cual resulta indispensable la conquista de la libertad. No se puede producir lo uno sin lo otro. Todo tiene -como advertía Aristóteles- su medida. La filosofía no es ni una tolda política ni una secta religiosa. Más bien, las toldas y las sectas tendrían la necesidad de comprender que, con independencia de las diferencias o de los antagonismos existentes, al final de las cuentas, ni hay destino sin voluntad ni hay progreso sin diversidad.

            En el caso de Locke, filósofo empirista, no cabe duda de que -como dice Hegel-, a pesar de tener el mérito de haber abandonado “las simples definiciones”, propias de los racionalistas, la experiencia -lo empírico- es, para él, el momento absuluto y “necesario de la totalidad”. Su propósito consiste en concebir la experiencia individual no como un momento de la verdad sino como su esencia misma. En él, lo particular, inmediato, finito e individual son erigidos como los principios supremos. Y de ahí se deriva, por cierto, el argumento según el cual la diversidad de opiniones, intereses y conflictos entre los individuos forme parte de la dinámica natural de la sociedad. Con lo cual Locke da satisfacción a una necesidad ya sentida y exigida por su propio tiempo. Claro que, al llegar a un cierto punto del conflicto, el Estado -según afirma- tiene la obligación de mediar, pues es al Estado a quien le corresponden las funciones decisorias para mantener la paz y la tolerancia, necesarias para la convivencia social. Porque, en Locke, así como en su teoría del conocimiento los postulados generales se derivan de la experiencia, en su filosofía política los fundamentos del Estado se derivan de los individuos. Es, de hecho, un gran contrato, una gran corporación de individuos.

            La de Locke es la filosofía del sentido común por excelencia, el modo general de filosofar que ha orientado todas las rutas del mapa representativo que prevalece como “modelo” del conocimiento, tanto en las ciencias naturales como en las ciencias políticas y sociales, incluyendo buena parte de los estudios humanísticos. Se trata de formar novedades, aportes o argumentaciones “cognitivas” -que luego son convertidas en “normas” o “leyes”- a base de representaciones simples, obtenidas a través de la percepción, comparando y combinando “casos”. Como dice Hegel, en Locke el entendimiento -understanding- es interpretado como “la mera aprhensión de las sensaciones abstractas contenidas en los objetos”. Una manera de razonar que forma parte del espíritu de la modernidad y -hasta nuevo aviso- de la llamada postmodernidad, por más que esta última se niegue a reconocerse en él. Nihil sub sole novum.

            Casi doscientos años antes de Locke, Nicolás Machiavelo, considerado por muchos como el fundador de la “ciencia política”, se anticipaba, de modo inmanente, al Spinoza del Tratado de la reforma del entendimiento. Sin necesidad de hacer declaraciones explícitas, relativas al “método” adecuado, la más humilde labor de Maquiavelo consiste -in der Praktischen- en ir de lo específico, de lo empiricamente concreto y particular, hasta alcanzar lo general, tal como lo sugiere Locke. Sólo que, una vez que se ha hecho este recorrido, le resulta necesario emprender el camino de vuelta, cabe decir, marchar desde lo general nuevamente a lo particular, con lo cual -y como afirma Kant- se llega a la comprensión de que el fundamento de las representaciones generales no es lo empírico sino el entendimiento mismo. Spinoza lo expone con la mayor claridad: del conocimieto de la experiencia es menester elevarse al conocimiento que va de las causas a los efectos. Pero, una vez alcanzado, es necesario reemprender el trayecto, el viaje de retorno, y marchar desde los efectos a las causas. Porque, a pesar de que -siguiendo a Locke- más de un agudísimo analista político del presente lo considere innecesario o insustancial, la trayectoria biunívoca, reconstructiva, del proceso de comprensión del objeto de estudio, hará posible que el hecho empírico, lo inmediato, sea traspasado y sorprendido, es decir, puesto en evidencia, no ya como la causa sino más bien como el efecto mediado por su propio recorrido. Era a esto a lo que Maquiavelo designaba bajo el concepto de “la realidad efectual de las cosas”.

            El grave problema que presenta una importante y destacada parte de los muy respetables analistas de la actual situación de crisis orgánica, por la que atraviesa la sociedad venezolana en la actualidad es, justamente, la de su fervorosa y militante adhesión al esquema cognitivo y a la -¡oh, bendita expresión de moda!- “narrativa” características de esta forma de razonamiento, propia del sentido común. En nombre del “realismo” y de la “sensatez”, toda la “lógica” de las medianías, de los entendimientos, de los intentos por “arreglar las cosas” mediante un “diálogo constructivo”, que “destranque el juego” en unas elecciones, que permita equilibrar los platillos de la balanza -en sana paz constitucional- entre los intereses del régimen y los de la oposición, teniendo como norte la certera e irrefutable “ley” del “ganar-ganar”, seguida de toda una experimentada terminología “científica”, sacada de los laboratorios de la advertising y del marketing, y que va desde el ya remoto “color esperanza”, pasando por “la salida”, hasta llegar al “sí o sí”, padece de un empirismo que insiste en tropezar, una y otra vez, precisamente con la “realidad efectual de las cosas”. Empirismo que, por cierto, ha terminado por convertir a Locke en el autor de todos los ejemplares de “Mecánica popular”.

            Mientras se insista en imaginar que lo que se considera como “los hechos” es más que suficiente para poder derrotar políticamente a una banda de criminales, un cartel de narco-terroristas, que no pueden percibir al otro como su adversario o su oponente sino como a su “enemigo de clase”, con el que no se proponen “convivir” ni “cohabitar” sino aplastar y someter, se podrán hacer todas las mediciones y cálculos probabilísticos que se quieran hacer, pero eso no bastará para poder conducir a  Venezuela hacia su inapelable reconstrucción. Se equivocan al considerar que los individuos son “buenos por naturaleza” y no que se hacen buenos en virtud de la civilidad, una vez que dejan de ser individuos abstractos. Los “buenos salvajes” no existen. Tal vez, un poco menos de Locke y un poco más de Maquiavelo contribuya a modificar, en alguna medida, el enfoque de los tan preciados “hechos”.               

Civilidad.

Por José Rafael Herrera / @jrherreraucv

Civi vs militar


Es habitual o común representarse la idea de civilidad como la de un término que, por el hecho de referirse a lo civil, se define como aquello que es lo opuesto o lo ajeno a lo militar. Y, en efecto, no pocas son las voces que evocan y sentencian que la civilidad es un modo de vida alterno, incompatible y antagónico, al de la cifrada vida de los cuarteles: una vida que no solo no contempla sino que, por su propia condición, está obligada a rechazar. De ahí que se presuponga, por ejemplo, que cuando se habla de la sociedad civil se esté haciendo referencia inequívoca, aunque indirecta, a la existencia efectiva de una sociedad militar como tal –esa a la que los populistas suelen llamar la “gran familia”–; de tal manera que un Estado, cualquiera sea su signo y tendencia, estaría compuesto no por una sino por dos sociedades que, en virtud de su propia condición, no solo son distintas entre sí sino, lo que es más importante, recíprocamente antagónicas e incompatibles: la sociedad civil, es decir, la sociedad horizontal de “los civiles”, y la sociedad militar, la sociedad vertical de los hombres y mujeres que viven en los cuarteles, armados y uniformados de verde olivo, esa exclusiva –y excluyente– sociedad de y para los militares. Solo que, en realidad, semejante representación, propia de una percepción de oídas o de la vaga experiencia, no se adecúa con la idea, es decir, ni con el ser de la civilidad ni con su concepto.


Conviene recordar, en primer término, que los llamados Estados modernos conforman un bloque de poder –un “bloque histórico”, como lo denomina Gramsci–, que ya Maquiavelo, en su momento, había observado y expuesto en sus tratos generales. En efecto, los Estados se componen de una sociedad política y de una sociedad civil, cabe decir, de un cuerpo jurídico-político que sustenta la legalidad, la burocracia, la seguridad y defensa del Estado (del cual el estamento militar forma parte), y de un cuerpo en movimiento continuo, complejo, multiforme, en fin, un cuerpo productivo, tanto material como espiritual, al que los políticos suelen designar bajo el título de “las fuerzas vivas”, y en el que no pocas veces impera la competencia, el interés personal y el provecho propio. Hegel lo denomina “el reino animal del espíritu”, precisamente porque en él predomina una continua confrontación de intereses de la más diversa índole. Pero, paradójicamente, es en la sociedad civil donde se desarrollan constantemente las artes, las ciencias, las letras –¡las “tres gracias”!– y, por supuesto, las creencias religiosas. De tal modo, el Estado no se compone de una sociedad de los militares y una sociedad de los civiles, en la que se contraponen el militarismo y la civilidad. Se compone de una sociedad política y de una sociedad civil. Cuando ente ambas hay adecuación, reciprocidad y consenso, cuando la una se identifica plenamente con la otra, la ciudadanía crece y se desarrolla, haciendo estable y próspero al Estado. Cuando, por el contrario, entre la una y la otra se abre un período de no correspondencia recíproca, de fractura dialógica, de desgarramiento, de dominio y coerción, entonces se genera una crisis profunda que termina en una confrontación entre lo viejo y lo nuevo de imprevisible magnitud y duración. Esta es, por cierto, la actual situación que padece Venezuela, secuestrada por una banda criminal que nada sabe –y que por esa misma razón, no le interesa saber– ni de desarrollo ni de prosperidad, atada como está a sus bajas y muy tristes pasiones.

La civilidad es el resultado de la adecuación de la sociedad política y de la sociedad civil, no la contrapartida de una supuesta “sociedad militar”. Su definición más precisa es la de eticidad (Sittlichkeit). Se trata de la forma de vida, de costumbres, normas y valores, que una determinada sociedad se da a sí misma, y que son los fundamentos de la legitimidad de un Estado. Se diferencia del corpus legal por el hecho de que no se derivan de la imposición de los tribunales sino de las convicciones que comparte con el resto de los ciudadanos. Es lo que no comprenden quienes creen que el decretar una determinada ley, manu militari, modificará sustancialmente el espíritu de un determinado pueblo para, como dice Spinoza, sujetarlo como se sujeta un caballo con un freno. La ley será acatada sustentándose en la coerción, pero no en el consenso. Y mientras mayor sea su rigidez e incompatibilidad con las costumbres, mayores serán las argucias que hallarán los individuos para sortearlas. De ahí el adagio popular: quien inventa la ley inventa la trampa.

No son iguales las sociedades que cumplen formalmente con las leyes por coacción que las que lo hacen por ser conscientes de la necesidad de cumplirlas por el bien del todo y de las partes, con ánimo firme y por decisión propia. Las primeras atienden al derecho abstracto. Las segundas a la civilidad. Al observar abierta una de las puertas de acceso a la estación del tren de un país nórdico, un venezolano, asombrado, le preguntó a una de las funcionarias si no temían que por esa puerta se colaran los pasajeros. La funcionaria, sorprendida, le respondió: “¿Y por qué alguien tendría que hacer eso?”. Esa es la diferencia que muestran las sociedades en las que impera la civilidad. Es evidente que la gran mayoría de las sociedades, a fin de mantener el orden, se ven obligadas –conducidas de la mano de la ratio instrumental– a mantener firmes los frenos de la bestia que se lleva por dentro y que los individuos han sido condicionados a respetar las reglas de convivencia social más por temor que por convicción. Pero el temor no pocas veces se convierte en violencia contenida, y la violencia contenida pronto se expande para convertirse en crimen.

De las anteriores consideraciones derivan algunas conclusiones de interés, a la hora de establecer los lineamientos fundamentales para la elaboración de un eventual Plan País. No existe tal cosa como una “sociedad militar”, alterna a una “sociedad civil” o “civilista”. Estas presuposiciones carecen de todo rigor. Lo militar es parte de la sociedad política y, en tal sentido, está obligado a formar parte de la construcción de la civilidad. Las sociedades no se rigen por un modelo exclusivo, porque no atienden a razones matemáticas ni meramente instrumentales. Los procesos sociales no son unívocos. El causa-efectismo es, apenas, una mínima parte del proceso de comprensión de la historia de la humanidad. No hay forma de superar la barbarie y de colocarse a la altura de los tiempos sino mediante la concreción de un proyecto sostenido, de largo alcance, de educación estética, es decir, de formación cultural (Bildung), cuyo fin es la conquista de la civilidad. Porque no habrá ni libertad ni prosperidad efectivas, reales, si no hay civilidad.

El mal y su perdón


Perdonar el mal.

Por José Rafael Herrera - @jrherreraucv


La cultura contemporánea muestra una profunda herida en medio de lo que suele representarse como “la comunidad”. Pueblo, patria, socialismo, son términos que, frente al creciente sentido de la condición individual, lucen su peor momento. La figura de un “mundo inmaculado” que, como dice Hegel, “no mancha ninguna escisión”, comporta el devenir quieto de una de las potencias de dicha escisión sobre la otra. Por lo cual, cada lado, cada extremo de ella, mantiene y produce por sí misma la otra. Dos esencias que se dividen en su realidad y que mantienen una oposición que es, “más bien, la confirmación de la una por la otra y, allí donde entran en contacto de un modo inmediato como esencias reales, su término medio y su elemento son la compenetración inmediata de ellas”. Pero, a diferencia de un mundo inmaculado, este mundo de hoy ha dejado por mucho de serlo. Como señala Adorno, después de Auschwitz resulta imposible escribir poemas. El mundo como “modelo”, un mundo idílico, quieto como una foto, es un concepto puesto por la reflexión del entendimiento, es un mundo vacío, abstracto, muerto. Podría decirse que es el mundo ideal de las destempladas fantasías de cierto chofer de Metrobús o de cierto gorilita iracundo, no de un auténtico estadista del presente. Como tampoco hay un modelo eterno, una suerte de topus hyperuranios del 23 de Enero.

La tragedia Antígona, de Sófocles, le ha hecho comprender a Hegel que ella “trastorna la organización quieta y el movimiento estable del mundo ético”, y que “lo que en este se manifiesta como orden y coincidencia de sus dos esencias, una de las cuales confirma y completa la otra, pasa a ser con la acción un tránsito de dos contrapuestos, en el que cada uno se demuestra más bien como la anulación de sí mismo y del otro que como su confirmación. Terrible destino que devora en la sima de su simplicidad tanto la ley divina como la humana”. Los simas –conviene recordarlo– son pozos profundos, abismales, que se forman a partir de una pequeña fisura o grieta en el terreno, y que termina comunicando la superficie con múltiples cavernas y corrientes subterráneas. No pocas veces se puede poner en evidencia el hecho de que lo que se designa bajo el nombre de “suelo común” es, en realidad, el lugar de las mayores diferencias, el locus de lo irreconciliable. No hay salida: hacer es transgredir. Quien actúa –y toda acción comporta caracteres éticos, con independencia del valor axiológico que las formas de la cultura le asigne– inevitablemente está destinado a introducir un desdoblamiento, un “ponerse para sí” y, con ello, un poner frente a sí una realidad que le resulta diferente de sí, externa, ajena. Pero es justamente en virtud de dicha acción que se obtiene una renovada condición ética. Quien actúa construye y, con ello, pone de relieve su específica peculiaridad: “Porque sufrimos reconocemos que hemos errado”. No hay “comunidad” sin que haya el suficiente oxígeno para que los individuos puedan respirar libremente. La idea de toda posible comunidad, en el presente, necesita ser rediseñada en profundidad, superada y conservada a un tiempo.

El camino indicado para tal rediseño no puede consistir, a la manera del cómplice, en voltear la mirada ante las crueldades cometidas. Sería históricamente imperdonable un nuevo “aquí no ha pasado nada”. Quien ha actuado y transgredido no puede estar exento de culpa. No hay –y no puede haber– un “como me dé la gana” a los fines de la reconstrucción de la etcidad. Quien ha asesinado, quien ha sometido y pisoteado los derechos más elementales de los individuos; quien ha saqueado las arcas públicas para enriquecerse, y robando a los más necesitados, a los más humildes la posibilidad de satisfacer sus necesidades primarias y, con ello, su dignidad; quien ha convertido las instituciones públicas en castillos de arena frente a una voraz marejada populista, en nombre de “la comunidad”, “la patria”, “el socialismo” o vaya usted a saber en nombre de qué bochinche; quien ha quebrado las piernas y brazos al aparato productivo de la otrora nación –hoy inexistente–, no puede no asumir su responsabilidad ante la justicia. Amnistía no significa “borrón y cuenta nueva”. La reconstrucción de una sociedad de individuos libres se sustenta en la creación de instituciones sólidas y de prestigio, orgánicamente unidas con la vida ciudadana, pero, sobre todo, en la más patente presencia de la justicia. El macondismo tiene que ser finalmente remontado, a objeto de que termine de una vez la fiesta de los carnavales infinitos. Se acerca la hora del miércoles de ceniza del espíritu.

No se trata de no dar cabida al perdón. El reconocimiento de las diferencias, el derecho de disentir, es la necesidad más importante y la mayor de las garantías para el desarrollo coherente de las complejas democracias contemporáneas. No hay comunidad de verdad si no existe respeto por la infinita multiplicidad de lo diverso. Lo decía Maquiavelo: la época dorada de la Roma republicana fue la de la mayor manifestación de sus diferencias y la del respeto de las oposiciones. Pero la reconciliación no se decreta, no es una ley formal, abstracta. Los conflictos no se desvanecen por el simple hecho de hacerse la vista gorda. Por el contrario, se incrementan y se reproducen como la maleza. El perdón solo puede entrar en escena allá donde los intereses finitos ya no pueden remontarse ni negarse, cuando toca el momento histórico de restablecer la auténtica comunidad concreta. El perdón se manifiesta en los límites del reconocimiento de la moralidad y del derecho, como el intento firme de la voluntad colectiva por mantener el restablecimiento del orden de las ideas y de las cosas.

La totalidad es mucho más que la simple sumatoria de sus partes. El perdón solo puede ser el resultado del reconocimiento de la complejidad de la vida moral adecuado al cumplimiento de las leyes. Hay perdón si hay juicio y condena. Solo de ese modo se puede responder ante los límites que permean las acciones humanas y, en tal sentido, se trata de la única posibilidad cierta de una reconciliación exitosa.

Del Minotauro a Quirón

Del minotauro a Quirón por @jrherreraucv


“¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?”.

Imagen de un toro o un hombre, posiblemente un toro con rostro humano, que representa a un líder o salvador, en medio de una multitud desesperada que mira al cielo, yuxtapuesta con elementos de tiranía y esperanza, que reflejan temas de civilización versus barbarie, y las figuras míticas de Marduk, el Minotauro y Teseo, que encarnan la lucha entre el despotismo y la virtud, con influencias de la mitología clásica y los conceptos filosóficos de poder, libertad y necesidad.
Jorge Luis Borges, La casa de Asterión.

“Se requiere con urgencia de un gran líder, de un conductor, de un nuevo padre que nos guíe”, clama la multitud desenfrenada, humillada y anhelante de justicia, juntando sus palmas y apuntando la mirada hacia la bóveda celeste, en medio de la mayor ausencia –la bancarrota, quizá– de las virtudes públicas que en algún momento poseyó (no pocas veces, los segundos en la historia pueden llegar a ser ciclos enteros de la eternidad). En medio de la desesperanza más aterradora, medrosa, y después de haber padecido en carne propia, entre charreteras y espuelas –no siempre uniformadas– un sinfín de “tiranuelos de turno”, de caudillos y villanos, una y otra y otra vez, ¿será posible seguir insistiendo en la exigencia de “uno más”, de otro, del “esta vez sí”? La falla tectónica sobre la cual –desde sus propios comienzos– se construyó la nación, entre las ideas y la fuerza, entre la civilización y la barbarie, sigue ampliando sus márgenes, desde cuyas profundidades abismales brotan gases tóxicos o alucinógenos –da lo mismo– que crean el espectáculo, la ficción, de la llegada de los salvadores de pies alados, sedientos de venganza, en medio de un ricorso al que, gustoso, pareciera haberse habituado el entero ser social, en la misma medida en la cual se va hundiendo en las fauces de sus propias miserias. A fin de cuentas, los hombres, como observa Maquiavelo, no son ni buenos ni malos: son tristes. Pero no hay levante sin poniente.

Marduk –becerro del Sol–, el ancestral dios-toro babilónico, asentado sobre las puertas de Ishtar con la finalidad de no admitir nada que no fuese “controlado” por él, por su despótica inclinación “natural” a la dominación absoluta y, correlativamente, por la sumisa aceptación de la esclavitud por parte de la muchedumbre, representa la preservación del dominio del Estado –interpretado, al modo oriental, solo como sociedad política–: un Estado opresor, puro y bruto, sustentado sobre el miedo del resto de la sociedad. Marduk fue llevado desde Babilonia a Creta, para ser adorado en los juegos sagrados. Ocultado por el rey Minos de los dioses que exigían su sacrificio, pronto Poseidón cobraría venganza, inspirando en Parsifae, esposa de Minos, un deseo insólito e incontenible por el toro. El resultado del monstruoso incesto fue Asterión, el Minotauro, una grotesca bestia con más fortuna que virtud, con cuerpo de hombre y cabeza de toro. En él, el instinto salvaje, violento, sanguinario, controla el resto del cuerpo.

Fue la virtud de Teseo, su firme voluntad de cambio, lo que, con la ayuda de Ariadna y de Dédalo –del re-cuerdo y del ingenio– puso fin a los casi veinte años de terror del Minotauro, liberando su patria de la sangrienta tiranía impuesta por Minos y su corte de fámulos. Teseo había vencido los horrores que el despotismo orientalista le había impuesto a su tierra. El joven Teseo había sido debidamente educado por el centauro Quirón, en Tesalia. Hábil con las manos –como lo indica su nombre–, Quirón fue preceptor, músico, actor, cazador, médico, cirujano y teórico de las costumbres griegas. Mitad hombre y mitad bestia, su anatomía, de hecho, es la inversión especular del Minotauro. No tiene rostro de bestia con cuerpo humano, sino rostro humano con cuerpo de bestia. No es la fortuna, el acaso, por encima de la virtud, de la voluntad, sino la virtud por encima de la fortuna. No es la coerción por encima del consenso, sino el consenso por encima de la coerción. No es la sociedad política la que determina la sociedad civil, sino la sociedad civil la que determina la sociedad política. Quirón es, de hecho, la cabal representación del Estado occidental, republicano, propio de las naciones libres, frente al estado oriental, autocrático y militarista.

En El príncipe, Nicolás Maquiavelo sostiene que existen dos elementos a los que es menester atender: el primero es el de las leyes, el segundo es el de la fuerza. El primero –dice– “es propio del hombre”. El segundo, en cambio, es “propio de las bestias”. Y sin embargo, dado que muchas veces las leyes por sí mismas no son suficientes para defenderse de “los lobos”, “conviene recurrir a la segunda”. Toda república tiene la necesidad de saber usar, en sus justas proporciones y de acuerdo con los requerimientos del momento, esta doble condición. Todo lo cual –concluye el filósofo florentino– ha sido “veladamente enseñado a los príncipes por los antiguos escritores, los cuales describen cómo Aquiles y muchos otros de aquellos antiguos príncipes fueron dados al centauro Quirón para que los nutriese, y para que bajo su disciplina los educase. Lo que no quiere decir otra cosa que tener por preceptor a un medio bestia y medio hombre, cosa que necesita un príncipe para saber usar la una y la otra, porque la una sin la otra no es durable”. Una vez develada, la mitología clásica, muy a pesar de lo que se representa la muchedumbre, se manifiesta en todo su esplendor como fuente inagotable del saber expresada con la más bella plasticidad. Ella es, en efecto, el fundamento de toda la educación estética de la humanidad.

La libertad, al decir de Spinoza y de Hegel, es la “conciencia de la necesidad”, tanto como la virtud lo es de la fortuna y la subjetividad de la objetividad: “la fortuna demuestra su potencia donde no hay una virtud ordenada para resistirla, y vuelve sus ímpetus allí donde sabe que no se han hecho los diques y los resguardos para detenerla”, afirma, no sin énfasis, Maquiavelo. No se puede vencer lo que no se comprende. Quienes presumen de sus conocimientos de oídas o de su experiencia vaga o, incluso, de sus experticias técnicas –siempre abstractas, siempre mecánicas– para oponerse con ellas al Minotauro opresor, subestimándolo, no llegan a comprender que las ideas no son “mudas pinturas sobre el lienzo”, sino la sustancia misma con base en la cual la voluntad humana logra vencer las fuerzas de la bestia salvaje del poder totalitario. Recordar es reconstruir. Ingeniar es transformar el conocimiento en saber. La virtud se sustenta sobre el recuerdo y el ingenio. Su arrojo es el resultado de la astucia de la zorra más que de la ferocidad del león. Cuando las ideas, claras y distintas, se transforman en un arma de transformación no hay líder ni esperanza ni poder bestial que las detenga.


Política del Ecce Homo

Ecce Homo por José Rafaél Herrera @jrherreraucv

La frase tampoco es de Nietzsche, a pesar de que uno de sus textos más conocidos –y, valga decir, altamente recomendado por Freud– lo lleva por nombre. Se hizo famosa después de que, según Juan el evangelista, Poncio Pilato la pronunciara, al momento de presentar al prisionero Jesús de Nazaret ante el populacho enardecido, sediento de sangre: “Este es el hombre”. Con lo cual, sea dicho de paso, Pilato salvaba su responsabilidad, se lavaba las manos en el asunto, dejando que la perturbada muchedumbre tomara en las suyas la sumarial decisión. Es con tal expresión que tiene formalmente sus inicios El Espíritu del cristianismo y su destino, para citar el título de un ensayo juvenil de Hegel que expone, por cierto, el pasaje que va desde antes del trágico momento hasta el progresivo surgimiento de la positividad constitutiva de la fe cristiana.


Ecce Homo político.

Pero Ecce homo es, además, un modelo que, en el caso de la praxis política, ha servido –y sigue sirviendo– no tanto para la eventual crucifixión de quienes lo asumen, cuanto para convertirse en los llamados líderes que aspiran a posicionarse como los grandes condottieri de los gobiernos del orbe. Y, en efecto, en el ámbito de lo político, Ecce homo ha devenido: “¡Este es el hombre!”. Por lo general, las palabras –ese gigantesco caleidoscopio en el que la realidad suele mirarse a sí misma– pesan más de lo que el sensus comunis imagina y tal vez sea por eso que más de un “redentor” ungido haya terminado sus días de liderazgo “crucificado” por la misma muchedumbre que lo exaltó e impulsó a seguir el camino de la redención. Siguiendo a Maquiavelo, quien en El Príncipe establece una neta diferenciación histórica y cultural entre los tipos de gobierno que predominan en Oriente y en Occidente, se podría concluir que los términos del formato que tiene en mente este tipo de entusiasmados “líderes” sigue más los trazos dejados por “el Turco” –como llama Maquiavelo al todopoderoso rey Darío– que “al rey de Francia”. De hecho, Maquiavelo señala textualmente: “Toda la monarquía del Turco está gobernada por un señor, los otros son sus siervos. Pero el rey de Francia está puesto en medio de una antigua multitud de señores, reconocidos y amados por el pueblo, que tienen sus preeminencias, y el rey no puede quitárselas sin peligro”. El modo oriental de gobernar es la coerción; el occidental, es el consenso.

Los “hombres fuertes”, los “caudillos”, los “líderes carismáticos” e “iluminados”, en una expresión, los capi di tutti i capi, han devenido figuras de la conciencia oriental introducidas, diseminadas y puestas en la conciencia occidental, especialmente en la de un continente que todavía muestra las anchas cicatrices del caciquismo precolombino y del califato de la morisca hispana. Son los místicos hijos del sol, la luna y las estrellas, son los “galácticos”, los “legítimos” representantes de Dios –no importa el culto con tal de que sea efectivo– en la tierra, son, pues, “los rugidos del león, los graznidos del buitre, los silbidos de la sierpe”. En ellos no hay distinción entre política y religión, porque son los “taita”, los “padrecitos”, el Dios encarnado, la representación misma de la fe vivificada.

Es verdad que ha habido grandes conductores de pueblos que han hecho grandes y poderosas naciones, auténticos dirigentes de las luchas sociales y políticas, a lo largo y ancho de la gran historia de la humanidad. Pero detrás de Alejandro Magno estaba Aristóteles; detrás de Julio César, la memorable filosofía jurídico-política romana; detrás de Washington, Locke; de Napoleón, la Ilustración francesa; de Bolívar, Rousseau. ¿Quién está detrás de los llamados “líderes” o “dirigentes” del presente: la vanidad y la egolatría, el odio, la venganza y el resentimiento social? A propósito del destino de la América Latina, y con particular mención a Venezuela, Bolívar advertía que “este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos colores y razas”. No hay Aristóteles ni Rousseau tras ellos y, a partir de Castro, con la franquicia del “marxismo-leninismo” tuvo lugar la afirmación de Marx: “Todo lo que sube se desvanece en el aire”. Sin ideas adecuadas solo quedan “tiranuelos de turno” no “líderes”. Son, sin duda, los cientos de Ecce homo del presente, los inefables que aspiran a obtener la gracia de Dios y que afirman contar con el respaldo –¡nada menos!– del Espíritu Santo para asirse del poder del Estado y lucrarse de él.

Toda nueva centuria introduce cambios drásticos que estremecen con fuerza la cristalización de las formas y los contenidos tradicionales propios del pasado inmediato. En medio de sus corsi e ricorsi, la historia termina desplazando de su sitial de honor los símbolos, los códigos, las referencias que, hasta hace nada, eran concebidas como verdades infalibles y absolutas. Del corso oceánico recorrido por Pink Floyd se ha terminado en las charcas del ricorso de Bad Bunny. De Picasso y Dalí se ha pasado a la “estética” del Candy crush. El entendimiento reflexivo y abstracto tiene sus manos –mecanicistas y ensangrentadas– metidas en esto, sin duda. Es el destino –esta vez– no de Jesús, sino del Espíritu de los tiempos. Que los proyectos para un nuevo gobierno estén en manos de “especialistas” y “técnicos” no solo se traduce en el desplazamiento de los Aristóteles y los Rousseau por nerds y Robocops –consenso y coerción– sino que la fuerza de las ideas ha terminado siendo sustituida por estadísticas, proyecciones, encuestas, datos, becas, lavadoras y cajas de alimentos mexicanos.

Una pirueta en favor del desarrollo educativo nunca está de más. Kant exhortaba a dejar las muletas de los “padrecitos” del mundo para dedicarse a la propia formación cultural, con base en la cual es posible conquistar “la mayoría de edad” y, con ella, el más preciado de todos los dones: la autonomía. La dependencia, el creer que algo o alguien va a venir a ocuparse y, con la magia de su generosa dádiva, mitigar la caída, solo genera más dependencia y más caída. Hay –al decir de Pirandello– más de seis personajes en busca de autor. Momento de desechar las ilusiones, de abandonar la búsqueda del “líder”, de voltear la mirada hacia el espejo y descubrir, no sin sensatez, que en realidad el anhelado Ecce homo es el propio reflejo.

Antipolíticos en la prepolítica

Lo antipolítico como prepolítico por @jrherreraucv

En el campo de la filosofía en sentido estricto, se dice de todo materialismo –que se declara abiertamente antiespiritualista– y de todo espiritualismo –que se declara abiertamente antimaterialista– que se trata de posiciones recíprocamente aisladas, posiciones abstractas, recíprocamente gratas a los prejuicios propios del sentido común. Posiciones, en fin, provenientes de la cultura dieciochesca, anteriores a la síntesis a priori magistralmente enunciada por Kant en la Crítica de la razón pura, la síntesis o unidad diferenciada de sujeto y objeto, su “negación determinada”, como la denominara Hegel. En una palabra, a estos puntos de vista, se les llama prekantianos. “Cada extremo –apunta Marx– es su otro extremo. El espiritualismo abstracto es materialismo abstracto; el materialismo abstracto es espiritualismo abstracto de la materia”. La lógica del maniqueísmo es de cuidado, y conviene prestarle adecuada atención, si se quiere comprender –más que entender– el presente estado de cosas. Lo “anti”, siempre, es sospechoso: nadie más religioso que un ateo; nadie más anticomunista que un ex comunista; nadie más inmoral que un moralista tout court. De ahí que, y extendiendo los límites del ámbito de la ontología del ser social a los del pensamiento político –si es que los hay–, se pueda afirmar que toda posición antipolítica, sea esta de derechas o de izquierdas, liberal o socialista, progresista o reaccionaria, es, en realidad, una posición prepolítica.


Antipolíticos en la perpolítica

La antipolítica es, de hecho, una contraposición. Pero toda posición en-contra es, siempre, una posición que, para poder ser, necesita nutrirse continuamente de la otra posición que enfrenta con tanta vehemencia. Su fortaleza no depende de sí misma: depende de su término o-puesto. Como el materialismo o el espiritualismo, como el empirismo positivista o la teología filosofante postmoderna, ambos recíprocamente antagónicos, recíprocamente abstractos –cuyos respectivos postulados se autorrepresentan como “la única verdad”–, del mismo modo, la antipolítica se autoconcibe como la definitiva resolución de la política, la expresión más acabada, más noble, más honesta, más “pura”, de la res publica, o sea, del dominio de la vida de lo público. Diría Maquiavelo que, en el fondo, los representantes de la llamada antipolítica no son más que reediciones contemporáneas de los Savonarola de su tiempo. Y no se puede establecer con propiedad cuál de los extremos resultó ser más pericoloso: si Savonarola o Lorenzo de Medici, el antipolítico-político o el político-antipolítico. El promotor de la “hoguera de las vanidades”, predicador contra el lujo, la corrupción y la depravación de los poderosos o el gobernante de facto, el mecenas tanto de las artes y las ciencias como de las bacanales, banquero y promotor del sensual y reluciente esplendor fiorentino. Observa Hegel que una cosa es lo que se proponen llevar a cabo los grandes personajes de la historia y otra muy distinta la astucia que resulta de la propia inmanencia de sus propósitos.

Más allá –o más adentro– de la simple descalificación de la labor del otro, cada uno de los términos pretende reafirmar la exigencia por asumir, por apropiarse, aunque sin poder declararlo explícitamente, de la condición, del rol, del carácter protagónico, de su “enemigo”, ese perenne querer ocupar su posición, convencido de que, él sí, lo haría mejor, dado que, a su juicio, el otro no está a la altura de su dignidad y de su preparación. El otro, en consecuencia, debe ser aniquilado, destruido, anulado. En el intermezzo, la barbarie militarista sonríe. Y no se trata de considerar exclusivamente la anormalidad, el morbo, de la antipolítica con independencia del de la política, como si bajo la actual crisis orgánica que vive la sociedad del presente, el político ocupase “el lado correcto de la historia” y el antipolítico el incorrecto. Con mayor rigor y objetividad, conviene afirmar que todo relativismo es un fraude. La ya famosa cita de Einstein “todo es relativo”, en realidad, nada tiene que ver con la mediocridad del relativismo que se ha venido transformando en la sacra ideología de los tiempos. Cuando Einstein, quien siempre se declaró seguidor de Spinoza, afirmó que “todo es relativo” no se refería a la desaparición del absoluto: se refería a que todo se encuentra en relación con todo. Todo es correlato de todo, todo está íntimamente relacionado entre sí: ordo et conectio idearum idem est ac ordo et conectio rerum. Y cabe acotar el hecho de que la expresión “todo” ya es, de suyo, una afirmación a favor de lo absoluto, comprendido como relación –unidad diferenciada o síntesis a priori– de los términos de toda oposición.

Quienes desprecian el ámbito de lo político, alentados para ello por los promotores de la antipolítica, no imaginan cuán políticos son. Quienes, a su vez, desprecian la antipolítica, alentados por los políticos “de oficio”, por los “profesionales” de la política, no saben cuán antipolíticos pueden llegar a ser. Lo cierto es que, como consecuencia de semejantes puntos de vista, la llamada “unidad democrática” ha terminado por fracturarse irremediablemente, y mientras las sospechas crecen entre los unos y los otros, el militarismo entierra, cada vez con mayor profundidad, las huellas de la suela de sus botas en el lodazal de lo que va quedando de país. La ruin barbarie se ha convertido en el “santo y seña” de una sociedad agobiada, empobrecida, embrutecida y secuestrada, por una lumpencracia que no para de sembrar el temor –y la esperanza–, mientras reparte dádivas con criterio de escasez y hace que la multitud termine enajenando su dignidad para poder sobrevivir. Impone la cultura del “barrio adentro”, del cerro hostil. Habitúa a todos a que no haya luz, ni agua, ni gas, ni salud, ni alimentos, ni seguridad. Acostumbra, como si se tratara de algo normal, a que el modo de vida cotidiano de los más desposeídos sea el modelo de vida de toda la sociedad, y especialmente de la clase media, profesional y técnica, que cada vez más se reduce.

El año entrante será decisivo para los sectores que están dispuestos a poner fin a la canalla vil. Para ello será preciso superar los traumas y las intrigas del maniqueísmo, del sectarismo y la inútil mezquindad, los puntos de vista abstractos, el azote de la prepolítica devenida, doblemente, en antipolítica, premeditadamente sembrada –y disfrutada– por quienes durante los últimos 20 años han destrozado al país. Aufheben: superar y conservar. Y cabe decir que comprender esta artificiosa ausencia de reconocimiento quiere decir precisamente eso: superar.

El odio como reflejo

El odio como reflejo por @jrherreraucv

¿Qué ardid, qué astucia tuvo que llegar a suceder para que un grupo de jóvenes declarados en rebeldía, para que un puñado de auténticos ángeles vengadores, ebrios de patriotismo, tocados e inspirados por los dioses del romanticismo –o, por lo menos, por sus ficticias versiones hollywoodenses–, terminaran acaparando comida y medicamentos en inmensos galpones, o involucrados en densos y pesados “guisos” de todos los colores y sabores, o vinculados con el narcotráfico, el lavado de divisas y el terrorismo internacionales? 

Reflejo del odio

¿Cómo se pasa de la lucha contra la corrupción, la demagogia, la burocracia y la pobreza –además, en nombre de la justicia social, la equidad, el “buen vivir viviendo”, la liberación nacional, la independencia económica, la democracia participativa, la paz, etc.–, en fin, cómo se llega a formar “arte y parte” del régimen más corrupto del que se tenga noticia; de la demagogia más descarada, obscena y cínica; de la más monstruosa de las burocracias que se haya padecido? En suma, ¿cómo fue que, en medio del fragor del homérico combate contra el demonio, contra el poderoso Mister Danger y sus inmorales seguidores, los ángeles de la civilización se volvieron demonios de la barbarie? Decía Hegel, repitiendo a Maquiavelo, que el camino que conduce hacia el infierno está lleno de buenas intenciones y de espléndidos deseos.

En algún lugar de su obra, Jorge Luis Borges –ese gran spinozista universal– observó que las imágenes, al ser proyectadas, pueden llegar a causar la impresión de ser la más auténtica justificación de la realidad. No se siente horror ante la opresión de una determinada esfinge, dice Borges; más bien, se proyecta una determinada esfinge para justificar el horror que se siente. Se trata, en el fondo, de la imaginatio, es decir, de la dis-torsión o la de-formación abstracta, de lo que efectivamente se es. Es el malabarismo, la inversión –y confusión– de las causas con los efectos y, con ello, de lo real con su imagen. Es, al decir de Thomas Mann, Mario y el mago: la trampa, la estafa en la que la ficción deviene –y valga el énfasis– lo fijado, lo puesto, lo contrabandeado. Así, lo que antes fue forma se asume como contenido; lo que ahora es contenido se asume como forma. Tal como ocurre en la sala de los espejos de las ferias, el ser se trueca en aparecer, en su puntual inversión. Cosas, como se comprenderá, inherentes a la naturaleza del triunfo de la reflexión del entendimiento sobre la verdad concreta. Pero, y además, con ello la pobreza no solo triunfa: se enseñorea y amenaza con perpetuarse.

Borges hace referencia al horror, que es, sin duda, una “fase superior”, no precisamente del capitalismo, como diría un conocido momificador de ideas, sino del miedo. Pero, sin duda, pudo haberse referido perfectamente al odio, esa tristísima pasión estudiada por Spinoza en Ethica. A fin de cuentas, el impecable logos borgiano cabe tanto para lo uno como para lo otro, pues, en el fondo, ambos objetos –el horror y el odio– están preñados de la misma pasión: el temor. La reina de corazones de Alicia pudo, en uno de sus habituales ataques de ira, mandar “que le corten la cabeza” a todos aquellos ciudadanos potencialmente capaces de alimentar o promover el odio. La señora reina, a pesar de vivir en un mundo invertido, no parece tener conciencia del hecho de proyectar su propio odio contra la ciudadanía que vive tras el espejo. Causas y efectos se hallan en posiciones reflejas. Primero se come el trozo de pastel y luego se pica. La razón principal de la crisis económica no está en la total desconfianza creada entre los inversionistas y en la consecuente caída del sector productivo, sino en los bachaqueros. Tanto como que la falta de efectivo no tiene su explicación en la cada vez mayor pérdida del valor de la moneda respecto del llamado tipo o modelo de cambio, sino en la necesidad de aumentar la impresión de más y más billetes inorgánicos. Es el mundo invertido, cínicamente concebido al revés, cual espejismo.

La palabra Odium guarda en sus orígenes algo de mal olor, algo cuyo olor –odor-odorante– pudiese llegar a repugnar. En el algo huele mal en Dinamarca, detectado por Hamlet, se percibe, oculta tras la sensación, la pasión triste que ocupa la atención de estas líneas: el odio y, por supuesto, su reflejo especular. “Apártate de esa odiosa superstición –dice Spinoza–: deja de llamar misterios a errores absurdos y no confundas torpemente lo que desconocemos, o lo que aún no conocemos, con aquello cuyo absurdo ha sido demostrado, como sucede con los horribles secretos de las sectas”. El autor de la Ethica, quien concibe los actos y apetitos humanos “como si fuesen líneas, superficies o cuerpos”, parece haberle dirigido esa advertencia a quienes, enseñoreados desde un poder usurpado y de dudosa procedencia, pretenden normar, regular y decretar, supersticiosamente, la determinada proyección de una esfinge, como dice Borges. Y todo para justificar el horror, la atrocidad, de sí mismos.

Según Spinoza, “el odio es la tristeza, acompañada por la idea de una causa exterior”. Es, pues, “una tristeza surgida del daño de otro”. Si se imagina lo que se ama siendo afectado por la tristeza, entonces pronto el odio tomará cuerpo en su contra, porque quien afecta con alegría o tristeza lo que se ama o se odia no solo afecta a dicho objeto, sino que, al mismo tiempo, se afecta a sí mismo. De tal modo que quien predica tan vehementemente sus afecciones contra el odio, en realidad, pretende ocultar el odio profundo que las anima. El más patético de los sentimientos ha servido de sustento, de fundamento, a quienes, creyendo hallarse más allá del bien y del mal, se han tomado la molestia de ponerse al descubierto la proyección de su pálido reflejo. Ese sentimiento es la tristeza. Hay quienes, cargados de ignorancia y de un profundo resentimiento que no logran superar, nunca llegan a comprender que las rígidas líneas de un decreto o de una ley nunca podrán colocarse por encima de la eticidad, de la formación cultural, de una sociedad. El consenso siempre será superior a la bota fascista. Una ley contra el odio no solo es la formalización del propio odio que se lleva por dentro. Es, además, el principio del fin de quien la promulga, porque “cuando una cosa que se odia está afectada por la tristeza, en esa misma medida se destruye a sí misma, y tanto más cuanto mayor sea su tristeza”. Por el contrario, cuando se comprende que detrás del odio se halla oculta la tristeza, pronto resurge la alegría, se extingue el miedo y la libertad vuelve a mostrar sus alas intactas. Y es que la libertad es el más sublime y maravilloso de todos los poderes creadores de la humanidad.