Hay mujeres que se meten a monjas, escucho que pretenden realizar una unión con Jesuscristo, y para ello se acompañan de imágenes: fotos, estampas y bonitos relieves de metal,que adornan el insensible pescuezo de la chica. Buscan la realización dicen, yo observo en estas mujeres un miedo impropio a lo bello, pero, ¿estas damas realmente están enamoradas? me parece como una adolescente enamorada, demasiado fea se ve ella, y demasiado poco sabe para imaginar. Su amado se le aparece en la noche para recordarle su amor, pues ella no puede tocarse bajo traición,¿que hay más sagrado que dejar de ser mujer para convertirse en polvo? apenado, me parece que estas dejan de ser mujeres para pasar a mártires, acompañando a su amado. Me da miedo pensar en la traicción, en la traición de esta monja sola, sin momentos comunes entre amantes, sin el fuego de la mujer perdido ya siempre por miedo, no sabrá esta chica lo que es estar muerta y volver a nacer, ni reír a grito limpio al ver a los dioses y jugar con ellos. Pero como yo de esto se más bien poco, aquí esta Sade en su tocador.
- - - - La filosofia en el tocador -. - - Marques de Sade -.
SRA. DE SAINT-ANGE, presentándole las nalgas: Y bien, ¿os parece que estoy bien puesta? DOLMANCÉ: ¡De maravilla! Así puedo devolveros de la mejor manera posible los mismos servicios con que Eugenia se ha encontrado tan bien. Ahora, pequeña loca, poneos con la cabeza bien metida entre las piernas de vuestra amiga y devolvedle, con vuestra linda lengua, los mismos cuidados que acabáis de obtener de ella. ¡Vaya! Por la postura podría poseer vuestros dos culos; sobaré deliciosamente el de Eugenia, chupando el de su bella amiga. Ahí... bien. ¿Veis cómo nos conjuntamos?
SRA. DE SAINT-ANDE, extasiándose: ¡Me muero, vive Dios!... Dolmancé, ¡cuánto me gusta tocar tu hermosa polla mientras me corro!... ¡Quisiera que me inundara de leche!... ¡Masturbad!... ¡Chupadme, santo DiosL.. ¡Ay, cuánto me gusta hacer de puta, cuando mi esperma eyacula así!... Se acabó, no puedo más... Me habéis saciado los dos... Creo que nunca en mi vida he tenido tanto placer.
EUGENIA: ¡Qué contenta estoy de ser yo la causa! Pero una cosa, querida amiga, acaba de escapársete una palabra, y no la entiendo. ¿Qué entiendes tú por esa expresión de puta? Perdón, pero ya sabes que estoy aquí para instruirme.
SRA. DE SAINT-ANGE: Se denomina así, bella mía, a esas víctimas públicas de la depravación de los hombres, siempre dispuestos a entregarse a su temperamento o a su interés; felices y respetables criaturas que la opinión mancilla, pero que la voluptuosidad corona, y que, más necesarias a la sociedad que las mojigatas, tienen el coraje de sacrificar, para servirla, la consideración que esa sociedad osa quitarles injustamente. ¡Vivan aquellas a las que este título honra a sus ojos! Ésas son las mujeres realmente amables, las únicas verdaderamente filósofas. En cuanto a mí, querida mía, que desde hace doce años trabajo por merecerlo, te aseguro que lejos de molestarme, me divierte. Es más: me gusta que me llamen así cuando me follan; esa injuria me calienta la cabeza.
EUGENIA: ¡Oh! Me lo explico, querida; tampoco a mí me molestaría que me lo dijeran, aunque tengo menos méritos para el título; pero ¿no se opone la virtud a semejante conducta, y no la ofendemos al comportarnos como lo hacemos?
DOLMANCÉ: ¡Ah, renuncia a las virtudes, Eugenia! ¿Hay uno solo de los sacrificios que pueden hacerse a esas falsas divinidades que valga lo que un minuto de los placeres que se gustan ultrajándolas? Bah, la virtud no es más que una quimera, cuyo culto sólo consiste en inmolaciones perpetuas, en rebeldías sin número contra las inspiraciones del temperamento. Tales movimientos, ¿pueden ser naturales? ¿Aconseja la naturaleza lo que la ultraja? No seas víctima, Eugenia, de esas mujeres que oyes llamar virtuosas. No son, si quieres, nuestras pasiones las que ellas sirven: tienen otras, y con mucha frecuencia despreciables... Es la ambición, es el orgullo, son los intereses particulares, a menudo incluso sólo la frigidez de un temperamento que no les aconseja nada. ¿Debemos algo a semejantes seres, pregunto? ¿No han seguido ellas sólo las impresiones del amor propio? Por lo que a mí respecta, creo que tanto valen unas como otras; y quien sólo escucha esta última voz tiene más razones sin duda, puesto que ella sola es el órgano de la naturaleza, mientras que la otra lo es sólo de la estupidez y del prejuicio. Una sola gota de leche eyaculada por este miembro, Eugenia, me es más preciosa que los actos más sublimes de una virtud que desprecio.
EUGENIA: (Tras haberse restablecido levemente la calma durante estas disertaciones, las mujeres, vestidas de nuevo con sus túnicas, están semiacostadas sobre el canapé, y Dolmancé junto a ellas en un gran sillón.) Pero hay virtudes de más de una especie; ¿qué pensáis vos, por ejemplo, de la piedad?
DOLMANCÉ: ¿Qué puede ser esa virtud para quien no cree en la religión? ¿Y quién puede creer en la religión? Veamos, razonemos con orden, Eugenia: ¿no llamáis religión al pacto que liga al hombre con su creador, y que lo compromete a testimoniarle, mediante un culto, el reconocimiento que tiene por la existencia recibida de ese sublime autor?
EUGENIA: No se puede definir mejor.
DOLMANCÉ: Pues bien, si está demostrado que el hombre sólo debe su existencia a los planes irresistibles de la naturaleza; si está probado que, tan antiguo sobre este globo como el globo mismo, no es, como el roble, como el león, como los minerales que se encuentran en las entrañas de este globo, más que una producción necesitada por la existencia del globo, y que no debe la suya a nadie; si está demostrado que ese Dios, a quien los tontos miran como autor y fabricante único de todo lo que vemos, no es más que el nec plus ultra de la razón humana, el fantasma creado en el instante en que esa razón ya no ve nada más, a fin de ayudar a sus operaciones; si está probado que la existencia de ese Dios es imposible, y que la naturaleza, siempre en acción, siempre en movimiento, saca de sí misma lo que a los tontos place darle gratuitamente; si es cierto, suponiendo que ese ser inerte exista, sería con toda seguridad el más ridículo de los seres, puesto que no habría servido más que un solo día y luego durante millones de siglos estaría en una inacción despreciable; suponiendo que exista como las religiones nos lo pintan, sería con toda seguridad el más detestable de los seres, puesto que permite el mal sobre la tierra cuando su omnipotencia podría impedirlo; si, digo yo, todo esto estuviera probado, como indiscutiblemente lo está, ¿creéis entonces, Eugenia, que la piedad que vincule al hombre con ese Creador imbécil, insuficiente, feroz y despreciable, sería una virtud muy necesaria?
EUGENIA, a la Sra. de Saint Ange: ¿Cómo? ¿De veras, amable amiga, que la existencia de Dios sería una quimera?
- - - - La filosofia en el tocador -. - - Marques de Sade -.
SRA. DE SAINT-ANGE, presentándole las nalgas: Y bien, ¿os parece que estoy bien puesta? DOLMANCÉ: ¡De maravilla! Así puedo devolveros de la mejor manera posible los mismos servicios con que Eugenia se ha encontrado tan bien. Ahora, pequeña loca, poneos con la cabeza bien metida entre las piernas de vuestra amiga y devolvedle, con vuestra linda lengua, los mismos cuidados que acabáis de obtener de ella. ¡Vaya! Por la postura podría poseer vuestros dos culos; sobaré deliciosamente el de Eugenia, chupando el de su bella amiga. Ahí... bien. ¿Veis cómo nos conjuntamos?
SRA. DE SAINT-ANDE, extasiándose: ¡Me muero, vive Dios!... Dolmancé, ¡cuánto me gusta tocar tu hermosa polla mientras me corro!... ¡Quisiera que me inundara de leche!... ¡Masturbad!... ¡Chupadme, santo DiosL.. ¡Ay, cuánto me gusta hacer de puta, cuando mi esperma eyacula así!... Se acabó, no puedo más... Me habéis saciado los dos... Creo que nunca en mi vida he tenido tanto placer.
EUGENIA: ¡Qué contenta estoy de ser yo la causa! Pero una cosa, querida amiga, acaba de escapársete una palabra, y no la entiendo. ¿Qué entiendes tú por esa expresión de puta? Perdón, pero ya sabes que estoy aquí para instruirme.
SRA. DE SAINT-ANGE: Se denomina así, bella mía, a esas víctimas públicas de la depravación de los hombres, siempre dispuestos a entregarse a su temperamento o a su interés; felices y respetables criaturas que la opinión mancilla, pero que la voluptuosidad corona, y que, más necesarias a la sociedad que las mojigatas, tienen el coraje de sacrificar, para servirla, la consideración que esa sociedad osa quitarles injustamente. ¡Vivan aquellas a las que este título honra a sus ojos! Ésas son las mujeres realmente amables, las únicas verdaderamente filósofas. En cuanto a mí, querida mía, que desde hace doce años trabajo por merecerlo, te aseguro que lejos de molestarme, me divierte. Es más: me gusta que me llamen así cuando me follan; esa injuria me calienta la cabeza.
EUGENIA: ¡Oh! Me lo explico, querida; tampoco a mí me molestaría que me lo dijeran, aunque tengo menos méritos para el título; pero ¿no se opone la virtud a semejante conducta, y no la ofendemos al comportarnos como lo hacemos?
DOLMANCÉ: ¡Ah, renuncia a las virtudes, Eugenia! ¿Hay uno solo de los sacrificios que pueden hacerse a esas falsas divinidades que valga lo que un minuto de los placeres que se gustan ultrajándolas? Bah, la virtud no es más que una quimera, cuyo culto sólo consiste en inmolaciones perpetuas, en rebeldías sin número contra las inspiraciones del temperamento. Tales movimientos, ¿pueden ser naturales? ¿Aconseja la naturaleza lo que la ultraja? No seas víctima, Eugenia, de esas mujeres que oyes llamar virtuosas. No son, si quieres, nuestras pasiones las que ellas sirven: tienen otras, y con mucha frecuencia despreciables... Es la ambición, es el orgullo, son los intereses particulares, a menudo incluso sólo la frigidez de un temperamento que no les aconseja nada. ¿Debemos algo a semejantes seres, pregunto? ¿No han seguido ellas sólo las impresiones del amor propio? Por lo que a mí respecta, creo que tanto valen unas como otras; y quien sólo escucha esta última voz tiene más razones sin duda, puesto que ella sola es el órgano de la naturaleza, mientras que la otra lo es sólo de la estupidez y del prejuicio. Una sola gota de leche eyaculada por este miembro, Eugenia, me es más preciosa que los actos más sublimes de una virtud que desprecio.
EUGENIA: (Tras haberse restablecido levemente la calma durante estas disertaciones, las mujeres, vestidas de nuevo con sus túnicas, están semiacostadas sobre el canapé, y Dolmancé junto a ellas en un gran sillón.) Pero hay virtudes de más de una especie; ¿qué pensáis vos, por ejemplo, de la piedad?
DOLMANCÉ: ¿Qué puede ser esa virtud para quien no cree en la religión? ¿Y quién puede creer en la religión? Veamos, razonemos con orden, Eugenia: ¿no llamáis religión al pacto que liga al hombre con su creador, y que lo compromete a testimoniarle, mediante un culto, el reconocimiento que tiene por la existencia recibida de ese sublime autor?
EUGENIA: No se puede definir mejor.
DOLMANCÉ: Pues bien, si está demostrado que el hombre sólo debe su existencia a los planes irresistibles de la naturaleza; si está probado que, tan antiguo sobre este globo como el globo mismo, no es, como el roble, como el león, como los minerales que se encuentran en las entrañas de este globo, más que una producción necesitada por la existencia del globo, y que no debe la suya a nadie; si está demostrado que ese Dios, a quien los tontos miran como autor y fabricante único de todo lo que vemos, no es más que el nec plus ultra de la razón humana, el fantasma creado en el instante en que esa razón ya no ve nada más, a fin de ayudar a sus operaciones; si está probado que la existencia de ese Dios es imposible, y que la naturaleza, siempre en acción, siempre en movimiento, saca de sí misma lo que a los tontos place darle gratuitamente; si es cierto, suponiendo que ese ser inerte exista, sería con toda seguridad el más ridículo de los seres, puesto que no habría servido más que un solo día y luego durante millones de siglos estaría en una inacción despreciable; suponiendo que exista como las religiones nos lo pintan, sería con toda seguridad el más detestable de los seres, puesto que permite el mal sobre la tierra cuando su omnipotencia podría impedirlo; si, digo yo, todo esto estuviera probado, como indiscutiblemente lo está, ¿creéis entonces, Eugenia, que la piedad que vincule al hombre con ese Creador imbécil, insuficiente, feroz y despreciable, sería una virtud muy necesaria?
EUGENIA, a la Sra. de Saint Ange: ¿Cómo? ¿De veras, amable amiga, que la existencia de Dios sería una quimera?