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Hamlet y la locura como método de reflexión


El soliloquio puede ser interpretado como un defecto de la razón. Quien habla para sí mismo en voz alta rompe las reglas de la intimidad racional, trastoca el pudor propio de la conciencia y exhibe sin recato, cual mujerzuela, lo que habría de ser exclusivo para el Yo. Ahí está el niño de la calle contándose las historias que emanan del bote de cemento del que acaba de inhalar; ahí está la indigente esquizofrénica narrándose un presente incierto mientras empuja el carrito de súper en el que cabe todo su mundo, ahí está el escupe fuego expulsando barbaridades humeantes con tufo a gasolina. Quien grita al aire sus pensamientos sin reparar en los otros, sus oyentes, no toma en cuenta su existencia: los otros sólo son en tanto que importan, y si no importan no son. He ahí la locura del que se comunica en monólogos; que el mundo no es más que su individualidad arrojada al exterior.

            Hamlet decide fingir que está loco. Tan pronto como recibe el mensaje del fantasma de su padre sobre su asesinato pone en marcha ese plan y empieza a expresarse en soliloquios que resultan incomprensibles para los oyentes. Efectivamente lo creen loco; porque su proceder rompe los esquemas propios del cabal comportamiento social, mas quienes lo escuchan notan en sus argumentos una lógica difícil de descifrar. ¿Está realmente loco Hamlet?, se preguntan. Así lo quieren creer y adjudican la causa primero al mal de amores y luego a una enfermedad mental cuyos efectos lo inclinan a la desilusión y la desesperanza.

            Pero la falta de alegría de Hamlet, que es real, no proviene de su locura puesto que no está loco; más bien es al revés, la supuesta locura obedece a su desilusión. Cuando Hamlet se entera que su tío, actual rey y esposo de su madre, fue quien derramó veneno en el oído de su padre mientras dormía, confirma que el ser humano es una criatura malvada y alevosa. “Todos somos insignes malvados”, le dice a Ofelia. Porque a pesar de ser el hombre “la criatura más hermosa de la tierra, el más perfecto de los animales”, al ser esclavo de sus pasiones es irremediablemente un pecador. “El hombre no me deleita… ni menos la mujer…”, le dice a sus compañeros de la infancia, y si el hombre ha levantado el edificio de este su mundo, el mundo con todos sus sin sabores tampoco le apetece a Hamlet.

            La demencia fingida es entonces el mecanismo de defensa que el príncipe construye para enfrentar ese mundo. Detrás de esta barrera protectora encuentra las armas que le ayudarán a equilibrar el caos: su pensamiento y su palabra. Se cuenta a sí mismo lo que sufre; en voz alta quizás para que su alter ego participe más activamente en resolver el acertijo, ¿cuál?, el de no saber exactamente qué papel desempeñar en ese caótico entorno. El fantasma le exige vengar la muerte de su padre y Hamlet, en vez de decidirse a hacerlo, se pierde en sus soliloquios existenciales. Se hace cuestionamientos sobre la muerte, interpreta el deber, pone en duda el amor, le da validez absoluta al destino y se pregunta una y otra vez si su proceder es el correcto. Antonio Pagés define perfectamente la situación del príncipe, “Hamlet es un hombre que está cazando su propia alma y nunca la encuentra”.[i]

            Ante el caótico desorden interno en el que vive, resultado éste de su desorientación existencial, del no saber qué hace en el mundo, la locura puede servir de solución, sobre todo una locura como la suya, asumida como método de reflexión. Si el loco de verdad es una criatura incrustada en sus visiones exteriores, un enajenado perdido en el laberinto de sus fantasías, un ser que se vacía al proyectarse en lo que no existe, el loco de mentiras es justo su opuesto. Sus visiones no apuntan al exterior, sino muy dentro de sí, apuntan al núcleo, y si bien sufre en su intento de asir esa volátil esencia, pues su núcleo es ininteligible de manera absoluta, las fantasías y proyecciones definen su ser por la vía negativa, es decir, por lo que no es. La introspección en este sentido permite a Hamlet descubrir que él, a pesar de ser soberbio y vengativo, no es un asesino ni un hombre corrupto ni una bestia carente de virtudes. Así mismo, el mundo de los hombres dentro del cual él también vive no es el mundo que él quiere ni para el que nació, de ahí que ese mundo sin sentido no le deja otro recurso que inventarse uno propio. 

            La locura fingida dio a Hamlet espacio para replegarse. Así, sus vacilaciones y dudas se mantuvieron ceñidas al drama de su individualidad. Sólo en ese escenario uno ha de buscar la sustancia propia del personaje que encarna. Creo que el príncipe iba por buen camino. Pero no alcanzó a cazar su alma porque la muerte se interpuso. Aunque quizás, entre sus últimos estertores, la neblina se disipó y la comprensión llegó, justo al momento cuando su soliloquio llegó a su fin. “¡Oh! Para mí sólo queda ya… silencio eterno.”       



[i] Pagés, Antonio, Shakespeare. Tragedias. Estudio preliminar, W.M. Jackson, Inc.

Tiempos apocalípticos

Los zombis son una metáfora del deterioro social y de la deshumanización del individuo.


Las series y películas de temas relacionados con el fin del mundo o la exterminación de la humanidad tienen desde hace algunos años una aceptación creciente en el público espectador. Tanto es así, que el género de terror ha ampliado sus horizontes y ha incluido en sus temas a los muertos vivientes, criaturas enajenadas atraídas por el perverso deseo, ¿acaso necesidad?, de acabar con la vida en el planeta.

El tema de los zombis, como aquellos que muestran un futuro desalentador ocasionado por guerras nucleares y choque de asteroides, pueden formar parte de lo que se conoce como género apocalíptico, una clase de literatura cuya misión es mostrar, mediante símbolos o metáforas, una realidad catastrófica de la cual sólo algunos saldrán avantes.

Este género nació en la cultura hebrea durante los siglos II y I a. C., épocas de crisis político-religiosa en las que los judíos se vieron obligados a ceder la tutela sacerdotal a sus enemigos. Los escritores, incitados por un deseo de venganza, apelaron a la justicia divina con el fin de que en el futuro los malvados recibieran su castigo. No comprendían cómo Dios, quien manejaba la historia humana, podía permitir el sufrimiento del “pueblo elegido” y el triunfo del mal, encarnado en los adversarios del judaísmo. Tal contradicción necesitaba una solución. Así, gracias a la influencia de la religión persa, los autores encontraron la solución en el final de los tiempos, momento crucial en el que Dios derrotaría finalmente al mal y los hombres justos recibirían su recompensa.

En adelante los cristianos retomaron el género durante las persecuciones romanas. Necesitaban promover la esperanza en sus fieles para fortalecer la fe y lograr que la flamante religión no fuese destruida. Entre más se impregnaban de la simbología apocalíptica y de su mensaje, más ánimo sentían para enfrentar las penas y el sufrimiento. Muchos mártires se entregaron a la muerte impulsados por este pensamiento.

Al parecer, el género apocalíptico decayó durante la Edad Media en el aspecto literario, mas nunca dejó de estar presente en la mente humana. Cualquier episodio extraño, un cometa, algún cataclismo o el fin de un ciclo (el año mil por ejemplo) le recordaba a la humanidad que el ajuste de cuentas promulgado por los profetas apocalípticos en las Sagradas Escrituras no se había cumplido aún: el fin de los tiempos estaba cerca, el mal finalmente llegaría a su fin. La diferencia con el pensamiento antiguo recaía en el hecho de que ahora también los cristianos pecadores sufrirían la ira de Dios.

Transcurrieron los siglos y aunque el pensamiento filosófico le ganó terreno a la religión y la ciencia se impuso sobre la superstición, en el sentir de gran parte de la humanidad permaneció viva la llama apocalíptica. Supongo que esto obedece a un continuo y prolongado sentimiento de desesperanza y de desilusión respecto al camino al que se dirige nuestra especie: tal parece que no tenemos remedio y que merecemos el exterminio por nuestras malas acciones.

Hoy en día, desde la llegada del nuevo milenio, las manifestaciones en favor del fin de los tiempos se multiplican. Y no es para menos si tomamos en cuenta que nos hallamos sujetos a los caprichos de personajes de ciencia ficción capaces de conseguir hacer volar el planeta en un abrir y cerrar de ojos, seres hambrientos de poder ávidos de tragarse al planeta.   

Las películas y series de toque apocalíptico son un reflejo del sentir de nuestro tiempo. Los zombis son una metáfora del deterioro social y de la deshumanización del individuo. Nos comemos unos a otros porque una cruel epidemia de individualidad egocéntrica se extiende por el mundo. Mas igual que en los textos proféticos, nuestras series y películas son un llamado de atención que contiene entre líneas la esperanza de que no todo está perdido; si mantenemos la fe en nosotros mismos y creemos aun en la bondad humana, el futuro será mejor.


El ser y su concepto


¿Es la realidad sólo un concepto?


Parménides expone en su teoría del ser que nuestros sentidos nos conducen al error. Percibimos la diversidad, el movimiento y el continuo cambio de las cosas; notamos contrarios como el día y la noche o la vida y la muerte; diferenciamos los objetos según su color, tamaño o forma, todo ello sin percatarnos de que estos fenómenos son manifestaciones de una sola esencia, un solo ser inmóvil e inmutable.

“Lo que es es y es imposible que no sea; lo que no es no es y es necesario que no sea”, dice Parménides. Este postulado supone la eternidad y absoluta inmutabilidad de todas las cosas, pues cualquier cambio, por pequeño que sea, sería un dejar de ser, lo que contradiría la afirmación. Así, el mundo cambiante y plural que se nos presenta obedece a un error de percepción: lo que está ahí en verdad no cambia sustancialmente, el cambio es para la vista o el oído o el olfato, mas no para el nöus o pensamiento que racionalmente –no empíricamente–  entiende que lo que es siempre ha sido y siempre será.

            La teoría de Parménides es una abstracción, mentalmente aísla la sustancia de las cosas para  mirarla aparte y filosofar sobre ella, un proceso que los empiristas le discuten. La cuestión aquí es qué tan diferente es el ser de la cosa que es, en otras palabras, cuán distinta es la manifestación de la sustancia que se manifiesta. A fin de responder esta pregunta cabe incluir la participación de aquél que percibe la cosa, pues qué tanto depende de éste la manifestación, qué tanto pone él de sí mismo en la cosa que percibe; ¿no acaso el individuo, al percibir los objetos, participa en la creación de los mismos?  

            Estudios sobre la mecánica cuántica afirman la verídica colaboración de los entes conscientes en la creación de la realidad: todo observador (ente con conciencia), al llevar a cabo la acción de observar, colapsa una onda de posibilidad cuántica y da vigencia a la realidad. Entonces ésta aparece. Hablando de una cosa cualquiera, una silla por ejemplo, ésta, un instante antes de la observación, era mera posibilidad de ser silla. Si luego de la observación la silla sigue siendo silla es porque el observador eligió ese resultado. Cabe resaltar que tal resultado obedece a la ley de probabilidades; la probabilidad de que la silla deje de ser silla sin una fuerza que altere su forma es mínima, por eso el observador percibe una continuidad: la silla sigue siendo la misma silla que un momento atrás y el observador la percibe en el presente continuo.

            Mas, ¿qué es una silla? El lector se dirá que es un objeto de cuatro patas que tiene un respaldo y sirve para sentarse. Y si la uso para pararme en ella, ¿deja de ser silla? Y si tiene una pata, ¿deja de ser silla? ¿Qué hace que la silla sea silla?  

            La silla es silla porque cabe en el concepto de silla que me he formado. ¿Cómo adquirí ese concepto? Mediante un proceso de abstracción. La idea de silla procede de una acción comparativa entre objetos similares a partir de los cuales abstraigo una forma, un material, un tamaño y un uso para conformar la idea de silla. Para usar un lenguaje más actual, es como si de tanto ver y experimentar lo que es una silla, fabrico un archivo con los datos suficientes como para incluir a todo objeto de las mismas cualidades en él. Lo cual nos obliga a aceptar que si no hubiese visto jamás una silla y un día viera una frente a mí, no sabría lo que es. Así, podemos decir que el objeto no es sólo objeto gracias que yo, un observador, le doy existencia real, sino también porque ese objeto tiene un significado para mí.

La realidad, entonces, es siempre realidad significada, las cosas son para cada uno de nosotros algo con valor significativo, algo que cabe en un concepto. Si nunca hubiese visto yo una silla, tal objeto existiría desde luego como ente, como cosa, podría tocarlo, sentirlo y, aunque no entendiera bien lo qué es ni su utilidad, podría perfectamente adjudicarle un uso. La vería quizás como un arma. Pienso en el aborigen que, al ver una silla de madera, la toma como escudo para defenderse de las bestias. En este supuesto, la silla sería entonces un incómodo y pesado artefacto de defensa y su concepto quedaría relacionado con “objetos para la guerra”, al lado de lanzas y flechas.

Lo que está aquí en juego es la verdad. ¿Quién tiene la verdad, el que sabe de sillas o el aborigen? ¿Cuál de las realidades es la buena? No podemos descalificar al aborigen por darle a un objeto un uso diferente al nuestro, ni invalidar nuestra realidad conceptual por tomar una de sus raras armas como un artículo ornamental, ambas realidades, aunque diferentes, son correctas. Por otro lado, la verdad ontológica de la cosa, es decir, la verdad del ser que hace a la cosa ser, sólo se hace patente a través de la cosa misma y cualquier idea para separar al ser de su manifestación – como lo hizo Parménides– es una labor basada en un concepto, en un significado puesto por el mismo pensador.

Lo que deseo mostrar –asunto que no sé si he logrado aún– es que la esencia de las cosas y su concepto se encuentran relacionados, ontología y semántica se complementan. Porque lo que es es siempre algo para alguien que piensa en lo que es, y ese que piensa lo hace a partir de conceptos o ideas, de significados que él impone a lo que es. No podríamos pensar en el ser sin tener un concepto de lo que es el ser y tal concepto, el que fuere, es una aportación del individuo pensante, nunca un encuentro directo con la verdad. En este sentido, hablar del ser es hablar de lo ininteligible, lo inexplicable, lo inabarcable y lo inconceptuable. El ser es siempre más que su concepto.


La teoría de Parménides nos abre las puertas al infinito y nos invita a imaginar lo eterno. Si el ser, como dice, es y no puede no ser, nos quedamos con la esperanza de que no existe la muerte y de que todo este mundo cambiante e inestable es sólo una apariencia. No obstante, como la idea de Parménides es conceptual, habrá que darle al ser libertad plena en vez de secuestrarlo dentro de los muros del pensamiento. 

Lenguaje y pensamiento

Sin lenguaje no hay pensamiento porque "pensar es un decirse".





 En filosofía es muy usada la frase “vivimos en el lenguaje” para anunciar que la realidad humana descansa sobre la plataforma del lenguaje. El lenguaje es el sistema lingüístico mediante el cual nos comunicamos los seres humanos a partir de signos sonoros que pueden ser representados gráficamente. En tanto que tenemos la facultad de usarlo, el lenguaje se nos presenta como la condición necesaria para organizar un mundo a la manera humana. Sin este sistema de comunicación, la vida no sería la que es toda vez que el lenguaje define el entorno en el que cobra acción la vida de los hombres.

            Nuestro primer encuentro con el lenguaje se da en el nacimiento, incluso, según algunos investigadores, antes de éste, en el vientre materno. El bebé recibe los sonidos provenientes de la boca de mamá y poco a poco empieza a relacionarlos con un sentimiento. Palabra y sensación se corresponden. El aprendizaje lleva por tanto un camino afectivo. Habrá sonidos-palabras que detonen sentimientos agradables o desagradables según sea el caso o tonos y timbres que el niño identificará de una u otra manera. Así, el infante, conforme se desarrolla, va organizando su mundo con base en lo que le atrae y le repugna, lo que le hace sentir bien y le asusta y lo que le gusta y rechaza. Se relacionará, pues, con su entorno de manera afectiva.

            Por imitación el niño aprende su lengua materna, que no es otra cosa que el idioma de los padres, el sistema de comunicación propio de la comunidad a la que pertenece. La lengua es la manera en que se manifiesta el lenguaje. En este sentido podemos decir que el lenguaje es universal pues aplica para toda la especie humana, mientras que la lengua es particular, porque aplica para una determinada comunidad o grupo social. Es mediante la lengua materna que el niño aprehende el mundo. Mamá le enseña que silla no es mesa, que azul no es rojo, que árbol no es ave y así. A partir de hacer diferenciaciones, el niño comienza a distinguir una cosa de otra. La realidad va entonces cobrando sentido, se organiza, se distribuye y se ordena.

Pensemos por un momento que careciéramos de lenguaje. Sin lenguaje toda esa realidad sólo sería un “eso”, es decir, un todo indeterminado imposible de definir en el que no se descubren partes, no se distinguen cosas como mesa, silla o árbol, no hay nada concreto, sino una espesa nube colorida y difusa en donde los objetos desaparecen en el todo. Y es que el lenguaje hace que las cosas se destaquen, que “salgan” a la realidad y se manifiesten, que cobren “existencia”.

Los antiguos babilonios le daban especial importancia al nombre de las cosas; para ellos, aquello que no tenía un nombre no existía. Y es que lo que no se puede nombrar no puede incluirse en el mundo, queda, digamos, sumido en el abismo de lo indefinido. De ahí que el nombre de la persona fuese tan importante en culturas ancestrales; le daba al individuo “existencia” dentro de la sociedad. 

El lenguaje también distingue al individuo. Nombre y apellido dan identidad a la persona; legalmente soy alguien gracias a este nombre que he recibido de mis padres. De tanto usar mi nombre me identifico con él. “Soy fulano de tal”, digo. Esta frase incluye el conocimiento de un yo, mi yo: “Yo soy fulano”. Ahora bien, ¿cómo y cuándo aparece este yo? La pregunta viene a colación porque de recién nacido no tenía yo, no sabía que era uno diferente de mamá.

Otra vez la respuesta está en el lenguaje. Aprehendemos el yo durante el proceso de maduración del cerebro, cuando éste alcanza el nivel autoconsciente. Mamá nos va indicando en nuestros primeros años que yo no soy ella y ella no soy yo. Al principio no lo comprendemos. Hasta que un día, a modo de una epifanía, se nos revela la yoidad. “Yo”, nos decimos. Es difícil determinar si la sensación de separación del no-Yo define mi Yo o si el hecho de nombrarme Yo hace posible que el no-Yo se manifieste. Como sea, la experiencia del Yo detona el problema de mi existencia: soy, y si soy, ¿qué soy, por qué soy, para qué soy? Entonces descubrimos que tenemos un mundo exterior (mi no-Yo) y un mundo interior (mi Yo).

La capacidad de nombrarme yo hace posible que organice un mundo tanto dentro como afuera de mí. ¿Qué sucedería con el yo si no existiera el lenguaje? Si lo analizamos, no cobraríamos conciencia de que somos uno separado del todo difuso del entorno, estaríamos de alguna manera incrustados en el mundo, como el animal que hasta donde sabemos no alcanza a distanciarse de su entorno, es uno con él. Sin lenguaje no habría yo, mas, ¿habría pensamiento?

El pensamiento está estructurado a base de conceptos, conceptos que hemos formado gracias al lenguaje. El lenguaje es como una navaja que hace un corte en el panel del mundo para resaltar algo al nombrarlo. Mamá nos presta su navaja una y otra vez: “esto es una silla”, repite, “esta de acá también, y esta otra”. Vamos comprendiendo que silla es un objeto con determinada forma que sirve para sentarse, entonces incluimos todo objeto similar dentro de nuestro concepto de silla. Alguien dice silla y yo pienso en mi silla, una silla imaginaria, mas una silla que liga perfectamente con la intención de aquél quien la nombró. De esta manera puedo compartir mi mundo con el mundo de los otros y entenderme con los demás. El universo humano es un universo conceptual compartido que funciona cuando se maneja una lengua común.

Si no viviéramos en el lenguaje el pensamiento no podría procesar conceptos y nos sería imposible organizar ideas. Cuando pensamos nos decimos lo que pensamos. Por eso Gádamer afirma que “pensar es un decirse”.  


Podemos concluir que el lenguaje es posible gracias a la razón humana, pues un sistema como éste sólo adquiere factibilidad en un organismo con capacidades racionales como las nuestras. No obstante, sin lenguaje no hay pensamiento, ya que éste se vale del primero para organizar ideas lógicas basadas en conceptos cuyo origen depende del lenguaje. Y sin pensamiento no habría yo, porque ser yo implica tener la capacidad de pensarme, pensar sobre mí, dirigir mi atención sobre éste que soy, un ser separado del mundo. 

El terrorismo y san Agustín

¿Existe una substancia maligna detrás de los actos terroristas?

Probablemente no hay evento más malévolo para el mundo occidental que un acto terrorista. Inocentes aniquilados a manos de individuos que toman por enemigo a todo aquél que no comulga con sus ideas o que representa al infiel. Personas que por azares del destino se encontraban cerca de uno que decidió inmolarse en favor de su dios. Gente cuyo futuro es borrado o destruido con el simple movimiento de un dedo que aprieta un gatillo. Familias desgarradas y naciones atormentadas por grupos extremistas para quienes la muerte de los “otros” es la vida del “nosotros”.

Cada vez que aparece la noticia de un acto de este tipo resulta difícil no pensar en una maldad detrás de esa maldad, es decir, en si existe una sustancia maligna que incite los actos más abominables de los hombres. Rómeo Dallaire, comandante de las Naciones Unidas encargado de participar en la pacificación de Rwanda en 1993, testigo de las atrocidades cometidas en aquella guerra, deja sentir en su libro “Estrechando la mano con el diablo” la presencia de una fuerza maligna que incluso podía olerse. Desde su perspectiva, la maldad parecía desarrollarse a partir de “algo” que estaba ahí, “algo” imposible de describir debido a lo cual la mente de los seres humanos ahí expuestos se arrojaba en pos de la venganza más inmisericorde y brutal. Para quien vio con sus propios ojos el infierno, tal nivel de maldad supera las capacidades humanas; por lo que debiera existir un mal ontológico, es decir, una substancia maligna causante de la maldad humana.

San Agustín abordó este tema con detenimiento porque sentía la necesidad de resolver una contradicción que daba elementos a los herejes para atacar a la Iglesia: Si Dios es bueno y omnipotente, ¿por qué permite el mal? La respuesta de sus oponentes versaba de la siguiente manera: Si Dios es omnipotente puede eliminar el mal; si no lo hace es, uno, porque no es bueno o, dos, porque no puede; y si no puede no es entonces omnipotente. La respuesta del obispo de Hipona debía salvar ambos aspectos de Dios porque de otra manera el Dios cristiano corría el riesgo de desquebrajarse. Para ello san Agustín definió tres clases de mal: el mal ontológico, el mal moral y el mal físico (del cual no hablaré en este ensayo porque no es necesario para mi argumento).

El mal ontológico es la maldad substancial, el tipo de maldad que permitiría pensar en un ser maligno. San Agustín lo analiza a partir de dos premisas fundamentales, la primera, Dios es el Ser por excelencia, el Ser según el cual los demás seres son, y la segunda, Dios es el Bien y todo cuanto proviene de él es bueno. El resultado de ambas premisas quedaría así: Todo lo que es y tiene substancia es bueno porque proviene de Dios. En este sentido, el mal ontológico, señala el santo, no es algo, porque si el mal fuese algo, una substancia, sería un bien. De manera que el mal ontológico es sólo una ausencia de bien, una carencia, una privación de ser. Bajo esta tesis, detrás de un acto terrorista no habría ningún ser maligno, sino una absoluta carencia de bondad.

Lo anterior nos arroja al mal moral, que para Agustín no es otra cosa que el pecado. El hombre peca cuando elige erróneamente un bien inferior en vez de un bien superior. Y lo hace, no por ignorancia como argumentaba Sócrates, sino por voluntad. Voluntariamente el pecador se decide por un bien inferior –matar a inocentes con el fin de cumplir una misión por ejemplo– en vez de por el bien superior –no matar–. Es un acto de plena conciencia, porque el pecador conoce el bien superior y lo rechaza.

Cabe pensar que el terrorista, desde su retorcida perspectiva, diría que matar al infiel es un bien superior puesto que es un deber estipulado por su dios; mas apelaríamos aquí a su conciencia, le preguntaríamos al terrorista si, antes de inmolarse, no fue aleccionado para hacerlo, si tal aleccionamiento no estuvo acaso sustentado en el odio, si tal odio no le produjo un mayor malestar interior y si ese malestar, manifestado como angustia o terror, no estuvo presente todo el tiempo durante su acto terrorista. Ningún bien superior puede sustentarse en el odio. Incluso el terrorista sabe esto, pues es capaz de escuchar esa voz interna que le dice qué es y qué no es un bien superior.

San Agustín concluiría que el mal provocado por el hombre obedece a su voluntad de pecar y de ir en contra del Bien que es Dios. No hay a sus espaldas ninguna fuerza malévola incitándolo a hacerlo, la responsabilidad recae por completo en el pecador, quien le da la espalda a Dios.


La ilusión de la individualidad

La falsa creencia del estado de separación

La individualidad obedece a la creencia de la mente humana de interpretar su existencia como un “haber caído” a una realidad distante en donde lo más real y verdadero es el Yo aislado. 


El vacío interior suele sentirse como un estado de separación del Todo. Bajo su influjo, la individualidad se impone sobre todo lo existente y se reafirma como lo único real y posible. El otro, el mundo y la divinidad quedan apartados de esa entidad mía en donde no me encuentro. Soy, pero de una manera tan incompleta y carente que mi ser casi se me presenta como un no ser.

            Parece raro y hasta necio que alguien que se da cuenta de sí pueda sentirse vacío. ¿Qué no el ser en vez de vaciar llena? Hasta donde sabemos, los animales, gracias a su bajo nivel de autoconciencia, no experimentan el vacío propio de la individualidad. Sucede que la conciencia de mí hace despertar la idea de que soy un ente distanciado, una individualidad encerrada en mí mismo. Y es así porque la toma de conciencia de mi propio ser no es otra cosa que un retorno, un viaje de regreso, un encuentro con aquél que soy. Mi conciencia, en un primer momento, sale a encontrarse con el mundo, un mundo que pronto hará que regrese sobre esa entidad de donde ha partido, ese alguien del cual ya se percata, mi ser. Soy, pero sólo como referencia a lo que no soy: soy yo porque no soy los otros, soy yo porque no soy las cosas. La realidad se compone así de un esquema Yo - no Yo.

            Al mirarme y experimentarme una y otra vez, padezco la sensación de alejamiento del mundo que habito: las cosas allá y yo aquí, los otros allá y yo aquí, la divinidad allá y yo aquí. Si sólo me tengo a mí mismo, he de vivir conmigo mismo, pienso. Pero resulta que mi mí mismo no acaba de hacerme sentir completo; siempre me falta algo. De manera que el tenerme es más bien un perderme, el buscarme es un extraviarme y el conservarme es un destruirme. Encerrado en mi propia existencia, me siento preso dentro de las barreras de mi individualidad, imposibilitado de salir de ahí para, en un acto de fusión, unirme a otro que llene mi vacío. Pues, ¿cómo llegar hasta él si los límites de la corporalidad nos separan?; ¿cómo ser recibido por él si mi Yo está confinado en su propia mónada?

Cuando se mira desde la individualidad todo es separación. La pregunta es si existe una manera de percibir la realidad sin la lente de la individualidad. La respuesta es sí.   

            El Yo es uno de los inventos de la mente, un invento necesario desde luego, porque la propia identificación respecto de lo otro depende de ese pronombre: Yo. Yo y no Yo, como expuse más arriba, es el esquema a partir del cual entendemos naturalmente la realidad. Y no puede ser de otra manera toda vez que la experiencia así nos lo indica. Pero la experiencia se encuentra también inmersa en el engaño.

            Robert Lanza, investigador de la escuela de medicina de la universidad de Wake Forest, en Carolina del Norte, explica, haciendo alusión al comportamiento del mundo cuántico, que la individualidad es una ilusión. Si tomamos dos partículas subatómicas como dos electrones por separado y, bajo ciertas circunstancias, estimulamos a una, el estímulo afectará a la otra sin importar cuán lejos se encuentre. Esto demuestra que la materia está físicamente unida, pues incluso luego de separarla, la energía permanece ahí conectando la materia separada. No hay entonces separación entre electrones, no hay separación entre las cosas ni separación entre una persona y otra, señala Lanza. La individualidad es un invento de la mente.

            Si es así, ¿cómo es que la mente logra tal engaño? ¿Por qué nos percibimos entes individuales? Todo comienza en el momento en el que conseguimos que la realidad aparezca en el espacio-tiempo. Cuando mi conciencia despierta y se enfrenta con el mundo, en realidad lo está creando. Si tomamos en cuenta que toda la materia está compuesta por átomos y que los átomos, antes de “fijarse” como materia, son partículas misteriosas que están en todos lados a la vez, tendremos que preguntarnos qué hace que estas extrañas partículas dejen de ser posibilidad –átomos en superposición–  y se conviertan en realidad, es decir, en cosa. Es nuestra conciencia la que hace posible esta transformación, nuestra conciencia mediante la acción de observar los átomos. Una vez que las partículas se “congelan” –en mecánica cuántica lo llaman colapso porque se colapsa la onda de posibilidad– recibo la experiencia del objeto en la experiencia de mi Yo individual. Entonces mi cerebro capta que en este encuentro estamos solamente el objeto y Yo. La verdad es que no es así. Porque como yo también estoy formado por átomos, y mis átomos deben estar ya “congelados” para que yo pueda observar, y dado que yo no puedo “congelarlos” porque todavía no estoy ahí en la realidad para hacerlo, debió haber habido otra conciencia –una conciencia unitiva– “detrás” de la mía que los “congelara” (ver mi artículo ¿Es Dios una conciencia cuántica?). Mi cerebro, desde luego, no se da cuenta de esto y le parece fácil poner a mi Yo como la única conciencia posible. El físico Amit Goswami lo explica más o menos de esta manera: en el colapso aparece el objeto en el exterior, el mismo que mandó el estímulo; mas no percibimos el estado del cerebro, ahí la conciencia unitiva se identifica con el estado cerebral colapsado, lo cual se experimenta como Yo individual, como sujeto[1].

            La individualidad obedece, pues, a la creencia de la mente humana de interpretar su existencia como un “haber caído” a una realidad distante en donde lo más real y verdadero es el Yo aislado. Nada más falso. Hoy la ciencia arroja una cuerda para rescatar al Yo de su isla desierta. El estado de separación es una ilusión. Una vez asimilado este punto, es menester empezar a transformar el antiguo esquema mental para adelgazar, desvanecer y eliminar la lente de la individualidad de nuestra percepción. Los antiguos sabios, carentes de conocimientos científicos pero ricos en conocimientos intuitivos, nos dejaron un método para conseguirlo: constante meditación.




[1] Cfr. Goswami, Amit, Dios no ha muerto, Cap 6

¿Es Dios una conciencia cuántica?


Dios es la conciencia cuántica derás de nuestra conciencia, el Gran Observador de cuanto observamos, el Ser que hace posible que los seres hagan posible la realidad.


Desde la antigüedad el hombre ha tratado de encontrar una prueba fehaciente de la existencia de Dios. Filósofos, científicos y religiosos, cada uno en su materia, han buscado elementos suficientemente contundentes que demuestren que Dios existe. Los filósofos han querido hallarlo en un principio metafísico, la mayoría de los científicos intentan encontrarlo en la profundidad de la materia y los religiosos, haciendo a un lado ambos argumentos, lo ubican en un ámbito al cual sólo se llega mediante la fe. A pesar de que han transcurrido ya siglos de discusiones al respecto, la pregunta ¿existe Dios? sigue siendo hoy una cuestión difícil de responder.

            Para resolver un poco esta incógnita, me parece necesario definir grosso modo lo que pudiera ser Dios. La palabra Dios proviene del latín deus que significa “ser de luz”, pues así eran entendidos los dioses en los orígenes, como seres hechos de la materia de la luz.[1] Los místicos hacen referencia a experiencias en donde Dios se presenta como un ser de luz, como una energía luminosa y llena de bondad. Podemos pensar de entrada, pues, que Dios, en tanto que ser de luz, si existe, es energía que se manifiesta como luminosidad, lo cual nos abre una vía de análisis. Si Dios es luz, hemos pues de basarnos en los estudios sobre la luz para des-cubrir su existencia.

        La luz es un fenómeno interesante porque se comporta como una onda y como una partícula. Una onda es una curva o círculo que se forma en la superficie de algo. Pensemos en la onda que aparece en el agua cuando arrojamos una piedra. La luz, como el agua en el estanque, se propaga en ondulaciones. Estas ondulaciones, al extenderse, abarcan un área enorme durante su recorrido. Si quisiéramos marcar todos los puntos que toca esa onda al recorrer el área completa, el estanque entero por ejemplo, nos sería imposible; la onda está en muchos sitios a la vez. La partícula, al contrario, fija su posición en un sitio, como el agujero de una bala. Lo curioso con el fenómeno de la luz es que onda y partícula existen en superposición, es decir, al mismo tiempo.

La onda de luz abarca todas las posibles posiciones de la partícula en un campo probabilístico, en ese sentido, la onda es pura posibilidad, posibilidad de que la partícula lumínica esté en cualquier sitio dentro del área. En la onda no hay nada definido, todo es posible. Y permanece siendo posibilidad hasta que una conciencia, mediante la acción de observar, colapsa la onda y determina el estado de la partícula. Entonces la posibilidad pasa a ser realidad, es decir, desaparece la superposición y se muestra sólo la partícula. Todas las partículas subatómicas se comportan igual, de manera que la realidad que conocemos, antes del colapso, es pura posibilidad.



Pongo un ejemplo. Imaginemos que entramos a un cuarto oscuro con los ojos cerrados; no vemos nada. Pongamos que esa oscuridad es como la onda de posibilidad en la que nada está definido; cualquier cosa puede estar en cualquier sitio. Mientras no abramos los ojos todo es posible. Ahora imaginemos que sólo parpadeamos una vez. Durante esa fracción de segundo en la que nuestros ojos estuvieron abiertos, la oscuridad se colapsó, dejó de ser posibilidad para convertirse en realidad espacial. Sólo en ese breve instante aparecieron las cosas, los espacios y las distancias. Volvemos a parpadear una vez más y colapsamos de nuevo la posibilidad en realidad: otra vez las formas, los colores, los tamaños. Así, continuamos parpadeando. Cada parpadeo es, digamos, una fotografía, una imagen estática de la realidad espacial que toma forma luego de un colapso. Si empezamos a parpadear más veces de manera continua y unimos cada cuadro fotografiado, conseguimos que los cuadros unidos den la sensación de movimiento, ese es el tiempo. El cúmulo de observaciones dadas en cada fracción de segundo crea la realidad espacio-temporal en donde existimos.

Nosotros somos creadores de la realidad. Sin nuestra observación, nada estaría ahí porque permanecería en la oscuridad de la posibilidad. En ese sentido somos dioses, creamos el mundo que habitamos. Mas si nosotros colapsamos la onda de posibilidad para que haya realidad, ¿cómo es que nosotros, que somos también realidad, podemos estar aquí para colapsar? En otras palabras, la realidad necesita de una conciencia que colapse la onda, una conciencia que a su vez necesita de otra conciencia que colapse la onda que lo haga existir para colapsar. Esto es lo que llaman los físicos “jerarquía entrelazada”. Amit Goswami lo explica de esta manera: no hay colapso sin un observador; pero tampoco hay observador sin un colapso[2].      

            La conciencia es una especie de luz que ilumina la realidad interior-exterior y hace posible que frente a nosotros aparezca un mundo. Dicha luz depende necesariamente de otra luz, una luz dotada de conciencia toda vez que sólo un ser consciente es capaz de colapsar las posibilidades. ¿Qué es, pues, Dios? Desde esta perspectiva, Dios es una conciencia cuántica, el Gran Observador de cuanto observamos, el Ser que hace posible que los seres hagan posible la realidad.

            Se trata, pues, de una interrelación de conciencias. La conciencia humana descansa en la conciencia de Dios, nuestra actividad creadora cobra vigencia sólo gracias a la actividad creadora de aquél. En el ejemplo de más arriba, cada parpadeo creador no es otra cosa que la apertura de la lente humana que, al “despertar”, permite que la energía de luz eterna pase a través suyo y haga aparecer un mundo. En cada fracción de segundo Dios crea el universo a través de nuestra conciencia. El trabajo es conjunto. Si nosotros existimos, Dios debe existir.







[1] www.etimologias.dechile.net/?Dios
[2] Goswami, Amit, Dios no ha muerto, Obelisco, p 109

¿La providencia detrás de las crisis mundiales?

Somos instrumentos del espíritu de la historia.

Detrás de los intereses y necesidades humanas que eligen hoy a gobiernos proteccionistas existe la voluntad de un motor racional, una providencia que guía los acontecimientos hacia el progreso humano.



Una frase que leí por ahí en un periódico me llevó a pensar lo siguiente: la actual tendencia de elegir gobiernos proteccionistas que se cierran a la globalización y a la inmigración da fin al siglo XX e inicio al siglo XXI. Ya no son hoy atractivas las políticas de colaboración y participación que tomaron auge en el mundo luego del fin de la guerra fría, ya no llaman tanto la atención las ideas de tratados comerciales globales ni de uniones entre países. La costumbre cansa, lo habitual fastidia, máxime cuando las esperanzas de un mejor por-venir se desvanecen en la cantaleta de lo cotidiano. Más de lo mismo, ya no.

            Los analistas económicos y políticos en su mayoría no ven con buenos ojos estos cambios abruptos; hablan de crisis económica, de guerra comercial, de recesión e incluso de tensión en el ámbito militar. Y no están del todo equivocados si comparamos estas tendencias con situaciones similares en el pasado. Resulta que las dos guerras mundiales y otras situaciones graves a lo largo de la historia contenían estos elementos dentro de su propio caldo. Bastó que alguien le echara un poco de su sazón para crear una sustancia explosiva.

            El cambio que se está dando entre el siglo XX y el XXI parece obedecer a un proceso cíclico. Sucede que el ser humano, en la búsqueda de una mejor vida, necesita corregir el rumbo de los acontecimientos. Como la realidad social nunca es perfecta, pues siempre como sociedad nos hace falta algo (nunca dejará de haber pobreza, desempleo, injusticia, etc), estamos obligados a transformarnos. Esta transformación sigue patrones de comportamiento similares que consisten en elegir lo contrario a lo establecido; el conservadurismo condujo al liberalismo, el despotismo a la libertad y ahora la apertura al proteccionismo. Como en la filosofía del Tao, los opuestos son complementarios, sin uno no puede existir el otro; de manera que en el trayecto hacia el ideal de vida proyectado por cada sociedad hemos de pasar forzosamente del blanco al negro, igual que un peón al avanzar en el tablero de ajedrez. Nuestro objetivo es ir encontrando las herramientas que nos permitan lograr periodos de bonanza más prolongados y de decadencia más cortos.

            Para Hegel, el proceso histórico que avanza de contrario en contrario, es decir, del blanco al negro y del negro al blanco, obedece a un principio Universal y racional, a una especie de providencia cuya meta es dirigir el desenvolvimiento de la historia hacia el progreso humano. El hombre crea su historia, la construye a partir de su deseo de prosperar, es protagonista de su propio proceso de desarrollo, mas su actuar va dirigido por una voluntad superior, por algo que Hegel llama el Espíritu, término que hace alusión a la razón, el motor de la historia que se manifiesta en la naturaleza y se realiza en el hombre. “Al seguir su propio interés, los individuos promueven el progreso del espíritu”.[1] “Es como si el espíritu utilizase a los individuos como un instrumento inconsciente”[2] en el desenvolvimiento de la verdad. Este proceso, señala Hegel, no es lineal ni necesariamente siempre beneficioso, “existen muchos periodos considerables en la historia en los que este desarrollo parece haberse interrumpido; en los que, se podría decir, todas las ganancias anteriores parecen haberse perdido por completo; después de lo cual, desgraciadamente, ha sido necesario un nuevo comienzo”[3]. En el arduo andar en busca del equilibrio, “hay periodos de retroceso que alternan con periodos de progreso sostenido”[4]. Este retroceso es parte indispensable del proceso, porque como en una espiral ascendente, debemos volver al mismo punto en donde las “fuerzas negativas” se imponen para alcanzar, en un momento posterior y en un nivel más “arriba”, una fase más favorable.

            Si observamos los cambios dados en el siglo XXI desde la perspectiva hegeliana, los intereses y necesidades particulares de los individuos que han elegido hoy gobiernos nacionalistas, representan esos bruscos giros que nos hacen regresar dentro de la espiral. Lo vemos sí como un retroceso, pues pensábamos que la humanidad había superado el racismo, el odio al extranjero y el miedo al otro; lo vemos como un fracaso, porque el muro entre economías sólo produce pérdidas; lo vemos como un tropiezo, ya que en vez de avanzar hacia la integración nos alejamos de ella. Mas debemos mirar el proceso desde lejos para ver la espiral completa. Luego de lo que se percibe como un ir hacia atrás, sigue un ir hacia adelante.  

            La teoría de Hegel sobre el proceso histórico es optimista no obstante que reconoce el sufrimiento humano en las fases de desventura. Es optimista porque siempre prevalece la razón. Los hombres somos los ejecutores de la voluntad del espíritu[5] cuya tendencia es hacia el progreso. Aunque muchas veces elegimos un camino adverso, nuestra elección, lo decía Sócrates, siempre busca un bien, un progreso. Así, en tanto que piezas de un plan que está muy por encima de nosotros, en tanto que elementos de un proceso que se dirige hacia un fin racional y verdadero que no vemos debido a una miopía natural, los individuos podemos fracasar; pero el espíritu humano siempre triunfa.




[1] Marcuse, Herbert, Razón y revolución, Alianza Editorial, p 225
[2] Idem, p 226
[3] Idem
[4] Idem
[5] Cfr. Idem, p 228

La ilusión del mundo "exterior"

La realidad es siempre una construcción mental

¿Qué tanto influye la mente en nuestro modo de percibir la realidad? La experiencia nos lleva a pensar que estamos situados en un mundo en donde hay cosas afuera de nosotros. Lo cierto es que nada de lo que percibimos afuera está realmente afuera; la realidad “exterior” es una creación de la mente.


¿Qué tanto influye la mente en nuestro modo de percibir la realidad? La experiencia nos lleva a pensar que estamos situados en un mundo en donde hay cosas afuera de nosotros. Somos conscientes del árbol a cierta distancia, de la casa ubicada detrás del árbol y de la barda que circunda la casa. Todo eso está en un allá que suponemos existe por sí mismo, es decir, damos por hecho que el árbol, la casa y la barda son lo que son independientemente de nosotros. Lo cierto es que nada de lo que percibimos afuera está realmente afuera; la realidad “exterior” es una creación de la mente.

Los idealistas se preguntaban en dónde estaba el ser de las cosas. ¿En dónde está, por ejemplo, el ser de la mesa que veo, en la mesa o en mi conciencia? Para Hegel, la mesa de madera color marrón que veo es ya un concepto fabricado por mí, pues ese objeto que se usa para comer o escribir o poner otros objetos sólo es mesa en mi entendimiento. Si quisiéramos hallar el ser de esa mesa, tendríamos que quitarle primero todo lo que no es propiamente constitutivo del ser mesa, por ejemplo su color marrón, porque pueden haber mesas azules o verdes y el color no es algo propio del ser de la mesa, sino un agregado.[1]También haríamos a un lado la madera, porque pueden haber mesas de otro material y la madera no constituye propiamente el ser de la mesa, sino algo aparte. Así, tendríamos que ir quitando lo que no podemos considerar parte del ser de la mesa, como su peso, sus dimensiones, sus distintas formas (redonda, cuadrada, ovalada, etc) hasta quedarnos con ¿qué? Con la idea de mesa, idea que contiene en sí la esencia y el concepto de mesa, esto es, que lleva dentro de sí la noción completa de lo que es y puede ser una mesa. El objeto que percibo “afuera” es mesa en tanto que puedo mirarlo como mesa a partir de mi idea de mesa.

La realidad que percibimos, el mundo que está “afuera”, es, pues, la apariencia que toman las cosas cuando nosotros, al recibir un estímulo, proyectamos sobre ellos el contenido mental procesado. Así, el ser de los objetos no es otra cosa que nuestra idea implantada sobre lo que nos viene al encuentro.

            Ahora bien, ¿sobre qué se implanta la idea? Porque debe haber algo “afuera” sobre lo cual pueda fijarse. Lo que hay allá “afuera” son sólo partículas, partículas que proyectan estímulos lumínicos, sonoros, olfativos, gustativos y de contacto que adquieren figura mediante nuestro involuntario trabajo mental. El cerebro procesa estos estímulos a modo de componer estructuras que luego coloca “afuera”. Percibimos lo que ponemos ahí.

            Y eso que ponemos trae consigo un significado particular, un modo de ver el mundo. La mesa, el árbol y la casa son objetos cargados con un contenido cultural, religioso y sentimental. Al hablar de mi casa, por ejemplo, hablo también de hogar, de protección, de esfuerzo, de familia, y de cobijo. Si bien el ser de la casa no incluye como dice Hegel esos conceptos, para mí, al pensar en mi casa, están con ella. De manera que al poner mis ideas en el mundo “exterior” pongo también mi particular modo de entender los objetos. La realidad, pues, es siempre una construcción mental, cultural, psicológica y social. Porque no puedo ver un mundo diferente a la que está en mi cabeza; en todo momento me enfrento con el mundo que ha salido de mí.  

            No hay nada allá “afuera” que esté ya dado y que exista sin la intervención del pensamiento. Al no ser conscientes de este proceso de fabricación de la realidad, tomamos como un hecho el que las cosas sean independientes a nosotros, sin percatarnos de nuestra capacidad para modificar esa realidad. Nuestro ver, dice Ortega, no es sólo un ver pasivo; si fuera así, el mundo quedaría reducido a un caos de puntos luminosos. Hay también un ver activo, un ver que es mirar; interpretamos el mundo viéndolo y lo vemos interpretándolo. Segundo a segundo creamos el mundo. Nuestro pensamiento define el ser de las cosas y la realidad que percibimos.




[1] Cabe hacer notar que el color no está en las cosas, los seres vivos vemos el color a partir de ciertas células ópticas llamadas conos que son estimuladas por la luz que rebota de los objetos. Dependiendo del número de conos que posee la especie es la gama de colores que percibe. Los seres humanos tenemos tres conos y no podemos percibir el ultravioleta, mientras que los perros y los gatos no ven el rojo ni el verde por tener dos conos. 

Capitalismo de cooperación

Capitalismo y cooperación.

La competencia también es cooperación

Los críticos del capitalismo centran sus argumentos en la idea de que el capitalismo, al promover la competencia, alienta la lucha sin cuartel entre los individuos, las empresas y los estados con el fin de obtener las máximas ganancias; pero esta es sólo la visión más oscura del capitalismo.


Los críticos del capitalismo centran sus argumentos en la idea de que el capitalismo, al promover la competencia, alienta la lucha sin cuartel entre los individuos, las empresas y los estados con el fin de obtener las máximas ganancias. La competencia, señalan, opera como la fuerza que impulsa a los productores a elevar la productividad y producir más rápido, lo que estimula el desplazamiento de los más pequeños en favor de los más grandes. El Gran Capital se queda así con todo el mercado, monopolizándolo y sujetándolo al capricho de sus deseos.

Pero la competencia no termina aquí. Los monopolios, aseguran, empiezan entonces a luchar unos contra otros en una guerra sin fin. Las trasnacionales y los estados imperialistas se juegan todo en el tablero del mundo, se reparten territorios, ponen y quitan gobiernos, echan los dados para ver quién se queda con los recursos de este o aquél país. El movimiento de sus fichas no toma en cuenta desde luego el bienestar del trabajador ni de la población; es la ganancia por la ganancia misma lo que importa; llegar a ser el más poderoso, el más grande, el más rico.

Marx y Engels ya hablaban de este escenario en el siglo XIX, la época de la revolución industrial en la que efectivamente el empresario y los estados tenían la mira puesta en la productividad y en la utilidad. Desde la perspectiva decimonónica, alguien debía pagar por el desarrollo y éste debía ser el obrero. El obrero no necesitaba disfrutar de descanso porque sería perjudicial para el país, la sociedad, el orden público y, como consecuencia, también para el mismo trabajador. La frase que justificaba estas ideas era la siguiente: Al aumentar la miseria, aumenta la prosperidad.

Las críticas al capitalismo contribuyeron a la aplicación de leyes y normas a favor de los trabajadores, los sindicatos adquirieron mayor fuerza y representación y el sistema se fue ajustando a un modo de producción que tomara en cuenta los derechos del obrero. Pero la competencia no se detuvo con estas medidas, continuó y de hecho con más ímpetu. La primera guerra mundial es consecuencia de ello.

Tienen razón los críticos en señalar que el sistema capitalista se sostiene en la competencia y que la competencia no regulada puede conducir a una rapaz búsqueda de ganancias en detrimento del ser humano. Pero se quedan mirando solamente la cara más oscura y perversa del capitalismo. Hoy en día existe otro modo de entender la competencia capitalista, es la visión que se enfoca en la competencia a favor de la cooperación.

En su ensayo Competencia y cooperación, David Boaz sostiene que quienes afirman que los seres humanos están hechos para cooperar y no para competir no comprenden de manera cabal que el mercado es cooperación.(…) El mercado es el conjunto de personas que compiten para cooperar. Por mercado se refiere Boaz al libre intercambio de bienes y servicios, esencia del sistema capitalista.

Este argumento encuentra sus bases en nuestra naturaleza humana. Como lo exponía David Hume, los hombres nos enfrentamos con tres condiciones: 1) el interés propio, 2) nuestra limitada generosidad con los demás y 3) la escasez de recursos. Dado que para satisfacer nuestras necesidades debemos cooperar con otros, pues es imposible que una persona pueda producir todos los bienes y realizar todos los servicios que requiere, es indispensable la existencia del mercado. Y el mercado, cuando opera con libertad pero bajo normas que regulen la propiedad y el intercambio, permite llevar a cabo complejas tareas sociales de cooperación y coordinación. Competimos por vender y obtener riqueza al tiempo que cooperamos para que la sociedad obtenga un beneficio adquiriendo nuestro producto. Ford y Nissan compiten y con ello cooperan a ayudarme a conseguir el vehículo que me funciona. Telmex y ATyT compiten y con ello cooperan a darme un mejor servicio de telefonía e internet.

Como bien dice David Boaz, los seres humanos actuamos bajo interés propio en cualquier sistema político, y son estos sistemas los que canalizan ese interés a una meta determinada. En un libre mercado, las personas indagan las necesidades de otros para cumplir mejor sus necesidades, lo cual pone a trabajar a muchos coordinadamente a fin de desarrollar una carretera o diseñar lámparas para escritorio.

Somos seres eminentemente sociales, y aunque la competencia marque el ritmo del desarrollo del sistema capitalista, pegado a este viene la misión de cooperar. Después de todo, una empresa se compone de socios, empleados, compañeros de trabajo, proveedores y clientes que comparten los buenos y malos resultados de la compañía.