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El Enjambre

Enjambre de abejas guiado por una reina, representando una poderosa sociedad civil



“Vuela como una mariposa y pica como una abeja”

                                                              Cassius Clay



En tiempos de fraude, incertidumbre y represión, las pequeñas redes de confianza son más efectivas que la manipulación informativa “oficial”, cabe decir: la de quienes pretenden imponer desde arriba una versión única de “los hechos”, sustentada sobre la coerción y el autoritarismo despótico. Frente a la virtual entropía que representan las redes sociales, la amenaza de la posverdad es mayor cuando proviene de la propaganda gansteril. Via negationis, el sistema abierto, diverso y múltiple de las redes sociales ha logrado establecer, no sin audacia, el poder de conversar en libertad. La praxis política del presente depende, en buena medida, de esta capacidad de intercambio comunicacional. Y gracias a ella es posible la conformación del Swarming o, en nuestro idioma, del Enjambre.

Se sabe que, en primavera, cuando los panales se sobrepoblan y se hacen más fuertes para proseguir con la labor reproductiva y el acopio de alimentos, las abejas se dividen en enjambres. La abeja reina, sabia y experimentada, los guía, mientras las exploradoras encuentran el lugar apropiado  para proseguir el desarrollo de la siguiente etapa por la conquista de una renovada colonia que, finalmente, la nueva abeja reina terminará presidiendo. Se trata de un movimiento de pericia para la resolución de conflictos que ha servido de inspiración no solo a las causas militares en estricto sentido, sino también a los movimientos políticos y sociales que buscan estrategias y tácticas adecuadas para la conquista de su definitiva liberación frente a la vileza de los despotismos. En efecto, transmutado en concepto, el swarming es el resultado de la observación de las comunidades naturales, como es el caso de las abejas, las hormigas o los lobos, y particularmente de su capacidad de actuar en medio de un aparente desorden que se va tornando progresivamente organizado, envolvente y eficaz. Así comprendido, el swarming deviene, más que una estrategia de carácter instrumental, un modo de comprensión político y ontológico, en el que la ciudadanía, inspirada, combate en virtud de valores de renovación para la concreción del Ethos democrático.  

Y no han sido pocas las veces que, a lo largo del decurso de la historia, los ejércitos han recurrido al swarming, ya desde los tiempos del imperio mongol de Gengis Khan. Se sabe que los cruzados perdieron la guerra frente a los musulmanes porque estos, en vez de concentrarse en bloque, se dispersaban, lanzando sus flechas por todos los flancos del campo de batalla, a objeto de desmoralizar a las desconcertadas tropas cristianas. También Napoleón y Bolivar hicieron del swarming un arma eficaz en sus batallas, y nadie podrá negar el drástico éxito frente a sus contendores.              

Se dejan engañar quienes imaginan que la sociedad civil es una suerte de sociedad incapaz de organizarse para la resistencia. Se presupone que es un ente débil, viscoso e insustancial, alternativo a una supuestamente fuerte, sólida y bien conformada “sociedad militar”. En opinión de quienes suelen fantasear con semejante bodrio, así como existe una tal sociedad civil, de igual modo, también se puede hablar de una sociedad militar, porque así como existe lo bueno también existe lo malo o como existe lo negro también existe lo blanco. De tal suerte que, para todo aquel que presupone la existencia de la organización del Estado según semejante esquema interpretativo, solo existen dos modelos políticos posibles: el de las desordenadas sociedades civiles, que propicia el libertinaje imperialista, y el de las ordenadas “sociedades militares”, debidamente ordenadas, a la cabeza de las cuales se planta un “líder supremo”, bajo cuyo mandato se concentra un ejército de oficiales, tropas, milicianos y escuadras. 

Decía Spinoza que el “primer tipo de percepción”, mejor conocido como “el conocimiento de oídas o por medio de cualquier signo de los llamados convencionales”, lo mismo que el conocimiento que se adquiere por medio de la “experiencia vaga”, posee grandes limitaciones. Y sin embargo, el gran pensador holandés considera que la conquista del conocimiento adecuado, es decir, del conocimiento de las cosas “por su esencia” o “causa próxima”, no puede permitirse desechar estas primeras e inexactas formas de la percepción, sino que, por el contrario, las requiere, dado que es a partir de ellas que se interroga, se descubre, se profundiza y reforma el propio objeto de estudio, hasta obtener el resultado deseado: el verdadero bien, que es el camino de la verdad.

Estas consideraciones, acerca de los diferentes grados por los que atraviesa el conocimiento, quizá permitan comprender de un modo más adecuado el concepto de sociedad civil, partiendo de los presupuestos antes indicados, en los cuales, como diría Spinoza, sin duda hay limitaciones, pero también algunos elementos de verdad.

De hecho, la llamada “sociedad militar” no es, y no puede ser, la sociedad civil. No porque la sociedad civil sea el término alterno o contrario respecto de la tal sociedad militar, sino porque lo civil, por su propia naturaleza, no puede ser sustituido por lo militar, ni puede ocupar su lugar sin aniquilar, con ello, la naturaleza misma de lo civil. Solo ahora el lector se encontrará ante una auténtica contradicción de los términos. Quizá pueda hablarse de un régimen militarista o de una sociedad militarizada, que ha logrado someter la libre voluntad de lo civil. O, incluso, podrá hablarse de un Estado autocrático de clara inspiración militarista. Pero la sociedad civil o es civil o no lo es, por lo cual lo militar ni es ni puede sustituirla.

A diferencia de las formas asumidas históricamente por el Estado en la cultura oriental -en las que, a pesar del actual desarrollo productivo, la sociedad civil sigue siendo prácticamente inexistente-, el Estado occidental se sustenta sobre dos instancias que son opuestas y, a la vez, complementarias: la sociedad política y la sociedad civil. En la primera reside lo público, las institucionalidad, el cuerpo legal, de las que el aparato militar es garante. La segunda es el lugar de las iniciativas privadas, de la producción material y espiritual en todas sus dimensiones. En la primera opera la coerción. En la segunda el consenso. Una es jurídica. La otra es ética. Pero ambas conforman el equilibrio inestable del Estado.

Lo militar, en sí mismo, no puede ser una sociedad. Es un instrumento de sustentación del poder de la sociedad política, toda vez que cumple con la función de administrar la violencia, como en efecto lo está haciendo en Venezuela. No se compara con la fuerza infinitamente creadora de la sociedad civil, cuya existencia multifacética, autónoma, disonante y diversa, es, en sí misma, prueba de la democracia en movimiento. La pretendida “sociedad militar” como sustituto de la sociedad civil, más que un dislate, es un retroceso a las formas coercitivas y orientalistas -asiáticas- del Estado. Es el fascismo en estado puro, aunque se vista fraudulentamente de democracia y se declare triunfador en las elecciones. Se viene el enjambre de una poderosa sociedad civil que, asqueada del crimen organizado y de las miserias que suele distribuir, le ha dado su más rotundo rechazo. La sociedad civil es capaz de “volar como una mariposa y picar como una abeja”.




José Rafael Herrera

@jrherreraucv



Malleus maleficarum

Martillo de las brujas



 A la memoria de los perseguidos, condenados y

asesinados, víctimas de las “cacerías de brujas” del recurrente

fanatismo que tanto le teme a la libertad.

 

 

            El Malleus maleficarum o Martillo de las brujas, fue escrito y compilado por los sacerdotes de la orden dominica, Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, y fue publicado en Alemania en 1487. Se trata de un manual que tuvo la asombrosa capacidad de transmutar la ignorancia en metodología “científica”, es decir, la barbarie ritornata en clara expresión del entendimiento abstracto y especialmente de su brazo armado, la ratio instrumental. De hecho, a partir del Malleus se puso en evidencia el estrecho margen -ya advertido por Spinoza en el Tratado Teológico-Político- que media entre los linderos de la enajenación religiosa y de la esquematización del conocimiento, puestos al servicio de una determinada hegemonía constituida. Ideología, la llamaba Marx. En el caso particular del Malleus, el gran historiador medievalista Jacques Le Goff ha dado cuenta de cómo, en la Francia del siglo XVII, los siempre sombríos miembros de los tribunales inquisidores sentenciaban a sus víctimas a plena luz del día, mientras que por la noche, al cobijo de las sombras, se vestían de finas togas de luz para dar lectura al Discours de la méthode de Descartes. Es como el eco de aquella canción de los años ochenta del ya recóndito siglo XX: “sin sombra no hay luz”.

            En todo caso, Malleus en mano, el incipiente y novísimo subjecto, aun desbordado por las aguas de su propia virtú, se fue formando, metódicamente, en la sospecha, la desconfianza y el recelo. En una expresión, la duda devino parte esencial de la nueva cultura que iba fraguando, lenta y progresivamente, el espíritu de la modernidad, anticipando -via invertionis- el anuncio formal de la llegada de una nueva era. La historia se cocina a fuego lento, y lo que aparece es, siempre, el resultado de un largo y doloroso proceso que objetiva y cristaliza la síntesis de las oposiciones. Quien todavía crea en la pureza de la secuencia de las imágenes indeterminadas por las antinomias, en el “esto” o “aquello”, es mejor que se vaya al cine. También esa creencia -no pocas veces impuesta- forma parte de la madeja de la que surgió el tejido del Malleus maleficarum. El peso de imponer una nueva hegemonía cultural, más allá de los límites del dogma, también tiene sus consecuencias.

            Un año después de la publicación del Malleus (Das Hexenhammer), el Papa Inocencio VIII reconoció la perniciosa, por hereje, existencia de la brujería. Y en un decreto papal -“Summis desiderantes affectibus”- apremia a los autores del manual a proseguir el combate contra la brujería en Alemania. De hecho, los misóginos en cuestión fueron nombrados inquisidores con poderes especiales. Los efectos no se hicieron esperar en el resto de Europa, al punto de que se calcula que el número de acusados y sentenciados a morir en la hoguera ronda entre los dos y los cinco millones víctimas, en la mayoría de los casos mujeres. Se trata de una cifra que, desde una perspectiva exponencial, pudiese equipararse con las muertes ocurridas en las grandes guerras mundiales.     

            Lo cierto es que la representación y consecuente cacería de la “brujería demonológica” se hizo popular y masiva a consecuencia del Malleus, siendo expresión de innegable autoridad e indiscutible credibilidad para el gran público. De modo tal que si lo decía el Malleus la duda, necesariamente, se desdoblaba: por un lado, “el caso” en cuestión se hacía rigurosamente “indudable”. Pero, por el otro, y precisamente por ello, la duda hacia el acusado plenaba por completo las mentes y los corazones de todos los “buenos y salvos”, incluso, en el caso de los propios familiares y vecinos, a la sazón, diligentes “patriotas cooperantes”, porque, como se sabe, “nunca se sabe”, y “el diablo siempre tienta”. Quizá sea eso lo que explique las “delicias” de la tercera parte del Malleus, cuyo contenido detalla los métodos -precisamente- para detectar, enjuiciar y sentenciar la brujería. La tortura aparece, además, como un ejercicio de rigor indispensable, y los jueces son instruidos para engañar al acusado, prometiéndole misericordia en caso de confesión. En fin, en Occidente, el fanatismo fundamentalista tiene en el Malleus maleficarum uno de sus textos de cabecera y uno de sus mayores motivos de inspiración.

            De ahí que con el Malleus, y por primera vez en la historia, surja en forma sistemática una etiología del mal y, con ella, la legitimación de la violencia y del poder punitivo que, en sustancia, ha permanecido intacta hasta el presente. Cambian las circunstancias, los contenidos de las acusaciones y, por supuesto, las víctimas contra las que se ejerce la persecución. Pero lo que hasta ahora no parece haber cambiado es el hecho de que en toda masacre sufrida por la humanidad, de la que se tenga noticia desde los inicios de la era moderna hasta el tiempo presente, por más pequeña o grande que esta sea, se reproduce fielmente la misma estructura del Malleus maleficarum, su “lógica”, la lógica de los victimarios. Sus preceptos inquisidores han sustentado cada sospecha, cada acusación, cada persecución, cada encarcelamiento, cada tortura y asesinato cometido en nombre de la presencia de una inminente conspiración, de un inminente “riesgo”, una “amenaza” contra los cimientos y el “orden natural” de la “buena” humanidad, las “buenas” creencias religiosas o el “buen” Estado, por lo que deben tomarse medidas extraordinarias para combatirla, sofocarla y aplastarla. Es el fundamento del códice de todo poder punitivo, la fuerza que anima la maquinaria de represión que verticaliza el poder político y social, generando la infraestructura sobre la cual crecen y concrecen los estados de paranoia colectiva que justifican el ejercicio totalitario del poder. La estructura del Malleus ha sido la premisa del fascismo y del nazismo, del stalinismo y del macartismo por igual. Hoy es la fuente de la que se nutre el deslizamiento sufrido por la praxis política posmoderna hacia la gansterilidad. La grotesca y nada inocente promoción de las figuras de Superbigote y de Dracula -en este caso, se trata de la fantochización de la ya fantochizada imagen hollywoodense de la novela de Stoker, por lo demás, intoxicada por los efectos del Malleus-, en realidad ocultan la virtualización de un humeante espejismo, la inversión reflexiva de la realidad y, tal vez lo más importante, la hipostatización de la crueldad del régimen criminal que mantiene secuestrada a Venezuela. Que se den por enterados quienes se autocalifican de “opositores” al gansterato, empíricos amantes de la inmediatez y el cortoplacismo.           


José Rafael Herrera

@jrherreraucv


¿Qué significa ser de derecha?

 

Ser de derechas o de izquierdas

            La primera lección que se aprende en filosofía, y en virtud de la cual tiene sus inicios el oficio de pensar, consiste en someter a duda lo que se da por hecho cumplido, traspasando, con ello, los siempre rígidos y estrechos límites de toda posible pre-su-posición, o sea, de toda “positividad”, como dice Hegel siguiendo a Kant. No por casualidad, la expresión De omnibus dubitandum -dudar de todo- ha servido como lema y estandarte de batalla a los más diversos -y no siempre compatibles- pensadores de la historia de la filosofía, como es el caso de filósofos de la talla de René Descartes, quien tiene el mérito de haberla elevado a fundamento de su filosofía. Karl Marx la hizo el motto o lema esencial de todo su pensamiento -la Kritik-, y Søren Kierkegaard, bajo el seudónimo de Johannes Climacus, le dedicó nada menos que uno de sus mejores ensayos póstumos: Or, De Omnibus Dubitandum Est.

            Hay épocas en las que el Logos pareciera haber perdido toda decencia. La decrépita y babosa conformación del universo previsible puesto por la escolástica, que justificó la tortura y la hoguera de los Giordano Bruno, a manos del “santo oficio”. La indignación hecha carne y sangre frente a la transmutación del ser social -y de su conciencia-, cuando no en bestia, en cosa. La pretensión de querer resolver bajo el arrogante cobijo de una supuesta “objetividad universal” los asuntos más íntimos, más sensibles y propios de cada individuo. El cinismo de la compra y venta de la verdad, su mercantilización, elevado a la máxima potencia de su abstracción y ofertado como posverdad absoluta o, más bien, como absoluta relativización de la verdad (o, lo que es igual: en no-verdad). La estampa de un legionario romano sentenciando una frase de Confucio. Un teniente directamente involucrado en -por lo menos- dos intentos de golpe de Estado, y que usurpa la presidencia de la Asamblea Nacional, gime con rabia teatral al referirse a “la derecha golpista”. “¡Narrativa!”, exclaman los cultores de las palabras vacías, a fin de parecer “chicks”, como entusiastas repetidores de las sendas perdidas, de lo que, de suyo -cabe decir, por inmanencia-, se niega a abandonar la comodidad de su entumecimiento, su hechura abstracta, a objeto de transitar hacia alguna parte, en alguna posible dirección. “Juegos de lenguaje”, al decir de los neopositivistas, en el que “no existen los hechos” sino “solo sus interpretaciones”. Y en esto, una vez más, estrechan sus irremediables coincidencias con la llamada posmodernidad de los caprichos parisinos. No obstante, y por desgracia para ellos, en lo que va de siglo XXI, el connubio de los restos del círculo “analítico” y de la French Theory ha terminado poniendo en evidencia -y cada vez con mayor énfasis- la estrecha relación existente entre posverdad y poder político real.

            Pero por eso mismo, y una vez más, la duda vuelve a ser imprescindible en el presente. La facilidad y rapidez con la que los conceptos históricamente determinados son mutilados y transmutados en representaciones sin contexto, en fantasmagorías que no pocas veces sirven para afirmar exactamente lo contrario de lo que alguna vez llegaron a ser, no solo se ha hecho habitual -su puesta en escena es, de hecho, el deleite, la gran comilona del populismo totalitario-, sino que se podría afirmar que es el 'santo y seña' característico de este desdibujado fractal de inversiones reflexivas que va de siglo. Y es función de la filosofía, crítica e histórica, apelar a la duda y ejercerla, con el propósito de sorprender y denunciar el trastocamiento, el extravío del contenido y la consecuente prostitución de las formas.

            La verdad es que la posverdad ha traído con ella la lepra populista, y no solo. Afirmarse “de izquierda” pareciera ser, en el actual contexto mundial en general, y latinoamericano en particular, una gran conquista -del y- para el progreso de la humanidad. Los defensores de la libertad, la paz mundial, la igualdad de género, la ecología, la libertad de expresión, los derechos de los trabajadores, la educación gratuita y de calidad, la salud, la justicia y la equidad. Ser de derecha, en cambio, tipifica al conservadurismo y la reacción históricas. Espacio de godos y caudillos. Tiempo anquilosado y de oligarcas: el signo de la preterización misma, de la representación de quienes se asumen eternos y pretenden permanecer en el poder para siempre. Paradójicamente, convencidos de que sin ellos -patriarcas del pueblo- el país se quedaría sin futuro y perdería el tren de la historia. Pero derecha es, además, la fusión de una élite cívico-militar que se reclama heredera del heroísmo de los padres de la patria, mientras defiende poderosos intereses económicos, generalmente obtenidos con “negocios” de los fondos públicos. Y aunque la mayoría de ellos provenga, como dice Vico, de “debajo de la tierra” -como Boves, como Páez, como Gómez-, una vez entronizados en el poder, desprecian a las mayorías por las que decían luchar, y las someten bajo su voluntad. A ellos, sus fieles, los que carecen de techo, de alimento, de salud y seguridad, los débiles, los de escasa o nula formación y pericia. Ser de derecha es, en suma, actuar en contra de los intereses de los fámulos pero en su nombre: en el nombre de los desposeídos, de los humildes, de quienes, en medio de la más amarga desesperación, se ven finalmente en la necesidad de emigrar de su terruño hacia otros horizontes, lejos de los suyos.

            Momento de dudas: ¿lo que en las líneas anteriores se ha descrito como la posición representativa de “la izquierda”, no es lo que efectivamente ha caracterizado, in der Praktischen, a la izquierda de hoy? ¿No ha sido esa, más bien, la acción política de los partidarios de las llamadas “sociedades abiertas”, a las cuales la izquierda acostumbra definir como “la derecha”? Y, por otra parte, ¿lo que se ha definido como “la derecha” no es lo que, hasta nuevo aviso, ha caracterizado históricamente la acción política de la izquierda? Entonces, ¿cómo es posible que a la llamada izquierda se le pueda llegar a atribuir lo que en los hechos ha sido la derecha, mientras que a lo que en los hechos ha sido la derecha se le denomine izquierda? Lástima que la derecha sea tan ignorante como para poder comprender la celada. Afirmaba Bolívar que el país que fundó -La Gran Colombia- estaba condenado a caer en manos de “tiranuelos casi imperceptibles”. Leer esa frase en estos tiempos menesterosos y pensar en la izquierda de la derecha o en la derecha de la izquierda resulta una labor inevitable. Se comprende, entonces, el cinismo cruel de quienes afirman que “no existen los hechos sino sus interpretaciones”. Por fortuna, el mismo Vico que definiera a los “gigantes” surgidos de la tierra, ha resumido el laborioso y paciente tránsito de su pensamiento en una sentencia:  Verum et factum convertuntur. Parafraseando al joven Marx, habrá que decir que mientras una gota de sangre haga latir el corazón absolutamente libre de la filosofía, ella proseguirá su lucha contra las ficciones que se pretenden vender como “piezas exclusivas de colección” de la verdad.       

           

           

                          

Ejemplos de la Posverdad

Manzana de Posverdad

 

 

Verum index sui et falsi”

                          B. Spinoza

 

 

            Nadie, dice Hegel, puede saltar por encima de su tiempo, prescindir de las determinaciones que impone su propia época. A menos que se quiera construir un mundo ficticio, un “mero opinar, un elemento inconsistente que permite imaginar lo que se quiera”. Castillos minuciosamente construidos sobre nubes, los llamaría Maquiavelo. En realidad, los mundos como deben ser conforman una imagen especular, invertida, de lo que es. Y, más allá de la lógica de las identidades abstractas, guste o no, lo que es es la razón, incluyendo en ella el siempre farragoso barruntar de los “opinólogos” de oficio. Porque, si bien es cierto que lo que no es -los mundos de ensueño- ofrece una realidad inexistente, sublime y perfecta, no menos cierto es que en su interior se perfilan las costuras, los defectos, de lo que sí es, de modo que si bien puede parecer una solución ideal -o más bien, un sucedáneo evasivo-, termina traicionándose a sí misma, toda vez que se transforman en una prueba viviente, en una denuncia, de los desgarramientos sufridos por del ser. Lo indefectible termina, cual tiro por mampuesto, denunciando lo defectible y, consecuentemente, negéndose a sí mismo. “Aunque ésta sea locura -afirma Polonio en Hamlet-, hay en ella cierta razón.. Aciertos que puede tener la locura, que no logran ni la razón ni la cordura”.

            Desde principio de los años noventa del siglo pasado, se entiende por Posverdad la deliberada deformación, distorsión y descontextualización de la realidad, en la cual predominan más las emociones creíbles -las “pasiones tristes”, al decir de Spinoza- que la realidad efectiva de las cosas. Lo que comporta el premeditado propósito de manipular, influir y moldear el modo de percepción de la vida de las grandes mayorías, poniendo a la disposición de semejante empresa el poderoso arsenal de los medios masivos de comunicación e información y, muy especialmente, las influyentes redes sociales, al punto de torcer e invertir al extremo hasta las verdades más evidentes. Un ejemplo de los efectos perversos de la llamada posverdad sobre la opinión pública ha sido recientemente llevado al cine por Adam McKay, en el film “No mires hacia arriba” (Don't Look Up). Como ha indicado Wolfgang Gil, en una de sus más recientes entregas, el film muestra cómo “la posverdad es utilizada, por igual, por políticos, grandes medios de comunicación y la élite capitalista. Si bien las élites tienen intereses que proteger, por otro lado, vemos a la población no sólo manipulada sino también dispuesta a dejarse seducir por los cantos de la sirena”, lo que queda demostrado “cuando los seguidores de la presidente Orlean, una evidente caricatura de Trump, están dispuestos a colocarse las gorras rojas con el mensaje negacionista No miren hacia arriba”, como si por dejar de mirar las estrellas la inminente colisión del hiperobjeto, que se dirige a toda velocidad contra la Tierra, se desvanecerá por completo, como por arte de magia. “No hay que perder la esperanza”, diría algún dirigente político de la “oposición” venezolana, calzando sus viejos zapatos ye-ye de “la victoria”.

            Fue el dramaturgo Steve Tesich quien, en 1992, a propósito de la guerra del Golfo Pérsico, calificara por vez primera este fenómeno social bajo el término de Post-truth, un término que, en otros tiempos, recibió los nombres de imaginación, falsa conciencia o ideología: “Lamento que nosotros como pueblo libre, hayamos decidido libremente vivir en un mundo en donde reina la posverdad”. Y de allí a la posdemocracia solo se puede hablar en términos de cálculo y racionalidad técnica aplicada. En este caso, se trata de un modelo de hacer política en el que todo vale, reñido con las ideas y valores inherentes a la democracia y, más bien, cercanos al neo-totalitarismo, cuya característica esencial consiste en el deslizamiento de Ethos político hacia la gavilla gansteril, cabe decir, hacia el empoderamiento de un grupo de delincuentes que, lejos de perseguir el bienestar social, secuestran el poder con el propósito de transformar el Estado en la mayor fuente de ingresos del gang. Así, por ejemplo, en los regímenes posdemocráticos, las elecciones para designar cargos públicos se convierten en un espectáculo mediático, gestionado por “expertos” en el chantaje de la población y en la manipulación de los mecanismos electorales, los cuales terminan atribuyendo “el triunfo” a la corporación gansteril y a sus aliados de turno. Por todo lo cual, no sería exacto decir que es exclusivo de la política conservatista, de derechas, o de las grandes corporaciones capitalistas.

            Todo mundo sabe que mucho tiempo antes de las sanciones económicas impuestas por los Estados Unidos al gansterato que mantiene secuestrada a Venezuela, la economía del país había sido destruida y sus otrora cuantiosas arcas saqueadas. No obstante, bajo el cobijo de la posverdad, los estribillos expiatorios de la “guerra económica” ganan adeptos día a día, mientras el gang diversifica sus ganancias vendiendo a pedazos el territorio nacional, ocultando el incremento de sus jugosos negocios con la fachada del “milágro” de la “recuperación económica”. Que la verdad sea la “norma de sí misma y de lo falso”, como dice Spinoza, impone la tarea de sacudir con fuerza la cadena recubierta de flores, para que sus eslabones queden al descubierto, a plena luz del sol. Si algo tiene de verdadero la posverdad es que, a partir de ella, conviene actuar sine ira et studio, con el firme propósito de ubicar la tierra de donde se nutren sus raíces para desenterrarlas. Ella, lejos de ser un simple ocultamiento de la realidad de verdad, es el movimiento real que anima la puesta en práctica de la inteligencia política.            

           

José Rafael Herrera


@jrherreraucv