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Episteme: conocimiento objetivo

Episteme: conocimiento objetivo
La pregunta sobre qué es el conocimiento es continua en Filosofía. Descartes dio un giro importante al afanarse por encontrar un manera de asegurarse de que el conocimiento es objetivo y creyó conseguirlo al aplicar el método matemático a la filosofía. Será en el idealismo alemán donde se recoja de forma paradigmática el problema acerca de cómo conjugar la sensibilidad con el intelecto. Kant, como podremos escuchar en una de las ponencias, retoma esta discusión, que no parecerá cerrarse hasta llegar a Hegel y a su intento de establecer la Filosofía como ciencia del Absoluto. Sin embargo, el mismo problema que tenemos hoy en día al hablar de qué es el conocimiento y la ciencia, como conocimiento objetivo ya está en Platón.


Platón en El Teeteto intenta dar respuesta a qué es la episteme, sin que satisfaga ninguna. Las tres definiciones son: el conocimiento es percepción (151e-186e); es opinión verdadera (187a-200d); y es opinión verdadera acompañada de una explicación (201a-210b).

            Dejando de lado la explicación que hace de la percepción me centraré en ver cómo la ciencia es el conocimiento cierto y verdadero, infalible y universal y que tiene como objeto lo absolutamente real. Lo absolutamente real, para Platón, no es lo más físico, sino lo más inteligible: las ideas. Y su preocupación es cómo podemos llegar a ellas si es obvio que nuestro conocimiento comienza por lo sensible.

            En el segundo intento de dar una respuesta Platón observa que la ciencia no puede ser sensación ni percepción que provengan del cuerpo y no ofrezcan claridad ni precisión; debe advenir, para alcanzar la verdad y el ser, una actividad superior del alma, que llama razonamiento u opinión. (186d). Dentro de la pregunta por el conocimiento se instala la pregunta por  qué es lo falso, para no caer en ello. Es decir, cómo no equivocarnos, cómo podemos estar seguros  de la objetividad de nuestro conocimiento.

            Por último, desarrolla de la tercera respuesta, la ciencia como opinión verdadera acompañada de una explicación (logos). Para esclarecer a qué se refiere con “logos” utiliza un modo de razonar que puede resultar muy cercano para nosotros: afirma que no conoceremos un carro hasta que no conozcamos todas sus piezas. (¿No buscamos hacer eso hoy en día nosotros para comprender la mente, o el bosón de Higgs?). No obstante, Platón no se queda conforme, puesto que simplemente enumerar no puede ser ciencia, ya que carece del rasgo definitorio de la infalibilidad.

            El diálogo no cierra, es aporético. Sin embargo, eso no significa que no haya una respuesta. Antonio Alegre en la introducción a esta obra defiende, precisamente, que lo que trata de decirnos Platón es que “si se pretende definir la ciencia sobre supuestos sensoriales, con referencia sólo a lo individual y concreto, prescindiendo de la parte intelectual, que en este caso serían las Ideas, uno se ve abocado al fracaso” (Alegre 36).

La búsqueda de la identidad


La búsqueda de la identidad
Uno de los temas más recurrentes en las últimas décadas es el tema de la identidad. ¿Quiénes somos realmente o cómo podemos llegar a conocernos? Esta búsqueda no es sólo una consecuencia freudiana sino que responde a un anhelo profundo del ser humano. 

Búsqueda de la identidad entre libros y estrellas

La literatura de los últimos años está marcada por una fuerte carga de autoayuda y corriente New Age. Autores como Paulo Coelho triunfan en las librerías con sus novelas de liberación espiritual e introspección. Las estanterías se llenan de manuales que prometen otorgarte todo el conocimiento que necesitas sobre ti y las claves para alcanzar la felicidad. 


Sin embargo, ¿no parece todo demasiado fácil? Sólo hay que asomarse al Prefacio de la Fenomenología del espíritu de Hegel para darse cuenta de la complejidad que tiene ahondar con seriedad en el desarrollo de la autoconciencia y, por ende, de la identidad. Podríamos seguir ahondando en esta obra, pero quisiera seguir en la esfera literaria y hablar de El lobo estepario de Herman Hesse. 


El autor nos presenta a un personaje, Harry Haller, que se ha dedicado toda su vida a cultivar su espíritu, su mente y su cultura. Resulta un erudito entre eruditos. Pero tras la guerra eso ya no consigue llenar su vida. En el borde del abismo comienza un recorrido de descubrimiento interior. Conoce a otros personajes que le llevan a ahondar en los placeres mundanos con los que disfruta como nunca. Y se va adentrando dentro de sí de manera que descubre anhelos y miedos hasta ahora inimaginables. 

Pero este descendimiento en las aguas oscuras del "yo" no es tratado de manera liberatoria, sino que también nos pone sobreaviso acerca de que no todo lo que se descubre puede resultar agradable y que, a veces, puede ser sinónimo de locura y destrucción. 

Es cierto que el libro contiene grandes dosis de existencialismo e incluso de nihilismo nietzscheano, sin embargo, frente a tanta banalidad de la búsqueda de la identidad no está de más enfrentarse de vez en cuando a estas realidades. 

Después del fin del arte


Después del fin del arte

En los anteriores post expuse qué lugar ocupa el arte en el sistema hegeliano y como, al ser considerado parte del pasado, da pie a que algunos intérpretes hayan dictaminado su muerte. Ahora corresponde ver qué ocurre con el arte después de la defunción.


After the End of Art


La concepción histórica desde la que Hegel analiza el arte será aceptada por un sector amplio como el de los historiadores del arte. Si el arte es una cuestión histórica, corresponde a ellos estudiarlo. Sin embargo, tras el desarrollo del historicismo y el auge de la hermenéutica los problemas acerca de qué manera podemos comprender y juzgar obras de otras épocas se multiplicará.

Las pretensiones explicativas de Hegel intentaron abordar toda la realidad. Por ello, todos los autores que le sucedieron se tuvieron que enfrentar de una u otra manera a su pensamiento, tanto para afirmarlo o negarlo. Su repercusión es indudable en autores que van desde Kierkegaard a Gadamer, o desde Marx a Arthur Danto pasando por Heidegger. Como éste último será el objeto del siguiente capítulo mencionaré sólo las dos lecturas predominantes que hoy en día se dan acerca de la estética hegeliana.

Por una parte, Gadamer considera que la estética de Hegel suscita interés puesto que representa “hasta el momento la única verdadera solución, capaz de pensar ambas cosas como unidad, y convierte así el arte entero en objeto de <<rememoración>> e <<interiorización>>”[1]. Sin embargo, Gadamer, como gran continuador de Heidegger considera que, a pesar de todo lo dicho, la estética hegeliana adolecería de fuerza debido a la negación de que en la obra de arte particular pueda darse una manifestación de la verdad [2].

Por otra parte se destaca de manera especial Arthur Danto, el cual ha conseguido revitalizar la tesis de la muerte del arte desde un aspecto diferente al de Gadamer. La tesis de este autor norteamericano es que el “fin del arte” se inscribe dentro del final de los grandes relatos o narraciones que caracterizan a la época posthistorica actual. De tal manera que la manera en que se abordaba teóricamente, es decir, la teoría del arte moderna colapsó al verse incapaz de dar cuenta obras como las de Cajas de Brillo de Warhol donde la representación es exacta a lo representado.

Por esta razón lo que cabe ahora es preguntarse, desde el propio arte, qué es el arte. A este respecto afirma: Solamente cuando se volvió claro que cualquier cosa podía ser una obra de arte se pudo pensar filosóficamente sobre el arte. Pero ¿qué pasa con el arte mismo? ¿Qué  pasa con el arte después del fin del arte, donde con <<arte después del fin del arte>> significa <<luego el ascenso a la propia reflexión filosófica>>? Donde una obra de arte puede consistir en cualquier objeto legitimado como arte surge la pregunta: <<¿Por qué soy una obra de arte?>>[3]. La cuestión crucial aquí es que mientras que hasta ahora una teoría había sustituido a otra para dar explicación del arte, no hay (ni quizá puede haberla por contradicción que supondría) una teoría “postmoderna”.

Estos dos ejemplos no son más que una muestra de cómo se plantea hoy el problema de la muerte del arte. Sin embargo, caben otros enfoques. Estoy pensando en la defensa de Heidegger que considera el arte un lugar privilegiado en el que se desvela la verdad (ver El origen de la obra de arte). O, por ejemplo, Fernando Inciarte, que investiga el carácter reflexivo del arte, dialoga con la hermenéutica y abre una posibilidad de romper de los presupuestos historicistas y, por ende, salir de la tesis de la muerte del arte. 



[1] Gadamer, H. G., Verdad y método I, Salamanca, Sígueme, 1999, p. 667.
[2] “¿Qué se expresa en la experiencia de lo bello y del arte? El encuentro con lo particular y con la manifestación de lo verdadero sólo tiene lugar en la particularización, en la cual se produce ese carácter distintivo que el arte tiene para nosotros, y que hace que no pueda superarse nunca. (…) La esencia de lo simbólico consista en que no está referido a un fin con un dignificado que haya de alcanzarse intelectualmente, sino que detenta en sí su significado”. Gadamer, H. G., La actualidad de lo bello, Barcelona, Paidós, 1996, p. 95.
[3] Danto, A., Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia. 1997, p. 36

El arte como pasado

El arte como pasado.
En el artículo anterior tratábamos de ver el lugar del arte dentro del sistema dialéctico hegeliano. Ahora nos adentramos en la explicación del arte como pasado que dará pie a algunos intérpretes para determinar la muerte del arte. De qué manera se puede entender el arte después de esta defunción será abordado en el siguiente.


La misión del arte es representar de modo sensible el contenido, el concepto, el espíritu; debe manifestar la totalidad que corresponde al concepto, transformar la apariencia para que pueda manifestar la infinidad del espíritu. Alcanzar plenamente tal propósito, lograr la perfección del arte, la realización de su ideal significa conseguir la perfecta unidad entre forma sensible, individual y su contenido, que deberá ser concreto. El arte debe hacer presente sensiblemente el concepto. El arte hace presente la Idea por medio de la belleza o, dicho de otro modo, haciendo efectiva la belleza el arte trasluce la idea. La Idea no coincide con la idea de belleza artística, puesto que ésta no es más que una forma particular de exteriorizarse y representar la verdad: la Idea absoluta.

La verdadera tarea del arte es llevar a la conciencia los verdaderos intereses del espíritu y, por esto, al ser pensado por la ciencia, el arte cumple su finalidad[1]. En este sentido Hegel afirma que “el arte como ciencia es más necesario en nuestro tiempo que cuando el arte producía ya una satisfacción plena. El arte nos invita a la contemplación reflexiva, pero no con el fin de producir nuevamente arte, sino para conocer lo que es el arte”[2]. Lo que encierra esta afirmación es que ya no se da inmediación cognoscitiva en la expresión artística, ya no hay en ella una manifestación de la verdad, puesto que se ha visto superada por la expresión de la verdad puramente racional. Mientras que en el período clásico el Arte representó una forma reconocida de conocimiento e interpretación de la realidad, esto ya no es así en la época romántica de Hegel, en la que la forma más apropiada de interpretación es la filosofía[3].

 Por tanto, la cuestión está en percatarse de que sólo la expresión puramente racional, superior a todas las demás, trasciende el tiempo, mientras que las demás quedan en el tiempo, en la historia. Si la filosofía siente la necesidad de reflexionar sobre el arte, es porque el momento en el que el arte era considerado la máxima expresión de la Idea ya ha sido superado. En él ya no hay actualidad, no hay presencia y, por tanto, no hay manifestación de la verdad. Por eso, lo único que cabe hacer es hacer ciencia del arte, pero una ciencia histórica. Es decir, analizar de qué manera en etapas menos desarrolladas del espíritu se manifestaba la verdad en esas obras.

Queda por ver, sin embargo, qué ocurre después del denominado "fin del arte".



[1] Danto enfatiza la aportación hegeliana al arte en este punto ya que según él “la especulación filosófica” en torno al arte que no se había dado hasta entonces supuso una “riqueza de la producción artística”. Danto, A., Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde con la historia, Paidós, Barcelona, 1999, p. 53.
[2] Hegel, G.W.F., Lecciones de estética, Península, Barcelona, 1987, p. 17.
[3] Danto al respecto, el cual llega a decir que “la misión histórica del arte es hacer posible la filosofía”. The philosophical disenfranchisement of art, New York, Columbia University Press, 1986, p. 16. Por lo que, en la misma línea que Hegel entiende que “el arte llega a su fin en cuanto momento histórico”. The philosophical disenfranchisement of art, New York, Columbia University Press, 1986., pp. 33-34. 

El arte en el sistema dialéctico hegeliano

El arte en el sistema dialéctico hegeliano

En este artículo y en los que le seguirán pretendo mostrar el lugar que ocupa el arte en el sistema dialéctico hegeliano, cómo es considerado como parte del pasado y cómo esta tesis da lugar a lo que se denomina hoy en día "muerte del arte".


En la Enciclopedia Hegel establece una jerarquía entre las ciencias según el desarrollo de conciencia que alcanza a cada una. Así establece el estatuto de la lógica, la naturaleza, la psicología, la filosofía política o la ética. El lugar que ocupa el arte en este sistema es como primera expresión del Espíritu absoluto, es decir, del espíritu infinito y libre. A esta manifestación le sigue la religión y, en último lugar, por encima de todo, encontramos la filosofía.

Por tanto, cuando Hegel investiga la verdad del arte en las Lecciones de estética, lo hace desde la filosofía y, desde esta última expresión del espíritu, la expresión artística aparece como superada, es decir, como pasado: “Ya no tenemos una necesidad absoluta de exponer un contenido en la forma del arte. El arte, por el lado de su suprema destinación, es para nosotros un pasado”[1].

Hegel considera que el arte es expresión externa y sensible del espíritu absoluto por lo que considera que debe ocupar el primer “momento” de su manifestación. Todas las determinaciones finitas no son sino “momentos” de lo Infinito. El Infinito es, pues, el Todo o la Totalidad de lo real. Esta manifestación al ser parcial tendrá que combinarse con la expresión interna del espíritu: la Religión, en la que la verdad se da bajo forma de representación. Ambas serán asumidas, es decir, superadas pero conservadas, en la síntesis, en el culmen de la dialéctica hegeliana: la Filosofía, en la que verdad se da bajo forma de pensamiento.

En continuidad con este esquema, Hegel considera el arte como la primera manifestación del concepto absoluto. El arte muestra una conformidad sensible entre la idea y la realidad en la cual es expresada. Se trata del modo de aparecer de la idea en lo bello. Lo bello revela la verdad de la misma particularidad sensible o material. Lo sensible es presentado de tal manera en el arte que revela su propio concepto, lo cual supone la toma de conciencia del carácter parcial o limitado de lo sensible y su percepción mediante la afirmación de este carácter parcial o negativo. Es decir, en el arte el espíritu sobrepasa la naturaleza, puesto que en la obra la presencia del espíritu es consciente y no, como en la naturaleza, simple exterioridad sensible. En este sentido puede decirse que la obra de arte es la verdad de la realidad sensible, porque en el arte se muestra la libertad del espíritu[2].

Las vacaciones de Hegel. Magritte
 La cuestión está en caer en la cuenta de que el arte presenta lo sensible como apariencia. La apariencia, a su vez, es la verdad de lo sensible como particular. Por tanto, la representación artística expresa la moralidad de la subjetividad en la medida en que presenta dicha subjetividad nada más que como falsedad o engaño.

En todo ello se advierte el carácter reflexivo del arte como apunta Inciarte: “El carácter reflexivo del arte moderno, a diferencia del arte tradicional, fue proféticamente anticipado por Hegel ya mucho antes de que apareciera en el curso de la historia. Hegel llega a hablar incluso del fin del arte como aquello que había colmado antes nuestras más altas aspiraciones espirituales. Implícito en ese diagnóstico queda el hecho de que el arte ya había sustituido antes a la religión en ese lugar privilegiado. Y así como en la jerarquía de los intereses de la humanidad el arte sustituyó en el Renacimiento de hecho a la religión, así la filosofía sustituiría pronto a su vez al arte; de manera que lo que se convertiría en el futuro en la cuestión más viva con respecto al arte sería la pregunta sobre lo que sea el arte. Hasta aquí la profecía de Hegel”[3]. En otros artículos espero mostrar cómo hay posturas que manifiestan precisamente lo contrario, es decir, que es el arte el que se ha vuelto filosófico. 

Volviendo a Hegel, la perfección del arte depende del grado de coherencia entre la idea y su expresión formal. De la diferente proporción entre la idea y la forma en la cual se realiza surgen tres tipos diferentes de arte. En primer lugar, cuando la idea es en sí misma indefinida se da el arte simbólico, lo simbólico (lo oriental), que procura compensar su expresión imperfecta puesto que conjuga un contenido pequeño con estructuras colosales. Aunque más bien habría que decir que para Hegel no sería arte verdadero, pues no procede de la autodeterminación del espíritu. En la segunda forma, en lo clásico, la idea de humanidad encuentra una representación sensible más adecuada, es el único estadio en el que la expresión es perfecta puesto que es consciente de lo absoluto presente en lo humano. Esta forma se da principalmente en el mundo griego y cuando se desvanece desaparece con él.

En la tercera forma, el arte romántico (que es el arte de la Edad Media para Hegel), de nuevo vuelve a aparecer un desequilibrio, esta vez por un exceso de contenido respecto a la forma, hay más espiritualidad que sensibilidad. Por ello, Hegel considera que la mejor forma de expresión para este exceso de contenido, de espiritualidad, es la religión. 

Con este breve resumen se ha visto cómo el arte queda en el pasado una vez es superado por la religión. Queda por ver cómo es tratado una vez se alcanza la filosofía, pero eso ya forma parte de otro artículo.



[1] Hegel, G.W.F., Lecciones de estética, Barcelona, Península, 1987, p. 17
[2] Por esta razón, lo bello en el arte es belleza generada por el espíritu, por tanto participa de este, a diferencia de lo bello natural que, por tanto, no será digno de una investigación estética. La necesidad de belleza artística está fundada en la impureza, en la falta de conciencia de sí que tiene lo natural para expresar el desarrollo libre de la vida, sobre todo de la vida libre del espíritu.
[3] Inciarte, F., “La situación actual del arte” en Breve teoría de la España moderna, Pamplona, Eunsa, 2001, p. 131.

La crisis de la concepción clásica del saber

La crisis de la concepción clásica del saber

Dentro de la tradición occidental siempre se ha considerado la unidad del saber como algo positivo. Esta idea se habría reflejado en la metáfora del saber como un árbol: el conocimiento como un ser vivo con cierta estabilidad, solidez y fijeza dividida por partes. Pero ¿sobre qué se asienta esta metáfora?


De los modernos que han utilizado esta metáfora destaca Descartes. La raíz del árbol es la metafísica, el tronco es la física y las ramas son las ciencias experimentales hasta llegar a la copa de la moral. Se trata de un saber que implica lo teórico y lo práctico. En el caso de Descartes no habla de lógica, sino de conversión matemática del método como aquello que va a permitir dotar de base al saber. Saber propedéutico, extensión matemática. Lo cual supone un giro completo de Aristóteles. Éste, en cambio, no utiliza esta metáfora sino que habla de tres ejes: matemática, física y "metafísica". Aquí hay jerarquía, aunque según abstracción, teniendo en cuenta una concepción global de conocimiento. Mas que despliegue hay un camino ascendente y profundo de la realidad. Esto es en el campo sustantivo, aunque también hay otros órganos como la lógica que después nos permitiría elaborar un saber con contenido.

Sin embargo, antes y después de ellos se había puesto en duda esa manera de entender el saber. Ya los presocráticos consideraron que más que de un árbol habría que hablar de arboleda en el que crecen distintos tipos de teorías. Así como Tales consiguió poner en el recto camino a la matemática estableciendo puntos de partida que todos aceptaran, esto no sucedió en la filosofía. Es por ello que pronto apareció la sofística. Ésta supondría la primera gran escisión de la filosofía que renuncia al saber teórico por el práctico, que renuncia, en definitiva, a la búsqueda de la verdad porque parece que alcanzarla es un imposible.

Quizá sea demasiado aventurado pero me atrevería a afirmar que algo así ocurre también en nuestra época. Como hace dos mil quinientos años la objetividad científica nos deslumbra y en ocasiones puede llegar a humillar al pensamiento filosófico. Por otro lado, la proliferación continua de teorías contrapuestas que intentan acabar con la anterior (nuestra tradición es ser revolucionarios) no facilita la comprensión adecuada de los problemas y, mucho menos, nos acerca a sus soluciones. Además, en el pensamiento postmoderno algunos vieron en esa metáfora del conocimiento como un árbol el intento de la filosofía occidental de imponer sus esquemas jerárquicos a la realidad y el pensamiento. Los principales formuladores de la teoría del pensamiento rizomático fueron Deleuze y Guattari.

¿Por qué hemos llegado hasta aquí? A partir del siglo XVIII, con Kant, puede decirse que la filosofía comienza a girar de manera equivocada. Resumiendo ilegítimamente la filosofía kantiana podríamos decir que todo su intento es establecer los juicios sintéticos a priori de la matemática, de la física y de la metafísica. Aunque esto fue asumido mayoritariamente se ha demostrado que los juicios de la física no eran tan absolutos y necesarios como Kant pensaba. Sin embargo, a la metafísica se le siguió exigiendo el intento de asentar todas sus aserciones. Además la escisión total entre lo fenoménico y lo nouménico habría conllevado, por un lado, poner un límite a la explicación científica. Por otro, la explicación metafísica sería imposible.

De esta manera tras él se exigió que la metafísica hiciera un ejercicio titánico que en realidad no se dan en matemática ni en física. Todos aceptaron el planteamiento kantiano de que el rigor que se impuso no se rebajara. Pero después de muchos intentos se tiró la toalla, quizá también, ilegítimamente.

Ahora es el momento de volver a recordar que la filosofía es una tarea que busca la verdad, pero que la busque no significa que ya la tenga. Estamos en el camino de alcanzarla, estamos en una tradición que, aunque parezca lo contrario, avanza. Esto queda resumido en la famosa frase: “Somos enanos a hombros de gigantes”. El avance en filosofía es muy pequeño, pero si conseguimos encaramarnos a todos los que nos han precedido conseguiremos que, al menos, nuestra mirada llegue un poco más lejos.

Sólo el filósofo, con su capacidad de síntesis, es capaz de ejercer la interdisciplinariedad y, por tanto, de establecer la integridad del saber, es capaz de coger las ramas y el tronco y las integra. Pero para que avancemos de verdad debemos ser muy humildes, no dejar de ser discípulos y no cansarnos nunca de caminar.

Filosofía para bufones


Recensión del libro: Filosofía para bufones: La historia del pensamiento a través de las anécdotas de los grandes filósofos, de Pedro González Calero. Colección Ariel, 2007, 185 págs.

Con qué puede ser más compatible la filosofía que con el humor, y no porqué ésta naciera haciendo reír a una joven esclava tracia, sino porque siempre se ha dicho que el sabio es aquél que se ríe de sí mismo, porque lo que se aprende de manera divertida nunca se olvida, porque en definitiva la vida es un gran chiste. Tal vez burlarse de la filosofía también sea –como dijo Pascal– hacer filosofía.

De esta manera tan singular invita el libro Filosofía para bufones. Un paseo por la historia del pensamiento a través de las anécdotas de los grandes filósofos a un acercamiento al mundo filosófico. Un recorrido por la historia del pensamiento de la mano de las anécdotas y las agudezas de los grandes filósofos. El autor se limita a proporcionar un contexto filosófico a las bromas seleccionadas, pero entre burlas y chistes muestra en ocasiones la cara más cómica de controversias filosóficas. El itinerario se remonta a la Antigüedad clásica donde se destaca sobre todo a los cínicos y cirenaicos, como Antístenes, Diógenes y Aristipo, “viendo que el hijo de una meretriz andaba entretenido tirándole piedras a la gente, Diógenes le gritó: Muchacho, no tires piedras a los desconocidos, no le vayas a dar a tu padre”. Todos ellos discípulos traviesos de Sócrates, al igual que Aristóteles o Platón. Entre la Antigüedad y la época medieval se encuentra una novedad: la filosofía oriental. Un breve repaso a una historia del pensamiento prácticamente desconocida en Occidente, justamente por no tomar en serio los pensamientos de el antimetafísico Buda, el benévolo Confucio o el desconocido Chuang Tzu. A estos pensadores que desplazamos enseguida por no poder dilucidarlos de una religión le siguen las anécdotas del díscolo San Agustín, el ecléctico Ramón Llul o al reflexivo Santo Tomás de Aquino.

El siguiente destino son las anécdotas de la Modernidad, después de Ockham, encontramos a Descartes, del cual se cuenta en el libro que “una vez estaba dando cuenta de un faisán en uno de los mejores mesones de París. Al verlo, el conde de Lamborn se dirigió a Descartes con estas palabras:
- No sabía que los filósofos disfrutaran con cosas tan materiales como ésta.
Contrariado por la impertinencia y la intromisión, Descartes le replicó:
- ¿Y qué pensabais, que Dios hizo estas delicias para que las comieran sólo los idiotas?”.

Tras él un amplio repaso a los cientifistas, politicistas y renovadores del pensamiento ilustrado que no es para tomar a risa. Aunque es difícil no sonreír al menos al ver las caricaturas de Voltaire, Rousseau o Kant realizadas por de Anthony Garner. Después de ellos los más dotados para el humor en la filosofía contemporánea fueron Nietzsche o Russell, que con sus mordacidades o deducciones lógicas se hacen un hueco la última parte del libro. Precisamente fue Nietzsche quien escribió que el hombre es el animal que sufre tan intensamente que ha tenido que inventar la risa.

No debemos buscar en este libro un manual histórico, o una prosa elegante, el autor se presenta como un barrendero, documentalista, profesor de filosofía y titiritero frustrado. No acertaría a decir cuál de todas ellas le llevó a escribir este libro pero la realidad es que me parece una gran oportunidad, primero, para desterrar muchos prejuicios, sobre todo a jóvenes, que la ven como un peso, acercándolos así de una manera atractiva a la historia del pensamiento y segundo, para los que no tenemos ya prejuicios es la manera más refrescante de repasar autores, conocer algo más de su vida y aumentar los comentarios adosados a unos apuntes, una nota a pie de página o un examen. Hoy en día que está tan de moda la filosofía a martillazos quizá haga falta más filosofía a carcajadas como el mejor de los prozacs.

Libro original en librería: Filosofía para bufones: La historia del pensamiento a través de las anécdotas de los grandes filósofos