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La sombra del Hierofante


Hierofante con túnica púrpura con bordados dorados, botas de Tracia, con una cinta blanca de estroncio, encabezando una procesión desde Atenas a Eleusis, simbolizando el regreso de Perséfone del inframundo, con Deméter, representando la transición de la oscuridad a la luz, y el nacimiento de una nueva era


“Velando las semillas, la novia acecha una flor revelada..

perdida en el pensamiento en busca de la visión,

como la luna eclipsó al sol, dando los mismos pasos

vislumbrando su propio destino, por venir a derretirse

en el vacío del sueño del que nunca puede huir..

las lágrimas llenan las fuentes rompiendo su promesa

de sanar, ondulando las aguas que reflejan un ideal terminado,

pensamiento profundo despojado de la visión,

como la luna eclipsó al sol”.

Steve Hackett, La sombra del Hierofante


Decía Hegel que lo inanimado y el moho contentan a los muertos eternos, “¡los muy sobrios.., en balde..”. Y sin embargo, el alma de los hechos es “el alto pensamiento, la fe sincera, de que una Deidad, aunque todo se hunda, nunca se desmorona”. El pensar es, de suyo, un hacer, tanto como el hacer es un pensar. Después del esfuerzo por redimir la condición ciudadana, todo apunta a la llegada de la aurora en un nuevo amanecer, que va dejando tras de sí la tenebrosa y pesada noche del siniestro abismo. La cruel barbarie ritornata va llegando lentamente a su fin, se viene, bajo el inexorable mandato de Deméter -“la tierra madre”- y de su hija, Perséfone -“la que avienta el grano”-, celebrando el culmen de la era de Hades, de los muertos y sus horrores.

Hierofante es la representación de la señal, quien hace posible que lo sagrado aparezca (erscheinen). Pero todo aparecimiento ante la luz, todo develamiento, solo puede surgir de la sombra. Cuando aparece ante él, la figura del Hierofante amplía tras de sí lo que antes tuvo enfrente. Y su labor, ahora, consiste en la confirmación de la llegada de la luz, pero a condición de no poder evitar el recuerdo presente del oscuro abismo. En la Grecia clásica, el Hierofante ocupaba un rango de distinción entre los sacerdotes del culto de Eleusis, siendo el responsable de interpretar sus sagradosmisterios y de instruir a los iniciados. Miembro del antiguo linaje de los eumólpidas, el Hierofante vestía una larga túnica púrpura con bordados dorados y calzaba botas tracias. Su cabeza estaba adornaba con una cinta de estroncio, blanca, irradiante. El culto eleusino que presidía estaba vinculado con la diosa Deméter y con su hija Perséfone, secuestrada por Hades y obligada a desposarse con él. En efecto, Kore la de níveos brazos -como también se le conoce-, hija de la diosa de la vida y la fertilidad, fue llevada al inframundo para convertirse en la eterna acompañante del dios de las tinieblas. Desesperada y deprimida, sin conocer su paradero, su madre se dedicó a buscarla, descuidando sus labores en la tierra. Al poco tiempo, todo se congeló, por lo que Zeus obligó a Hades a devolvérsela, enviando a Hermes por ella. Pero Hades, le había dado de comer seis semillas de granada, lo que indefectiblemente la obligaba a volver cada seis meses al inframundo. Los primeros seis meses corresponden a la primavera y al verano. Los otros seis al otoño y al invierno. Por eso, cuando Deméter y Perséfone están juntas la vegetación florece en la tierra, pero cuando Perséfone vuelve con Hades al inframundo la tierra se congela y se vuelve estéril. 

Fue justo durante su viaje al reino de las sombras que Deméter reveló los misterios eleusinos, cuyo objetivo principal se centra en el cultivo. De hecho, la diosa enseñó a Triptólemo, hijo de Céleo, los secretos del arte del cultivo y, a través de él, al resto de la población griega. Triptólemo cruzaba el país entero en un carro alado, mientras las diosas lo protegían y ayudaban a completar su misión de educar a toda la sociedad. No es casual que los únicos requisitos para poder participar en los misterios eleusinos consistieran en carecer de “culpas de sangre” -es decir, de no haber cometido asesinato alguno- y de no ser un bárbaro. La Paideia griega -los elementos fundamentales para la formación que hacían de un individuo una persona apta para el ejercicio de los deberes cívicos- tiene sus orígenes en estas enseñanzas míticas que llegaron a trascender con creces los límites de la inmediatez -con la siembra de cereales- para devenir constructo objetivo de ciudadanos educados en la virtud, mediación inmanente -praxis- de y para el cultivo del Espíritu de un pueblo. Los ritos eran celebrados dos veces al año. Se pasaba de los misterios menores a los mayores. Una marcha inmensa por la vía sagrada, desde Atenas hasta Eleusis, era animada por la recreación del renacimiento de Perséfone. 

Las Cosas hechas, las cosas mostradas y las cosas dichas: estas eran las tres partes en las que consistían los mysteria. Lo cierto es que quienes participaban en aquellos rituales sagrados terminaban cambiando para bien y para siempre, y nunca más le temían a los muertos. Como encargado de hacer aparecer (erscheinen) -o de hacer evidente- lo auténticamente sagrado y, en consecuencia, como mediador de lo divino y de lo humano, la figura del Hierofante comporta la rectitud ética y -más allá del conocimiento- el compromiso por el re-conocimiento, porque son estos los cimientos sobre los cuales surgen las sociedades libres. La negación de lo que ha sido impuesto es la primera determinación del ser social. Solo ella suscita la objetivación de la lucha por los valores del Espíritu. 

Y nada es más auténticamente sagrado que la lucha por libertad. La mediación - cosa muy distinta a las mezquindades de la medianía-, es el elemento esencial del desarrollo del pensamiento dialéctico. Durante el llamado “período de Frankfurt”, Hegel logró -gracias a su entrañable amigo Hölderlin- salir de la peor crisis existencial y conceptual que sufriera durante su vida. Terminada esa época, que él mismo calificó como la de una “manía de hipocondría” o como el “punto nocturno de la contradicción”, logró exponer, avant la lettre, su concepción de la dialéctica en un ensayo, no siempre bien interpretado, que Dilthey-Nohl titularon como el Systemfragment de 1800. Poco tiempo antes, Hegel había escrito un poema dedicado a Hölderlin, cuyo título es, precisamente, Eleusis. La profanidad -ese moho que tanto contenta a los muertos eternos- debe ser definitivamente superada. La sombra del Hierofante proyecta el re-velado camino de su consagración.

¿Conviene expresarse?

 




Ir de corazón hacia la naturaleza en toda su singularidad y caminar con ella laboriosa y confiadamente, sin tener otros pensamientos que cómo penetrar mejor en su comprensión, y recordar siempre su instrucción, sin rechazar nada, creyendo que todas las cosas son buenas y justas y regocijándose siempre en la verdad. Entonces cuando sus memorias estén almacenadas y su imaginación alimentada y sus manos firmes, déjala que te lleve al escarlata y al oro, da reinos a su fantasía y muestra para qué fueron hechas nuestras manos. 

Jhon Ruskin. 

Es necesario reconocer que a dios mismo no le interesaría nuestro arte, ni el más bello. No habría otro interés en este caso que el que tiene un padre por sus hijos. Ética hereditaria, altruismo genético, gen egoísta (Adela Cortina). La comunicación sería totalmente asimétrica y directa, por potencia, aunque bajo nuestros términos, lo cual ha sido profundamente sospechoso para los críticos de una revelación. Hay otro tipo de comunicación, subjetiva, que relatan libros ecuménicos, representa cierta conexión con algo que trasciende la belleza artística, sus convenciones, no puede ser relatada, aunque lo intenta. Lo que es por naturaleza, no tiene que bajar o ascender (Tomás de Aquino), ya está y eso es todo, abre pupilas, destapa oídos, luego desaparece. En este sentido cualquier libro sagrado, teleológicamente, es muy humano, hasta los abismos de la santidad. La santidad es abismal como dios mismo, no se puede concebir a un dios siempre arriba, hay un dios en las sombras, hay un dios en los vicios, aunque no sea parte de ellos, sino éstos partes de aquél.


Cuando hablamos de humanidad, hablamos de una forma en la que imaginariamente se planteó una esencia, la que, al parecer, sólo es capaz de revelar el arte, sea lo que sea que esto signifique. El arte tiene la libertad de definir nuestra humanidad. La esencia de lo humano pende sobre los hombros de Atlas, que fue condenado a sostener los cielos por su propia voluntad para terminar mirando la cara de la gorgona Medusa, transformándose así en la cadena montañosa homónima al norte de África. Esto lo dicen los mitos, lo dice el arte, en combinación con cierto residuo de hechos que son los que lo materializan ante un receptor nunca objetivo. Los muertos son los fieles a nuestra esencia, y sobre ellos las piedras, el resto es temor a un potencial, a hombros cansados de por vida. La potencia está íntimamente ligada a una línea fina que separa lo que los hombres llamaron bueno. 

Como espectadores estamos totalmente influenciados por lo que el artista se anima a mostrar, por lo que el artista se anima refrescar, por la voluntad del artista, que un día cualquiera deja de callar. La filosofía del arte no debería importarle mucho al artista, este realiza su pasión en un ámbito entre veces, muy distinto a lo técnico. La razón para ejecutar es encontrarse reflejado en un símbolo desnivelado consigo, y por ello nunca terminado. La vida del artista es infeliz, comienza una labor para encontrarse, y termina perdiéndose a sí mismo. Hay algo indestructible en él, a lo que nunca puede llegar. 

El arte de masas es una muestra de lo que el crítico puede analizar, por esto, allá donde el individuo menos tiene en común con el resto, encuentra un gusto estético propio, con muy pocos que entiendan su desarrollo. El arte se ha metido en diversas formas de observar la vida, incluso en la que se cree, por antonomasia, la verdad ultima para los poderosos: la Guerra (Sun Tzu). A pesar de que en muchos sentidos el arte “nos aparte de la realidad” (mundo de las ideas), en otros cuantos termina por ser una herramienta útil de batalla si se le logra acoplar con “la mayor de las necesidades”. El arte pasa a tomar de un nivel activo en la estética, un nivel pasivo en lo beligerante. Esto es peligroso. Para la mayoría de los hombres la guerra es el fin de la soledad. Para mí es la soledad infinita (Albert Camus). El libro del “Arte de la Guerra” significaba en último término que la guerra es mental, si los hombres pueden inventar la guerra, también pueden y deben inventar la paz. 

Entender el arte es comprender la sociedad de la que se surgió (Marx), hacer arte es entenderse a uno mismo. Esto no quiere decir que hacer arte debe ser un ejercicio en donde no se busque más cómplices que el yo propio, lo que es una definición, pero también es arte aquello que comenzó por hacerse individualmente mientras el resto de la tribu se iba uniendo a una buena idea. Arte es captar las necesidades de los demás, arte es hacerles ver lo que sabían, pero no conocían. Arte es una unión y su antónimo. No es una definición prefigurada, generalmente rompe estos esquemas y crea otros, al definirle sólo se le añaden nuevas aristas, nada le resta. Es una posición ante la incomodidad o desde ella. Es un actuar sin herramientas, o con las pocas que quedan. 

El arte como no, como forma de manifestación religiosa, entró en la política. Para Platón, el arte como imitación no era bueno para la gente (¿y para el artista?), dado que alteraba la moral, por ser una copia de la realidad. Aunque el arte terminara en nuestros tiempos, por pertenecernos a todos como estrato liviano, sin mucho peso, bajo en calorías. Sin hombros cansados, ni pilares esenciales, descansado sobre rocas muertas, montañas elevadas de la tierra interactuando con el viento. Se entiende entonces que hace décadas el arte cueste millones de dólares, el humano paga más por aquello que no le pertenece. La propiedad es un robo (Proudhon). En este siglo el arte es la propiedad privada, el medio de producción y de explotación.

Estremecedoramente los humanos han tratado de inmortalizarse, como género, como raza, como secta, como escuela, como corriente, como clase social, como un todo. Aprender de uno mismo es aprender de un tonto (Sir Joshua Reynolds). Es el romanticismo lo que trajo la diferencia entre lo bello y lo sublime. Lo bello es impuesto, es una congregación; permanece como un gusto cultural terriblemente marcado desde que nacemos. ¿El destino? El destino es una forma cultural. Lo sublime se presenta como religioso, la visión de Pablo, aunque no liberada hasta el iluminismo. El arte tiene mucho del ego y la sabiduría que a través de él extraemos. Quiere terminar por contar algo muy personal, una destreza, una genialidad, una incapacidad, un poderío; es una manera de exponerse para bien o para mal. 


¿La máquina tiene ego? De esta pregunta depende qué tan bien se puede hacer arte desde un dispositivo que como humanidad creáramos. Puede que continúe con este legado: el identificarse como una ilustración que, por azares de la vida, sobrevivió (Walter Benjamin), al igual que las personas. En algún momento de la historia necesitábamos este corazón. ¿habrá otros corazones por descubrir? Es una pregunta temible. Lo importante es reconocer la alta probabilidad de que lo que alguna vez se trató de decir nunca se dirá; serán otras las interpretaciones, prestarán un servicio, servirán para otras cosas; la máquina será la gorgona que nos paralice.      

Bertort Brecht dedujo que el teatro debe ejercer sus fantasías usando todas las fuerzas que tenga disponibles para crear la realidad a martillazos (teatro épico), como quien forja con las herramientas que tiene para seguir ayudando a quienes estime conveniente. Esto les ha dado fuerza a muchos bandos (Theodor Adorno). Como buena trinchera ególatra, crear obras artísticas es una fuente de resistencia (Gramsci). Lo imaginario es el arma de este siglo. El arte es una forma de memoria, es un recurso recurrente de la historia. La mayor de nuestras verdades se reduce a cualquier instante. No ha nacido ningún artista, en el peor de los casos ha nacido el mejor de nuestros críticos.

Penélope.

Ulises, en La Odisea.




“Si al menos él volviera y cuidara de mi vida,

mayor sería mi gloria y mi belleza. Ahora estoy

afligida, pues son tantos los males que se han agitado

en mi contra, pues quienes dominan me pretenden

contra mi voluntad y arruinan mi casa”.

                                                  Homero, Odisea, XIX






La literatura épica tiene, entre sus mayores atributos, la construcción de modelos trascendentales que, no obstante, son capaces de producir condiciones plenas de vida real, de existencia concreta. Mediante ella -al decir de Vico, la poética del curso que siguen las naciones- el verum deviene certum. Las ideas dejan de ser gaseosas y ajenas abstracciones del “debería” para mostrar la autenticidad de su rostro humano, histórico, de carne y sangre. No por caso, lo épico ha sido llamado “lo digno de ser imitado”. Y, de hecho, la mímesis es la forma característica de la estética clásica y, según Aristóteles, la finalidad esencial del arte. Sus personajes son arquetípicos, sintetizan ideas y valores que terminan siendo guías del entramado social, dando cohesión al Ethos y haciendo posible la adecuación de la fuerza y la astucia a objeto de conquistar de la libertad.

Es posible que el astuto y versátil Odiseo -o Ulises, como también se le conoce- no haya existido en realidad. O tal vez sí. En todo caso, las gruesas cortezas del árbol de la historia terminaron por transformarlo en el fundador del ingenio humano y, más recientemente, en el legendario héroe de la mitología griega, tal como la industria cultural habitúa representarlo. Pero con independencia de las caracterizaciones canónicas que de su figura se hayan hecho o intentado hacer, Odiseo es ni más ni menos que el nervio central del Volksgeist de cada sociedad occidental, de sus  “muchos senderos” y de su “multiforme ingenio”. De ahí la condición emblemática de su figura y el valor de la irreverencia de su guiño. 

Víctima de un conflicto no deseado, que tuvo por necesidad que asumir hasta sus últimas consecuencias, Ulises se vio obligado a transcurrir veinte largos años de su vida fuera de Ítaca, su casa, sometido a los designios de un destino del que, en buena medida, fue copartícipe y que, por eso mismo, debió asumir con paciencia y perseverancia, pero sobre todo con sagacidad, a objeto de recuperar -cuando menos en parte- la vida que se le había arrebatado, especialmente al lado de ella, de Penélope, la paciente y habilidosa hilandera -y, en este sentido, maquinadora- de una mortaja infinita, que tejía y destejía, una y otra vez. Aguardaba, con firme convicción, el regreso de su Odiseo.Y fue tramando esa gran red de la perseverante voluntad, que terminaría por asfixiar los presagios de una eterna sumisión. La perspicacia de Odiseo y la tenacidad de Penélope terminaron por imponerse sobre “los pretendientes”, tal vez, una de las primeras figuras de la experiencia de la conciencia gansteril parasitaria -sanguijuelas, saqueadores de las riquezas de un país- en la historia de la cultura occidental. Gracias a la fiel y paciente abnegación de Penélope Odiseo pudo, en el momento propicio, restablecer la oikonomía, el orden en casa. Y es que -Magister Cerati dixit- “No hay nada mejor que casa”.


Penélope es el símbolo de la fidelidad, pero además de arrojo y astucia. A fin de cuentas, es hija de Esparta, nacida del vientre de una bella ninfa de agua dulce. Cuando Penélope y Odiseo se encuentran, pierden el aliento, quedan mudos, y a partir de entonces ya no quisieron separarse más. Él se hizo su pueblo y ella su dirigente. Ella se hizo su pueblo y él su dirigente. Icario, su padre, intentó detener su partida a Ítaca. Pero Penélope guardó silencio y cubrió su rostro con un velo. Fue su manera de expresar la inquebrantable decisión de entregarse a la causa de Odiseo. Y, en ese mismo lugar, Icario mandó a construir un templo dedicado al pudor. Poco tiempo después se desata la guerra en las playas de Troya y Ulises, reclutado por Palamedes, se ve obligado a participar en ella, de modo que debió partir sin saber que su retorno a Ítaca tardaría veinte años. En ese largo recorrido fenomenológico, a través de las más diversas figuras de la experiencia de la conciencia, desde la certeza sensible hasta el saber absoluto y desde el yo hasta el nosotros, Penélope debió enfrentar, con firme determinación, el voraz acoso de los pretendientes, quienes instalados en su casa terminaron por mantenerla bajo secuestro, convencidos de la inminente muerte de Odiseo. Del patrimonio de Ítaca comían y bebían con voracidad, a su antojo, al punto de diezmarla hasta la ruina. No obstante, Penélope presentía el regreso de su esposo y, con él, la finalización de aquel largo período de tormentos.


Después de dieciséis años de espera, los pretendientes le exigieron oficializar la muerte de Odiseo y escoger a uno de ellos por consorte. Fue entonces cuando Penélope, para eludirlos, anunció que participaría en la elección después de terminar de tejer la mortaja de Laertes -ese círculo de círculos, esa red en espiral de la resistencia. Durante cuatro años tejía de día y destejía de noche, mientras, sigilosamente, iba urdiendo el sagrado tricolor de la libertad. Cuando fue delatada por una esclava, ya era demasiado tarde para las farras de los pretendientes: Odiseo estaba de vuelta y ya había elaborado un ardid contra ellos. Entonces Penélope les anunció que aquel que tensara el arco que Odiseo había recibido de Ífito, se uniría en matrimonio con ella. Al final, ninguno de ellos lo pudo tensar. Odiseo lo tensó mientras Eumeo, Filetio y su hijo Telémaco cerraban las puestas del gran salón. Atrapados en las redes y una vez armado el arco, Odiseo flechó a todos los pretendientes. Ítaca había sido liberada, para la gloria del ingenioso Odiseo y la persistente tejedora, Penélope.              

          






José Rafael Herrera

@jrherreraucv


Paideia



“¿Qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su ignorancia, 

y si, conforme a su naturaleza, les ocurriera lo siguiente..?

                                                                                                 Platón, Resp, VII.


Paidea griega


De su semilla plantada en tierra fértil, y ante la inminente llegada de la infestación del despotismo oriental, surgió, fuerte y vigoroso, el árbol de la Libertad, de cuyos frutos aun se alimenta el ideal de la vida civil democrática. Cada una de las etapas decisivas en la construcción histórica occidental, cada momento de su crecimiento y desarrollo, de su autoafirmación y, al mismo tiempo, de su pujante renovación cultural, ha encontrado en la savia republicana del pueblo griego originario su mayor referencia y su mejor motivo de inspiración. Y es justamente por esa razón que bien vale la pena preguntarse: ¿qué es lo que sigue haciendo posible su encanto para la gente pensante?, ¿por qué Grecia sigue siendo motivo de inagotable deslumbramiento y perplejidad para los artistas, incluso, en este tiempo, trajinado por una de las crisis orgánicas más severas sufridas por la historia de la humanidad?  La respuesta es, sin duda, compleja y atiende a, por lo menos, tres figuras, o al decir de Adorno, tres constelaciones, que conforman una unidad inescindible.

En primer lugar, el despuntar de la cultura griega afloró bajo el signo de los dioses de su bella mitlogía. Zeus o la Justicia es -en el sentido fuerte, enfático, del término ser- por la forja de Hefesto, la virilidad de Ares, la belleza de Afrodita y la sabiduría de Atenea. Vale decir que Kosmos y Polis se reflejan a la luz del horizonte de la bella fantasía concreta, de la estética realizada. De hecho, y por encima de todo, el pueblo griego fue un pueblo de artistas. En segundo lugar, resultaría imposible separar el sentido estético, propio del espíritu del pueblo griego, de su más acabada y definitiva obra de arte colectiva: precisamente, la creación de la democracia republicana. Y, en efecto, la organización política y social creada por los griegos no solo sirvió de fundamento para su desarrollo integral, sino que terminó por transformarse en el modelo artístico por excelencia de la praxis política. En una expresión, la Res-publica es una obra de arte que, como toda auténtica obra de arte, es inmortal. En tercer lugar, y bajo la plasticidad de su estructura estético-política, los griegos hicieron de sus casas el hogar del pensamiento, la residencia del bien y de la verdad, el altar de la filosofía. En Grecia los poetas fueron maestros de sabiduría y de política, los políticos fueron sabios y poetas, los sabios fueron políticos y poetas. Y es que semejante condición fue alentada por una fuerza común: la Paideia.

Paideia quiere decir formación social, educación y cultura, a un tiempo. Su identificación con la virtud romana poco tiene que ver con el instrumentalismo. El objetivo de la Paideia consiste en lograr que la especie humana viva “conforme a su naturaleza”, es decir, que el zoon politikón viva auténticamente como humano. Lo cual solo es posible mediante la acción continua de la Paideia, pues para los griegos, como dice Hegel, el ser humano carece de valor y dignidad si no se ha cultivado hasta alcanzar la libertad como expresión de la verdad, del bien y de la belleza. Por eso mismo, el gran pensador alemán llega a calificar al ciudadano de la Polis como “un artista plástico capaz de convertir lo natural en expresión del espíritu”. Y, en este sentido, la función de la Paideia es la de elevar a los individuos desde la inmediatez de su condición natural hasta la apropiación y comprensión de su condición ciudadana, como realización efectiva de su propia naturaleza, porque su naturaleza sólo puede concretarse como resultado de su ejercicio político. La Polis, como obra de arte, re-produce la armonía -el orden y la conexión- de la naturaleza, la re-crea. Pero al hacerlo termina penetrando en lo más hondo de la condición natural, historizándola. Todo lo cual explica la relación de la Polis con la Phisis y la comprensión de la totalidad del Kosmos. Como resultado, y mediante la Paideia, la Polis logra comprenderse como la superación que conserva -Aufheben- la naturaleza. 

Así como la naturaleza de las abejas consiste en construir panales, del mismo modo, la naturaleza de los humanos consiste en construir Polis. No existe para la cultura griega clásica la idea de un contrato social porque, para ellos, lo que hace humano al ser humano es el hecho de ser político y, en consecuencia, de vivir en sociedad. De ahí que el Estado, la organización política de la sociedad, no pueda ser considerado por los griegos como un agregado de individuos. La naturaleza del individuo es, en sustancia, social, política, por lo que la Polis solo puede existir en el obrar de los individuos. Individuo y Polis son una y la misma cosa, son las dos caras de la misma moneda. No es Cesar aut Deus, sino Cesar sive Deus. Toda acción humana es política porque se origina en la Polis y la Polis es su destino final. La Polis es la realidad más honda y plena de todo individuo, por lo cual cada individuo desea ser reconocido por ella, y ella deviene la suprema aspiración de todo individuo. En el deseo de reconocimiento está la clave de comprensión de la Paideia, pues en ella, en su disposición para encausar la naturaleza de los individuos hacia su autocomprensión y autorrealización ciudadana, está la clave para dar cumplimiento a su función principal. Es el modo como los preceptos de las buenas costumbres (el Ethos) y de las buenas leyes se hacen cuerpo viviente, contenido auténtico, de la vida cotidiana, muy por encima del establecimiento de toneladas de páginas de leyes, reglamentos y decretos que ni se parecen a la realidad ni tienen algo que ver con ella. Esa es, por cierto, la dramática estafa del “deber ser”. El punto de partida del desgarramiento y desmembramiento de una sociedad.             


                  




José Rafael Herrera

@jrherreraucv



Pandora

 

Por José Rafael Herrera

@jrherreraucv

Hesiodo obra


 La obra de Hesíodo da cuenta de buena parte de los mitos fundacionales sobre los cuales se edificó la cultura de Occidente. Uno de ellos es el mito de Pandora, “la que todo lo da”. Creada por órdenes de Zeus, Hefesto moldeó la arcilla a imagen y semejanza de Afrodita y, una vez terminada, cada dios del Olimpo la fue dotando con el esplendor de sus maravillosos atributos. La decisión fue tomada por Zeus después del encuentro de los olímpicos con los humanos en Mecone, un lugar de diálogo y negociación, en el que se tomarían decisiones determinantes para la repartición de los sacrificios. Prometeo sacrificó un gran buey y lo dividió en dos mitades. En una de ellas estaba toda la carne, revestida con huesos y grasa, y en la otra todo el pellejo, recubierto con el enorme vientre de la bestia. Prometeo invitó a Zeus a elegir. El Dios escogió la pila de huesos. No obstante,, molesto por el ardid, dejó a los humanos sin fuego. Entonces Prometeo, irreverente como era y conmovido por la venganza de Zeus, decidió robarse el fuego y entregárselo a los humanos. Prometeo terminó siendo capturado, encadenado y condenado a morir todos los días. Un buitre destrozaba sus entrañas cada vez que revivía. Heracles, viendo la desdicha de Prometeo, mató al buitre, liberando al héroe de semejante martirio. Pero la venganza de Zeus no terminó ahí.

 El nuevo ajuste de cuentas contra la humanidad consistió en la creación de un “hermoso mal”, que compensara los beneficios adquiridos con el fuego que Prometeo les había entregado. Atenea la vistió con un traje plateado, un velo bordado, guirnaldas y una diadema de plata. Afrodita “derramó gracia sobre su cabeza y anhelo cruel y preocupaciones que fatigan las extremidades”. Hermes le dio “una mente desvergonzada, de naturaleza engañosa y puso mentiras en sus palabras”. Hombres y dioses quedaron maravillados por su belleza. Ella, Pandora, fue el nuevo regalo (Dora) de todos (Pan) los dioses. Zeus la envía acompañada de un ánfora que porta entre sus níveos y tersos brazos. El cántaro en cuestión contiene todos los males posibles, los cuales, una vez liberados, terminarán azotando a la entera la humanidad. Ya Prometeo había advertido a los hombres no aceptar regalo alguno de Zeus. Pero su hermano, Epimeteo, deslumbrado por la belleza de Pandora, la aceptó. De inmediato, la hermosa creación de los dioses abrió la “caja” y todas las pestes se desataron, con una sola excepción: la esperanza, que quedó atrapada dentro de los bordes de la vasija: “Y aquella mujer, levantando la tapa de un gran jarrón que tenía entre sus manos, esparció sobre los hombres todas las miserias horribles. Únicamente la esperanza quedó en el recipiente, detenida en los bordes, y no había vuelto a volar porque Pandora había vuelto a cerrar la tapa por mandato de Zeus, el tempestuoso que amontona las nubes”.

 Eso rezan los célebres versos de Los trabajos y los días de Hesíodo, los cuales, por cierto, no pocas veces han sido objeto de cuestionamientos y exhaustivas revisiones filológicas, etimológicas y hermenéuticas, dado su amplio espectro en -y para- la conformación del ser y de la conciencia social occidental, en general, sino, más específicamente, para la cabal comprensión de su discurrir estético y literario, histórico-religioso, político y cultural e, incluso, psico-social. Una fisura se abre, por ejemplo, en los límites de interpretación del papel de la esperanza en este mito fundacional. Se podría afirmar que, para el clasicismo greco-romano, la esperanza es el último de aquellos terribles males contenidos en “la caja” de Pandora y enviados por los dioses contra los hombres. Un mal que no se termina de escabullir del ánfora, precisamente porque cumple la función que Spinoza le atribuye al identificarla con el miedo. En una expresión, no es por simple casualidad que la esperanza no se escape y, más bien, se aferre a los bordes del recipiente. Se queda ahí, en el borderline, como expresión de la naturaleza de su doble condición: el temor que siente quien espera que se de lo que se espera y la espera que siente quien teme que no se de lo que se teme. En cambio, para la representación cristiano-burguesa de la obra, la “caja” no contenía males sino bienes, y la prueba de ello es que su interior portaba, justamente, a la esperanza.

 En tiempos de insípidas mitologías gansteriles, de alados demonios de ultratumba, vampiros llaneros, informes Krampus cucuteños y Pandoras italianas -quienes se autoproclaman “custodios” de un país saqueado, en ruinas, deforestado, contaminado y sometido a la más recia de las pobrezas de su espíritu-, quizá convenga reconsiderar la plasticidad del mito clásico, del original, a los efectos de tomar distancia de las trapisondas dialógicas y las “negociaciones” que, esta vez, no se dan entre dioses y humanos sino entre quienes se autoproclaman dioses y quienes, a diferencia de Prometeo, ofrecen cual fámulos, sumisamente, las mejores y más ricas carnes del buey venezolano, como ofrenda ante los pies de truhanes y farsantes, en nombre de una institucionalidad inexistente, ficticia. México no debe confundirse con Mecone. Llenos de esperanza, y en nombre de ella, una vez más las dudas afloran y vuelven a poner en evidencia el cierre del universo del discurso de una “humanidad” desgastada, temerosa y sin objetivos definidos, presos en el vicio de sus eternos retornos. Sus “esta vez sí” dan pena. Son los gemidos, transmutados en promesas, del borrachín del pueblo, los “juramentos” del fumador empedernido o del drogadicto “arrepentido”. Son la expresión misma de lo insustancial e intrascendente. Ante los cuales aun retumban las palabras de Prometeo -citadas por el joven Marx en su tesis doctoral-, quien ya encadenado en la roca exclama con firmeza ante Hermes: “Has de saber que yo no cambiaría mi mísera suerte por tu servidumbre”. Tal vez sea esa la razón por la cual “Prometeo ocupa el lugar más distinguido entre los santos y los mártires” del calendario filosófico.


El mito y la realidad de la Atlántida

 

“Cuando comenzó a disminuir entre ellos el principio divino, entonces,

incapaces de soportar su prosperidad presente, cayeron en la indecencia.”

                                                                                             Platón, Critias

 

El mito de la Atlántida

            No resulta sencillo aceptar el hecho de que, hace aproximadamente unos nueve mil años, previos a la visita de Solón a Egipto, existiera, “más allá de las columnas de Hércules”, todo un continente en el centro del océano Atlántico. Continente que, debido al “castigo de los dioses”, “en el espacio de un día y de una noche terribles”, quedó abismado en las profundidades del mar. Según Platón -tanto en los diálogos Critias como Timeo-, se trataba de una extraordinaria, deslumbrante, civilización que llegaría a ejercer sus dominios sobre gran parte de las costas europeas, africanas e incluso del Asia menor. Por si fuera poco, en los últimos tiempos, se han encontrado en las aguas del continente americano restos de asombrosas piezas artesanales y de utensilios similares a los encontrados en las aguas mediterráneas o del Atlántico norte, piezas que, en opinión de algunos expertos, reposan en los sótanos de los más importantes museos del mundo, dado que su inexplicabilidad exigiría, en buena medida, “la reconstrucción de la historia” oficialmente conocida, lo que probablemente conduciría a la anulación de “nuestras más sólidas creencias”.


Mito y realidad de la Atlántidad


            La misma palabra encierra conexiones lingüísticas y, por supuesto, culturales a simple vista inadvertidas: es el genitivo del nombre del dios-titán Atlas, quien soporta la bóveda celeste, cuyo nombre proviene de la raíz indoeuropea tell, que significa “cargar con”, y del sánscrito tulá, que traduce “balanza”. En alemán antiguo, dolen quiere decir “soportar” . El nombre Ulises significa polylas, que es “aquel que ha soportado muchas pruebas”. Y hasta la palabra latino está emparentada con la reminiscencia de los atlantes, es decir, latus, que significa “cargado” o “llevado”, en virtud de que ha sido tras-latus. Así, pues, Atlas (a-tlá) es “quien carga con el mundo”, nada menos que “el pilar que sustenta al mundo”. Y los atlantes o atlantikós -el mar que está más allá de Atlas-, son los habitantes de  aquella parte del mundo situada después del estrecho de Gibraltar. Pero más curioso todavía es el hecho de que los aztecas fuesen originarios de Aztlán, es decir, del “no lugar de las garzas”, porque en tal lugar “hay mucha agua”. Por lo que “quienes vinieron a sembrar a nuestros abuelos y abuelas llegaron en barcas y en muchos grupos, guiados por sus sacerdotes, mientras su dios les iba hablando”. Más tarde, los sabios en cuestión, “poseedores de los libros, regresaron en sus barcas a Aztlan”. Y, por más inverosimil que parezca, la palabra Aztlan y Atlan, significan “donde hay muchas aguas” o donde abunda el agua”. Todo lo cual indica que, más allá de los mitos que se han tejido durante siglos sobre la efectiva existencia de la Atlántida, e incluso, muy por encima de todas las especulaciones e imaginaciones “astrales” hechas durante tantos años, baste con pensar solo en dos elementos de juicio: ni es inverosimil que una extensa franja territorial volcánica, ubicada entre “las columnas de Hércules” y las costas americanas, desapareciera como consecuencia de un inmenso y aterrador reacomodo telúrico; ni se puede negar que al intentar unir el mapa de las costas de Europa y África con el de América, haciendo abstracción del mar, como si se tratara de las piezas de un rompecabezas, estas logren “encajar” de manera sorprendente.

El valor real de la Atlántida

            En todo caso, resulta imposible no pensar en el hecho de que fue a lo largo y ancho de ese inmenso territorio que las aguas separaron en el que prosperó la cultura occidental, la misma que terminó haciendo posible, histórica y culturalmente, el surgimiento de los valores civiles, republicanos y democráticos frente al milenario despotismo oriental, asistida por las hazañas del Espíritu de la Libre Voluntad. De hecho, para la occidentalidad contemporánea, afectada como se encuentra en estos tiempos por la crisis orgánica, la pérdida de su eticidad y la pobreza espiritual, la reconstrucción de este itinerario histórico-conceptual -theoría y praxis- resulta, más que ventajoso, de factura fundamental, especialmente hoy día, pues si bien es cierto que resultaría imposible reunir físicamente las piezas del “rompecabezas” atlántico, a los fines poder aproximarse aún más, no menos cierto es que las ventajas del desarrollo tecnológico -ubicadas dentro de sus justas proporciones y nunca exacerbadas, como hasta el presente ha sido impuesto por la modernidad salvaje- son un instrumento eficaz e indispensable a los efectos de recomponer los principios fundamentales que hicieron crecer y desarrollar la idea de Occidente. No se puede dejar caer el “principio divino”: la Ética. Frente al medievalismo de las regiones que, bajo tonalidades revolucionarias oculta el reconcomio de las pestes de la peor reacción, la hegeliana idea de la “unidad de la unidad y de la no-unidad”, la llamada por Cecilio Acosta “unidad en la diferencia”, sustentada sobre el respeto, la tolerancia y el recíproco reconocimiento, tal vez resulte ser la chiave di volta para la determinante reintegración de un espacio y un tiempo que hayan amenazados por un segundo hundimiento, esta vez, en el océano de la indiferencia propiciada por el culto a lo privado y el pensamiento débil, tan amenazantes como crecientes.

            “Había una isla delante de lo que vosotros llamáis Columnas de Hércules, mayor en tamaño que el Egipto y el Asia Menor juntos”. Durante aquellos tiempos, era posible atravesar el Atlántico. Los viajeros de aquellas épocas extraviadas por la memoria, podían pasar de esa inmensa isla a las demás islas y, desde estas, podían ganar todo el continente hacia la costa opuesta de este mar que merecía realmente su nombre, “pues en uno de los lados, dentro de este estrecho, parece que no había más que un puerto de boca muy cerrada y, del otro lado, hacia afuera, existía este verdadero mar y la tierra que lo rodeaba, a la que se puede llamar realmente continente, en el sentido propio del término”. Habían formado un auténtico imperio, grande y maravilloso. Un imperio que fue el señor de la isla entera y de muchas otras islas y partes de esos continentes. “Poseían el África hasta Egipto y Europa hasta Eturia”. El imperio de los atlantes del ayer es sin duda una exigencia. Nostalgia de objetividad, diría Novalis. Exigencia de Ethos, para los atlantes de hoy.      

                        

                  

           

José Rafael Herrera

@jrherreraucv