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La era del 'eterno retorno'

 

Laberinto circular


 “... apenas concluyeron los albañiles, se instaló en el centro del laberinto”

                                                                                                    Jorge Luis Borges

 Nadie podrá decir que Nietzsche no fue un fulgurante ejemplo de apostasía. Rompió, conscientemente con todos los esquemas, tradiciones, órdenes, códigos y doctrinas de su tiempo. Su irreverencia, bien ganada, transformó su pensamiento en uno de los mayores exponentes contemporáneos de la sublevación de la inteligencia frente a las idolatrías, en un lapso de tiempo relativamente breve. Fue como un rayo que cae, repentinamente, sobre la tranquila aldea global convirtiéndola en cenizas para obligar a reconstruirla. Por un momento, todo se hizo trizas. Y mientras las vetustas formas doctrinales condenaban la destrucción de los anquilosados retablos de una moralidad cada vez más lejana de la vida y los geómetras del cartón y el yeso hacían su mejor esfuerzo por elevar al reino de la fantasía el nuevo mapa del mundo, los cuervos del fanatismo -magistralmente captados por el Goya de los Caprichos- iban por la rapiña, haciendo el símil del eterno retorno y la gigantesca cadena de montaje que terminó por imponérsele al mundo entero, gracias a las bondades de la provechosa industria cultural. Al final, el Dios ante el cual se rebeló y del que decretó su muerte, siguió viviendo su giro infinito, mientras que él, Nietzsche, era enterrado con honores, nada menos que por el proto-fascismo al cual, paradójicamente, tanto despreció y desafió. Cuando las ideas carecen de negación determinada, sucede que, más pronto de lo que pudiera pensarse, lo uno termina siendo lo otro. La derecha se vuelve izquierda, el padre deviene hijo y lo que se proclama supremo se hace ínfimo. Son las consecuencias naturales del haberle prestado demasiada atención a Schopenhauer.

 Y es así como una grande y noble empresa de pensamiento puede terminar por transmutarse en la filosofía de la adolescencia, como ocurrió en los '60 y '70, o -peor todavía- en la compatible doctrina que justifica el insufrible tiovivo, la jaula de hierro con rolineras -giro y giro, vuelta y vuelta- en la que, al parecer, se haya presa la mente y el cuerpo de la sociedad de un presente que solo parece vivir por el deseo de querer repetirse una y otra vez a sí mismo. Es el “retro”, el “vintage”, la nostalgia que vende, el “knock-knock” del “Tik-Tok” o el “boomerang” de Instagram, la rueda del hámster, la “zona de confort” que ha hecho de la vida social y política el mejor símil del Nihil novum sub sole, la hastiante e insufrible “ronda de piedra” infinita propia de la vida natural, que se encuentra tan necesariamente vinculada a los actuales casos de suicidio, al consumo masivo de los más diversos tipos de estupefacientes, a los cada vez más frecuentes atentados contra la vida de inocentes -como si se tratara de un challeng-, a los accidentes automotores, al auto-encierro frente a la pantalla del televisor o la simple tecno-evasión de una realidad giratoria, de un 'eterno retorno'. Y llenos de esperanza, van por un futuro que nunca llega. Son los caminos que no conducen a ninguna parte. En nombre de Nietzsche se ha justificado el peor rostro del estoicismo: el de la teología filosofante. Y no es la excepción. ¿Acaso no se ha contrabandeado a Marx como el padre del totalitarismo asiático? ¿No se ha deformado a Freud haciéndolo pasar por un abyecto maniaco sexual? ¿Y no ha sido convertido el santo Cristo en el fundador de una religión que -además de haber torturado y quemado a miles de inocentes en su nombre- ampara la pedofilia?

 “Paren el mundo que me quiero bajar” es una consigna surgida al calor de las barricadas de Mayo del '68, aunque con harta frecuencia se le haya atribuido -erróneamente- a la buena Mafalda de Quino. El propio Quino, al ser interrogado, desmintió semejante atribución: “Mafalda no quiere que el mundo pare y ella bajarse, quiere que el mundo mejore”. Quizá tampoco Nietzsche se propusiera la doctrina que se le atribuye. Y sin embargo, su pensamiento ha sido registrado con el trademark del “eterno retorno” que, para sorpresa de los tirios metafísicos y no tanto de los troyanos positivistas, ha devenido realidad de verdad, la más pura patentización de la Wirklichkeit -lo que incluye la virtualidad- del menesteroso y asfixiante presente de este presente. Como nunca antes, conviene encontrar el modo de detener la creciente idiotización de la cual están siendo víctimas las buenas gentes.

 Al asumirse como la “razón pura”, el entendimiento se dio a la tarea de conquistar la ciencia del mundo natural, extendiendo sus dominios -sus “leyes” y “protocolos”- al mundo civil, social e histórico, cabe decir, al mundo construido por los propios hombres, un mundo de “factura humana”. Los grandes descubrimientos tecnológicos -incluida la inteligencia artificial- han sido, unidimensionalmente, puestos al servicio de una vida que ofrece seguridad en detrimento de la libertad. El extrañamiento general ha puesto al constructor como parte del paisaje de pernos, tuercas y arandelas, en el que gira una y otra vez su existencia para llegar al mismo destino. Hasta alcanzar el momento del deshecho. El totalitarismo feroz se ha apoderado de las fuerzas productivas y de las relaciones sociales de producción, con saña y al costo de la pérdida del más mínimo sentido del Ethos. Como nunca antes, conviene detener de una vez este mecanismo perverso que ha hecho de su propia reproductividad el sentido último de la vida. Este efecto extravagante -como lo llamó Borges en su momento- tiene sus orígenes en el hecho de que “la mente humana – como dice Vico- está inclinada de forma natural a sentir las cosas del cuerpo y ha de realizar gran esfuerzo y fatiga para comprenderse a sí misma, del mismo modo como el ojo, que ve todos los objetos fuera de sí mientras necesita del espejo para verse a sí mismo”. Tal como sucede con los laberintos circulares, que van formando y conformando un lento itinerario para cada procesión, la sociedad contemporánea, aunque no lo sepa, asciende y desciende de continuo por un calvario de gongorescas sierpes clarososcuras. Conocernos es hacernos. Sólo conocemos lo que hemos y podemos ser capaces de hacer. El 'eterno retorno' es una ficción del mercado, hecha a su imagen y semejanza. La asfixia del círculo vicioso amenaza seriamente el futuro inmediato del mundo civil, y muy especialmente la humana capacidad de “seguir pensando”, de superar y conservar.


José Rafael Herrera

@jrherreraucv


En el umbral de la soledad


El sonido más ensordecedor es aquel que nace del silencio, de ese silencio que solo permite que el latido de tu corazón sea el que habite tus oídos. Como aquel hombre que vaga en los sombríos pasillos de una casa habitada por la nada y el vacío, sin luz, sin ecos, solo el resplandor de algún destello fantasmal creado por una centella que ha logrado colarse. 

Un hombre que al arribar a su lecho encuentra entre las tinieblas a alguien sentado en el viejo sillón a espaldas de él, teniendo visible tan solo su rancia mano derecha, marcada por los años y, que le invita a acercarse, quedando inmóvil, pero a su vez, con ese impulso involuntario que escapa de la razón, iniciando así, su breve pero palpitante andar hacia el desconocido, sintiendo como el frío le cobija a cada paso, hasta que, al quedar frente a ese ser arañado por el tiempo, capaz de congelar su mirada, se sumerge en la profundad de sus ojos, hallando el abismo que yacía en él, un hombre que solo refleja lo que ha ocultado para sí mismo, aquello que ha omitido al querer escapar de la soledad.

Pensando y siendo en la soledad


La mente humana se ha convertido en uno de los laberintos más solitarios y lúgubres en el cual puede transitar un individuo, siendo un espacio abrumado por un ruidoso silencio, una tempestad de pensamientos, y donde, su protagonista muchas veces se encuentra entre la bruma de las opiniones de terceros, quedando no más ese instinto de agitar sus manos en búsqueda de aquella compañía que le guie a la salida anhelada, pero que, por azares de lo inexplorado aún no toca el pica puerta de nuestro Ser taciturno, pues, alojarse en un laberinto no es una cuestión de fuerza ni resistencia, sino de voluntad.

Siendo para la minoría de quienes no caminan de forma inerte las sendas y los días, es un acto de gran atrevimiento apetecer el desprendimiento de lo que se es, e ir por lo que puede llegar a hacer, puesto que, es más fácil el sacudir las “alas” en sentido a la multitud famélica de sueños, que correr hacia la montaña del descubrimiento. 

Ya lo decía, Friedrich Nietzsche en su libro “Así hablo Zaratustra” que “he encontrado más peligro entre los hombres que entre los animales, peligrosos son los caminos que recorre Zaratustra. ¡Que mis animales me guíen!”, dejando claro que el peor consejero -muchas veces- para el hombre ha sido él hombre mismo, es decir, que el ruido de quienes vociferan conjugaciones verbales estériles, con la sola finalidad de sentirse jueces entre los condenados, conlleva a un cometido siniestro, como es el asesinar las ideas, sin pudor alguno, como inquisidores del pensamiento, vestidos de puritanas intenciones y mazos carmesí, siendo en verdad, un tumulto de incapaces que no logran pensar por sí mismos. 

Pero, ¿Por qué esto? Una interrogante incómoda para oídos rutinarios, debido que, el ser humano dentro de su fatigosa vida, llena de condiciones, creencias y dogmas, se encuentra enjaulado, con una posibilidad indivisible de escapatoria para los que aun temen al retiro, quedando reducido solo al poder de la voluntad, una voluntad que vaya deshaciendo los hilos invisibles de una moral social ajustada a los beneficios del carcelero, e ir, irremediablemente a los brazos de la incomprendida soledad; pues el mismo Nietzsche nos dice que “la valía de un hombre se mide por la cuantía de soledad que le es posible soportar”.

Por tal motivo, la exploración introspectiva o el autodescubrimiento requieren de forma casi inevitable un periodo de soledad por parte del individuo en el que sus valores, convicciones y educación se puedan digerir, evaluar y transformar adecuadamente; en otras palabras, la tesis preliminar es que el hecho de estar apartado le otorga al individuo el suficiente espacio y tiempo como para reflexionar mediante la claridad mental y la sobriedad emocional, de la cual carecía en el núcleo social. Así pues, se presenta a todas luces la consideración de que la soledad no es un paraíso árido, tormentoso y tentador, sino como un estado de felicidad y tranquilidad en armonía con la naturaleza; y en caso que, la desesperanza invada nuestra mente, ten presente aquella premisa de Miguel de Unamuno, la cual reza “jamás desesperes aun estando en las sombrías aflicciones, pues de las nubes negras cae agua limpia y fecundante”.

Ahora bien, si es cierto que la psicología moderna demuestra que es sumamente importante tener un círculo social placentero para alcanzar el bienestar, también es conviene que te cuestiones en que aspectos me es favorable la soledad, Albert Camus dijo en una de sus frecuentes epifanías de soledad que “en lo más profundo del invierno sentí que había en mi un verano invencible”, entonces, ese sería el secreto para un novelista, filósofo y dramaturgo aparentemente destinado a buscar consuelo de su vacío interno, y que, con la escritura lograse describir el optimismo de lo que se creía inexistente.

La soledad es la receta de una brillante locura que da rienda suelta a la imaginación, la innovación, la productividad, la intimidad y la espiritualidad, pues su clarividencia puede ser un tanto incomprensible al principio, pero el valor que encierra el estar a solas con nuestra propia conciencia es imponderable, normalmente percibimos a la típica figura del genio incomprendido como un individuo sobresaliente en términos intelectuales más deficiente en materia emocional, tal es así, que no son pocas las veces en que este estereotipo se cumple en importantes figuras de las humanidades y ciencias universales, pudiendo citar a Arthur Schopenhauer, Issac Newton, Charles Darwin y Charles Dickens, quienes cosecharon desde la soledad dulces frutos, a pesar que consideraran en algunas etapas instantes de sufrimiento. Al mismo tiempo, hay ciertos genios que aunque se encontraran físicamente aislados no califican su soledad como algo perjudicial, sino como la mejor de las oportunidades para desarrollarse como individuos, ya que comprenden que no se aíslan, más bien se comunican de forma distinta, leen, escuchan, debaten, meditan, reflexionan, crean y sueñan. Existiendo un repertorio de pensadores que han tejido una red de conocimiento tan expensa que se hace incomprensible para los demás, para aquellos que están ajenos al arte de la introspección, y no es el simple hecho de que la soledad tenga el poder de hacerte resiliente, ingenioso, proactivo, eficaz, consciente, sabio, fuerte, es que cuando uno sabe apreciar la grandeza que la soledad encubre se condiciona a complacerse de ella, al punto que la compañía se demanda mucho menos. Friedrich Nietzsche se manifestó con contundencia al decir “mi soledad no está determinada por la presencia o la ausencia de gente, todo lo contrario, odio aquellos que fagocitan mi soledad si lo hacen que se aseguren por lo menos que su compañía merezca la pena”.

Luego de esto, podemos percibir que estar solo no es lo mismo que sentirse solo, uno puede sentirse solo incluso al estar rodeado de personas, el enunciado “mi soledad no ésta determinada por la presencia o la ausencia de gente” lo describe a la perfección, uno no tiene por qué sentir soledad estando solo ni sentir compañía al estar acompañado, la soledad se manifiesta cuando la calidad de nuestras relaciones sociales no es lo suficientemente reconfortante, de esta manera rechazar el acompañamiento nos conducirá a otro tipo de conexión totalmente distinta, sería un vínculo sosegado, místico, y placentero que se basa en la meditación, en la abstracción, el cataclismo metafísico, el considerar que esa sensación de que no eres nada y que no le importas a nadie desaparece, debido que al fijar un propósito comienzas a diseñar un plan para materializarlo, tomas acción reiteradas, disfrutas del camino, valoras el mundo, tus sentimientos de participación, de utilidad y pertenencia queda completamente restaurados, la trascendencia introspectiva cobra forma, puesto que, el deseo de estar con otros ha sido eclipsado por otro deseo de mayor fuerza, logras avanzar con pasos firmes hacia tu potencial humano, o como diría Arthur Schopenhauer “La soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes”.

Ciertamente, el confinamiento nos pone una suave pero letal venda en los ojos, ya que disfraza lo bueno de malo, lo abstracto de concreto, lo conveniente de escabroso; haciendo que la incertidumbre sea más común de lo deseado, pero, que a su vez, nos obsequia una circunstancia idónea para descubrirnos y crecer internamente, pues lo que vivimos en la actualidad -a pesar de lo áspero que parece ser- es una ocasión dorada para enfrentarse con el todo y con el ser de cada cosa, no en vano nos lo recuerda Schopenhauer al decir que “mañana, como hoy, será otro día que también llega una sola vez. Olvidamos que cada día es parte insustituible de la vida”, por ende no tienes que esperar a nada ni nadie para darte cuenta de que la oportunidad no está en los demás sino que se halla en ti, conociendo esto, busca cada vez más el equilibrio aristotélico, encárgate de construir relaciones de calidad, estas son esenciales para maximizar la aptitud el período en soledad; entretanto haz un buen uso de la única joya con que vale la pena ser codicioso como es el tiempo, disfruta de ti, y recuerda que “la soledad es a veces la mejor compañía, y un corto retiro trae un dulce retorno." (John Milton).

Per aspera ad astra.


Un mundo de representaciones

 

Schopenahuer representación

 

 

 

            Después de que Schopenhauer desmintiera el argumento leibniziano de “el mejor de los mundos posibles”, con aquella terrible sentencia según la cual “la vida es un anhelo opaco y un tormento”, las puertas del infierno positivista quedaron abiertas de par en par, desatándose la furia de todos sus demonios. El mundo como voluntad y representación (Die Welt als Wille und Vorstellung), de 1819, es, de hecho, la declaración formal de la bancarrota de los intentos oblicuos de la teología filosofante y de la metafísica moderna por interpretar el sentido y significado último de sus principales objetos de estudio y, con ellos, del fundamento de la existencia misma. La mesa del festín mefistofélico quedó servida para que el “sueño dorado” de la ratio instrumental -el dominio total, die Herrschaft, ya advertido por Webber- comenzara a producir sus primeros monstruos y sus primeras monstruosidades. No pasaría mucho tiempo para que surgiera la opaca leyenda de la anciana “madre de las ciencias” -suerte de reina Isabel del conocimiento- que, ya achacosa e impotente, daba paso a sus vigorosos retoños, aunque aceptaba, humildemente, un lugar en la grande abbuffata, ubicada, eso sí, por detrás de las últimas disciplinas -no por caso, catalogadas como las “ciencias débiles”-, en el sitial de las nostalgias del pasado y de las sombrías entelequias de lo que aun latía en el débil corazón de la vida espiritual.

            Lejos de condenar la sin razón, el positivismo le dio la bienvenida y le hizo los honores, dado que es su complemento necesario. Muy pronto, las multitudinarias procesiones hacia Tierra Santa o hacia La Meca, sufrieron una severa desviación de su curso hacia el Oeste. Y el reencuentro directo con Dios fue sustituido por el encuentro, visible y palpable, aunque no menos ilusorio, nada menos que con un ratón. Es el sublime “reino de la fantasía”, construido sobre pantano, madera y yeso. Es “la magia” de lo efímero. Dicen las Escrituras que el reino de Dios está construido con madera de cedro. El reino de la representación está, en cambio, hecho con cartón piedra. La antinomia de fe y saber ha sido, finalmente, resuelta por la cadena de montaje de la industria del turismo. Los feligreses transmutados en Guests. Ahora, el centro objetivo de los pueblos del mundo se ubica en la parte occidental del gran templo, mientras que para los cada vez más pocos y desprestigiados adoradores de un Dios infinito este espacio determinado, carente de toda configuración, no pasa de ser un simple lugar. Y es que “el sentimiento de lo divino, el sentimiento por el que se siente lo infinito en lo finito, llega a su plenitud sólo si se le agrega la reflexión, la reflexión que se detiene sobre él. Y sin embargo, la relación de la reflexión con el sentimiento es sólo un conocimiento del mismo en cuanto algo subjetivo; es sólo una conciencia del sentimiento, una reflexión separada sobre el sentimiento separado”. A diferencia de otras fuerzas y actividades de la producción espiritual, y a consecuencia de la división en dominios específicos, procedimientos, contenidos y sistema organizacional, la ciencia y la técnica del presente sólo pueden comprenderse con referencia a la sociedad para la cual funciona. El positivismo, que concibe la abstracción científica como una herramienta necesaria para la defensa automática del progreso, es tan fraudulento como la glorificación de la tehcné. Es esto lo que permite comprender por qué el gansterato chavista surgió del seno de las universidades.


            Es verdad que Platón propuso hacer a los filósofos gobernantes. Pero los tecnócratas han hecho de la ingeniería y de la administración, en sus más diversas especializaciones y desempeños, un consejo de vigilancia social y política. La doctrina positivista es, en realidad, el fundamento de la tecnocracia filosófica, eso a lo que aún hoy algunos ignorantes insisten en calificar como “la filosofía de la empresa”, que se ha ido expandiendo hasta sustanciarse como modo de vida. Están convencidos de que el único camino posible para salvar la humanidad consiste en someterla estrictamente a las reglas y métodos de la ratio cientificista. Curiosamente, vendieron la idea -y el sentido común la compró con entusiasmo- de que el pensamiento se identifica con la ancilla administrationis, la cual, paradójicamente ha devenido rector mundi. Es tiempo de recordar que el desarrollo puramente técnico-científico, guiado por la enfática ficción de la verdad positivista, elevada a Weltanshauung, no solo ha conducido a las mayores confrontaciones bélicas de la humanidad, a los campos de concentración, a los regímenes totalitarios y supremacistas y al narco-terrorismo, sino, especialmente, a lo que Hannah Arendt definiera como la banalidad del mal: “El problema con Eichmann fue precisamente que muchos fueron como él, y que la mayoría no eran ni pervertidos ni sádicos, sino que eran y siguen siendo terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones legales y de nuestras normas morales a la hora de emitir un juicio, esta normalidad es mucho más aterradora que todas las atrocidades juntas”.


            Que “el mundo sea mi representación” y que la voluntad propiamente dicha trascienda los confines de la realidad fenoménica, constituyendo un universal abstracto, un malandro infinito, ciego, carente de motivo alguno, absolutamente tiránico e irracional, no sólo significa haber permitido la transmutación de las ideas en “pinturas mudas sobre el lienzo”. Es, además, una rendición incondicional, la renuncia a la autoconsciencia, a toda posibilidad de ciudadanía y a toda construcción del Ethos. Significa, en consecuencia, el haber abdicado a la libertad como una conquista de la praxis, de la actividad sensitiva humana y, con ello, a la comprensión de la sustancia como sujeto, dejando el camino libre para la aceptación de la guerra de todos contra todos o del triunfo de la barbarie. The lamb lies down on Broadway, afirmaba la banda de rock progresivo “Génesis” en 1974. Hoy el mundo ha comprobado que un conocimiento ajeno a la formación crítica e histórica, tendencialmente apologeta del cientificismo, exclusivamente técnico e instrumentalizado, termina en un mundo de ovejas dormidas: en la tiranía de una crueldad larvada, oculta tras los ropajes de la ficción del “triunfo” del progreso.                          



 

José Rafael Herrera

@jrherreraucv

 

Nubes en la Arcadia

La alegría como mirada

Siempre hay algo que interrumpe la alegría. Dejarla pasar, en lugar de lamentar lo perdido, puede darnos la oportunidad de elegir el contento, en vez de esperarlo.


Una mirada que vea ponerse el sol desde una cárcel igual que desde un palacio. Esa mirada es lo que hay que desear, y nada más. Schopenhauer.

Por insólito que parezca, a veces las cosas están bien como están. Un rincón del bosque, entre sol y sombra, echado en la hierba, mirando las copas de los pinos que, como si conocieran la verdad, señalan hacia un cielo diáfano, estampado de discretas nubes. El agua que brinca, como un niño silbando, por la leve pendiente, dejando al descubierto el viejo zócalo de granito cuarteado por el hielo en remotas edades congeladas que ya se fundieron. El convulso quehacer de los insectos, hermanos de las flores, y de las eternas hormigas, constructoras de montañas de agujas. La ladera que invita a subir, o a bajar, o a quedarse, en definitiva a hacer lo que a uno le apetezca, sin que nada se inmute por ello.
A veces todo está, o lo parece, donde tiene que estar, y uno puede olvidarse de sí mismo, porque comprende que no le hace falta al mundo, que el mundo tiene su propio designio y va a lo suyo, evolucionando según su ley secreta, sin voluntad ni objeto. ¡Qué tranquilo se queda uno en la insignificancia! ¡Qué dulce es desentenderse de sí, y rozar la eternidad de la nada! Y afirmarse también sin voluntad ni objeto, y dejarse caer en el regazo de la montaña, como si fuese la rendición definitiva, esa que nos rehará tierra y agua y limo y cumbre y hierba.
¿Soportaré tanto silencio? Noto cómo mi mente se agita, incómoda, y se pone a hacer ruido con lo primero que encuentra. Inventa el pasado y el futuro, desgrana palabras para notar que existe. Pero, ¿realmente existe? Sí y no, como la música del agua. Ya lo dijo Machado: lo nuestro es pasar. Arremolinarnos y perdernos, como el agua en el torrente. ¡Qué vanas parecen desde aquí nuestras cosas, esas que atesoramos y pensamos que nos definen! ¡Qué vanos nosotros mismos, nuestras instituciones, nuestras querellas, nuestras ambiciones! ¡Qué descansada vida la que se reduce a su mínima expresión! Pasa un diente de león, sustentado en la brisa: vayámonos con él.

Pero, más tarde o más temprano, hay que regresar a la tierra. El instante de embeleso ha languidecido, un relámpago ha rasgado el impecable tapiz del horizonte. Me echo en un prado a leer e irrumpen miles de hormigas. Disfruto de una caminata y me sobresaltan los respingos de mi pulso. Me relajo en el silencio y pasa una pandilla de críos, alborotando. Siempre hay algo que le lleva la contraria a nuestro placer. ¿Por eso será placer?
El lugar donde nos encontramos no es nunca el ideal: la Arcadia tiene por costumbre estar siempre en otro sitio. En el enclave paradisíaco alguien tiró una bolsa de basura. Mientras intentamos echar la siesta en un prado nos comen las moscas. Enfermamos justo el ansiado fin de semana. En nuestro lugar de vacaciones nos viene a mientes la factura por pagar.

La vida es así. A la felicidad siempre le crece un cardo. Podemos gruñir y lloriquear, o bien encogernos de hombros y disfrutar lo que tenemos que no tenemos siempre, que muchos no tienen. ¿Quién es más feliz? Se ha dicho que quien no pide. También podríamos pensar: quien pide pero no espera; quien lucha pero no teme la derrota; quien trabaja pero no lo hace pendiente de la recompensa. 
No digo que nos conformemos, indiferentes. Ya lo glosaba el poeta Kavafis: solo partimos cuando soñamos con llegar a Ítaca. Solo pregunto si no podemos disfrutar del camino, aun sin saber si llegaremos: ¿no sería mejor convertir la alegría en una determinación, en lugar de ponerle condiciones? Porque lo cierto es que siempre nos faltará algo, siempre aparecerán nubes en el cielo de la Arcadia: la lluvia que me ha interrumpido el paseo hará crecer la hierba.

Publicado en mi blog Filosofías para vivir 7/4/2017 

El pozo del sufrimiento

La felicidad como promedio

Parece que alegrías y penas tendieran a oscilar en torno a ese valor en el que la vida se nos antoja anodina y resulta que, en definitiva, solo es simple.

La felicidad como promedio



El grado de satisfacción con la vida, o, si se quiere, eso que llamamos “felicidad”, es algo variable que se estira y se encoge según el color del cristal con que se mira. Spinoza ya nos lo explicó: depende de la relación de fuerzas frente a las cosas con las que nos topamos; a una picadura de mosquito le podemos, una picadura de araña tal vez nos pueda.
Nos complace lo que podemos vencer, y nos fastidia (o nos mata) lo que nos vence. En vano soñamos con ir ascendiendo puestos en la escala del contento, si pretendemos que las marcas alcanzadas se mantengan ya estables como territorio conquistado: habrá golpes de viento que nos despeñarán. También hay oleadas repentinas que nos elevan, a menudo misteriosamente, pero esas siempre son menos. Ley de entropía: para caer basta con esperar lo suficiente; en cambio, para subir hay que poner esfuerzo.
Pero con esto del ánimo sucede otra cosa que me parece aún más interesante y asombrosa, y que si llegáramos a asumir con convencimiento nos llevaría muy cerca de una alegría estable o, al menos, de la ansiada paz. Si compensamos subidas y bajadas, parece que cada uno de nosotros, según su fuerza y su talante, tiene tendencia a un nivel de alegría promedio. Los desvíos son circunstanciales: más temprano que tarde, lo probable es ir escorando hacia ese valor.
Una gran sorpresa o el cumplimiento de un deseo nos harán sentir en el paraíso por unos instantes; pero, con el paso de los días, las aguas irán volviendo a su cauce: la dulce pareja se levantará a veces con el pie izquierdo, en el coche nuevo habrá que limpiar el polvo. Es la eterna trampa del deseo, de la que ya nos avisó Buda y sobre la que Schopenhauer escribe: “un deseo cumplido se parece a una limosna recibida por un mendigo: lo mantiene hoy para que mañana vuelva a estar hambriento”. Todos los brillos languidecen.
 Una desgracia, por su parte, puede que nos haya hundido en el lodo, pero a la larga nos acostumbraremos a ella, hasta que un día nos parecerá algo blandamente triste, tristemente natural. Las excepciones de cualquier signo, por definición, no duran, y al final de ellas siempre nos espera lo habitual. Es la “regresión a la media” (curioso concepto estadístico) de la cotidianidad, el poder de lo anodino, la prevalencia de lo mismo.
Es como si estuviéramos programados o condicionados, para el caso es lo mismo para un volumen determinado de gozo y sufrimiento, y nos las arregláramos para volver a esa cota como a una vieja patria. Comprobamos, así, cómo las contrariedades se ciñen a esa poderosa economía: cuando nos libramos de un grave problema en seguida encontramos otro del que preocuparnos, y si no, lo inventamos. Nos agobia una especie de horror vacui ante la falta de inquietudes. Seguramente se refiere a eso la estremecedora sentencia del Ramayana que cita Robert Johnson; a continuación del final feliz logrado por Rama y Sita tras grandes penurias, apostilla: “Pero pronto se secó el pozo del sufrimiento y tenían que tener lugar nuevos descontentos”.
Es impresionante la disciplina con que los apuros se reemplazan unos a otros, como soldados en el frente. En épocas difíciles luchamos febrilmente por sobrevivir, soñando con un tiempo más benigno. Pero cuando al fin llega ese tiempo, tras un breve alivio y un contento que se desluce aprisa, en seguida aparecen nuevos problemas en sustitución del primero. Muchas veces son problemas nimios, pero igual nos abruman y cumplen su función: asegurar que no se seca el pozo del sufrimiento, y que placer y dolor tienen siempre de dónde beber.

Ética de ideologías, Kant, Shopenhauer y Nietzsche.

Cuando las ideologías se dogmatizan.


Las ideologías
A lo largo de la historia, los filósofos, desde su propia concepción filosófica, construyeron una ética a partir de la misma y también han elaborado modelos de organización política.
Esta situación, relación concepción filosófica, organización política y ética es advertida por todos los filósofos.
I. Kant, en un intento por elaborar una ética autónoma, propone el imperativo categórico “obra de tal manera que la norma que rige tu acción pueda ser considerada ley universal”, o sea una moralidad basada en el 'deber ser' un fundamento que no logra ser independiente,  pues así también es su propia interpretación del mundo.
En su “Crítica de la Razón Pura”, propone una estructura del conocimiento, dividida en doce categorías en las cuales ‘encajan’ las ideas que tenemos del mundo exterior, expresados en ‘juicios a priori’ (universales y necesarios) y que nos limita el llegar al νόuμενο (nóumeno), el objeto en sí, mismo (extramental). Y que se presenta en todos los seres humanos, de la misma manera. En la ética, este ‘juicio a priori’ se muda a un ‘imperativo categórico’ también universal y necesario. En este ejemplo se ve claramente la íntima relación entre concepción filosófica y ética. 
Es así que la concepción filosófica da fundamento a la ética, y también lo hace con el modelo de organización política, o sea, los valores que sustentan el pensamiento filosófico están presentes en ambas.
Cuando esta situación se encuentra en el plano de las ideas, a lo sumo genera adherentes  o refutaciones por parte de otras formas de interpretación de la realidad, que la pueden ir enriqueciendo.
Como todo ser humano quiere ser consecuente en su accionar, con su pensamiento, sus concepciones políticas y la consecuente ética, las lleva a la práctica, convirtiéndose así en ideologías.
Las dificultades surgen cuando intervienen las emociones humanas, especialmente el fanatismo, que pueden convertir la ideología en la única forma de organización social posible y se la quiere imponer por todos los medios. 
Un artículo de Arthur Schopenhauer, me pareció apropiado para hacer una observación acerca de las ideologías y de las consecuencias que producen[1]; el texto original se refiere a la religión, me tomé el atrevimiento de modificarlo para mostrar las similitudes que hay con las ideologías, cuando éstas dejan de ser ideas políticas para convertirse en una especie de  dogma de fe. ‘Obsérvese aquí de paso que lo que da a todas las ideologías, su gran fuerza, el punto de apoyo por el que se apoderan de los espíritus, es su aspecto ético, si bien no inmediatamente en cuanto tal, sino en cuanto aparece firmemente unido y entretejido con las ideas peculiares a cada doctrina política, como si solo por ellos se pudiera explicar; ello hasta tal punto que, aun cuando el significado ético de las acciones no es explicable según el principio de razón y sin embargo todas las ideas peculiares siguen ese principio, los creyentes consideran el significado ético de la conducta y sus ideales como totalmente inseparables y hasta idénticos, y todo ataque al mito lo ven como un ataque a la justicia y la virtud. Eso llega tan lejos que en los pueblos ideologizados, el libre pensamiento o la presencia de una diversidad de posturas sociales es sinónimo de ausencia de toda moralidad. Tales confusiones conceptuales son bienvenidas a los promotores de dichas ideologías cual sacerdotes de alguna fe o como pontífices de un dios con pies de barro, y solo como consecuencia de ellas podía surgir aquel terrible monstruo, el fanatismo, y no imperar acaso únicamente en individuos aislados especialmente equivocados y malvados, sino sobre pueblos enteros; y al final, para deshonra de la humanidad, aparece una y otra vez en la historia, personificarse en una forma de Inquisición o persecución que culmina con la muerte de aquellos que no piensan de la misma manera’.
‘A modo de ejemplo, solo en Madrid, en 300 años, por la Inquisición, hizo morir atormentados en la hoguera por cuestiones de fe a 300.000 hombres. Los muertos de otras manifestaciones cristianas (también hubo Inquisición en todas las expresiones cristianas). Las sucesivas guerras Islámicas. El genocidio Armenio. Todas estas religiosas. Pero también las hay por razones no religiosas. En la Alemania Nazi, por el predominio de la raza aria, 6.000.000 de Judíos, 1.500.000 polacos. En la URSS comunista, por el advenimiento de paraíso comunista, 30.000.000 condenados a morir de frío y trabajos forzados en Siberia, o directamente ejecutados y los que no sabemos de Cuba, China, Corea, a la que se suma hoy Venezuela, por la misma razón, etc. También el mundo capitalista, tiene lo suyo, los muertos en fábricas, quemados vivos porque reclamaban mejores condiciones laborales, o la guerra de secesión estadounidense, por la liberación de los esclavos, en razón de la libertad, no me quiero olvidar de los distintos colonialismos y sumisión de pueblos enteros en aras de imponer una mejor forma de vida, que terminó siendo solo para los colonizadores, y así podríamos enumerar infinidad de acontecimientos históricos en que una parte de la sociedad quiere suprimir a aquellos que piensan distinto, o que no comparten la misma ideología’[2].
En un artículo anterior, “F. Nietzsche y la corrupción”[3], hice un análisis acerca de la evolución de la corrupción y la llegada del “Cesar”, un tirano disfrazado de salvador que toma una ideología política haciéndola dogma social, y quisiera retomar la última parte de ese escrito para complementarlo con la ética que se construye a partir de la ideología utilizada.
Cuando la sociedad está harta de las manipulaciones políticas, las debacles económicas, la inoperancia de los que gobiernan, etc. y sostiene “que se vayan todos”, dice F. Nietzsche: "Cuando la descomposición alcanza el mayor grado, justo como la lucha entre tiranos de todo tipo, surge entonces el César, el tirano definitivo, que pone fin al conflicto agotado por el dominio exclusivo de uno solo, dejando que el cansancio actúe por su cuenta. A su llegada, el individuo está ya en plena madurez y, por consiguiente, la "cultura" ha alcanzado su más grande estado de fecundidad (si bien no a causa de él ni por él, aunque a los hombres sumamente cultos les gusta adularla haciéndose pasar por obra suya)"[4].
Seducen a todas las organizaciones sociales de todo tipo con su discurso, "hasta las manos más nobles se ofrezcan en cuanto un hombre poderoso se muestre dispuesto a derramar en ellas su oro. En ese instante se descubre una gran incertidumbre respecto del futuro que se vive para el presente; es un estado anímico en relación con el cual todos los seductores disponen de buenas oportunidades de juego, en tanto que la seducción y la corrupción se dejan para "el presente", ¡reservándose el futuro y la virtud![5]
Construyen poder con la teoría ‘amigo-enemigo’, necesitan de un enemigo común externo o interno, que siempre son poderosos, aúnan las voluntades de los pueblos y acallan voces que reclaman por la corrupción reinante; corrompen y desvían, de su propósito o ideal, a las organizaciones que en ellos pusieron su confianza. Se apropian y tuercen los ideales que sostuvieron a una sociedad ensamblada. Se sienten inmortales, y con derecho a eternizarse en el poder.
“Los individuos…, se preocupan del momento más de lo que lo hacen sus oponentes, los hombres gregarios, pues se consideran a sí mismos tan imprevisibles como el futuro. De esta manera, se unen con gusto a los violentos, pues se sienten capaces de actuar y disponen de recursos que la masa no comprendería ni perdonaría, mientras que, por otro lado, descubren que el César extiende el concepto de derecho del individuo hasta incluir también sus transgresiones, y que le interesa convertirse en el intérprete de una moral privada más audaz. El tirano piensa de sí mismo, y quiere también que los demás piensen, lo que a su modo dijo Napoleón de una manera totalmente clásica: "Tengo el derecho a contestar todas las quejas que me hagan con un eterno 'yo soy el que soy'. Yo estoy al margen de todos, no acepto condiciones de nadie. Deben someterse a todos mis caprichos y estimar como absolutamente natural que me entregue a tales o cuales distracciones". Así le aseveró Napoleón a su esposa, un día que ella puso en duda, no sin fundamento, la fidelidad conyugal de su marido”[6]. Sostienen que tienen el derecho a disponer de los bienes de todos como si fueran suyos, someten a la sociedad a su imperio y orden, hasta se creen sus propios discursos, y se sienten únicos capaces de salvar a la patria de los enemigos, que ellos mismos establecieron.
Tanto el “Cesar” o el que encarna al salvador de la patria, como aquellos que adhieren (algunos por interés, debido a los beneficios que reciben de la corrupción en que se vive, otros por convicción) construyen un entramado ideológico y una ética particular, no fundamentada en valores sobre la persona humana, sino sobre valores que se desprenden de ese credo al que adhieren.
Esa concepción ideológica, es generalmente construida sobre consensos que el grupo social reconoce, como ser derechos humanos, ancestrales, al trabajo, etc. la cual para imponerse necesita de un “otro” al que hay que reconocerle ese derecho y de un “otro” que se lo impide. Y es justamente esos “otros”, los que le dan sustento a una ética basada en imponer, dicha ideología a todos los que no piensan de la misma manera.
La tentación de convertirse en nuevo ‘Cesar’ de aquellos que legítimamente acceden al poder, luego de grandes períodos de corrupción y tiranía, así como la de recuperar el terreno por parte de aquellos que lo han perdido, es muy alta, pues es también profunda la penetración de la ideología y de su oposición a ella, en la comunidad. La sociedad en su conjunto necesita estar vigilantes para no caer en ideologías dogmatizadas. 
Como sostiene Arthur SchopenhauerTodo fanático ha de acordarse de ello tan pronto como quiera levantar la voz, lo cual ya sabemos, es imposible por el solo hecho de ser fanático”.[7]



[1] El texto original, que se reproduce a continuación, se refiere a la religión, me tomé el atrevimiento de modificarlo para mostrar las similitudes que hay con las ideologías, cuando éstas dejan de ser ideas políticas para convertirse en una especie de religión dogmática.
Arthur Schopenhauer: "Obsérvese aquí de paso que lo que da a todos los dogmas de fe positivos su gran fuerza, el punto de apoyo por el que se apoderan de los espíritus, es su aspecto ético, si bien no inmediatamente en cuanto tal, sino en cuanto aparece firmemente unido y entretejido con los demás dogmas míticos peculiares a cada doctrina, como si solo por ellos se pudiera explicar; ello hasta tal punto que, aun cuando el significado ético de las acciones no es explicable según el principio de razón y sin embargo todos los mitos siguen ese principio, los creyentes consideran el significado ético de la conducta y su mito como totalmente inseparables y hasta idénticos, y todo ataque al mito lo ven como un ataque a la justicia y la virtud. Eso llega tan lejos que en los pueblos monoteístas el ateísmo o la ausencia de un dios es sinónimo de ausencia de toda moralidad. Tales confusiones conceptuales son bienvenidas a los sacerdotes, y solo como consecuencia de ellas podía surgir aquel terrible monstruo, el fanatismo, y no imperar acaso únicamente en individuos aislados especialmente equivocados y malvados, sino sobre pueblos enteros; y al final —lo cual, para honra de la humanidad, solo aparece una vez en la historia— personificarse en este Occidente en la forma de una Inquisición que, según los más recientes datos auténticos, solo en Madrid (en el resto de España fueron numerosos esos antros de asesinos espirituales) en 300 años hizo morir atormentados en la hoguera por cuestiones de fe a 300.000 hombres: todo fanático ha de acordarse de ello tan pronto como quiera levantar la voz" («El mundo como voluntad y representación», primer volumen; Madrid: Trotta, 2013 [1819], página 422).

[2] Cfr. Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, primer volumen; Madrid: Trotta, 2013 [1819], página 422
[3] http://www.microfilosofia.com/2017/06/f-nietzsche-y-la-corrupcion-nem.html
[4] Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, edición digital.
[5] Ídem
[6] Ídem
[7] Cfr. Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, primer volumen; Madrid: Trotta, 2013 [1819], página 422