“Aquí está
la rosa, aquí hay que saltar”
G.W.F.
Hegel
El siglo XX va mostrando sus últimos alientos de vida. Lo sostienen aun el recuerdo, cuando no la nostalgia, de quienes, inmersos en el flujo de la propia cotidianidad, en
medio de los enseres del día a día, no se han percatado aun de la llegada de
una era que, no sin pasmosa vertiginosidad, ha ido sustituyendo, más que los
innovadores y cada vez más sofisticados medios e instrumentos de interrelación
social, los valores y las ideas que, hasta hace muy poco tiempo, parecían ser
de extraordinaria solvencia y gozar, además, de muy buena salud. Y es que, así
como se suele decir de las cosas imperecederas, que semejaban a los “muertos
que gozan de muy buena salud”, hoy se puede afirmar lo contrario, porque
quienes, por estos agitados tiempos aparentan gozar de muy buena salud, si es
que aun no han muerto, se están muriendo irremediablemente. Pedes eorum qui
efferent te sunt ante ianuam.
Los tiempos han
cambiado, y no siempre para ser o estar mejor. Dice Marx en los Grundrisse que
“ciertas épocas de florecimiento artístico no están de ninguna manera en
relación con el desarrollo general de la sociedad, ni, por consiguiente, con la
base material, con el esqueleto, por así decirlo, de su organización. Por
ejemplo, los griegos comparados con los modernos, o también Shakespeare”. Incluso, se reconoce que algunas creaciones
artísticas insignes son posibles solamente en un estadio poco desarrollado del
proceso histórico. De suerte que, “si esto es verdad, es menos sorprendente que
lo mismo ocurra en la relación entre el dominio total del arte y el desarrollo
general de la sociedad”. Pero, así como ocurre con el arte, ocurre con la ética
y con la verdad. De hecho, la historia de la humanidad no es un proceso en
linea recta que va de menor a mayor. Su zigzagueante proceso espiral, compuesto
de cursos y re-cursos, da cuenta de cómo, paradójicamente, puede
producirse una formación social tecnológicamente muy avanzada pero ajena a las
formas constitutivas de lo bello, lo bueno y lo verdadero. No en sentido
genérico o abstracto, por cierto, sino en su significado histórico-concreto,
porque los llamados “universales” no son más que fantasmas, ausentes de toda
realidad, si no se expresan in der Praktischen. “Hic Rhodus, hic saltus”.
Parafraseando a Spinoza, si “toda determinación es una negación”, entonces, via
reflectionis, “toda negación es una determinación”. Lo cual quiere decir
que si lo negativo está determinado, lo negativo -en este caso, lo universal-
está de suyo -es decir, de manera inmanente- sujeto a una particular y
específica determinación, en virtud de la cual puede manifestarse plenamente.
Solo un platonismo o un aristotelismo mal interpretados y fuera de contexto
-eso a lo que Hegel llama la “teología filosofante”-, sin idea de la
historicidad, devenido ideología y, consecuentemente, sentido común, puede
tener el atrevimiento de imponer una “universalidad” distante e independiente,
ubicada en el “más allá”, por encima de toda determinación. Y es entonces
cuando “los valores”, “la razón”, “la verdad”, “la justicia”, “la moral”, “el
ideal”, “el amor”, “el deber ser” -¡y pare de contar!- son puestos (setz)
y degradados a la condición de flatus vocis, de palabras vanas, de
gaseosas entelequias, que nada -o poco- tienen que ver con “los hechos” de la
vida social. Este es, por cierto, el mundo perfectible de los políticos y
funcionarios públicos, en el que las palabras van por un lado y las acciones
van por el otro. Una vez más, la liquidez de Bauman va en dirección contraria a
la del río de Heráclito. Tal es el horizonte de la posmodernidad, del “uno vale
todo”, constitutivo de la posverdad.
Y sin embargo, muy
a pesar de las presuposiciones y de los compartimientos estancos, propios de la
lógica de la identidad, lo dicho hasta aquí comporta el fundamento de su propia
inversión especular. Cabe decir, la negación de toda verdad absoluta determina
su devenir verdad absoluta. Es la otredad de su otredad, la reflexión de su sí
mismo. Es esto, además, lo que permite explicar las afinidades existentes entre
la posverdad y los regímenes populistas, que son la premisa y sustento de los
despotismos totalitarios y gansteriles. La posmodernidad, en efecto, ha puesto
en tela de juicio la validez y efectividad de las ideas de belleza, bondad y
verdad. A su juicio, no hay en ellas ni objetividad ni universalidad ni
absoluto, dado que tales entelequias metafísicas no solo no existen sino que
sus intentos por justificarlas solo han servido para ocultar sus contubernios
-cuando no su abierta servidumbre- con los grandes centros del poder
oligárquico. De ahí sus objeciones contra las maquinaciones de las élites
intelectuales y su pretendida apología de las ideas y valores universales y
absolutos. Todo lo cual deriva en la exigencia de una verdad alterna a la
verdad, de una contra-verdad, o sea, de una verdad auténticamente verdadera. En
suma, de una posverdad. La negación abstracta de la verdad conduce
inevitablemente a su afirmación -determinación- abstracta. “Tanto nadar para
morir ahogado en la orilla”, como dice el adagio popular.
La época posmoderna ha decretado la muerte del Hen Kai Pan, del “Uno y Todo” que, hasta hace pocos años, sustentara el corso -y el ricorso- de la historia de la cultura clásica occidental: el carácter universal -el uno- y el carácter absoluto -el todo- de sus ideas y valores. Pero al sentenciar al patíbulo la idea misma de la verdad, la posmodernidad se ha condenado a sí misma, toda vez que ha sustituido lo uno por lo múltiple y lo absoluto por lo relativo, transmutándolos en valores universales. Mientras más intenta negar el Uno y Todo más lo confirma, invirtiéndolo. Finalmente han logrado dar existencia al “superhombre” de Nietzsche, pero bajo la caracterización de “Bizarro”, el imperfecto clon del hombre de acero. Y es lo que permite comprender cómo para que “súper bigote” pudiera llegar a ser presidente de Venezuela, el país tenía necesariamente que ser la inversión de sí mismo, su negación abstracta. Menudo siglo XXI. Quizá sin percatarse de ello, la pretensión de que cada quien tenga su propia verdad “en redes”, su verdad exclusiva, particular e independiente, lejos de ser la solución, es, apenas, el inicio del problema. El pasaje de la máxima diferencia a la máxima in-diferencia está entre las virtudes del retorcimiento del logos. Por lo pronto, la astucia de la razón sonríe, mientras aguarda a la roedora posmodernidad en el callejón sin salida -en el hámster wheel- de su “eterno retorno”.