Mostrando entradas con la etiqueta Shakespeare. Mostrar todas las entradas

El feminismo contractual de nuestro tiempo

  

El feminismo contractual

 


A mi pequeña “Coco”

 

            Del mismo modo como la mujer y el hombre son términos opuestos correlativos complementarios, el contractualismo es, desde la perspectiva de la estructura lógica de la oposición correlativa, una doctrina incompatible con el concepto de amor. Y su presencia activa en la historia moderna y contemporánea es la confirmación y realización efectiva de la negación abstracta del sentimiento de amar. Después de Descartes y de su elevación de la existencia como principio supremo del “yo pienso”, las cartas que se jugó la humanidad fueron arrojadas sobre la mesa de apuestas del más despiadado y frío interés. Y apenas era el comienzo. Sobre su in nuce, el concepto contractualista del ser social no sólo fue confeccionando su incompatibilidad con toda relación mediada por el amor intellectualis dei, sino que pronto mostró el hecho de que sólo puede existir sobre la base de dicha incompatibilidad. El universo de Shakespeare no es el reino del individuo de Hobbes ni de Locke. Ni la historia invertida de la inocencia salvaje de Rousseau puede dar cuenta de ello, más allá de sus tropiezos y confusiones en tropel.

            El contractualismo, en efecto, no sólo invirtió la historia de la humanidad sino que tuvo el atrevimiento de convertir una ficción -devenida precepto matemático- en el origen de la sociedad. Fue el Estado romano -SPQR- el gran promotor de los derechos civiles e individuales, y no los derechos civiles e individuales los promotores del Estado. La lógica del contractualismo es la del entendimiento abstracto, reflexivo, a la que Hegel tuvo el privilegio de sorprender y denunciar en su inevitable e insalvable condición de infelicidad, de “mala infinitud”. En todo caso, se trata de la teología devenida lógica de la momificación de todo y de todos, la misma que, hasta la fecha, ha insistido en “instruir” al mundo en nombre de la libertad y de la razón, vístase de barras rojas y azules, de rojo sanguinolento, de estrellas amarillas circulares, de despotismos ancestrales o de novísimos gansteratos perrunos. “¡Pero funciona!”, se dirá, haciendo con ello irresponsable abstracción de las ruinas -las muertes- que ha ido dejando a su paso por la historia de la cultura moderna y contemporanea. Bajo el concepto de contrato se establece el grueso de las relaciones sociales actuales, lo cual incluye a las relaciones familiares, matrimoniales y, por supuesto, las relaciones entre el hombre y la mujer. La vida misma resulta ser, en consecuencia, un gran contrato. De “depravado” acusa Hegel a Kant por esta “torpe ocurrencia”.

            Es “el reino animal del Espíritu”. El reino de lo puramente extrínseco, mediado por el interés y el cálculo entre las voluntades bajo la figura de la prestación. Eso es -y eso genera- el modelo contractual una vez que, por extensión mecánica, ha sido aplicado como modelo universal, más allá de las relaciones estrictamente comerciales, a la vida social y política, trasmutando -torciendo- con ello las relaciones humanas en relaciones mercantiles y a los Estados en corporciones utilitarias. Y fue justamente a este tipo de representación de la sociedad, devenida hegemonía cultural y leitmotiv de las relaciones sociales, a lo que Spinoza -el más digno entre todos los filósofos- designó como la doctrina del finalismo: “todas las causas finales son, sencillamente ficciones humanas. Esta doctrina acerca del fin transtorna por completo la naturaleza, pues considera como efecto lo que en realidad es causa y convierte en posterior lo que en realidad es anterior. Trueca en imperfectísimo lo que es supremo y perfectísimo”, además de que de dicha doctrina surgen “los prejuicios acerca del bien y el mal, el mérito y el pecado, la alabanza y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad”, géneros a los que bien podrían agregarse las segregaciones raciales, la depredación de la naturaleza o la supremacía, según el punto de vista contractual, del hombre sobre la mujer o de la mujer sobre el hombre, más allá de los extremismos que las hipócritas manipulaciones orquestadas por los regímenes totalitarios habitúan hacer de estos temas y problemas del presente.

            La verdadera unificación que supera y conserva a un tiempo las miserias de la hostil relación establecida como criterio de demarcación entre la mujer y el hombre está situada muy por encima del actual tejido contractual de las relaciones humanas. La recuperación de la Sittlichkeit  -o de la civilidad, como bien la supieron traducir en su momento García Bacca y José Gaos- es, tal vez, la tarea más importante -y, sin duda, la más ardua- del presente. El pleno reconocimiento del indiscutible valor femenino está muy por encima de sus incuestionables sacrificios históricos, de sus conquistas -no pocas veces a codazos- o de sus capacidades profesionales o técnicas. No se trata de competir ni de demostrar, a la manera de Darwin, quién es o no más apto. Todas estas son representaciones  marcadamente contractuales, calculadas e instrumentalizadas. Lo importante está en comprender que, ontológicamente hablando, resulta imposible pensar siquiera en la posibilidad de la existencia de hombres sin la necesaria existencia de las mujeres, o a la inversa. Que se trata de polos opuestos recíprocos en el que cada uno no sólo es correlato para el otro sino que, por esa misma razón, son interdependientes. Cada uno es, al decir de Platón, la otra mitad: el otro del otro, el “sí mismo”. Amor no es contrato ni se sustenta en el interés o en la finalidad. Sólo se puede cambiar amor por amor y confianza por confianza. El amor -y el Ethos es una determinación del amor- supera las oposiciones, porque no es entendimiento abstracto, cuyas relaciones fijan y establecen que la individualidad siga siendo mera individualidad -”lo mío” y “lo tuyo”- y cuyas unificaciones son de naturaleza contractual. “Cuanto más te doy más tengo”, afirmaba Shakespeare. Esta debería ser la consigna para el porvenir de una humanidad justa y efectivamente equitativa.


José Rafael Herrera

@jrherreraucv

 

The Snuggles de Shakespeare

“I’m a lion and I´m not a lion, I’m a Snug”.
(W. Shakespeare, A Midsummer nights’s dream)
Shakespeare hoy
Venezuela fue catalogada en algún momento como “la tierra de lo posible”, suerte de rara versión -a ritmo de cuatro y maracas- de una larga, muy extensa, noche de San Juan. Y es que esa gran celebración, en honor al nacimiento del Bautista, pareciera invertir la noche en día y el día en noche, la luz en sombra y la sombra en luz, la sensibilidad en entendimiento y el entendimiento en sensibilidad, la derecha en izquierda y la izquierda en derecha. En fin, toda una inversión especular. Trama, por cierto, propicia para la gran bacanal de los sectarismos extremos o, más puntualmente, de los llamados extremismos. Tal vez porque -cosas del destino- un 24 de junio de 1821 se libró la batalla que selló la Independencia política venezolana. O tal vez porque la fiesta en cuestión fue primero pagana que cristiana. Lo cierto es que, en la oscuridad, cuando el brillo de las antorchas se hace tan luminoso como la luz del sol, se termina produciendo el efecto opuesto, y llega un punto en el que resulta imposible poder ver. De un extremo se llega al otro extremo. Y, así, el territorio de lo posible termina siendo el de su término opuesto. Son los sueños en el sueño de una noche de verano.
En inglés, la noche de San Juan recibe el nombre de Midsummer night, motivo de inspiración de la conocida obra de Shakespeare,Sueño de una noche de verano, la que perfectamente pudo haber sido traducida al español con el título de Sueño de una noche de San Juan. Se trata de una exquisita comedia de las equivocaciones, plena de absurdas dificultades, que funde en la misma trama reminiscencias del sereno mundo clásico antiguo con la mítica ligereza de los elfos y las hadas nórdicas. Pasiones de ensueños desbordados y absurdas dificultades de encuentros y desencuentros, amores y desamores -¿o será propicio acuñar ‘anti-amores’, por aquello de la ‘anti-política’?-, no exenta de las inevitables metamorfosis de lo uno en lo otro y de lo otro en lo uno.
En esta obra de Shakespeare, Hermia lucha por el amor de Lisandro y se niega a casarse con Demetrio -quien es amado secretamente por Elena- contraviniendo los deseos de Egeo, su padre. De no cumplir con el pacto, en cuatro días será sentenciada a muerte por el duque Teseo. Hermia y Lisandro huyen de Atenas y planean encontrarse en el bosque. Pero Hermia le ha revelado su plan a Elena y ella se lo ha contado a Demetrio. Hermia sigue a Lisandro. Demetrio sigue a Hermia. Elena sigue a Demetrio. Pero el tupido follaje del bosque oculta misteriosas criaturas nocturnas, como Oberón y Titania, reyes de las hadas. Un mal cálculo de Puck, el duendecillo, lo hace vertir un filtro de amor en las parejas equivocadas. El desastre, la confusión que se genera, solo es digna del sopor de aquella infinita noche de verano, noche de lo posible. Sólo baste señalar, a los efectos de una sana intriga, que Bottom, el tejedor, lleva puesta una cabeza de asno, y que es amado artificiosamente por Titania -quien, por cierto, también se encuentra, en nombre del amor, bajo los efectos el tráfico de narcóticos del filtro-, y que junto a un grupo de lumpenproletarios atenienses ensaya la absurda representación teatral que será puesta en escena para la boda. Al final, se aplican hierbas que los liberan del encanto y habrá perdones y reconciliaciones. Después de todo, no existen solo las malas hierbas.
En la breve cuan absurda representación teatral que prepara el lumpen, al final de la obra, hay un personaje menor en el que, sin embargo, parece sintetizarse -o rematarse, quizá- toda la fabulosa trama creada por el dramaturgo inglés. Se trata de Snug, un jornalista que ha sido contratado para interpretar el papel de león en aquella brevísima obra, Pyramus and Thisbe. Cuando le asignan el papel, Snug teme no poder recordar las líneas del guión que le han sido asignadas, a pesar de que sus “líneas” consistían en emitir un rugido. Por su parte, el director de la obra -Quince- teme que el rugido del león sea tan terrorífico que logre asustar a la audiencia y que todos los actores terminen siendo ejecutados. De manera que, al final, el león le explica a la audiencia que, en realidad, él es un león, aunque, en realidad, no lo es, porque él esSnug. Por cierto, la palabra Snugbien podría traducirse por ajustado, apretado o acomodado en el centro, entre los extremos de la oposición.
Y es aquí donde surge todo el absurdo de los extremos que se autoconciben como medio. Como dice Marx, son “cabezas de Jano que ora se muestran de frente, ora se muestran de atrás, y tienen un carácter diferente por atrás que por delante. Lo que primeramente está determinado como medio entre dos extremos, se presenta, él mismo, ahora como extremo, y uno de los dos extremos, el cual fue mediado por él con el otro, surge de nuevo como extremo entre su extremo y su medio. Ocurre como cuando un hombre interviene entre dos litigantes y luego uno de los litigantes se entromete entre el mediador y el litigante”. ¡Zapatero a su zapato!, diría Marx: “es la historia del marido y la mujer que disputan y del médico que quiso entrometerse como mediador entre ellos, teniendo luego la mujer que mediar entre el médico y el marido y el marido entre el médico y la mujer. Es como el león en el Sueño de una noche de verano, que exclama: “Yo soy un león y no soy un león, soy Snug”.
Cuestión propia de los extremos -o de las “sectas”- constitutivas de toda oposición dialéctica: cuando uno de los extremos se autoproclama como “el centro”, alguien recibirá una paliza y será tildado como una secta. Lanza piedras sin percatarse de que su techo es de vidrio. El surgimiento del “tertium datur”, en política, carece de resolución efectiva, porque no existe un tercer polo: sólo existen dos. La Guaira no es la “mediación” entre Caracas y Magallanes. No hay en Hegel una “síntesis”, como una suerte de “gris” entre lo blanco y lo negro, porque la lógica de la contrariedad no habita en el espíritu de lo político. No es cosa de académicos, como se ha dicho. La política es la pasión de la razón, y en ella no habitan las medias tintas. Sólo el reconocimiento recíproco, la superación de la correlativa indiferencia, el hecho objetivo de que lo que está en juego es la muerte misma y, con ella, la desaparición absoluta de ambos extremos -no de uno sino de ambos-, permite llegar comprender y superar el brutal antagonismo que ha terminado haciendo colapsar a todo un país que, francamente, no lo merece. Tarde o temprano, algún Snug tendrá la fatigosa tarea de romper la botella para leer este Mensaje sin destino.   
José Rafael Herrera
@jrherreraucv

Dialéctica de la anti-política.

Dialéctica de la anti-política por José Rafaél Herrera @JRHerreraucv


Más que a la lógica formal –la lógica del entendimiento abstracto–, es a la dialéctica a quien compete dar cuenta de los procesos inmanentes al ser y a la conciencia sociales, en virtud del hecho de que lo uno y lo otro son, de suyo, los términos que la constituyen. No hay modo de comprender la correlación de las oposiciones –como las denomina Aristóteles– “en sentido amplio” sino en virtud de su continuo movimiento dialéctico. Se ha dicho comprender, no entender. Y es que, a diferencia del entendimiento, cuya naturaleza restrictiva y excluyente se inclina por las distinciones o fijaciones –y, como consecuencia de ello, por las posiciones cosificadas de los términos–, comprender, al decir de Hegel, significa superar (Aufheben).

Frase de Aristóteles.

La lógica del entendimiento convierte “el bosque en leña, las figuras en cosas que tienen ojos y no ven, oídos y no oyen, y como los ideales no pueden ser tomados en la realidad completa, plena de troncos y piedras como la concibe, se les convierten en ficciones, y toda relación con ellos aparece como un juego insustancial o como dependencia de ellos, como superstición”. Sí: el entendimiento es profundamente dogmático, positivamente religioso y sectario. Por eso no comprende. Y cuando llega a comprender –¡oh, tragedia!– es porque ya ha dejado de ser simple entendimiento.

Ha sido por cierto la lógica del entendimiento abstracto la que ha guiado la fijación del término “antipolítica”, no solo para establecer una posición recíprocamente exclusiva, indiferente y distintiva entre política y antipolítica, sino que, aplicando mecánicamente a los asuntos del ser social las formas convencionales de la lógica formal, las ha hecho, en unos casos, contradictorias y, en otros, contrarias. En efecto, y para seguir utilizando la rigurosa terminología aristotélica, expuesta por el gran filósofo de la antigüedad clásica tanto en Metafísica como en Analíticos, conviene puntualizar, en primer lugar, que según Aristóteles, toda contradicción es una oposición entre un determinado contenido y su negación absoluta. Así, ser y no-ser, Dios y no-Dios, hombre y no-hombre, son ejemplos de opuestos contradictorios. No obstante, existen otros tipos o formas específicas de contradicción: la contrariedad, por ejemplo, se produce entre un contenido y su negación determinada, es decir, entre blanco y negro, vida y muerte, inteligente y tonto. Mientras que la contradicción en sentido fuerte se presenta entre “llueve o no llueve”, la contrariedad admite la presencia de un término medio, un “gris” entre lo blanco y lo negro. Y es en ella, como apuntaba Marx, siguiendo las genialidades de Shakespeare, donde pululan los Snugs, quienes acostumbran ocultar sus extremismos tras las “medias tintas”, en el rosé, entre el tinto y el blanco. Son los que imaginan que quienes no piensan como ellos entran en la nómina de los “radicales”, sin llegar siquiera a percatarse de su propia extrema radicalidad.

Pero existe un tercer tipo de contradicción, que supera y conserva las abstracciones de la reflexión externa, propias de las anteriores. En ella, la contradicción está internamente referida a un otro –su otro– y subordinada a un constante proceso de integración con él. Ya no se trata de la exclusión del “llueve o no-llueve” ni de las medianías tibias, aunque ocultas detrás de la ira extremista, que caracteriza a los llamados “matices” o las “tonalidades”. Se trata de la contradicción propia de las experiencias del ser social e histórico. Se trata de la oposición correlativa o por co-relación polar, la cual no atiende a la exclusión sino a la inclusión, toda vez que sus términos resultan ser absolutamente necesarios y determinantes el uno para el otro. Sujeto y Objeto.

No existe política sin antipolítica. Históricamente, nunca ha existido semejante esquematismo, abstracto, reflexivo, propio del entendimiento. Solo en los manuales que leen una y otra vez quienes han terminado por transmutar la ciencia política en un acto de fe y, por ello mismo, suelen excitar sus sentidos enrostrándole las expiaciones de sus reiterados fracasos “analíticos” a quienes exigen coherencia y virtud, puede presentarse un “modelo” social con semejantes exclusiones. ¡Ni en la Polis! Y es que, como decía Cervantes, de tanto leerlos y de poco dormir, parece habérseles secado el cerebro: “la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera que mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura”. No basta con decir “son ellos los culpables” cuando quienes han de asumir el oficio no lo han hecho y cuando lo han hecho han demostrado no asumir competentemente el oficio. Pareciera que no se llega a comprender el hecho de que la antipolítica no solo es la negación determinada, delimitada y polar, de la política sino que, precisamente por ello, es el término opuesto contradictorio y correlativo de la política. La antipolítica es, con razón o no, el otro de ese otro llamado política.

No hay un “polo Norte” sin que exista un “polo Sur”. De hecho, lo que hace posible, lo que determina, lo que le da consistencia y sustancialidad a uno de los polos es el otro polo. Es lo que es en virtud del otro. Si el otro polo dejara de existir con ello terminaría, llegaría a su fin, la polaridad del uno y del otro. De nuevo, Sujeto y Objeto. No es posible llamarse “padre” sin tener, por lo menos, un “hijo”, como tampoco puede haber, desde el punto de vista estrictamente conceptual, un hijo sin un padre. En este caso, y valga la metáfora, el padre de la antipolítica es la política, por lo que debería asumir sus consecuencias. No ha surgido de la nada la antipolítica. Como fenómeno, ella obliga, exige, una revisión de los factores que la han hecho una experiencia concreta de la conciencia.

Reconocer los propios errores, confrontarlos, asumir las responsabilidades que se tengan que asumir, ponerse “en los zapatos del otro”, dejando de lado los esquematismos trasnochados y las poses de arrogancia y superioridad, significa comprender –o sea, superar–, a objeto de conquistar un movimiento lo suficientemente coherente y efectivo que permita abandonar tanto los huecos del avestruz como las medianías “tibias” de los Snugs, a fin de terminar con esta locura miserable y gansteril. Fue eso lo que hizo grande, por ejemplo, al Pacto de Punto Fijo y especialmente a ese gran dialéctico de la praxis política llamado Rómulo Betancourt. Pero esto ya es otra historia.

El cisne de Avon.

El cisne de Avon por @jrherreraucv

Ben Johnson, gran dramaturgo y poeta del Renacimiento, afirmaba que William Shakespeare no pertenecía “a una determinada época, sino a la eternidad”. Lo llamaba, no por mera retórica, “el cisne de Avon”. Como se sabe, el cisne tiene, entre otras, la propiedad de posarse sobre los pantanos más pestilentes sin llegar a ensuciarse, sin perder por ello su impecable pulcritud. Por si no bastara el asombro ante semejante cualidad, conviene agregar que es de origen griego la metáfora del “canto del cisne”, según la cual, y poco antes de morir, el cisne interpreta el más bello de sus cantos. “Los cisnes –dice Aristóteles, en su Historia de los animales– son musicales, y cantan sobre todo en la proximidad de la muerte”. Durante su estancia en Oxford y en Londres, Giordano Bruno, cómplice de la “jerga de rufianes” shakespeariana y mártir por excelencia de la filosofía, pudo haber afirmado, con Ovidio, que “los cisnes suelen anunciar el canto de su propio réquiem”.

Cisne de Avon

“El cisne es blanco, sin mancha y canta dulcemente. Esa canción anuncia el fin de su vida”. Leonardo da Vinci.

Para que sea efectivamente objetivo el actus purus es absolutamente necesario –indispensable– atravesar un mar de impurezas. Más allá de las almas bellas –esa obstinada y siempre impotente figura de la negación abstracta que, pañuelo en mano, cavila y arquea frente a la inminente posibilidad de tener que ensuciarse las manos con el lodo de la “realidad efectual de las cosas”–, para que la libertad pueda demostrar la objetividad de su verdad frente a la tiranía, tiene que enfrentarse a ella y vencerla en todo escenario posible, hasta su definitiva superación. Lo “puro” no es puro si no es el resultado de su persistente lidia en y con lo impuro: Hic Rhodus, hic saltus. Nadie conoce más y mejor el valor de la pulcritud que quien ha tenido que vérselas, de frente, con la inmundicia.

Esta es, tal vez, una de las mayores lecciones de vida que Shakespeare le ha dejado escrita a la humanidad, de su puño y letra. Por cierto, con el auxilio de su siempre prístina pluma de cisne. To be or not to be –¿votar o no votar?–: that is the question. La base de toda autonomía consiste en saber asumir conscientemente la propia responsabilidad. El fundamento de toda democracia no es la dictadura de la mayoría, sino el respeto por la toma de decisión de los otros, aunque esa decisión no se comparta. En el pórtico de un siglo que parece estar signado por el fanatismo, la intolerancia y la tiranía, propias de los totalitarismos de todo signo, es obligación de quienes se esfuerzan en recuperar las sendas perdidas de la democracia no reproducir los mismos defectos e inconsistencias que han terminado por sepultarla. Ser auténticamente demócrata no consiste en declararlo formalmente. Ser es, siempre, hacer: praxis. Lo máximo, decía Hölderlin, está presente en lo mínimo. De igual modo, la “pureza”, sea esta filosófica, científica, política o moral, no es algo que ya venga dado, “listo para servir”, un supuesto previo que se presenta en una estructura arquitectónica prefabricada e independiente de la vida cotidiana –un “modelo” externo a la cosa–, sino que vive en la íntima coherencia y fecundidad comprensiva de cada situación particular.

Mucho más importante que los bizantinismos –que por lo general solo sirven para ocultar las pasiones tristes de quienes convierten el resentimiento, el odio y la retaliación en las motivaciones centrales de su existencia–, son “los latidos del corazón de viejo topo”, la auscultación del devenir de una sociedad que ha terminado por perder el control de sí misma y va flotando, a duras penas, sobre las aguas de la deriva. Mientras persista la torpe vocería de quienes confunden las causas con los efectos y los efectos con las causas, la canalla vil del narco-Estado seguirá recuperando sus fuerzas, oxigenando sus órganos vitales y exhibiendo ante el concierto internacional una musculatura que, desde hace mucho tiempo, no pasa de ser más que una ficción. En nombre de “los principios” –en realidad, un amasijo de prejuicios, mezcla de restos de anacronismos ideológicos y resabios de infantil seminarismo o de convento para termitas– la realidad real se difumina hasta la distorsión. Al fondo, ya no se puede ver con claridad la noble figura del espectro hamletiano, que reclama justicia, sino a un payaso, un guasón bananero trajeado de verde oliva, que sonríe a carcajadas mientras pisa con sus gruesas botas la dignidad de toda una sociedad exhausta.

Entre tanto, desde la distancia, y por encima de las miserias, los disfraces y la humareda dejada por las fiestas patronales (¡o satelitales!), el cisne-bardo sacude su lanza (shake-spear), mientras exige el consenso de rigor que ponga fin, de una vez por todas, a la tragedia del yugo y haga resurgir la virtud y el honor, sobre las firmes bases de una nueva cultura, de una educación de calidad y mérito, inspirada en el esfuerzo y la constancia, como la única posibilidad cierta de recuperar el espíritu democrático y poder conquistar la libertad, el progreso y la paz social y política. Los ojos de la civilización observan atentos los traspiés de la secuencia, desde una pantalla dividida en dos tomas de un mismo juego: de un lado, el triste espectáculo de un país que todo lo tiene para ser mejor, aunque obsesionado por los apasionamientos autodestructivos. Del otro, los intentos secesionistas de una de las regiones más pujantes de la Madre Patria, empecinada en marchar hacia la bancarrota posmoderna. También el sadismo oriental observa, a medida que promueve el crecimiento de sus anhelos totalitarios.

Llega la hora de la muerte del cisne. La tragedia da inicio a una nueva aurora. Su canto postrero es tan perfecto como inequívoco. Por eso, su réquiem aguarda. No culmina. En él las esperanzas no florecen. Prefiere anunciar la paradoja del fin de un siglo que apenas inicia, porque tarde o temprano la ruindad dará cuenta de los mayores trabajos de la razón. No obstante, sabe inspirar ejemplo: a veces toca enlodarse para comprobar la propia pulcritud. El amigo de Bruno, con la debida prudencia, también leyó a Maquiavelo. Y es probable que ambos compartieran –mientras se mofaban de las estériles disputas de los dogmáticos de siempre– las astucias que sostienen la trama del gran florentino.

http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/cisne-avon_207101

La realidad de la tempestad social.

Mascarada por José Rafael Herrera / @jrherreraucv

El temor es un modo del Espíritu, una condición del tiempo que transita y determina –desde la esperanza– la realidad. Después de todo, en cualquier historia pueden encontrarse una isla remota, un naufragio y una coincidencia. Artificios, comprendidos, sensu stricto, como arte y ficción. Dos momentos que conforman un elemento esencial, que se conjugan en la creación de la objetividad. No es un caso que la expresión ‘felicidad’ signifique, cabalmente, “para nosotros”. Por eso mismo, abstraerse de uno de esos momentos termina en la mera representación de lo real que deviene mascarada. Y sin embargo, toda ficción es una fictio, una posibilidad de realidad, siempre que el arte –la actiomentis– coincida, se adecúe, con la materia objetiva. La mascarada –obra de Ben Jonson– no es sólo una mera representación, un espectáculo, una vistosa, colorida y alegre puesta en escena, una mera forma sin contenido. Es, esencialmente, una mueca, y puede llegar a ser una trampa que abriga, desde sus entrañas, el temor.

Realidad y tempestad.


“...Lo uno y lo otro, lo otro y lo uno...”

W. Shakespeare, La Tempestad


Según los especialistas en la obra de Shakespeare, La Tempestad no es una comedia premeditada o sostenida. Más bien, es, como el pensamiento mismo, un acto de conciente imprecisión, dirigido contra los Lazzi (viejas “gracias”, acrobacias verbales, comodines sin luz) y los Generici (esqueletos de personajes, fantoches o simples fantasmas de monigotes arañeros, carentes de libre voluntad). Es, tal vez, “el texto más perfecto” del gran dramaturgo universal. Intentio obliqua de la intentio obliqua de toda tempestad, en la que el autor invoca la fuerza literaria de la poiesis, del in-genio de una época, de la creación –a un tiempo– intelectual y moral que resulta necesaria para ser que parezca verdad aquello que de otro modo sería considerado como una fábula, como algo fabuloso.

Se comprende por qué La Tempestad fuese una de las obras predilectas de Karl Marx, dado que en ella se puede apreciar, no sin nitidez, el jouer du masque característico del Eirón que sustenta todo discurso dialéctico. Porque la verdad es temeraria y no pocas veces carece de sutilezas. Como dice Shakespeare: “A la verdad le faltan delicadeza y oportunidad”, “Hurga en la herida, a la que no acepta poner vendas”.

Que “el final del Estado olvide su principio” es una lección cuya vigencia para el presente pretende ser ocultada, bajo la mascarada de un régimen que, desde hace mucho tiempo, ha decretado su propia bancarrota. Y mientras la mascarada va in crescendo y mostrando las fatuas alegrías de su compás, el embaucamiento se pone en evidencia. Detrás de la aparente tempestad surge, nítida, la real tormenta, hasta que la fictio transmuta en cruenta realidad de verdad.

Lo uno y lo otro deviene lo otro y lo uno. El discurso de los “héroes patrios” se ha vaciado de todo contenido y, finalmente, se ha hecho letra muerta. Las máscaras se han caído ante la fuerza del vendaval. Ya no hay bailecitos con Cilia y ya no cuentan las amenazas de los gorilas. El miedo se ha vuelto coraje y la coerción ya es más que un síntoma de la ausencia de consenso. La trama se descose con el pasar de los días, de las horas, de los minutos. La mascarada se ha hecho real y la tempestad muestra ser la obra de Ariel, ese Espíritu que trasciende la magia inscrita en “el libro” de Próspero. Y Calibán –¡ay!– yace al fondo, cargado de espanto, en un rincón, infectado de sus cobardes deformaciones ancestrales.

La venganza se ha vengado de sí misma y comienza a adquirir los sobrios rasgos de la Justicia. Nada es “natural” en todo esto. El rencor de la mirada cede ante las voces que claman Libertad. Nada ha sido “dado” o “donado”. Más bien, todo manifiesta ser conquista, la necesaria consecuencia de lo creado y producido –la poiesis–, de “factura humana”, como dice Vico. “Para nosotros” –la felicidad como tal– es labor del in-genio, del saber, de la creación como resultado: Verum et factum convertun tur reciprocatur.

Como en la obra de Shakespeare, todo parece invertirse. El espejo de la tempestad se ha hecho tempestad real. La ficción se vuelve realidad y la realidad ficción. El discurso se les ha devuelto, mientras, paso a paso, centenares de miles de personas lo van plenando de concreciones. Ironía de ironías: una lluvia de huevos ha puesto en evidencia que aquellos que en su momento tuvieron la oportunidad de enderezar las cosas y que, al final, fingieron estar creando toda una tempestad, han quedado al descubierto. La mascarada ha concluido. El resto es historia por construir.

http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/mascarada_178001

¨El enigma de Shakespeare¨





Hace un tiempo pude ver en YouTube un documental de la BBC sobre Shakespeare, el mismo lleva por nombre ¨el enigma de Shakespeare¨. A los estudiosos en temas de identidades les cuesta entender cómo un joven pobre y sin estudios universitarios sea uno de los autores más grande de las letras de occidente. Comparto la afirmación: sin dudas es el más grande escritor que haya pisado este mundo. Bueno, no seamos exagerados. Es uno de los más grande junto a unos pocos más. El primer libro que leí de Shakespeare fueron sus sonetos en una cara y erudita edición bilingüe que nunca compré, lo leí hace muchos años cuando trabajé temporalmente en una librería. Ahí, en mi lugar de trabajo, tuve mi primer encuentro con Shakespeare. Luego a través de la biblioteca de mi hermana leí mis primeras dos tragedias: Hamlet y Macbeth. Luego de bibliotecas públicas sumé: Romeo y Julieta, El rey Lear, Medida por Medida, El mercader de Venecia y no recuerdo mucho más. No tengo un solo libro de Shakespeare en mi biblioteca. Pero dejando de lado mis referencias de lectura: ¿qué es Shakespeare? Es un poeta operando bajo el registro de un dramaturgo porque la base de la escritura shakesperiana es la poesía. 


Recientemente alguien me consultó sobre la existencia de Sócrates. Su identidad. ¿Personaje conceptual del platonismo? De modo análogo hay varias hipótesis sobre la identidad del autor de las obras de Shakespeare, el documental que mencioné más arriba deja entrever que el autor es Christopher Marlowe quien prestó servicios como espía a la corte isabelina,  frente a la posibilidad de un atentado tuvo que fingir su muerte y vivir en el extranjero el resto de su vida. Sorprende la enorme imaginación de estos investigadores para quienes el asunto de la identidad del autor es un asunto de primera importancia. Según todos conocemos, Marlowe murió asesinado de un cuchillazo en el ojo en una taberna en medio de una discusión de borrachos. Pero para los estudiosos esto no es tan así y buscan explicaciones en sus intrincadas reflexiones no carentes de imaginación e intrigas ocultas. Según esta versión, la muerte en la taberna fue una simulación, una puesta en escena, para salvar la vida del espía-poeta. 


De hecho, hay una película reciente que trata este asunto desde una perspectiva pseudohistórica, ¨Anonymus¨. La trama sostiene que el autor de las obras de Shakespeare es Edward de Vere, Conde de Oxford, quien mantiene un amorío con Isabel I y hasta ronda la posibilidad del incesto. De este modo, nuestro autor es un posible hijo bastardo más de la reina inglesa. La película no es mala pero no deja de expresar cuán importante sigue siendo para muchos estudiosos el problema de la identidad de Shakespeare y cómo el problema genera ficciones entorno a la identidad desconocida. ¿Quién es? No podemos responderlo. Es muy posible que esta noche mire Hamlet de  Kenneth Branagh, la película dura casi cuatro horas y cuenta con un enorme elenco de actores. Sin embargo, salvo unas pocas excepciones, el cine suele presentar adaptaciones recortadas. Sustituye a las imágenes mentales por efectos visuales, no siempre logrando estar a la altura de la versión original. Kundera presentó en ¨La inmortalidad¨ una imagen con mayor contenido simbólico que cualquier otro registro cinematográfico, escribió: ¨...el Templo de la Fama, y alrededor de él todos los grandes autores teatrales de todas las épocas. Por la zona central que quedaba libre entre ellos, sin prestarles atención, se encaminaba directamente hacia el templo un hombre con una chaqueta ligera; se le veía desde atrás y no había en él nada de particular. Debía de ser Shakespeare, quien, sin tener predecesores y sin preocuparse por seguir modelos, avanzar por su cuenta hacia la inmortalidad¨

A Kundera poco le importa el problema de la identidad y asume que el autor no es otro más que el mismo Shakespeare. Sólo un nombre. Tampoco me importa conocer la identidad del poeta, asumo que es Shakespeare como también asumo la existencia de Sócrates sin importarme si es una figura literaria del genio de Platón o un señor que vivió en las Atenas del siglo V a.C. ¿No es real Don Quijote, tanto o más que el mismo Cervantes?  Ayer leí que para algunos la identidad nos la da el cuerpo a través de la objetivación que los otros hacen de nosotros: ser negro por ejemplo o pobre es una identidad que se impone desde afuera objetivando al sujeto desde lo contingente. Nadie elige nacer negro o pobre o blanco o amarillo o verde o rosado. Contingencias. Lo esencial es que no hay nada esencial. Así, lo esencial en Shakespeare es su obra. El autor detrás de las mismas, si asumimos el misterio de su identidad, ¿no corremos el riesgo de perdernos en hipótesis trasnochadas y pasar por alto el placer estético? Sin embargo reconozco que el planteo primero no implica necesariamente lo segundo pero como problema me parece estéril. ¿Es necesario ir más allá del texto? ¿Qué hizo? ¿Cómo vivió? ¿Con quiénes se acostó? ¿Quién es Shakesperare? 

Siempre encontré tensiones en la obra del poeta entre lo universal y lo particular, exponer la psicología más profunda del alma humana a través de situaciones particulares presentes en el desarrollo de los conflictos de los distintos personajes pero que escapan a ese micro-universo del texto para hacer presente pasiones universales: el amor, la traición, el romance juvenil, la impotencia de la ancianidad, la virilidad de la juventud, la miseria y la avaricia como también la fidelidad y la amistad, lo mágico y sobrenatural y el mundo de las rencillas palaciegas, tantas expresiones que se me escapan. Un sentimiento inefable. Nunca se me ocurriría escribir un ¨análisis¨ de algunas de sus obras y hasta hay aberraciones psicoanalíticas que ven por ejemplo en Hamlet un conflicto de Edipo y no sé cuántas interpretaciones más por el estilo. Frente al misterio, la belleza y el suspiro: el silencio y el placer en el cuerpo ante la prosa meditada, el trabajo artesanal de ir tejiendo con palabras, trabajo manual de elaboración del texto. El cuerpo puesto en las palabras.  

Ayer leía ciertos pasajes de Macbeth y Hamlet dejándome caer en la más absoluta perplejidad. Perplejidad es el término correcto. Me preguntaba cómo es posible el objeto terminado. La perfección en el estilo, la sonoridad de las palabras como una música con ritmos que siguen acentos distintos conformando una melodía poética. Violenta por momentos, con estados de desasosiego, la duda y la certeza, la lectura en voz alta: ¨Ser o no ser, esa es la cuestión ... Si es o no esta nobleza del pensamiento para sufrir los tiros y flechas de la desdichada fortuna, o para tornar las armas contra un mar de problemas, y darles fin con firmeza. Morir ... Es dormir ... No más. Y con un sueño decimos el final. Los dolores del corazón y las miles de aflicciones naturales que nuestra carne hereda, se acaban. Este momento sería deseado devotamente. Morir, es dormir ... Y dormir, tal vez soñar. Sí, aquí está el obstáculo; porque ese sueño de muerte que soñamos puede llegar, cuando hayamos abandonado este despojo mortal. Debemos darnos una pausa ... Ahí está el respeto que imponen las calamidades de una larga vida. ¿Para qué desafiar los azotes y desprecios del tiempo, los errores opresores, el orgullo ofensivo del hombre, las angustias de un mal pagado amor, los quebrantos de la ley, la insolencia de los oficiales y los desdenes de los soberbios, cuando uno mismo podría procurarse la quietud con una daga? ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando y gimiendo bajo el peso de una vida agotadora, si no fuera por el temor de que existe alguna cosa más allá de la muerte: el desconocido país, de cuyos límites ningún viajero regresa, que nos llena de dudas y nos hace sufrir esos males que tenemos, antes de ir a buscar otros que no conocemos? De este modo la conciencia nos hace a todos cobardes; así la tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia; y las empresas de gran importancia, por esta sola consideración, toman otro camino y se reducen a designios vanos. Pero ... ¡qué veo! ¡La hermosa Ofelia! Ninfa, espero que mis pecados no sean olvidados en tus oraciones.¨

La cita pertenece al tercer acto y la tomé de una página de internet porque no tengo el libro aquí conmigo. Sería bueno después de todo dejarnos arrastrar por el problema identitario y jugar un poco con el problema. Tengo una hipótesis. Un joven poeta de familia humilde de Stratford-upon-Avon decide dejar a su esposa e hijos para buscar suerte en Londres. La figura del joven Marlowe acapara toda la escena, después de todo el recién llegado es un provinciano con ambiciones literarias, espera su momento pero no deja de trabajar en sus escritos. La fortuna, esa diosa caprichosa y huidiza, le acaricia la cara, lo besa y se acuesta con él pero para asegurar el éxito de su empresa su identidad debe ser un misterio. Nunca nadie conocerá al personaje detrás de las palabras, no hay autor, sólo rumores y especulaciones, también envidias, nunca nadie conocerá el rostro del bardo. Debe adoptar un medio por el cual conectar sus obras al público, un rostro mediador con un nombre bajo el cual asegurar que nunca se descubra la identidad del autor de las palabras. ¿Y si afuera ella, una mujer de una sensibilidad extrema, de una mirada profunda y soñadora capaz de ver las profundidades del alma la dueña de las palabras del poeta? Una mujer, Shakespeare es mujer. Suficiente. Decir Shakespeare es evocar a las tres brujas que danzan entorno a Macbeth, a toda la poesía de mundo contenida en pequeños libros superiores a cualquier retrato del hombre presente en los libros de psicología. Nadie más supo expresar el delirio del mundo, el caos interno que corroe a los hombres, ponderar las pasiones y los sentimientos bajo un juego de máscaras. Un juego de máscaras en el teatro. En un costado, en las sombras, la silueta de lo que bien puede ser un hombre o una mujer. Sólo un nombre: Shakespeare.