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El Humanismo: Una Cosmovisión para la Coherencia y la Justicia


Humanismo como cosmovisión
En este artículo se afirma que el humanismo es la cosmovisión necesaria para dar coherencia a nuestras ideas acerca del mundo y se defiende dicha alternativa frente a los dogmatismos, por un lado, y los relativismos, por otro

Hombre practicando filosofía y deportes, con un fondo caótico, mostrando un enfoque ligero y alegre hacia la filosofía.

Desde un punto de vista materialista y evolucionista, hay que reconocer que la razón, como todas las cosas, también tiene su propia historia. Si la ciencia y la filosofía se apoyan en la razón, pero la aceptación de ésta no puede ser un absoluto, entonces es lógico suponer que debe haber un suelo previo, no directamente racional, sobre el que se asienta la propia razón: las creencias.

Ortega diferenció entre ideas y creencias. (1) En las creencias se está, se vive -decía él. Las ideas se tienen. Sobre las creencias es dificil discutir, porque provienen a menudo de un fondo inadvertido de oscuridad del que no podemos ser del todo conscientes. No obstante, podemos traerlas a la razón y entonces las "racionalizamos". Lo que nos queda, pues, es hacer explícitas esas creencias para poder cotejarlas con las de los demás.

Un sistema de creencias (o cosmovisión) se diferencia de una ideología en que tiene una mayor proyección social y no está ligado a la división de la sociedad en grupos heterogéneos (es decir, no incluye formalmente la referencia a esta relación de unos grupos contra otros).

La pregunta es: ¿a qué suelo de creencias no queremos renunciar bajo ningún concepto porque entonces haríamos saltar por los aires todo lo -mucho o poco- que consideramos valioso? Mi respuesta es: el humanismo. Y concretamente el humanismo secular tal como Mario Bunge lo caracteriza. (2) Dicho humanismo, en palabras del filósofo argentino, comprende las siguientes tesis: 1) todo lo que hay es natural o construido por el ser humano, 2) lo que es común a los seres humanos es más importante que las diferencias, 3) existen valores universales básicos, 4) es posible y deseable hallar la verdad y ésta se alcanza gracias al uso de la razón, la experiencia, la imaginación, la crítica y la acción, 5) debemos disfrutar la vida y ayudar a los demás a disfrutarla, 6) debemos apostar por la libertad, la igualdad y la fraternidad y 7) es necesaria la separación de la Iglesia y el Estado.

Sostengo que el humanismo ha de ser el sustrato básico de creencias sobre el que debemos movernos. Ante la tentación escéptica y relativista, tan recurrente entre nosotros como a lo largo de toda la historia, debemos hacernos la siguiente pregunta: ¿existe algún otro tipo de concepción del sujeto, alternativa al humanismo, que permita dar legitimidad a las pretensiones de validez de todos aquellos que, en multitud de situaciones de la vida, y en los más variados lugares, expresan de una u otra forma sus protestas y ansias de justicia? No la hay. Si renunciáramos al humanismo, entonces no tendríamos argumentos para oponernos a la barbarie, a la guerra, a la opresión, a la esclavitud... Y como no queremos esto, no queremos renunciar a defender que existen algunos límites irrebasables, y hemos de postular una idea de sujeto que sirve para ejercer una crítica del presente al mismo tiempo que como motor para la acción.

La universalidad de la razón (sin la cual no habría fundamento para el conocimiento, pero tampoco para la moral) es una exigencia del humanismo, en tanto que éste se propone salvar algunos mínimos puntos de apoyo para la experiencia del común de los mortales. Puntos de apoyo sin los cuales nos veríamos abocados a renunciar a todo juicio acerca de lo correcto y lo verdadero. En último término, por tanto, el humanismo tiene que ver con una necesidad práctica: la de preservar la identidad de la conciencia como fundamento de toda actividad.

Es notable que en el ámbito del conocimiento toda expresión formulada como verdadera exige de iure que cualquier ser pensante la admita o pueda admitir como tal, lo cual conlleva, además, que dicha expresión remita a una objetividad. En el caso de la moral, la pretensión de universalidad es un requisito inexcusable de toda persona cuando se esfuerza en aducir razones para justificar públicamente sus acciones ante los demás.

Que la universalidad de la razón sea una exigencia del humanismo significa que es un ideal regulativo necesario para dar coherencia a la multiplicidad de lenguajes y formas de vida que pueblan el vasto mundo de lo humano. Por eso el humanismo está tan vinculado a la defensa de unas "decencias comunes" como a la defensa de la racionalidad científica, y no tendría sentido abogar por una filosofía humanista enfrentada con la ciencia:

"El humanista de este fin de siglo no tiene por qué ser un científico en sentido estricto (ni seguramente puede serlo), pero tampoco tiene por qué ser necesariamente la contrafigura del científico natural o el representante finisecular del espíritu del profeta Jeremías, siempre quejoso ante las potenciales implicaciones negativas de tal o cual descubrimiento científico" Francisco Fernández Buey, Filosofía pública y tercera cultura

El humanismo es una cosmovisión totalmente congruente con la práctica del conocimiento científico. Recordemos que un sujeto racional, libre, igual y solidario es el que está a la base de la construcción de la ciencia, si hacemos caso del análisis de Robert Merton, según el cual el "ethos" de la ciencia se caracteriza por la universalidad, el escepticismo organizado, el altruismo y el comunismo epistémico.

No admitir ningún conocimiento revelado, ninguna creencia que no pueda ser racionalmente fundamentada, es tanto un principio intelectual como un principio moral. Se apoya en el supuesto de que todo ser humano, convenientemente inserto en un determinado medio social y cultural y guiado a través de una práctica argumentativa, dispone de los medios necesarios y suficientes para aceptar por sí mismo la verdad de una determinada proposición, sin necesidad de buscar la razón de esa verdad en algo superior a sí mismo.

La razón, el logos, la argumentación, sustituyó a la explicación mítica cuando surgió la polis en la Grecia Antigua. La razón aparece ligada desde su nacimiento al estilo de argumentación propio del ágora. El helenista Jean-Pierre Vernant sostuvo que "la razón griega es una perfecta hija de la ciudad" (3).

La democracia se construyó sobre el valor de la isonomía, que es la igualdad en la distribución del poder político. De la misma forma que ante el control del poder político todos los ciudadanos son iguales, lo son también ante la determinación de lo objetivo. No hay nada más democrático que la verdad -podría decirse- pues nadie puede poseerla de forma absoluta. El individuo es irrelevante ante la presencia de lo objetivo, lo que quiere decir que algo es verdadero, no porque este o aquel individuo particular así lo consideren, sino porque cualquier individuo puede o podría hacerlo con la sola ayuda de su intelecto, analizando las definiciones de los conceptos y las consecuencias prácticas de los mismos.

El humanismo es, por tanto, contrario a los dogmatismos, autoritarismos, etnocentrismos y esoterismos, pero también se opone a relativismos, subjetivismos y, en general, a todos los que de una u otra manera se desentienden del padecimiento de los que sufren.

Justamente el humanismo es la cosmovisión que se propone someter las creencias (y las ideas) a examen empírico y análisis racional, sin dar por hecho nada más allá de lo estrictamente necesario para hacer posible la vida humana: los principios éticos elementales para la organización de la convivencia y la búsqueda de la verdad como basamento de la actividad filosófica y científica. El humanismo es posible porque creemos en (y deseamos) la viabilidad de la vida humana libre y pacífica. Teoría y praxis quedan, así, conectadas sobre la base de un suelo común de creencias compartidas.

Al fin y al cabo, la mejor forma de ser fieles a la justicia, es profundizar en la búsqueda de la verdad en todos los ámbitos, del mismo modo que únicamente propiciando un comportamiento justo y una sociedad justa velaremos por que la investigación de la verdad, libre de imposturas e impertinentes exigencias, sea factible. 


Notas: 

(1) Véase el ensayo "Ideas y creencias" de Ortega y Gasset, disponible en http://new.pensamientopenal.com.ar/12122007/ortega.pdf 

(2) Véase: Mario Bunge, Crisis y reconstrucción de la filosofía, disponible en http://filosofiasinsentido.files.wordpress.com/2013/05/crisis-y-reconstruccic3b3n-de-la-filosofc3ada-mario-bunge.pdf , pp. 18-19

(3)     Jean-Pierre Vernant, Entre Mito y Política, Fondo de Cultura Económica, D. F. 2002, p. 3



Conceptos de política, teoría e ideología

Relación de los conceptos de política, teoría e ideología
Desde mis épocas de bachillerato, me acuerdo que me gustaba leer en espacios abiertos, donde podía sentir el viento correr, las voces que fluían como una polifonía incesante de voces, como en una constelación peninsular de cometas… Me gusta que mi experiencia de lector se choque con lo incierto de lo inmanente, devenir heterogéneo de la existencia. Una experiencia con lo caótico y múltiple de la realidad, en mi opinión, es mil y una veces preferible a lo muerto, fijo y estéril de la unidad de las abstracciones conceptuales, que son necesarias, pero como incesante fluir de lo asombroso, no como una estática de las fuerzas creativas y activas del conocer.

Conceptos de política, teoría e ideología, que representa a un lector en un espacio abierto, con el viento y las voces fluyendo, contrastando la realidad caótica con abstracciones estáticas, incluyendo citas y metáforas volcánicas.



“Necesitamos ilusiones que nos permitan soportar la dureza de la vida. Las ideologías cumplen entonces una importante función vital, pues son intentos de dar sentido a los accidentes de la vida y a los aspectos más penosos de la existencia humana. Las ideologías son ilusiones necesarias para la supervivencia” (J.P. Ricoeur, Ideología y utopía)

¿Para qué serviría de lo contrario?, seguramente si se prefiere esta estática abstracción, valdría lo mismo salir como el Quijote al asalto de molinos conceptuales, pasados por feroces y crueles gigantes, no menos fantásticos por su naturaleza ficcional e inexistente… Ofrecerle a una utopía, como lo diría Ricoeur, “La magia del pensamiento” (Ricoeur, 2001:318), dándole la posibilidad de tener que responder a un juego de fuerzas inmanentes, y no menos poderosas cual feroz lava de un volcán, auténtico desafío del pensar.

Construid vuestras ciudades al pie del Vesubio”, nos recordaría Nietzsche en su Gaya ciencia, como metáfora e invitación para aceptar la alegría de la fatalidad, la inocencia del devenir, el peligro de lo múltiple, porque es ahí donde nace realmente lo grande… Esto es lo que re-presenta para mí el arte de las relaciones, de los flujos, lenguajes que pasan y dejan su huella en dichas relaciones, géneros que se entrecruzan, conceptos que danzan, que se deforman hasta hacerse casi irreconocibles, dotando de movilidad y dinámica a un lenguaje anquilosado, enterrado en una quietud fantasmagórica y espeluznante.

Este lenguaje quieto e inerte, en el que ha caído la teorética academicista, que ha convertido a una sinfonía de oídos, en una polifonía de reacios y poco dispuestos a resonar entre sí. Es, en ese orden de ideas, el motivo y la razón por la cual quiero escribir y enfatizar este ensayo.

Al articular conceptos como Ideología, Teoría y Política, mi pretensión o hipótesis de lectura es la de mostrar la resonancia y movilidad que estos tres conceptos, (añadiría el de lo político), adquieren dentro de un campo simbólico que llamamos sociedad u orden social1, como nociones que se encuentran de una manera permanente dentro de las distintas formas “De concebir lo político como un modo de interacción entre colectivos humanos” (Arditi, 2005:220). Con la aparición de la noción de lo político, se puede entrar a la diferencia en que, por ejemplo, autores como C. Schmitt entablaban entre la política y lo político “El concepto de Estado supone el de lo político” (Schmitt; 1991:49), diferencia que, lejos de estar enmarcada por el cambio de género en los artículos y sustantivos, señalaban dos momentos diversos de estática o dinámica social:
Concibo “lo político” como la dimensión de antagonismo que considero constitutiva de las sociedades humanas, mientras que entiendo a “la política” como el conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de la conflictividad derivada de lo político.  (Mouffe, 1999:16).

En este orden de ideas, lo político se caracteriza y se diferencia de la política, por su carácter dinámico y fluctuante que, como criterio teleológico, tendría la institución del orden social propio de la política “Lo político indica el modo de institucionalización de una sociedad, la puesta en forma del todo, el proceso mediante el cual la sociedad se unifica a pesar de sus divisiones” (Arditi, 2005, 220). Estas concepciones y visiones de mundo, siempre están en contexto, nunca se encuentran desligadas ni de un espacio o un tiempo concreto e inmanente, enmarcado bajo algo que Foucault denominaría “epistemes”; es decir, organización de un conjunto de reglas y procedimientos de exclusión que facilitan la emergencia de discursos en una época particular y que rigen las relaciones entre diferentes dominios del saber (Castro-gomez, 2011:165).

Dicho conjunto de reglas y procedimientos de exclusión dento del cual existe una continua pugna entre diferentes dominios del saber, hacen las veces de aquellas pequeñas ventanas que tenemos para poder visualizar en mundo.
Estas visiones de mundo, no son dadas directamente, sino que están mediadas por aquellas re-presentaciones, afecciones o pre-juicios que tenemos a la hora de observar un fenómeno de la realidad.

Juan Villoro, en su libro El concepto de ideología y otros ensayos, postula que referente a una definición únicamente gnoseológica se pueden dar dos tipos de explicación de una misma creencia. 
 
Si se pregunta ¿Por qué A cree que B?, (“B” está en lugar de cualquier enunciado), pueden existir dos clases de respuestas: 1) Señalar las razones (en el sentido de fundamentos, justificaciones racionales), que tiene A para aceptar o aseverar B, 2) Señalar las causas o motivos que indujeron a “A” a aceptar “B”.  (Villoro: 1985, 24).

Por ejemplo, si se pregunta ¿Por qué creía Platón en la inmortalidad del alma?, se puede dar dos respuestas: 1) Mencionar los argumentos filosóficos del Fedón para probar la inmortalidad del alma, los cuales funcionan como razones en las que se funda el enunciado “el alma es inmortal”. 2) Indagar, en la educación recibida por Platón, en su psicología o en las influencias sociales que tuvo para creer y argumentar la existencia de un alma inmortal” (Villoro: 1985,25).
Siguiendo la argumentación de Villoro, dicho aspecto gnoseológico abarca tanto la creencia como el saber, pensamientos de orden epistemológico que recuerdan la distinción entre ideas y creencias señalada por Ortega y Gasset: “Las creencias y las ideas son vivencias que pertenecen al mismo género: no son sentimientos, ni voliciones, pertenecen a la esfera cognoscitiva de nuestro yo, son pensamientos” (Ortega y Gasset: 1940, 27).

Que un pensamiento sea creencia o idea depende del papel que tenga en la vida del sujeto; por lo tanto, la diferencia entre uno y otro tipo de pensamiento es relativa, relativa a su significación en la vida de cada persona, al arraigo que dicho pensamiento tiene en su mente. “El mismo pensamiento puede ser creencia o idea: las primeras noticias científicas que de la Luna tiene un niño las vive como ideas, con el tiempo, con el vivir en sociedad, estas ideas se instalarán en su mente en la forma de creencias.” (Ortega y Gasset: 1940, 25).

Este componente cognitivo y social que caracteriza a la noción de ideología en tanto conjunto de creencias socialmente compartidas hace que dicha noción no se agote ni limite únicamente en un aspecto gnoseológico. Es por esta razón que se puede inferir el carácter ambiguo de, por ejemplo, la noción que tenía sobre ideología, el pensador Karl Marx “En Marx, la crítica de la ideología deriva de la idea de que la filosofía invirtió la sucesión verdadera de las cosas, invirtió el orden genético real, de manera que lo que corresponde hacer es poner de nuevo las cosas en su orden real” (Ricoeur, 2001, 49).

Para Marx, la noción de ideología, es a la vez un concepto gnoseológico (la falsa conciencia”), y un concepto sociológico (la “superestructura dominante”). “El hombre en sociedad se ve como criatura de sus propias ideas, fantasías y creencias; en ambas doctrinas se oculta la condición real del hombre bajo una idea abstracta” (Marx, Enggels: 1966, 35).

Una ideología, no necesariamente es falsa por su contenido. Puede ser cierta para quienes trabajan o viven cotidianamente aspectos no menos ideológicos, que dependen del modo como este contenido se relaciona con la posición subjetiva expuesta como falsa o verdadera. Como La organización simbólica de un aula de clase, las conductas que socialmente debemos compartir para tener una cotidianidad agradable, las creencias que continuamente alimentan nuestro desarrollo y función dentro del espacio social que se cree y se crea como tal, etc. “Aprender a reconocerla en su dimensión aterradora, y después, con base en este reconocimiento fundamental, tratar de articular un modus vivendi con ello” (Zizek:2010, 27). Un ejemplo concreto y cotidiano puede ser el comportamiento que algunas personas tienen frente a la materialidad del dinero: Ellos saben muy bien que el dinero, como todos los demás objetos materiales, sufre los efectos del uso, que su consistencia material cambia con el tiempo, pero en la efectividad social de mercado, a pesar de todo, tratan o tratamos las monedas y al papel moneda como si consistieran en una especie de sustancia inmutable, una sustancia sobre la que el tiempo no tiene poder y que está desproporcional a cualquier materia de la naturaleza. ( Zizek, 2010: 25)

Lo anterior es la dimensión fundamental de la ideología, ya que ésta no es simplemente una “falsa conciencia”, una representación ilusoria de la realidad, sino que es aquello que facilita la comprensión de la realidad misma. Para Ricoeur, la ideología tiene un fuerte aspecto Nietzscheano “La ideología es irremplazable porque los hombres necesitan dar algún sentido a sus vidas” (Rioeur, 2001: 56).

Tal vez, cuando salía al aire libre para leer, necesitaba encontrar algún sentido a mi gusto por la lectura en esos espacios abiertos, donde existe la movilidad, el flujo constante de ideas. Y no lo inerte, cerrado y acabado de las nociones mono-lógicas de aquellas estructuras abstractas en las que se quiere encasillar aquella riqueza de la realidad caótica y que se encuentra en inocente devenir…
…”Construid vuestras ciudades al pie del Vesubio” (F. Nietzsche).

Bibliografía:
  • Arditi, Benjamín, 2005 “¿Democracia post-liberal?, el espacio político de las asociaciones”. Editorial Anthropos, Barcelona.
  • Castro-Gomez, Santiago, 2011. “Crítica a la filosofía latinoamericana” Ed. Pontificia universidad Javeriana.
  • Marx, Karl y Friedrich Engels, 1966 “la ideología alemana” ed. nuestra América, Barcelona,
  • Mouffe, Chantal  1999. El retorno de lo político. PaidosOrtega y Gasset, José. 1940. Ideas y Creencias. Editorial Alianza. España.Ricoeur, paul, 2001 “ideología y utopía” ed. gedisa, Barcelona,
  • Villoro, luís, 1985. “el concepto de ideología y otros ensayos”, ed. fondo de cultura económica, México,
  • Zizek, slavoj 2010 “el sublime objeto de la ideología”, ed. s. xxi, méxico,

1 La noción de campo simbólico puede visualizarse desde los trabajos de Bourdieu, como espacio donde interactúan cumplimientos tácitos de unas reglas de juego que definen quiénes se hallan adentro y quiénes fuera de él (Bourdieu: 1999:44). O también, lo que Laclau denomina como “el momento del antagonismo” a través de las relaciones de poder que constituye el campo de “lo político” (Laclau, 1993:52).

Lectura de Ortega y Gasset como ha cambiado el concepto de ser.

Persona en la cima de una montaña que simboliza la coexistencia del pensamiento antiguo y moderno, encarnando un nivel espiritual superior y la verdad radical de la existencia a través de la coexistencia con el mundo.

Para los antiguos, realidad, ser, significaba "cosa"; para los modernos, ser significaba "intimidad, subjetividad"; para nosotros, ser significa "vivir" -por tanto-, intimidad consigo y con las cosas. Confirmamos que hemos llegado a un nivel espiritual más alto porque si miramos a nuestros pies, a nuestro punto de partida -el "vivir"- hallamos que en él están conservadas, integradas una con otra y superadas, la antigüedad y la modernidad. Estamos a un nivel más alto -estamos a nuestro nivel-, estamos a la altura de los tiempos.

El concepto de altura de los tiempos no es una frase -es una realidad, según veremos muy pronto. Refresquemos, en pocas palabras, la ruta que nos ha conducido hasta topar con el "vivir" como dato radical, como realidad primordial, indubitable del Universo. La existencia de las cosas como existencia independiente de mí es problemática; por consiguiente, abandonamos la tesis realista de los antiguos. Es, en cambio, indudable que yo pienso las cosas, que existe mi pensamiento y que, por tanto, la existencia de las cosas es dependiente de mí, es mi pensarlas; ésta es la porción firme de la tesis idealista. Por eso la aceptamos; pero, para aceptarla, queremos entenderla bien y nos preguntamos: ¿En qué sentido y modo dependen de mí las cosas cuando las pienso -qué son las cosas, ellas, cuando digo que son sólo pensamientos míos? El idealismo responde: las cosas dependen de mí, son pensamientos en el sentido de que son contenidos de mi conciencia, de mi pensar, estados de mi yo. Esta es la segunda parte de la tesis idealista y ésta es la que no aceptamos. Y no la aceptamos porque es un contrasentido; conste, pues, no porque no es verdad, sino por algo más elemental. Una frase, para no ser verdad, tiene que tener sentido: de su sentido inteligible decimos que no es verdad -porque entendemos que 2 y 2 son 5 decimos que no es verdad. Pero esa segunda parte de la tesis idealista no tiene sentido, es un contrasentido, como el "cuadrado redondo". Mientras este teatro sea este teatro, no puede ser un contenido de mi yo. Mi yo no es extenso ni es azul y este teatro es extenso y azul. Lo que yo contengo y soy es sólo mi pensar o ver el teatro, mi pensar o ver mi estrella, pero no aquél ni ésta. El modo de dependencia entre el pensar y sus objetos no puede ser, como pretendía el idealismo, un tenerlos en mí, como ingredientes míos, sino al revés, mi hallarlos como distintos y fuera de mí, ante mí. Es falso, pues, que la conciencia sea algo cerrado, un darse cuenta sólo de sí misma, de lo que tiene en su interior. Al revés, yo me doy cuenta de que pienso cuando, por ejemplo, me doy cuenta de que veo o pienso una estrella; y entonces, de lo que me doy cuenta es de que existen dos cosas distintas, aunque unidas la una a la otra: yo, que veo la estrella, y la estrella, que es vista por mí. Ella necesita de mí, pero yo necesito también de ella. Si el idealismo no más dijese: existe el pensamiento, el sujeto, el yo, diría algo verdadero aunque incompleto; pero no se contenta con eso, sino que añade: existe sólo pensamiento, sujeto, yo. Esto es falso. Si existe sujeto existe inseparablemente objeto, y viceversa. Si existo yo que pienso, existe el mundo que pienso. Por tanto: la verdad radical es la coexistencia de mí con el mundo. Existir es primordialmente coexistir -es ver yo algo que no soy yo, amar yo a otro ser, sufrir yo de las cosas.


Lectura de Otega y Gasset en  ¿Qué es filosofía?

                                         


La ilusión del mundo "exterior"

La realidad es siempre una construcción mental

Construcción mental de la realidad, con un árbol, una casa y una valla, todo creado por la mente, en un estilo surrealista y abstracto.


¿Qué tanto influye la mente en nuestro modo de percibir la realidad? La experiencia nos lleva a pensar que estamos situados en un mundo en donde hay cosas afuera de nosotros. Lo cierto es que nada de lo que percibimos afuera está realmente afuera; la realidad “exterior” es una creación de la mente.


¿Qué tanto influye la mente en nuestro modo de percibir la realidad? La experiencia nos lleva a pensar que estamos situados en un mundo en donde hay cosas afuera de nosotros. Somos conscientes del árbol a cierta distancia, de la casa ubicada detrás del árbol y de la barda que circunda la casa. Todo eso está en un allá que suponemos existe por sí mismo, es decir, damos por hecho que el árbol, la casa y la barda son lo que son independientemente de nosotros. Lo cierto es que nada de lo que percibimos afuera está realmente afuera; la realidad “exterior” es una creación de la mente.

Los idealistas se preguntaban en dónde estaba el ser de las cosas. ¿En dónde está, por ejemplo, el ser de la mesa que veo, en la mesa o en mi conciencia? Para Hegel, la mesa de madera color marrón que veo es ya un concepto fabricado por mí, pues ese objeto que se usa para comer o escribir o poner otros objetos sólo es mesa en mi entendimiento. Si quisiéramos hallar el ser de esa mesa, tendríamos que quitarle primero todo lo que no es propiamente constitutivo del ser mesa, por ejemplo su color marrón, porque pueden haber mesas azules o verdes y el color no es algo propio del ser de la mesa, sino un agregado.[1]También haríamos a un lado la madera, porque pueden haber mesas de otro material y la madera no constituye propiamente el ser de la mesa, sino algo aparte. Así, tendríamos que ir quitando lo que no podemos considerar parte del ser de la mesa, como su peso, sus dimensiones, sus distintas formas (redonda, cuadrada, ovalada, etc) hasta quedarnos con ¿qué? Con la idea de mesa, idea que contiene en sí la esencia y el concepto de mesa, esto es, que lleva dentro de sí la noción completa de lo que es y puede ser una mesa. El objeto que percibo “afuera” es mesa en tanto que puedo mirarlo como mesa a partir de mi idea de mesa.

La realidad que percibimos, el mundo que está “afuera”, es, pues, la apariencia que toman las cosas cuando nosotros, al recibir un estímulo, proyectamos sobre ellos el contenido mental procesado. Así, el ser de los objetos no es otra cosa que nuestra idea implantada sobre lo que nos viene al encuentro.

            Ahora bien, ¿sobre qué se implanta la idea? Porque debe haber algo “afuera” sobre lo cual pueda fijarse. Lo que hay allá “afuera” son sólo partículas, partículas que proyectan estímulos lumínicos, sonoros, olfativos, gustativos y de contacto que adquieren figura mediante nuestro involuntario trabajo mental. El cerebro procesa estos estímulos a modo de componer estructuras que luego coloca “afuera”. Percibimos lo que ponemos ahí.

            Y eso que ponemos trae consigo un significado particular, un modo de ver el mundo. La mesa, el árbol y la casa son objetos cargados con un contenido cultural, religioso y sentimental. Al hablar de mi casa, por ejemplo, hablo también de hogar, de protección, de esfuerzo, de familia, y de cobijo. Si bien el ser de la casa no incluye como dice Hegel esos conceptos, para mí, al pensar en mi casa, están con ella. De manera que al poner mis ideas en el mundo “exterior” pongo también mi particular modo de entender los objetos. La realidad, pues, es siempre una construcción mental, cultural, psicológica y social. Porque no puedo ver un mundo diferente a la que está en mi cabeza; en todo momento me enfrento con el mundo que ha salido de mí.  

            No hay nada allá “afuera” que esté ya dado y que exista sin la intervención del pensamiento. Al no ser conscientes de este proceso de fabricación de la realidad, tomamos como un hecho el que las cosas sean independientes a nosotros, sin percatarnos de nuestra capacidad para modificar esa realidad. Nuestro ver, dice Ortega, no es sólo un ver pasivo; si fuera así, el mundo quedaría reducido a un caos de puntos luminosos. Hay también un ver activo, un ver que es mirar; interpretamos el mundo viéndolo y lo vemos interpretándolo. Segundo a segundo creamos el mundo. Nuestro pensamiento define el ser de las cosas y la realidad que percibimos.




[1] Cabe hacer notar que el color no está en las cosas, los seres vivos vemos el color a partir de ciertas células ópticas llamadas conos que son estimuladas por la luz que rebota de los objetos. Dependiendo del número de conos que posee la especie es la gama de colores que percibe. Los seres humanos tenemos tres conos y no podemos percibir el ultravioleta, mientras que los perros y los gatos no ven el rojo ni el verde por tener dos conos. 

Pensando sobre ¿quien soy yo?.

Pensando sobre quien soy



Heidegger creía que "el lenguaje es la casa del ser", y donde habita el "Dasein". Por eso muchas veces el lenguaje se convierte en una casa vieja y rota (Nietzsche, Foucault...) que ya no habla del ente ni del ser. 

Bien, no me quiero enrollar mucho, pero me gustaría mostrar la idea. Lo que no me parece existente de Heidegger y su teoría es que no se puede nombrar ese "sí mismo", como a él le hubiera gustado o como él creyó hacer, es decir, que ni él lo pudo nombrar, ya que en mi opinión es "experiencia sola", o vete a saber si podemos decir que es algo esa sola experiencia. 

Lo veo en mis sesiones de ayuda psicológica online y veo que las palabras que usan las personas duelen cuando pierden su función con la vida de esa persona, cuando se vuelven delirantes, o in-explicativas, etc.

Y cuando dejan de doler y la cosa va bien, suele pasar que no se pone otra palabra estática en su lugar, es decir, que la persona ha aprendido a actualizar sus experiencias con formas del lenguaje para explicarlas. Qué entiende que las cosas cambian. 


Realmente quienes somos ha cambiado.


Y es que, por decirlo con Foucault estamos inmersos en estructuras de poder, que vienen a ser máquinas de control modernas, y que según él evolucionaron a raíz del panóptico de Bentham, y que ejercían la vigilancia sobre todos los reclusos, no solo ya impidiéndoles realizar actos prohibidos por su naturaleza, sino haciéndoles conscientes de que en cada momento estaban siendo vigilados. Y es que este es el comienzo de la opresión asumida como poder, el poder ya no se ejerce para impedir "actos impuros", es decir, que ya no solo impide que los afectos incompatibles con la vida en sociedad puedan desarrollarse, sino que inunda a la persona de presiones incompatibles con la posibilidad de ejercer un acto propio, es decir, de ser ella misma y de actuar como tal. 

De esta forma es posible entender la opresión como una realidad, como una realidad producto de la afección que se provoca en un cuerpo (por decirlo aquí como lo pensaba Spinoza y Deleuze) y que tiende a expresar todo cuanto está en ella. Esta es una realidad total, es una realidad que no puede disociarse de sí misma hasta que no nombra a través suyo ("enuncia" decía Deleuze) lo que es capaz de decir de otras cosas. Hasta que no enuncia su potencia, las multiplicidades de su potencia

Bien, la raíz de todo este movimiento está en un libro: "En medio de Spinoza" de Deleuze Gilles, y su continuación en "Diferencia y repetición" y en "Lógica del sentido", si algún lector no ha leído alguno de estos libros, le aúpo a que deje de leer este artículo y corra a comprarlos, ya que en ellos está la primera piedra del mundo de hoy, en esos libros se puede entender lo que hoy somos.

Es en estos libros en los que se rompe mínimamente el existencialismo angustioso de esta época de post guerra, ese existencialismo de Sastre y Heidegger entre otros, y que se asociaba por el mismo Deleuze a una fenomenología marchita. 

Y es que se trata de una forma genial de romper la experiencia sufrida por posibilidad. Es de veras, por testimonios que me han llegado de lectores de Deleuze tras muchos años al frente de una página de filosofía, "soplos de aire fresco", realmente se puede regular emocionalmente una persona leyendo esa prosa tan excitante y rápida, y como voy diciendo, tengo pruebas varias incluida la mía misma. 


Pero ese algo que somos no dura para siempre, a veces dura muy poquito.



Existe una diferencia muy grande y tan separada que no creo capaz de juntar. La diferencia entre el conocimiento del hombre por el afecto por si, que es lo mismo que decir que "la filosofía es pensar el agenciamiento del otro", es decir, que es lo que decía Heidegger. Esto no se puede juntar con "la filosofía es la posibilidad de múltiples agenciamientos", que es pensar la afección desde la afección misma hacia cualquiera otra, y que es lo que propuso Deleuze. 

Por otro lado, hay un filósofo que al pensar a Spinoza creyó que fue el que más dijo la verdad hasta él, y cogió solo los afectos, pues pensaba que de afecciones ya estaban hartos los cultos y en ese tiempo había que eliminar ese lujo (el del pensar a través de la afección) pues era malo para el país e impedía las libertades a las personas analfabetas, bien este filósofo fue Hegel. Lo que pasa con este autor es que acaparó la filosofía e hizo desaparecer el Averroísmo (que era su principal problema por aquel entonces) y la idea de afección (que también venía de los tratados médicos de Averroes como "aflicción") en Spinoza. Por suerte Deleuze la rescató y devolvió a la vida, y esto es una maravilla, ahora bien, el camino de la afección es el comienzo, siempre es la primera parte de una terapia, y la última es el afecto. Pero un afecto que en mi opinión debe de tener pocas palabras, que debe de saber autorregularse y comunicarse, realmente lo "cansino" de Hegel y de Heidegger es su obsesión con la palabra, con encerrar hay el espíritu, o el ser mismo, aquí más nos valdría aprender de Ortega y Gasset y su forma circular de filosofía. 

Ahora bien, si es que estamos en el camino de la inclusión, del reconocimiento del otro y del mío propio. Entonces es porque puedo desprenderme de mi sufrimiento, que es producto de mi afección (de mi creencia distorsionada emocionalmente por sucesos o estados condicionantes) y por tanto aparte de poder relacionarla no ya con su causa, sino con cualquier otra afección, debemos a la vez ser capaces de formar un asiento sentimental común, o lo que se ha llamado afecto. Es decir, hay que volver a Spinoza, hay que actualizar Spinoza a nuestro tiempo hay que hacerlo circular como Ortega lo haría. 

Lo arduo de la libertad

De la esforzada tarea de ser libres

La libertad es difícil porque forma parte de la complejidad de lo humano. Condenados a elegir, como sentenció Sartre, añoramos la simplicidad original del determinismo, ese paraíso del que fuimos expulsados por la conciencia y al que solo regresaremos al perderla.


¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es.
Viktor Frankl.


Vivir es un viaje abigarrado y difícil. La vida levanta la materia en un salto improbable que se opone a todo: a la pacífica gravedad mineral, a la escasez y al exceso, al desgaste del tiempo, al aumento universal del desorden… Los astrónomos buscan planetas habitables, y solo esa tarea ya es exquisitamente ardua: las estrellas, los planetas, las temperaturas, los gases, todo tiene que haber llegado a un raro equilibrio. Y ni aun las condiciones propicias hacen probable la vida: aún falta la concurrencia de incontables azares, su confluencia en un punto donde el acontecer contra corriente se haga milagro. “Lo raro es vivir”, escribe Carmen Martín Gaite. La vida es una excepción fruto de mil excepciones, y a cada minuto una legión de fuerzas atentan contra tanta complejidad, reclamándole el regreso a la sencillez.
¿Y hay algo más simple que morir? Basta con esperar. Morir es el punto de llegada ineludible del salto de la vida, allá donde se vuelve a la horizontalidad exacta y concluye el intento. La muerte es la interrupción de lo excepcional, y su retorno a la línea de base. Si la vida requiere fuerza y esfuerzo, y tal vez un cierto desquiciamiento, morir se impone por sí mismo, sucede siempre y en paz. Todo ayuda en su camino; nada lo cansa, nada lo contradice, nada lo impide. Eso es simpleza.
¿Cómo no va a gastarnos la vida, si es excepción y complejidad? Una y otra vez hay que reafirmarla, y para ello tenemos que oponernos sin pausa a lo que conspira contra ella, que es todo, incluida ella misma. La vida tiene que reconstruirse y justificarse a cada instante: aún tengo ganas de seguir, aún me quedan fuerzas, aún soy capaz… El proyecto humano, versión particularmente compleja de la vida, cae y se vuelve a levantar una y otra vez, hasta que cae definitivamente. Mientras dura es un empeño. El mismo que el poeta francés Paul Valéry, en su Cementerio marino, vislumbraba con gozoso asombro ante el mar que no cesa de recrearse, las olas que irrumpen sin tregua… ¿desde dónde?

La vida humana: un empeño loco y trabajoso, lleno de ruido y furia, pero también de luz y poesía. Cada día es una tarea, como nos recordó Ortega y Gasset: la tarea de construirnos proyectándonos hacia la nada del futuro, de ir abriéndonos paso entre la infinitud de posibilidades (diría Heidegger), de inventarnos (diría Sartre)… ¿Puede concebirse mayor misterio que la libertad, una expresión más pura de la complejidad de lo humano? Todo determinismo es el sueño del regreso a la simplicidad, que nos contradice pero a la vez nos sosiega. Cada vez que descubrimos algo que nos condiciona nos parece descansar un poco. “Yo soy rebelde porque el mundo me hizo así”, cantaba Jeanette hace tantos años, conmoviéndonos con ese aire de niña triste y desolada. Pero tras cada determinismo asoma de nuevo la posibilidad de elegir: tal vez el mundo te hizo rebelde, pero comportarte como tal, o no hacerlo, es una decisión tuya. Aun empujándote todo a la rebeldía, podrías optar por oponerte a ella. “Ni siquiera concibo una vida sin rebeldía, tan profunda fue la marca que recibí. ¿Cómo podría elegir lo que no concibo?” Como se elige todo lo inaudito: por empeño. Por voluntad creadora.
En esa elección a contrapelo es donde se fragua la ética. Cuando nos dejamos arrastrar por los determinismos, asumimos la simplicidad: dejar hacer a lo que nos condiciona. Eso es lo probable, y por tanto lo fácil. Es el mundo eligiendo por nosotros, empujándonos en su riada. Nuestros condicionamientos dan cuenta de buena parte de lo que somos, por supuesto, ahí reside la base de todas las ciencias humanas, que buscan esas regularidades previsibles de nuestro comportamiento. Nos explican, pues, pero no nos justifican. Para justificarnos hace falta una elección, es decir, tiene que haber consciencia y libertad. Un ser humano predeterminado no puede justificarse, sencillamente actúa por programación natural. Le falta aún lo más característicamente humano. Si no puedes evitar ser cruel, por ejemplo, entonces eres literalmente inhumano.
Pero si puedes evitarlo, si puedes optar por otra cosa, entonces regresas al meollo de tu humanidad. A cambio, ya no puedes refugiarte en determinismos. Sartre llamaba mala fe a ese recurso falaz tras el cual, tan a menudo, ocultamos nuestras decisiones. “El hombre es aquello que hace con lo que hicieron de él”, sentenció con una lucidez inédita. Condenados a la libertad, sin posibles componendas, nos quedamos solos con nuestra responsabilidad. Asumirla es un comienzo. Es asumir que, definitivamente, hemos sido expulsados de la simpleza; que nuestro patrimonio es la complejidad.
Alguien que da la vida por salvar la de otra persona es un glorioso ejemplo de esa opción por la complejidad. Si admiramos su gesta es precisamente porque va en contra de los determinismos. ¿O tal vez existirá un determinismo más profundo, más secreto, más complejo, que nos impulse a esa excepcionalidad que es el altruismo? Los psicólogos sociales han sugerido la posibilidad de que llevemos el altruismo en los genes, y explican que pudo ser una conducta que favoreciera nuestra supervivencia como especie. Visto así, el heroísmo no parece tan admirable. Sin embargo, nuestro héroe aún pudo elegir, y probablemente su decisión no fue fácil: perderlo todo para que otro, tal vez un desconocido, gane algo… Aun considerándonos una mera lucha soterrada de genes, siempre queda la decisión que opta por ir a favor de unos en detrimento de otros (pues los genes también tienen sus dilemas). El valor y la cobardía son nuestras respuestas a los condicionamientos; podemos comprender ambos, pero uno nos parece mejor que el otro. Esa evaluación resume la ética.

¿Debemos concluir, entonces, que lo difícil es siempre mejor, como han dicho algunos? No necesariamente. Más bien hay que pensarlo al revés: lo mejor es siempre difícil; y probablemente, la mayoría de las veces, lo sea más que lo peor. Una minuciosa operación de venganza es difícil; perdonar, seguramente, lo es más. Sin embargo, me temo que Nietzsche no estaría de acuerdo, y consideraría el perdón una debilidad propia de pusilánimes: al fin y al cabo, al perdonar nos exponemos menos a las represalias de nuestros enemigos, nos decantamos por la seguridad de la avenencia. Se puede perdonar por debilidad, pero, si somos débiles, perdonar tal vez sea lo más inteligente. ¿Regreso a la sencillez? Tal vez sí. Pero elección, al fin y al cabo. Algo que se gana y algo que se pierde. Eso es lo arduo, diría José Antonio Marina, y no lo es menos porque hayamos elegido lo que nos conviene.
La muerte es sencilla; la vida es difícil. Dentro de la vida, pensar y elegir por uno mismo, asumiendo la responsabilidad al hacerlo, es más difícil aún. ¿Qué pensar de la mujer maltratada que perdona y acaba asesinada por su cónyuge agresor? Puede que para ella lo difícil hubiera sido romper esa relación insana y marcharse. En este caso, el perdón quizá fruto del miedo se le hizo más llevadero, y elegirlo fue su perdición. Seguramente necesitaba ayuda, seguramente deshacer el lazo fatídico se le hizo demasiado grande. Ella fue la víctima y por eso nos parece que su asesino fue el verdadero responsable. Sin embargo, ponerse en el lugar de víctima también es una elección. Comprensible, por supuesto justificable, pero elección al fin. Se puede, se debe ayudar a quien actúa movido por una debilidad, pero en última instancia siempre habrá un margen al que no podemos, no debemos llegar: el de la libertad. El margen de la complejidad que pertenece, en exclusiva, a cada ser humano.
No podemos escapar a la complejidad, como tampoco a la entropía, que es el implacable regreso a la sencillez. Como no podemos dejar de ser mientras somos, ni evitar que lo que somos deje de ser un día. Lo nuestro es pasar, lo nuestro es elegir: alegría de la complejidad.

Publicado en mi blog Filosofías para vivir 22/12/2017

República de la reflexión.

“Un montón de gente no es una república”
Aristóteles

Escrito por @jrherreraucv

Lo que define en sentido clásico a una República es, según Aristóteles, la realización de la libertad, la justicia y el bien común, sustentados en la cada vez mayor profundización del desarrollo de las más variadas capacidades cognoscitivas de la ciudadanía, cabe decir, de su Ethos o su civilidad. Es la educación, la formación cultural, lo que hace posible la identificación de la bondad, la belleza y la verdad como la savia vital, única e idéntica, que alimenta y nutre toda la estructura orgánica, todo el cuerpo, de la sociedad entera. Omne trinum perfectum est. El éxito de una república depende, en gran medida, de la calidad de su formación educativa.

Ethos

Y hasta se podría llegar a afirmar que toda auténtica república es, en el fondo, una sociedad del y para el conocimiento. Como dice Aristóteles, el bien se identifica con la verdad, mientras que el mal se identifica con la ignorancia: “la maldad en la elección –dice el estagirita– no es causa de lo involuntario sino de la ignorancia”. Solo de este modo se puede concretar la efectiva división de los poderes públicos y su recíproco control; la conformación, así como la consecuente participación, activa de la auténtica ciudadanía, lo mismo que la representación de todos los sectores de la sociedad, con iguales atribuciones y derechos.

“Derecho Natural y Ciencia del Estado” es el subtítulo de la obra más importante del pensamiento político escrita por Hegel: sus Lineamientos de la Filosofía del Derecho. Los términos presentes en el mencionado subtítulo, designan dos disciplinas que son constitutivas de la filosofía jurídico-política pre-hegeliana, precisamente: “derecho natural” y “ciencia del Estado”. La primera tiene sus orígenes entre el siglo XVII y XVIII. La segunda pertenece a la tradición de la filosofía política clásica. Lo sustancial del propósito de Hegel consiste en sorprender la abstracción que se genera a partir de la fractura, del desgarramiento, puesta entre ambos términos. Para la filosofía política clásica, una visión de los hombres aislada de lo político significa el acercamiento a lo meramente natural y barbárico, la salida de la civilización. Solo con la irrupción de la subjetividad, propia del espíritu moderno, la llamada ciencia del Estado se independiza de la antigua consideración del ámbito de lo público como comunitas civilis sive politica. Pero el resultado fue la separación radical de la vida política y de la vida civil, del derecho y la moralidad. Desde entonces, o el individuo privado o el Estado son puestos, indistintamente, como premisas del quehacer de la sociedad.

De “individualismo” contra “organicismo”, habla Bobbio. De un lado, el emprendimiento privado. Del otro, el estatismo proteccionista. Dos polos antagónicos que, inducidos por la lógica del entendimiento reflexivo, se enfrentan recíprocamente. O lo uno o lo otro. El Aut-Aut: o el totalitarismo estatista o el individualismo privatista. La trama se ha roto y el tejido social cobra sus inevitables víctimas. Sin fuentes de produccción, sin alimentos, sin medicinas, con una inflación que se desborda con el pasar de las horas, con una inusitada violencia, que amenaza la propia existencia del ser social, del todo y de las partes. Es la república de la conciencia desgarrada y del no-reconocimiento. La república del dolor, en la que no cabe el Ethos o, como lo llama Ortega y Gasset, la civilidad. La reflexión ha actuado, para cumplir su labor de disección: el “socialismo” se asume como el aplastamiento absoluto de la iniciativa privada. El “liberalismo” como la hostil confrontación contra “el Estado”. Estatolatría contra privatización. Privatización contra estatolatría. Y, dependiendo del punto de vista desde el cual se represente el correspondiente antagonismo, se asumirá el consecuente “logos” maniqueo: este es “el bueno”; el “otro” es “el malo”. Prisioneros de sus correspondientes teologías particulares, en realidad, de sus “pasiones tristes” –como las llama Spinoza–, de sus irracionales prejuicios e inclinaciones instintivas –mientras, nel mezzo del cammin, le van sacando el mayor provecho personal al asunto–, ambos lados terminan por depauperar y destruir la sociedad y, con ella, a los individuos, es decir, tanto a la sociedad política como a la sociedad civil, ese complejo orgánico y necesariamente contradictorio, correlativo en sí mismo, que es el Estado.

¿Cómo se puede asumir el “si no me quitas las sanciones no habrá elecciones”: como estatismo o como supremo individualismo; como comunitarismo o como privatización del Estado? ¿Cómo conviene asumir la fórmula “no participaremos en las elecciones para las alcaldías”, como una expresión de la privatización de la vida pública o como una manifestación de estatismo privatizador? En síntesis: la “lógica”, la más absoluta de las incoherencias e inconsecuencias, desde la cual pretenden llevar adelante sus respectivos puntos de vista e intereses, terminan por invertirse, poniendo de relieve las miserias de sus inconsistencias. Al final, tirios y troyanos terminan asumiendo el silogismo del “todo lo contrario”, “el lado oscuro de la luna”. Quizá sea eso lo que permita explicar que cierto candidato llegase a afirmar, con todas sus letras, que las islas están, efectivamente, “rodeadas de agua”.

Necesario insistir en la formación cultural, en la schilleriana educación estética, como fundamento de la vida pública y privada, para la creación, como dice Hegel, de una “segunda naturaleza”, como, de hecho, lo es la vida civil. El Ethos no es, como cree la tradición jurídico político moderna, una “teoría de la moral”, sino, en sentido estricto, la indisoluble unidad del individuo y de la sociedad. Para tener costumbres robustas, capaces de promover bondad y prosperidad, es prioritario conquistar una adecuada reforma moral e intelectual. El Estado no es la simple supresión del derecho y la moralidad sino, justamente, su correspondiente superación y conservación. Lo uno no es nada sin lo otro. Solo se supera lo que se conserva. Y es en esto que consiste el objetivo de una educación integral, capaz de trascender los límites de lo meramente técnico o instrumental. El futuro está en la sociedad del conocimiento porque el conocimiento es la garantía de la libertad republicana. La libertad debe enfrentarse y superar los límites que ella misma se ha trazado. No hacerlo significa permanecer en la pura pretensión de ser lo que no se es. Las repúblicas de la reflexión, con sus montones y sus multitudes ignorantes, están condenadas a padecer las plagas generadas por su propia barbarie.

¿Qué es estudiar?, Ortega y Gasset.

Charla de Ortega y Gasset a los estudiantes el primer día de clase.

Charla dada el primer día de clase, seguramente en la universidad central y a partir de 1910 -año en el que saca la cátedra de metafísica, y como muy tarde hasta 1936 año del golpe de estado en España, y en el que sale exiliado del país. Por la intención de lo que se dice en la charla el texto pertenece a la etapa perpectivista que es la posterior a "Las meditaciones del quijote" por tanto más seguramente comprendida entre 1914 y 1923.

Charla de Ortega y Gasset.

Espero que durante este curso entiendan ustedes perfectamente la primera frase que después de esta inicial voy a pronunciar. La frase es ésta: vamos a estudiar Metafísica, y eso que vamos a hacer es, por lo pronto, una falsedad. La cosa es, a primera vista, estupefaciente, pero el estupor que produzca no quita a la frase la dosis que tenga de verdad. En esa frase -nótenlo ustedes- no se dice que la Metafísica sea una falsedad; ésta se atribuye no a la Metafísica, sino a que nos pongamos a estudiarla. No se trata, pues, de la falsedad de uno o muchos pensamientos nuestros, sino de la falsedad de un nuestro hacer - de lo que ahora vamos a hacer: estudiar una disciplina. Porque lo afirmado por mí vale no sólo para la Metafísica, si bien vale eminentemente para ella. Según esto, en general, estudiar seria una falsedad.

No parece que frase tal y tesis semejante sean las más oportunas para dichas por un profesor a sus discípulos, sobre todo al comienzo de un curso. Se dirá que equivalen a recomendar la ausencia, la fuga, que se vayan, que no vuelvan. Eso ya lo veremos: veremos si ustedes se van, si no vuelven porque yo he comenzado enunciando tamaña enormidad pedagógica. Tal vez acontezca lo contrario -que esa inaudita afirmación les interese. Entre que pasa lo uno o lo otro -que ustedes resuelvan irse o resuelvan quedarse-, yo voy a aclarar su significado.

No he dicho que estudiar sea sólo una falsedad; es posible que contenga facetas, lados, ingredientes que no sean falsos, pero me basta con que alguna de las facetas, lados o ingredientes constitutivos del estudiar sea falso para que mi enunciado posea su verdad.

Ahora bien: esto último me parece indiscutible. Por una sencilla razón. Las disciplinas, sea la Metafísica o la Geometría, existen, están ahí porque unos hombres las crearon merced a un rudo esfuerzo, y si emplearon éste fue porque necesitaban aquellas disciplinas, porque las habían menester. Las verdades que ellas contengan fueron encontradas originariamente por un hombre y luego repensadas o reencontradas por otros que acumularon su esfuerzo al del primero. Pero si las encontraron es que las buscaron, y si las buscaron es que las habían menester, que no podían, por unos u otros motivos, prescindir de ellas. Y si no las hubieran encontrado habrían considerado fracasadas sus vidas. Si, viceversa, encontraron lo que buscaban, es evidente que eso que encontraron se adecuaba a la necesidad que sentían. Esto, que es perogrullesco, es, sin embargo, muy importante. Decimos que hemos encontrado una verdad cuando hemos hallado un cierto pensamiento que satisface una necesidad intelectual previamente sentida por nosotros. Si no nos sentimos menesterosos de ese pensamiento, éste no será para nosotros una verdad. Verdad es, por lo tanto a aquello que aquieta una inquietud de nuestra inteligencia. Sin esta inquietud no cabe aquél aquietamiento. Parejamente decimos que hemos encontrado la llave cuando hemos hallado un preciso objeto que nos sirve para abrir un armario, cuya apertura nos es menester. La
precisa busca se calma en el preciso hallazgo: éste es función de aquélla.

Generalizando la expresión, tendremos que una verdad no existe propiamente sino para quien la ha menester; que una ciencia no es tal ciencia sino para quien la busca afanoso; en fin, que la Metafísica no es Metafísica sino para quien la necesita.

Para quien no la necesita, para quien no la busca, la Metafísica es una serie de palabras, o si se quiere de ideas, que aunque se crea haberlas entendido una a una, carecen, en definitiva, de sentido, esto es: que para entender verdaderamente algo, y sobre todo la Metafísica, no hace falta tener eso que se llama talento ni poseer grandes sabidurías previas lo que, en cambio, hace falta es una condición elemental, pero fundamental: lo que hace falta es necesitarlo.

Más hay formas diversas de necesidad, de menesterosidad. Si alguien me obliga inexorablemente a hacer algo, yo lo haré necesariamente, y, sin embargo, la necesidad de este hacer mío no es mía, no ha surgido en mi, sino que me es impuesta desde fuera. Yo siento, por ejemplo, la necesidad de pasear, y esta necesidad es mía, brota en mí -lo cual no quiere decir que sea un capricho ni un gusto, no; a fuerza de necesidad, tiene un carácter de imposición y no se origina en mi albedrío, pero me es impuesta desde dentro de mi ser; la siento, en efecto, como necesidad mía. Mas cuando al salir yo de paseo el guardia de la circulación me obliga a seguir una cierta ruta, me encuentro con otra necesidad, pero que ya no es mía, sino que me viene impuesta del exterior, y ante ello lo más que puedo hacer es convencerme por reflexión de sus ventajas, y en vista de ello aceptarla. Pero aceptar una necesidad, reconocerla, no es sentirla, sentirla inmediatamente como tal necesidad mía -es más bien una necesidad de las cosas, que de ellas me llega, forastera, extraña a mí. La llamaremos necesidad mediata frente a la inmediata, a la que siento, en, efecto, como tal necesidad, nacida en mí, con sus raíces en mí, indígena, autóctona, auténtica.

Hay una expresión de San Francisco de Asís donde ambas. formas de necesidad aparecen sutilmente, contrapuestas. San Francisco solía decir: “Yo necesito poco, y ese poco lo necesito muy poco”. En la primera parte de la frase, San Francisco alude a las necesidades exteriores o mediatas; en la segunda, a las íntimas, auténticas e inmediatas. San Francisco necesitaba, como todo viviente, comer para vivir, pero en él esta necesidad exterior era muy escasa -esto es, materialmente necesitaba comer poco para vivir. Pero además, su actitud íntima era que no sentía gran necesidad de vivir, que sentía muy poco apego efectivo a la vida y, en consecuencia, sentía muy poca. necesidad íntima de la externa necesidad de comer.

Ahora bien: cuando el hombre se ve obligado a aceptar una necesidad externa, mediata, se encuentra en una situación equívoca, bivalente; porque equivale a que se le invitase a hacer suya -esto significa aceptar- una necesidad que no es suya. Tiene, quiera o no, que comportarse como si fuese suya -se le invita, pues, a una ficción, a una falsedad. Y aunque el hombre ponga toda su buena voluntad para lograr sentirla como suya, no está dicho que lo logre, no es ni siquiera probable.

Hecha esta aclaración, fijémonos en cuál es la situación normal del hombre que se llama estudiar, si usamos sobre todo este vocablo en el sentido que tiene como estudio del estudiante -o, lo que es lo mismo, preguntémonos qué es el estudiante como tal. Y es el caso que nos encontramos con algo tan estupefaciente como la escandalosa frase con que yo he iniciado este curso. Nos encontramos con que el estudiante es un ser humano, masculino o femenino, a quien la vida le impone la necesidad de estudiar las ciencias de las cuales él no ha sentido inmediata, auténtica necesidad. Si dejamos a un lado casos excepcionales, reconoceremos que en el mejor caso siente el estudiante una necesidad sincera, pero vaga, de estudiar “algo”, así in genere, de “saber”, de instruirse. Pero la vaguedad de este afán declara su escasa autenticidad. Es evidente que un estado tal de espíritu no ha llevado nunca a crear ningún saber -porque éste es siempre concreto, es saber precisamente esto o precisamente aquello, y según la ley, que ha poco insinuaba yo, de la funcionalidad entre buscar y encontrar, entre necesidad y satisfacción, los que crearon un saber es que sintieron, no el vago afán de saber, sino el concretísimo de averiguar tal determinada cosa.

Esto revela que aun en el mejor caso -y salvas, repito, las excepciones-, el deseo de saber que pueda sentir el buen estudiante es por completo heterogéneo, tal vez antagónico del estado de espíritu que llevó a crear el saber mismo. Y es que, en efecto, la situación del estudiante ante la ciencia es opuesta a la que ante ésta tuvo su creador. Éste no se encontró primero con ella y luego sintió la necesidad de poseerla, sino que primero sintió una necesidad vital y no científica y ella le llevó a buscar su satisfacción, y al encontrarla en unas ciertas ideas resultó que éstas eran la ciencia.

En cambio, el estudiante se encuentra, desde luego, con la ciencia ya hecha, como una serranía que se levanta ante él y le cierra su camino vital. En el mejor caso, repito, la serranía de la ciencia le gusta, le atrae, le parece bonita, le promete triunfos en la vida. Pero nada de esto tiene que ver con a necesidad auténtica que lleva a crear la ciencia. La prueba de ello está en que ese deseo general de saber es incapaz de concretarse por si mismo en el deseo estricto de un saber determinado. Aparte, repito, de que no es un deseo lo que lleva propiamente al saber, sino una necesidad. El deseo no existe si previamente no existe la cosa deseada -ya sea en la realidad, ya sea, por lo menos, en la imaginación. Lo que por completo no existe aún, no puede provocar el deseo. Nuestros deseos se disparan al contacto de lo que ya está ahí. En cambio, la necesidad auténtica existe sin que tenga que preexistir ni siquiera en la imaginación aquello que podría satisfacerla. Se necesita precisamente lo que no se tiene, lo que falta, lo que no hay, y la necesidad, el menester, son tanto más estrictamente tales cuanto menos se tenga, cuanto menos haya lo que se necesita, lo que se ha menester.

Para ver esto con plena claridad no es preciso que salgamos de nuestro tema -basta con comparar el modo de acercarse a la ciencia ya hecha, el que sólo va a estudiarla y el que siente auténtica, sincera necesidad de ella. Aquél tenderá a no hacerse cuestión del contenido de la ciencia, a no criticaría; al contrario, tenderá a reconfortarse pensando que ese contenido de la ciencia ya hecha tiene un valor definitivo, es la pura verdad. Lo que busca es simplemente asimilársela tal y como está ya ahí. En cambio, el menesteroso de una ciencia, el que siente la profunda necesidad de la verdad, se acercará cauteloso al saber ya hecho, lleno de suspicacias, sometiéndolo a crítica; más bien con el prejuicio de que no es verdad lo que libro sostiene; en suma, precisamente porque necesita un saber con radical angustia, pensará que no lo hay y procurará deshacer el que se presenta como ya hecho. Hombres así son loa que constantemente corrigen, renuevan, recrean la ciencia.

Pero eso no es lo que en su sentido normal significa el estudiar del estudiante. Si la ciencia no estuviese ya ahí, el buen estudiante no sentiría la necesidad de ella, es decir, que no seria estudiante. Por tanto, se trata de una necesidad externa que le es impuesta. Al colocar al hombre en la situación de estudiante se le obliga a hacer algo falso, a fingir que siente una necesidad que no siente.

Pero a esto se opondrán algunas objeciones. Se dirá, por ejemplo, que hay estudiantes que sienten profundamente la necesidad de resolver ciertos problemas que son los constitutivos de tal o cual ciencia. Es cierto que los hay, pero es insincero llamarlos estudiantes. Es insincero y es injusto. Porque se trata de casos excepcionales, de criaturas que, aunque no hubiese estudios ni ciencia, por si mismos y solos inventarían, mejor o peor, ésta y dedicarían, por inexorable vocación, su esfuerzo a investigar. Pero ¿y los otros? ¿La inmensa y normal mayoría? Éstos y no aquellos pocos venturosos, éstos son los que realizan el verdadero sentido -y no el utópico- de las palabras “estudiar” y “estudiante”. ¡Con éstos es con quienes se es injusto al no reconocerlos como los verdaderos estudiantes y no plantearse con respecto a ellos el problema de qué es estudiar como forma y tipo de humano hacer!

Es un imperativo de nuestro tiempo, cuyas graves razones expondré un día en este curso, obligarnos a pensar las cosas en su desnudo, efectivo y dramático ser. Es la única manera de encontrarse verdaderamente con ellas. Sería encantador que ser estudiante significase sentir una vivacísima urgencia por este y el otro y el otro saber. Pero la verdad es estrictamente lo contrario: ser estudiante es verse el hombre obligado a interesarse directamente por lo que no le interesa, o a lo sumo le interesa sólo vaga, genérica o indirectamente.

La otra objeción que habría de hacérseme es recordarme el hecho indiscutible de que los muchachos o las muchachas sienten sincera curiosidad y peculiares aficiones. El estudiante no lo es en general, sino que estudia ciencias o letras, y esto supone una predeterminación de su espíritu, una apetencia menos vaga y no impuesta de fuera.

En el siglo XIX se ha dado demasiada importancia a la curiosidad y a las aficiones; se ha querido fundar en ellas cosas demasiado graves, es decir, demasiado ponderosas para que puedan sostenerlas entidades tan poco serias como aquéllas.

Este vocablo “curiosidad”, como tantos otros, tiene doble sentido -uno de ellos primario y sustancial, otro peyorativo y de abuso- lo mismo que la palabra “aficionado”, que significa el que ama verdaderamente algo, pero también el que es sólo amateur. El sentido propio del vocablo “curiosidad” brota de su raíz, que da una palabra latina sobre la cual nos ha llamado la atención recientemente Heidegger: cura, los cuidados, las cuitas, lo que yo llamo la preocupación. De cur-a a viene curiosidad. De aquí que en nuestro lenguaje vulgar un hombre curioso es un hombre cuidadoso, es decir,, un hombre que hace con atención y extremos rigor y pulcritud lo que tiene que hacer, que no se despreocupa de lo que le ocupa, sino, al revés, se preocupa de su ocupación. Todavía en el antiguo español cuidar era preocuparse -curare. Este sentido originario de cura o cuidados pervive en nuestras voces vigentes curador, procurador, procurar, curar, y en la misma palabra cura, que vino al sacerdote porque éste tiene cura de almas. Curiosidad es, pues, cuidadosidad, preocupación. Como, viceversa, incuria es descuido, despreocupación, y seguridad -securitas - es ausencia de cuidados y preocupaciones.

Si busco las llaves es porque me preocupo de ellas, y si me preocupo de ellas es porque las he menester para hacer algo, para ocuparme. Cuando este preocuparse se ejercita mecánicamente, insinceramente, sin motivo suficiente y degenera en prurito, tenemos un vicio humano que consiste en fingir cuidado por lo que no nos da en rigor cuidado, en un falso preocuparse por cosas que no nos van de verdad a ocupar; por tanto, en ser incapaz de auténtica preocupación. Y esto es lo que significa peyorativamente empleados los vocablos “curiosidad”, “curiosear” y “ser un curioso”.

Cuando se dice, pues, que la curiosidad nos lleva a la ciencia, una de dos, o nos referimos a aquella sincera preocupación por ella que no es sino lo que yo antes he llamado “necesidad inmediata y autóctona” -la cual reconocemos que no suele ser sentida por el estudiante-, o nos referimos al frívolo curiosear, al prurito de meter las narices en todas las cosas, y esto no creo que pueda servir para hacer de un hombre un científico.

Estas objeciones son, por tanto, vanas. No andemos con idealizaciones de la áspera realidad, con beaterías que nos inducen a debilitar, esfumar, endulzar los problemas, a ponerles bolas en los cuernos. El hecho es que el estudiante tipo es un hombre que no siente directa necesidad de la ciencia, preocupación por ella y, sin embargo, se ve forzado a ocuparse de ella. Esto significa ya la falsedad general del estudiar. Pero luego viene la concreción, casi perversa por lo minuciosa, de esa falsedad -porque no se obliga al estudiante a estudiar en general, sino que éste se encuentra, quiera o no, con el estudio disociado en carreras especiales y la carrera constituida por disciplinas singulares, por la ciencia tal o la ciencia cual. ¿Quién va a pretender que el joven sienta efectiva necesidad, en un cierto año de su vida, por tal ciencia que a los hombres antecesores les vino en gana inventar?

Así, de lo que fue una necesidad tan auténtica y vivaz que a ella dedicaron su vida íntegra unos hombres -los creadores de la ciencia-, se hace una necesidad muerta y un falso hacer. No nos hagamos ilusiones; en ese estado de espíritu no se puede llegar a saber el saber humano. Estudiar es, pues, algo constitutivamente contradictorio y falso. El estudiante es una falsificación del hombre. Porque el hombre es propiamente, sólo lo que es auténticamente por íntima e inexorable necesidad. Ser hombre no es ser, o, lo que es igual, no es hacer cualquier cosa, sino ser lo que irremediablemente se es. Y hay los modos más distintos entre si de ser hombre, y todos ellos igualmente auténticos. El hombre puede ser hombre de ciencia y hombre de negocios u hombre político u hombre religioso, porque todas estas cosas son, como veremos, necesidades constitutivas e inmediatas de la condición humana. Pero el hombre por si mismo no sería nunca estudiante, como el hombre por si mismo no sería nunca contribuyente. Tiene que pagar contribuciones, tiene que estudiar, pero no es ni contribuyente ni estudiante. Ser estudiante, como ser contribuyente, es algo “artificial” que el hombre se ve obligado a ser.

Esto que al principio pudo parecer tan estupefaciente, resulta que es la tragedia constitutiva de la pedagogía, y de esa paradoja tan cruda debe, a mi juicio, partir la reforma de la educación.

Porque la actividad misma, el hacer que la pedagogía regula y que llamamos estudiar, es en si mismo algo humanamente falso, acontece lo que no suele subrayarse tanto como debiera, a saber: que en ningún orden de la vida sea tan constante y habitual y tolerado lo falso como en la enseñanza. Yo sé bien que hay también una falsa justicia, esto es, que se cometen abusos en los juzgados y audiencias. Pero sopese con su experiencia cada uno de los que me escuchan si no nos daríamos por muy contentos con que no existiesen en la efectividad de la enseñanza más insuficiencias, falsedades y abusos que los padecidos en el orden jurídico. Lo que allí se considera como abuso intolerable -que no se haga justicia- es correspondientemente casi lo normal en la enseñanza: que el estudiante no estudia, y que si estudia, poniendo su mejor voluntad, no aprende; y claro es que si el estudiante, sea por lo que sea, no aprende, el profesor no podrá decir que enseña, sino a los sumo, que intente, pero no logra enseñar.

Y entretanto se amontona gigantescamente, generación tras generación, la mole pavorosa de los saberes humanos que el estudiante tiene que asimilarse, tiene que estudiar. Y conforme aumenta y se enriquece y especializa el saber, más lejos estará el estudiante de sentir inmediata y auténticamente la necesidad de él. Es decir, que cada vez habrá menos congruencia entre el triste hacer humano que es el estudiar .y el admirable hacer humano que es el verdadero saber. Y esto acrecerá la terrible disociación, que hace un siglo por lo menos se inició, entre la cultura vivaz, entre el auténtico saber y el hombre medio. Porque como la cultura o saber no tiene más realidad que responder y satisfacer en una u otra medida a necesidades efectivamente sentidas y el modo de transmitir la cultura es el estudiar, el cual no es sentir esas necesidades, tendremos que la cultura o saber se va quedando en el aire, sin raíces de sinceridad en el hombre medio a quien se obliga a ingurgitarlo, a tragárselo. Es decir, que se introduce en la mente humana un cuerpo extraño, un repertorio de ideas muertas, inasimilables o, lo que es lo mismo, inertes. Esta cultura sin raigambre en el hombre, que no brota en él espontáneamente, carece de autoctonía, de indigenato, es algo impuesto, extrínseco, extraño, extranjero, ininteligible; en suma, irreal. Por debajo de la cultura recibida, pero no auténticamente asimilada, quedará intacto el hombre; es decir, quedará inculto; es decir, quedará bárbaro. Cuando el saber era más breve, más elemental y más orgánico, estaba más cerca de poder ser verdaderamente sentido por el hombre medio, que entonces lo asimilaba, lo recreaba y revitalizaba dentro de si. Así se explica la colosal paradoja de estos decenios: que un gigantesco progreso de la cultura haya producido un tipo de hombre como el actual, indiscutiblemente más bárbaro que el de hace cien años. Y que la aculturación o acumulo de cultura produzca paradójica, pero automáticamente, una rebarbarización de la humanidad.

Comprenderán ustedes que no se resuelve el problema diciendo: “Bueno; pues si estudiar es una falsificación del hombre, y además lleva o puede llevar a tales consecuencias, que no se estudie”. Decir esto no sería resolver el problema: sería sencillamente ignorarlo. Estudiar y ser estudiante es siempre, y sobre todo hoy, una necesidad inexorable del hombre. Tiene éste, quiera o no, que asimilarse el saber acumulado, so pena de sucumbir individual o colectivamente. Si una generación dejase de estudiar, la humanidad actual, en sus nueve décimas partes, moriría fulminantemente. El número de hombres que hoy viven sólo pueden subsistir merced a la técnica superior de aprovechamiento del planeta que las ciencias hacen posible. Las técnicas se pueden enseñar mecánicamente. Pero las técnicas viven del saber, y si éste no se puede enseñar, llegará una hora en que también las técnicas su cumbirán.

Hay, pues, que estudiar; es ello, repito, una necesidad del hombre -pero una necesidad externa, mediata, como lo era seguir la derecha que me marca el guardia de la circulación cuando necesito pasear. Mas hay entre ambas necesidades externas -el estudiar y el llevar la derecha- una diferencia esencial, que es la que convierte el estudio en un sustantivo problema. Para que la circulación funcione perfectamente no es menester que yo sienta íntimamente la necesidad de ir por la derecha: me basta con que de hecho camine ya en esa dirección; basta con que la acepte, con que finja sentirla. Pero con el estudio no acontece, lo mismo; para que yo entienda de verdad una ciencia no basta que yo finja en mi la necesidad de ella o, lo que es igual, no basta que tenga la voluntad de aceptarla; en fin, no basta con que estudie. Es preciso, además, que sienta auténticamente su necesidad, que me preocupen espontánea y verdaderamente sus cuestiones; sólo así entenderé las soluciones que ella da o pretende dar a esas cuestiones. Mal puede nadie entender una respuesta cuando no ha sentido la pregunta a que ella responde.

El caso del estudiar es, pues, diferente del de caminar por la derecha. En éste es sufieciente que yo lo ejercite bien para que rinda el efecto apetecido. En aquél, no; no basta con que yo sea un buen estudiante para que logre asimilar la ciencia. Tenemos, por tanto, en él un hacer del hombre que se niega a si mismo: es a un tiempo necesario e inútil. Hay que hacerlo para lograr un cierto fin, pero resulta que no lo logra. Por esto, porque las dos cosas son verdad a la par -su necesidad y su inutilidad- es el estudiar un problema. Un problema es siempre una contradicción que la inteligencia encuentra ante sí, que tira de ella en dos direcciones opuestas y amenaza con desgarraría.

La solución a tan crudo y bicorne problema se desprende de todo lo que he dicho: no consiste en decretar que no se estudie, sino en reformar profundamente ese hacer humano que es el estudiar y, consecuentemente, el ser del estudiante. Para esto es preciso volver del revés la enseñanza y decir: enseñar no es primaria y fundamentalmente sino enseñar la necesidad de una ciencia y no enseñar la ciencia cuya necesidad sea imposible hacer sentir al estudiante.