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La soledad.

La soledad

La compañía en la soledad de Walden.

Lectura de Thoreau en Walden, la vida en los bosques, sobre la soledad del hombre y la compañía de este con sus pensamientos y los demás hombres.


Mi casa se halla en la falda de una colina, contigua al borde del gran bosque, en medio de un soto de pinoteas y nogales americanos, y a media docena de varas de la laguna, a la que conduce, colina abajo, un estrecho sendero.

Mientras me siento en la ventana esta tarde estival, los gavilanes giran alrededor de mi descampado; la velocidad de las palomas salvajes volando de a dos o de a tres frente a mí, o paseándose inquietas sobre las ramas del pino blanco que está detrás de mi casa, confiere su voz al aire; un halcón marino se sumerge en la brillante superficie del lago y saca un pez; un visón se desliza ante mi puerta y se apodera de una nana junto a la costa; el junco está inclinándose bajo el peso de los pajaritos que revolotean de aquí para allá; y durante la última media hora, he oído el traqueteo del tren, muriendo por momentos para dejarse oír de nuevo, al igual que el redoble de la perdiz, llevando viajeros de Boston hacia el campo.

El ferrocarril de Fitchburg toca la laguna en un punto situado a unas cien varas al sur de donde vivo. Suelo ir al pueblo a lo largo de su terraplén, y estoy como unido a la sociedad por este eslabón. El silbido de la locomotora penetra en mi bosque en invierno y verano, sonando como el grito de un halcón que se dirigiera hacia el patio de algún chacarero, informándome de que muchos inquietos comerciantes de la ciudad han entrado en el perímetro del pueblo, o emprendedores hacendados lo han hecho por la parte opuesta. Al llegar bajo un mismo horizonte, gritan sus avisos al otro para que le deje libre el camino, que algunas veces se escuchan a través de los círculos de dos villas. ¡Campo, aquí vienen tus comestibles! ¡He aquí vuestras raciones, campesinos! No existe un hombre con la suficiente independencia en su chacra como para poder decir que no.


¡Si todo fuera como parece y los hombres hicieran a los elementos servidores suyos, pero con nobles fines! ¡Si la nube de vapor que cuelga sobre la locomotora fuer a la respiración de hechos heroicos, o tan benéfica como la que flota sobre ¡os campos del labrador, entonces los elementos y la naturaleza entera acompañarían alegremente a los hombres en sus andanzas y serían su escolta!


Observo el paso de los vagones a la mañana con el mismo sentimiento con que observo levantarse al sol, que es apenas más regular. Su huella de nubes extendiéndose mucho hacia atrás y elevándose más y más hacia el cielo, mientras los vagones van a Boston, oculta al sol durante un minuto y deja en sombras mi campo distante; este es un tren celestial junto al cual el pequeño tren de vagones que abraza la tierra no es más que la púa de una lanza. (...)


Este es un atardecer delicioso, cuando todo el cuerpo es un solo sentido y absorbe deleite por todos los poros. Voy y vengo con una extraña libertad por la Naturaleza, siendo parte de ella misma. Mientras camino a lo largo de la costa pedregosa de la laguna, en mangas de camisa (a pesar de que el día es frío, nublado y ventoso), no veo nada especial que me atraiga: todos los elementos me son extraordinariamente afines. Las ranas simulan anunciar la noche y las notas de los chotacabras son transportadas sobre la superficie del agua con el viento ondulante. Mi empatía con las agitadas hojas de los alisos y de los álamos casi me corta la respiración, pero al igual que la laguna, mi serenidad se riza pero no se perturba. Estas pequeñas olas, levantadas por el viento crepuscular, están tan lejos de la tormenta como la tersa superficie reflectora. Aunque ahora está oscuro, el viento sopla y ruge aún en el bosque, las olas siguen chocando y algunos animales arrullan al resto con sus cantos.


Generalmente existe espacio suficiente a nuestro derredor. Nuestro horizonte no se halla nunca junto a la mano. El espeso bosque no está frente a nuestra puerta, tampoco la laguna, sino que siempre hay un espacio libre, familiar y gastado por nosotros, apropiado y cercado en alguna forma y reclamado a la Naturaleza. ¿Cuál es la razón por la que tengo este vasto espacio habilitado para mi albedrío, este circuito de algunas millas cuadradas de bosque no transitadas, que ha sido dejado para mi privacidad por el resto de los hombres? Mi vecino más cerca no se halla a una milla de aquí y ninguna casa es visible desde lugar alguno, como no fuera desde la cima de la colina a media milla de distancia de mi hogar. Mi horizonte está limitado por bosques que son sólo para mí: de un lado, veo a lo lejos el ferrocarril en el sitio que toca la laguna, y del otro lado el cerco que bordea el camino del bosque. Pero en su mayor parte, el lugar donde vivo es tan solitario como las praderas. Es tan Asia o Africa como Nueva Inglaterra. Es como si tuviera mi propio sol, mis propias luna y estrellas, y un pequeño mundo entero para mí. De noche, nunca un viajero pasó por mi casa o golpeó mi puerta, como si yo fuera el primero o el último de los hombres, excepto en la primavera, cuando con largos intervalos solían venir algunos pobladores de la aldea a pescar fanecas. Creo que los hombres están aún un poco temerosos de la oscuridad, aunque todas las brujas fueron colgadas y se las sustituyó por la cristiandad y las velas. Sin embargo, experimenté algunas veces que la sociedad más dulce y tierna, la más inocente y alentadora, puede hallarse en cualquier objeto natural, y esto es válido hasta para el pobre misántropo y para el hombre más melancólico. (...)


Nunca me he sentido solo, ni tampoco deprimido por forma alguna de soledad, salvo una vez, y esto fue unas pocas semanas después de haber venido a los bosques, cuando por una hora dudé de si la próxima vecindad del hombre no sería esencial para una vida serena y saludable. El estar solo era entonces poco placentero para mí, pero al mismo tiempo me daba cuenta de que estaba pasando por una ligera dolencia en mi modo de pensar y parecía prever que había de mejorarme. En medio de una lluvia suave, mientras prevalecían estos pensamientos, noté de pronto la existencia de una sociedad dulce y benéfica en la Naturaleza, en el golpear acompasado de las gotas y en cada sonido y vista alrededor de mi casa; una amistad infinita e indescriptible, como si se tratara de toda una atmósfera que me mantenía, una amistad que convirtió en insignificantes todas las ventajas imaginarias de la vecindad humana; y no he pensado en ella desde entonces. Cada pequeña aguja de los pinos se dilataba, henchida de simpatía, y me ofrecía su amistad. Me di cuenta muy claramente de la presencia de algo relacionado conmigo hasta en los parajes y escenas que solemos llamar salvajes y tristes, y también de que mi pariente más próximo y el más humano no era una persona, ni un habitante de la villa; y pensé que a partir de entonces ningún lugar me sería extraño. (...)


Con frecuencia solían decirme: “Me atrevo a pensar que usted se siente solo por allí y que desea estar más cerca de la gente, especialmente en los días y noches de lluvia y nieve.” Suelo tener deseos de contestar a esas gentes: “Este planeta entero donde vivimos no es más que un punto en el espacio. ¿A qué distancia creen ustedes que viven los dos habitantes más lejanos de aquella estrella, el ancho de cuyo disco no puede ser apreciado por nuestros instrumentos? ¿Por qué habría de sentirme solo? ¿No está nuestro planeta en la Vía Láctea?”. No me parece que esa pregunta que me han formulado sea la más importante. ¿Qué clase de espacio es el que separa a un hombre de sus semejantes y le hace sentirse solitario? He descubierto que ningún movimiento de las piernas puede aproximar a dos mentes. ¿Cerca de qué queremos vivir nosotros, principalmente? Seguro que no ha de ser de muchos hombres, de la estación de tren, del depósito, la oficina de correos, el bar, la capilla, el edificio de la escuela, el almacén, los barrios residenciales o los del bajo fondo, donde los hombres se congregan en su mayor parte, sino de la fuente perenne de nuestra vida, donde según nuestra experiencia hemos comprobado que emana aquella, como el sauce quiere estar cerca del agua y envía sus ramas en esa dirección. Este sitio variará de acuerdo con las distintas naturalezas, pero allí el hombre sabio cavará su sótano. (...)


Somos la materia de un experimento que no deja de tener interés para mí. ¿Acaso no nos podemos arreglar por un corto lapso sin la sociedad de nuestras chismografías, teniendo a nuestros propios pensamientos para que nos alegren? Confucio dice en verdad: “La virtud no queda como un huérfano abandonado; debe necesariamente tener vecinos.”


Con el pensamiento podemos estar junto a nosotros mismos, en un sentido sano. Por un esfuerzo consciente de la mente, podemos estar separados de las acciones y de sus consecuencias; y todas las cosas, tanto las buenas como las malas, pasan por nosotros como un torrente. No estamos completamente involucrados en la Naturaleza. Puedo ser el madero arrastrado por la corriente o Indra mirándolo desde el cielo. Puedo ser afectado por una función de teatro, o, por el contrario, puedo no ser afectado por un suceso real que parece estar mucho más relacionado conmigo. Me conozco sólo como una entidad humana; como la escena, por así decirlo, de mis pensamientos y afectos, y me hago cargo de una cierta duplicación, por la cual puedo situarme tan lejos de mí mismo como de cualquier otra persona. A pesar de mi intensa experiencia, soy consciente de la presencia y crítica de una parte mía, que es como si no fuera una parte de mí, sino un espectador que no comparte experiencia alguna, sino que toma nota de todas; y eso no es más mi persona de lo que lo eres tú. Cuando la comedia, quizá la tragedia, de la vida se ha acabado, el espectador sigue su camino. En lo que a él respecta fue una especie de ficción, tan sólo un trabajo de la imaginación. Esta duplicidad puede convertirnos fácilmente algunas veces en malos vecinos y amigos.


Encuentro saludable el hallarme solo la mayor parte del tiempo. Estar en compañía, aunque sea la mejor, se convierte pronto en fuente de cansancio y disipación. Me encanta estar solo. Nunca encontré una compañía tan compañera como la soledad. Casi siempre solemos estar más solos cuando estamos entre los hombres que cuando nos quedamos en nuestras habitaciones. Un hombre que piensa o trabaja está siempre solo, encuéntrese donde se encuentre. La soledad no se mide por las millas espaciales que separan a un hombre de sus semejantes.

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La desobediencia civil es el título de una conferencia escrita por Henry David Thoreau que se publicó en 1848. En este escrito Thoreau explica los principios básicos de la desobediencia civil que él mismo puso en práctica: en el verano de 1846 se negó a pagar sus impuestos por lo que fue detenido y encerrado en la prisión de Concord. Él se justificó explicando que se negaba a colaborar con un Estado que mantenía el régimen de esclavitud y emprendía guerras injustificadas, en aquel caso concreto contra México.

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Dotado de un estilo agudo y penetrante que llegó a valerle el Premio Nobel de Literatura en 1927, Henri Bergson es uno de los filósofos fundamentales del siglo xx. Sus concepciones teóricas descansan sobre la idea central de que la experiencia se manifiesta bajo dos aspectos diferentes: de una parte, en forma de hechos situad os en el espacio, cuyo estudio constituye el dominio propio de la ciencia; de otra, como intuición de la pura duración, cuyo método es la filosofía. Los tres ensayos en torno a la comicidad que integran LA RISA constituyen seguramente su obra más popular, así como una muestra inmejorable de su pensamiento. En ella ofrece una definición del problema de lo cómico en la vida humana que se ha convertido en un clásico.

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Hacer vida en los bosques: lectura de Thoreau


Lectura de Thoreau en Walden La vida en los bosques.
Thoreau es uno de los padres fundadores de la literatura estadounidense, fue agrimensor, naturalista, conferenciante y fabricante de lápices. En esta lectura describe lo que para él es una fuerza muy poderosa, a la que llama "la fuerza del bosque", la lectura describe con mucho detalle las características de aquellos pueblos que hacen -o hacían, vida en los bosques. Y de la gran importancia del bosque para todo el grupo.

La vida de nuestra aldea se estancaría de no ser por los bosques y prados sin explorar que la circundan. Necesitamos el tónico de la rusticidad, a veces caminar por marjales donde acechan el alcaraván y la sora y oír el zumbido de la agachadiza, oír el susurro de la enea en la que solamente labra su nido algún ave más salvaje y solitaria y el visón se arrastra con su abdomen muy cercano a la tierra. A la par que estamos empeñados en explorar y aprender todas las cosas, requerimos que todas ellas sean misteriosas e inexplorables, que la tierra y el mar sean infinitamente salvajes, no inspeccionados ni sondeados por nosotros, por ser insondables. Jamás nos hartamos de la Naturaleza. Debemos refrescarnos con la visión de ese vigor inagotable, de caracteres vastos y titánicos, la costa marítima con sus desechos de naufragios, las selvas con sus árboles tanto vivos como yertos, la nube del trueno y el diluvio que dura tres semanas y origina inundaciones. Necesitamos ver que nuestros propios límites han sido sobrepasados y alguna criatura viviente paciendo con libertad donde jamás apacentaríamos nosotros.

Nos agrada ver el buitre alimentándose de la carroña que nos molesta y desazona, y obteniendo salud y vigor de tal comida. En el sendero que a mi casa se dirigía, se encontraba un jamelgo muerto que a veces me obligaba a salir de mi camino (sobre todo de noche, cuando el aire se ponía pesado), pero ello fue compensado por la seguridad que me proporcionó del voraz apetito y la inviolable salud de la Naturaleza. Me gusta ver que la Naturaleza este tan plena de vida como para permitirse que miles de criaturas sean sacrificadas y sufrir que se devoren las unas a las otras; que tiernas organizaciones puedan ser tranquilamente eliminadas de la existencia, aplastadas como pulpa, como los renacuajos son zampados por las garzas, o las tortugas y sapos reventados en el camino. ¡Y que a veces ello haya hecho llover carne y sangre!
Con la exposición a los accidentes, debemos ver cuan ligera cuenta se lleva por ellos. La impresión que todo eso produce a un sabio es que existe una inocencia universal. A fin de cuentas el veneno no es venenoso, ni las heridas son fatales. La compasión es un terreno muy difícil de sostener. Debe ser expeditiva y sus alegatos no toleran volverse estereotipados.

A principios de mayo, los robles, nogales americanos, arces y otros árboles que estaban brotando entre las pinedas que rodean a la laguna proporcionaban al paisaje un brillo semejante al del sol, especialmente en los días nublados, como si el sol estuviera quebrando las brumas y brillando suavemente en las laderas aquí y allá. Y así las estaciones van rodando hacia el estío como si uno paseara entre hierbales cada vez más altos.

(...)

Abandoné el bosque por una razón tan potente como aquella que me llevó a él. Me pareció que quizá tenía ya varias vidas más que cumplir y que no podía dedicar más tiempo a esa clase de vida. Es notable cuán fácil e insensiblemente reincidimos en un camino particular y lo convertimos en un sendero trillado. Aún no había vivido yo allá una semana y mis pies ya habían marcado una senda entre la puerta de la casa y la orilla de la laguna; y aunque ya hacia cinco o seis años que la recorría, todavía se la distinguía perfectamente bien. Sospecho que otros la habrán usado también y contribuido así a mantenerla abierta. La superficie de la tierra es blanda y en ella se imprimen las pisadas humanas; y lo mismo sucede con los caminitos que recorre la mente. ¡Cuán estropeadas y polvorientas deben de estar, pues, las grandes carreteras del mundo y cuán profundas las huellas que dejan en ellas la tradición y el conformismo! No quiero tomar pasaje de camarote, sino más bien ir delante del mástil, sobre la cubierta del mundo, porque desde allí podré divisar mejor la luz lunar entre las montañas. Ya no deseo viajar abajo.

Con mi experimento aprendí al menos que si uno avanza confiado en la dirección de sus ensueños y acomete la vida que se ha imaginado para sí, hallará un éxito inesperado en sus horas comunes. Dejará atrás algunas cosas, cruzará una invisible frontera; unas leves nuevas, universales y más liberales, principiarán a regir por sí mismas dentro y alrededor de él; o las viejas leyes se expandirán y serán interpretadas en beneficio suyo en un sentido más generoso, y vivirá con el permiso de seres pertenecientes a un orden más elevado. En la proporción en que haga más sencilla su vida, le parecerán menos complicadas las leyes del[ universo y la soledad no será soledad, ni la pobreza será pobreza, ni la debilidad será debilidad. Si uno ha construido castillos en el aire, su tarea no se perderá; porque ahí están bien edificados. Que tan sólo ponga ahora los cimientos bajo esos castillos.


 Lectura de Thoreau en Walden La vida en los bosques.

La importancia del arte de caminar. Thoreau



Thoreau expone en su pensamiento una voluntad de potenciación personal, anterior a Nietzsche, en este relato: se puede "coger" un boceto de aquel Zaratustra por tierras Apinas y adivinar la posibilidad de que el siguiente texto de Thoreau -quizá- sirvió de inspiración al hombre del martillo.

Lectura de Thoreau en Caminar. 

En el curso de mi vida me he encontrado sólo con una o dos personas que comprendiesen el arte de Caminar, esto es, de andar a pie; que tuvieran el don, por expresarlo así, de sauntering [deambular]: término de hermosa etimología, que proviene de “persona ociosa que vagaba en la Edad Media por el campo y pedía limosna so pretexto de encaminarse à la Sainte Terre”, a Tierra Santa; de tanto oírselo, los niños gritaban: “Va a Sainte Terre”: de ahí, saunterer, peregrino. Quienes en su caminar nunca se dirigen a Tierra Santa, como aparentan, serán, en efecto, meros holgazanes, simples vagos; pero los que se encaminan allá son saunterers en el buen sentido del término, el que yo le doy.— Hay, sin embargo, quienes suponen que la palabra procede de sans terre, sin tierra u hogar, lo que, en una interpretación positiva querría decir que no tiene un hogar concreto, pero se siente en casa en todas partes por igual. Porque éste es el secreto de un deambular logrado. Quien nunca se mueve de casa puede ser el mayor de los perezosos; pero el saunterer, en el recto sentido, no lo es más que el río serpenteante que busca con diligencia y sin descanso el camino más directo al mar. Sin embargo, yo prefiero la primera etimología, que en realidad es la más probable. Porque cada caminata es una especie de cruzada, que algún Pedro el Ermitaño predica en nuestro interior para que nos pongamos en marcha y reconquistemos de las manos de los infieles esta Tierra Santa.

La verdad es que hoy en día no somos, incluidos los caminantes, sino cruzados de corazón débil que acometen sin perseverancia empresas inacabables. Nuestras expediciones consisten sólo en dar una vuelta, y al atardecer volvemos otra vez al lugar familiar del que salimos, donde tenemos el corazón. La mitad del camino no es otra cosa que desandar lo andado. Tal vez tuviéramos que prolongar el más breve de los paseos, con imperecedero espíritu de aventura, para no volver nunca, dispuestos a que sólo regresasen a nuestros afligidos reinos, como reliquias, nuestros corazones embalsamados. Si te sientes dispuesto a abandonar padre y madre, hermano y hermana, esposa, hijo y amigos, y a no volver a verlos nunca; si has pagado tus deudas, hecho testamento, puesto en orden todos tus asuntos y eres un hombre libre; si es así, estás listo para una caminata.

Para ceñirme a mi propia experiencia, mi compañero y yo –porque a veces llevo un compañero—, disfrutamos imaginándonos miembros de una orden nueva, o mejor, antigua: no somos Caballeros, ni jinetes de cualquier tipo, sino Caminantes, una categoría, espero, aún más antigua y honorable. El espíritu caballeresco y heroico que en día correspondió al jinete parece residir ahora –o quizás haber descendido sobre él— en el Caminante; no el Caballero, sino el Caminante Andante. Un a modo de cuarto estado, independiente de la Iglesia, la Nobleza y el Pueblo.

Hemos notado que, por la zona, somos casi los únicos en practicar este noble arte; aunque, a decir verdad, a la mayoría de mis vecinos, al menos si se da crédito a sus afirmaciones, les gustaría mucho pasear de vez en cuando como yo, pero no pueden. Ninguna riqueza es capaz de comprar el necesario tiempo libre, la libertad y la independencia que constituyen el capital en esta profesión. Sólo se consiguen por la gracia de Dios. Llegar a ser caminante requiere un designio directo del Cielo. Tienes que haber nacido en la familia de los Caminantes. Ambulator nascitur, non fit [el caminante nace, no se hace]. Cierto es que algunos de mis conciudadanos pueden recordar, y me las han descrito, ciertas caminatas que dieron diez años atrás y en las que fueron bendecidos hasta el punto de perderse en los bosques durante media hora; pero sé muy bien que, por más pretensiones que alberguen de pertenecer a esta categoría selecta, desde entonces se han limitado a ir por la carretera. Sin duda durante un momento se sintieron exaltados por la reminiscencia de un estado de existencia previo, en el que incluso ellos fueron habitantes de los bosques y proscritos.

camino en el bosque, caminar en el bosque,
Camino marcado en un paso del bosque.

Creo que no podría mantener la salud ni el ánimo sin dedicar al menos cuatro horas diarias, y habitualmente más a deambular por bosques, colinas y praderas, libre por completo de toda atadura mundana. Podéis decirme, sin riesgo: “Te doy un penique por lo que estás pensando”; o un millar de libras. Cuando recuerdo a veces que los artesanos y los comerciantes se quedan en sus establecimientos no sólo la mañana entera, sino también toda la tarde, sin moverse, tantos de ellos, con las piernas cruzadas, como si las piernas se hubieran hecho para sentarse y no para estar de pie o caminar, pienso que son dignos de admiración por no haberse suicidado hace mucho tiempo.

A mí, que no puedo quedarme en mi habitación ni un solo día sin empezar a entumecerme y que cuando alguna vez he robado tiempo para un paseo a última hora –a las cuatro, demasiado tarde para amortizar el día, cuando comienzan ya a confundirse las sombras de la noche con la luz diurna— me he sentido como si hubiese cometido un pecado que debiera expiar, confieso que me asombra la capacidad de resistencia, por no mencionar la insensibilidad moral, de mis vecinos, que se confinan todo el día en sus talleres y sus oficinas, durante semanas y meses, e incluso años y años. No sé de qué pasta están hechos, sentados ahí ahora, a las tres de la tarde, como si fueran las tres de la mañana. Bonaparte puede hablar del valor de las tres de la madrugada, pero eso no es nada comparado con el valor necesario para quedarse sentado alegremente a la misma hora de la tarde, cara a cara con uno mismo, con quien se ha estado tratando toda la mañana, intentando rendir por hambre una guarnición a la que uno está ligado con tan estrechos lazos de simpatía. Me maravilla que hacia esa hora o, digamos, entre las cuatro y las cinco, demasiado tarde para los periódicos de la mañana y demasiado pronto para los vespertinos, no se escuche por toda la calle una explosión general, que esparza a los cuatro vientos una legión de ideas y chifladuras anticuadas y domésticas para renovar el aire… ¡y al diablo con todo!.

No sé cómo lo soportan las mujeres, que están aún más recluidas en casa que los hombres; aunque tengo motivos para sospechar que la mayor parte de ellas no lo soporta en absoluto. Cuando, en verano, a primera hora de la tarde, nos sacudimos el polvo de la ciudad de los faldones del traje, pasando raudos ante esas casas de fachada perfectamente dórica o gótica, mi acompañante me susurra que lo más probable es que a esas horas todos sus ocupantes estén acostados. Es entonces cuando aprecio la belleza y la gloria de la arquitectura, que nunca se recoge, sino que permanece siempre erguida, velando a los que dormitan.

Sin duda, el temperamento y, sobre todo, la edad tienen mucho que ver con todo esto. A medida que un hombre envejece, aumenta su capacidad para quedarse quieto y dedicarse a ocupaciones caseras. Se hace más vespertino en sus costumbres conforme se aproxima al atardecer de la vida, hasta que al final se pone en marcha justo antes de la puesta del sol y pasea cuanto necesita en media hora.

Pero al caminar al que me refiero nada tiene en común con, como suele decirse, hacer ejercicio, al modo en que el enfermo toma su medicina a horas fijas, como el subir y bajar de las pesas o los columpios, sino que es en si mismo la empresa y la aventura del día. Si queréis hacer ejercicio, id en busca de las fuentes del alma. ¡Pensad que un hombre levante pesas para conservar la salud, cuando esas fuentes borbotean en lejanas praderas a las que no se le ocurre acercarse!

Aún más, tienes que andar como un camello, del que se dice es el único animal que rumia mientras marcha.

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