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El tiempo presente de la política en la política del tiempo presente


Por José rafael Herrera / @JRHERRERAUCV.

Por fortuna, la filosofía “siempre llega demasiado tarde”, como afirmara Hegel. En sentido estricto, ella no es ni un modo general ni un modo particular de hacer proselitismo político, ni de forma directa y explícita ni de forma indirecta e implícita. Más bien, ama pintar su “gris sobre gris”, porque su objeto es de otra naturaleza: comprende lo que es, en virtud de que se propone reconstruirlo pacientemente. Su labor es la de dar cuenta del presente y de lo real. No bosqueja el mundo como este debería ser, sino que más bien lo desmitifica, confirmando la profanidad de lo que se pensaba sagrado, la obscenidad sobre la cual se construyen los rígidos códigos que suelen ocultar los intereses y las indemnizaciones, incluyendo Odebrecht o los Papers panameños.


El rey está desnudo.


Pone el dedo sobre las tumoraciones de la realidad y advierte sobre la urgencia, sin sofismas ni demagogias. Las medianías y las medias tintas le resultan despreciables, porque no hay, a su juicio, soluciones provisionales, transitorias, “metodológicas”, “de a poquito”, como solía decir el ingenioso hidalgo Pedro León Zapata. Extremos que desempeñan hoy el papel de extremo y mañana el de medio, “cabezas de Janos que ora se muestran de frente, ora se muestran de atrás y tienen un carácter diferente por atrás que por delante.

Lo que primeramente está determinado como medio entre dos extremos, se presenta él mismo ahora como extremo, y uno de los dos extremos el cual fue mediado por él con el otro, surge de nuevo como extremo entre su extremo y su medio”. Es como el león en el Sueño de una noche de verano que exclama: “Yo soy el león y yo no soy el león, soy Snug”. De hecho, están los abstencionistas de toda la vida y los electoralistas de toda la vida y, por supuesto, entre los extremos de los unos y los otros, están los Snugs.

Las consecuencias son conocidas: Sócrates fue acusado de “impiedad”, condenado y ejecutado; Platón fue encarcelado y vendido como esclavo; a Maquiavelo se le apresó, se le expropiaron sus bienes y se le confinó a vivir en un pequeño y apartado pueblo; Bruno, acusado de herejía, fue condenado a morir en la hoguera, y a Spinoza, “judío y ateo”, se le excomulgó y aisló, para que nadie pudiese cruzar palabra con él. A Fichte se le expulsó de la universidad y se le prohibió dar clases, mientras que Federico Guillermo IV decretaba “extirpar de las universidades la serpiente de la razón hegeliana”.

Cada filósofo, a su modo y en su respectivo tiempo, ha puesto en entredicho El traje nuevo del emperador, se ha atrevido a exclamar: “El rey está desnudo”. El poder, bajo la forma que asuma, no perdona la revelación de la verdad. A pesar de ello, la filosofía intenta, una y otra vez, recuperar –no pocas veces, furtiva y sigilosamente– el fuego secuestrado por el poder para encender las luces en las tinieblas y poner las cosas al descubierto. El precio, como se podrá observar, ha sido muy alto. Pero los regímenes pasan y el pensamiento sigue pensando. No es la política de la inmediatez, en suma. Ni cambia de posición de acuerdo con circunstancias e intereses. Si lo fuese no podría observar –y develar– en detalle lo que, por el contrario, las bajas pasiones y las ruindades del día a día suelen ocultar y envolver en nombre de los más nobles y elevados principios. Pero tampoco es “antipolítico”, porque todo “anti” es un espejo, la contracara, el otro lado del necesario reflejo del no-anti. El otro de ese otro: el lado abstracto del lado abstracto, que se niega a reconocerse a sí mismo. Política y antipolítica: un solo golpe los crea a los dos.

No están los “buenos”, de un lado y “los malos” del otro, como en los viejos westerns spaghetti, en los que la manipulación de la opinión del público termina presentando a il buono, il brutto e il cattivo como tres ángeles caídos del cielo. Ni hay encuestas inocentes, ni “metodologías” neutras, puras, “científicas”, como se las representan los Snugs de ayer y hoy. Habrá que preguntarle al equipo de campaña de Trump o al de Putín por la Black-Net. Considerados abstractamente, “lo bueno” y “lo malo” son afecciones con las cuales se percibe lo que alegra o entristece. Lo que los distingue está determinado por el concepto que se tenga de lo uno y de lo otro. Lo que es “bueno” para Trucutrú o para Regan (esa suerte de Linda Blair tachirense) es “malo” para el 80% de una población cansada de pasar toda suerte de penurias, maltratos y humillaciones. Y viceversa. Lo curioso es el hecho de no llegar a comprender que mientras mayores sean las divisiones en el seno de la oposición, mientras mayores y más difíciles de recoger sean los dimes y diretes, los insultos y las descalificaciones, que tanto los partidarios del voto, del no-voto o del “sí pero no” consideran como muy “buenas”, la percepción de lo que Dr. Jekyll y Mister Banana’s-Hyde consideran como “bueno” irá en aumento. La coincidencia es, como mínimo, asombrosa.

El tiempo presente de la política es un ricorso más, una nueva y siempre vieja figura de la experiencia de la conciencia histórica, caracterizada por el canibalismo del extrañamiento (Entfremdung) y el desgarramiento (Trennung). Una nueva edición, un nuevo fenómeno morboso, de la barbarie de la reflexión y del despotismo de todos, porque, paradójicamente, “cuanto más se amplía la cultura, cuanto más se vuelve multiforme el desarrollo de las exteriorizaciones de la vida, en el que se puede entrelazar la escisión, tanto más se consolida su atmósfera de santidad”. Quizá sea por eso que la política del tiempo presente ha llegado, por ejemplo, al desquicio de concebir las “alianzas” o los “frentes amplios” como el entrelazamiento (“la liga”) de los partidos políticos “con” la sociedad civil, como si los partidos políticos no fuesen organizaciones de la sociedad civil, como si la sociedad civil fuese un hueso y los partidos una piedra y se “entrelazaran” con una cuerda. ¡Oh, barbarie reflexiva! De nuevo, el auto-extrañarse, el no reconocimiento de sí mismo, pone al descubierto el profundo desgarramiento que la ratio instrumental –ese “brazo armado” del entendimiento– ha ido alimentando en el ser social y, correlativamente, en la conciencia social de este tristi y decadente inicio de siglo. Los medios se han hecho fines y los fines medios. Es “el mundo invertido”. El anuncio pomposo de “el fin de las ideologías” de otros tiempos ha dejado abierto el camino al más crudo cinismo de los intereses particulares de grupos gansteriles que han hecho de “la cosa pública”, es decir, de la Res-publica (sin acento), un muy rentable y jugoso negocio. Transmutado en “castrismo”, “madurismo” o “lulismo”, el “socialismo real” ha llegado, finalmente, a su fin final. Bye-Bye, Mr. Lenin. Y no se diga de esas extrañas (entfremdete) “afinidades electivas” que van surgiendo entre los antiguos partidarios de otras tendencias tan disímiles, tan antagónicas, que hoy provoca un cierto sentido del ridículo verlas montarse sobre el mismo “caballo”, en nombre del negocio de “la patria”.

El pensamiento del Dinosaurio.

Tiranosaurus.

Los tyranno-saurus

La tiranía, desde siempre, ha estado emparentada con los llamados 'saurus', esos lagartos enormes, gordos y cabezones, cuya insaciable voracidad tantas veces delineó, con magistral plasticidad, Pedro León Zapata. Es verdad que las superproducciones cinematográficas de Hollywood los han representado una y otra vez, hasta el paroxismo tecnológico de los 'efectos especiales', propio de la ratio instrumental contemporánea.


'Jurassic Park', bajo la dirección de Spielberg, es una clara muestra de ello. Su trama narra la experiencia de un grupo de personas que visitan un selvático –y aparentemente paradisíaco– parque de diversiones que tiene como atracción principal un nutrido grupo de saurios clonados. Las consecuencias del experimento son harto conocidas por todos. El mensaje de fondo de Spielberg –que, en realidad, es de Michael Crichton, el autor de la novela– es bastante claro: cuando los hombres intervienen para tratar de modificar 'el curso natural de las cosas' las consecuencias terminan siendo catastróficas. La fe positiva y el entendimiento abstracto 'se pagan y se dan el vuelto'.

Que la teología haya fijado su 'santa sede' en Hollywood no es cosa nueva. Tampoco lo es el hecho de que la reproducción e instrumentalización del conocimiento estén al servicio de los insondables misterios del todopoderoso. Misterios, por cierto, nunca revelados y de los que no se está permitido dudar, ya que sólo conviene seguir, fielmente, el mandato de “la Ley”. Religión y positivismo son caras de la misma moneda. No se puede preguntar, en consecuencia. Sólo cabe obedecer el orden prestablecido. Esta parece ser la diferencia entre la positividad religiosa de ciertos cineastas y la libre e irreverente creación de los auténticos artistas, más cercana a la espontaneidad de la Grecia clásica que a los misticismos característicos de la tradición orientalista. Y esta es la razón por la cual se puede afirmar, con propiedad, que Zapata fue un artista pleno, es decir, un creador en sentido enfático.

Las clonaciones generan mutaciones. Mutar es hacer, crear, producir. Sin cambio no hay creación y sin creación no hay ni sociedad ni historia. Es por eso que no existen límites para las infinitas mutaciones de la creación artística. Lo que la hollywoodense versión popperiana del falsacionismo prohíbe –“de lo que nada se puede decir es mejor callar”–, se hizo reto de vida en Zapata. Más aún, se puede afirmar que concibió la caricatura –los “zapatazos”– como una auténtica creación estética, necesaria para poder decir lo que no se puede decir. Y fue por cierto de la clonación de la tiranía con el lagartinaje –que incluye a los sapos– que surgió esa extraordinaria denuncia que representa la figura del 'hombre fuerte' y voraz, del típico caudillo militarista, del sanguinario tyranno-saurus, enemigo de la tolerancia, la diferencia y las libertades republicanas, que tienen su origen, precisamente, en la Grecia clásica.

Dos concilios tyranno-sauricos se han celebrado recientemente. El primero de ellos “en el Estado Margarita”, con la presencia de cretácicos de la talla de Mugabe y Castro. El segundo, en las lejanas tierras de Ciro y Darío, esta vez, con la estelar participación de los terópodos Erdogan y Putin. Ni siquiera Hollywood ha podido reunir tantas especies tyrannicas en escena. Por cierto, se notó la ausencia del último 'nano-tyrannus' de América, aunque era comprensible, dada su vertiginosa caída en las encuestas, a causa de su especial gusto por la carne de cerdo. Afuera quedó también “Peque”, el “Bebé Sinclaire”, dando mazazos en el vacío, con intrigante desquicio. En todo caso, ya era suficiente con una cumbre. Pero que en tan breve lapso de tiempo los antediluvianos hayan realizado dos concilios ya es cosa preocupante. Se comprenderá: la preocupación no hace referencia tanto al mundo civilizado como a ellos mismos, pues, finalmente, han comenzado a percibir que el tiempo se les agota. Les llega “la era de hielo”. Postrados ante su violencia, se van muriendo de ella. Fue Maquiavelo quien, según Hegel, afirmara que “la indiferencia de los súbditos frente a sus soberanos así como de estos frente a serlo, es decir, a comportarse como tales, termina haciendo superflua la tiranía”. Y es que pareciera que “la tiranía es derrocada por los pueblos en nombre de que es execrable, vil. Pero, en realidad, solo porque es superflua. Su divinidad es sólo la divinidad del animal, la ciega necesidad; en ella, precisamente, reside el mal y por eso merece la execración”.

La labor del conocimiento –si es que pretende sinceramente contribuir con el desarrollo de la historia humana– no puede consistir en silenciar al pensamiento. El ideal epistemológico de las elegantes explicaciones matemáticas, neutro, unánime y lapidario, fracasa ahí donde el objeto mismo –la sociedad– no es ni neutro ni unánime ni lapidario, toda vez que evidencia la fuerza de su diferencia ante un sistema categorial de lógica discursiva que habitúa anticiparse a la objetividad. Su punto de vista, en efecto, termina por coincidir con el dogma. Quienes izan las banderas del conocimiento científico “puro” no han comprendido aún que toda clonación es, lejos de lo que se suele creer, una mutación, un cambio en su propia estructura: el resultado del nada “natural” devenir de la historia. Los tyranno-saurus no pueden ser clonados sin que en ellos ya se encuentre presente el “germen genial” del progreso, de la mutación, malgré les. Y cuando no lo aceptan, cuando se niegan a asumir la fuerza del cambio, perecen irremediablemente. Sin este germen son sólo fósiles dignos de museos o mausoleos, similares a los que asisten a ciertos concilios. Son los que nada saben de recuerdo ni de concreción y viven para la muerte.

Quizá resulte interesante y hasta divertido ver a estos grandes reptiles, auténticos monstruos surgidos durante el triásico y hegemones del jurásico, desde las pantallas o detrás de los aparadores de las galerías o en los parques de diversión: escamosos, dientones, verdes, secos, rígidos. Pero los de Zapata son la denuncia de un repugnante espectáculo: el de aquellos que creen poder resucitar aplastando con su ferocidad a los demás. Son los que se niegan a comprender que ya su tiempo se ha extinguido para siempre.


Por @jrherreaucv.

Humor y entendimiento en Zapata.

Zapata, humor y entendimiento.
Hans-Christian Andersen fue un ingenioso hombre de letras danés, de fino y especialmente inteligente humor. Tal vez, muchos no lo conozcan o no lo recuerden. Aunque es probable que, al mencionar el título de alguno de sus cuentos, se le pueda fácilmente reconocer. Bastará con citar, entre las numerosas y extraordinarias piezas escritas por Andersen, tan solo dos, para que, casi de inmediato, se le considere entre los grandes maestros de la literatura universal. Me refiero a “La Sirenita” –impresa un sinfín de veces– y a “El traje nuevo del Emperador”, también conocido como “El rey está desnudo”. Y es, por cierto, acerca de las enseñanzas que se derivan de manera directa de esta segunda obra que conviene llamar la atención, al momento de expresar la estrecha y, quizá, inseparable relación existente entre la UCV y Pedro León Zapata.

No tiene que ser necesariamente verdadero lo que todo el mundo cree que es verdad. Esta es la más importante de todas las lecciones que se aprenden en una universidad autónoma, como la UCV. Pero esa misma lección era la que a diario los lectores de El Nacional aprendían, al encontrarse, a primera hora, con el “Zapatazo” del día, esa suerte de espejo mágico de la cotidianidad en el que los lectores lograban contemplarse a sí mismos, y en el que podían captar, apenas con una simple mirada, la propia condición, la propia desnudez, el sin-ropaje. Y todo ello a partir de un guiño de humor, de una aparentemente ingenua, espontánea y siempre inteligente ironía socrática. Inteligencia es palabra latina. Significa relacionar. Del Intelligere surge el Intelecto o entendimiento, que es la tarea principal que lleva adelante la universidad autónoma, a saber: la formación y el desarrollo del entendimiento de sus estudiantes, a objeto de que sean capaces de inter-conectar, de comprender, lo que solo en apariencia no se puede conectar. Se trata de capacitarlo para que pueda descubrir que no necesariamente lo verdadero es lo que todo el mundo cree que es. En este sentido, los “Zapatazos” de Pedro León han sido una ventana de frescor matutino universitario. Una ventana que propagó, multiplicó y puso en manos de las mayorías nada menos que la inteligencia, el supremo don de la academia. No sin coraje, nos recordaba de continuo esa expresión ingenua, pero siempre estremecedora: no es verdad que el rey porte un traje nuevo y de tan fino bordado que las personas “de a pie” son incapaces de percibir. La verdad es que “el rey está desnudo”. Y es que el intelecto –cuando no es abstracto– posee exactamente la misma función que está representada en ese cuento del niño de Andersen.

Sospecho que Zapata debió haber sido un asiduo lector del agudo escritor danés, porque la sutil ironía de Andersen está, sin duda, presente en sus caricaturas, en el humor incisivo e irreverente que inspiraban los trazos que nos obsequiaba, convertidos en viejecitas, botas parlantes, sapos inflados de vanidad y poder o, simplemente, en “coromoticos” y “trinitas”. Y estaba en sus “divagancias”, tanto como en sus lienzos, en sus murales o en sus extraordinarios diseños. El reloj ucevista, por ejemplo, uno de sus íconos esenciales, fue dibujado por don Pedro León una y otra vez. Cada uno es distinto al otro, pero en cada uno de ellos Zapata pone de relieve los múltiples modos, los infinitos segundos, minutos y horas en los que su afanoso y acompasado “tic tac”, campanada a campanada, advierte que “el rey está desnudo”. Un adagio popular recuerda que solo los niños y los locos dicen la verdad. No sin persistencia, Zapata exhortaba, y aún sigue exhortando, a tener el valor de despertar al niño del cuento de Andersen o al Loco Juan Carabina que, en alguna parte de la propia humanidad, vive y aguarda ser invocado.

La Monalisa maneja un taxi, uno de esos modelos europeos, anteriores a los actuales autos de fabricación china o iraní. Su rostro también sonríe de una manera extraña. Pero, a diferencia de La Gioconda de Leonardo, sus ojos no son serenamente seductores. Más bien, revelan una cierta maravilla, un cierto asombro, como si por delante del taxi que conduce pasara de repente el rey en cueros, tratando de hacer creer que va elegantemente vestido. Y es que no son pocas las veces en las que se presupone que lo que se tiene enfrente, en las que nos dejamos arrastrar por vanos prejuicios que ocultan “lo que es”, es decir: la razón. A lo mejor Zapata llegó a pensar que era necesaria más de una Gioconda taxista que, con espontánea sonrisa criolla, nos abriera los ojos y despejara los sentidos. Y, a lo mejor, sería por eso que nos obsequió ese mural que se encuentra estratégicamente ubicado entre la arteria vial más importante de la ciudad y la UCV, es decir, que se encuentra entre muchos taxistas que necesitan pensar y muchos académicos que necesitan conducir, como para que los ojos de los unos y los otros no perdieran de vista el luminoso fulgor del asombro, del maravillarse, con el cual, según Aristóteles, tiene sus inicios el saber. En todo caso, ojalá que estas conjeturas contribuyan a hacer pensar en el hecho de que, a fin de cuentas, la labor de vida de don Pedro León se resume en la idea de compromiso con la verdad, como una traviesa picardía ante las ficciones, como un sorbo de agua cristalina y fresca en medio de los áridos rigores de un desierto que nubla la mente y hace perder el sentido de la realidad y, con ello, la más auténtica capacidad de juicio.

En lo personal, quien escribe debe confesar que tuvo la suerte de conocer a Zapata –si se me permite el indelicado uso de la primera persona– en mi adolescencia. Lo conocí en los años setenta, en los años de la necesaria renovación de los ideales de izquierda, la que pudo liberarse de los dogmas y las versiones dictatoriales y totalitarias, para darse a la tarea de construir un nuevo modo de ser y de pensar, un ser y pensar de una izquierda moderna, sin prejuicios, profundamente democrática y tolerante, amante de la paz y la libertad. Esa izquierda era la que Zapata, Jacobo Borges, Aquiles Nazoa o José Ignacio Cabrujas, entre muchos otros, ayudó a fraguar. Algunos años después, ya en los ochenta, asistí a un concierto de la Orquesta Filarmónica de Venezuela, dirigida por Aldemaro Romero, dedicado a Beethoven, en el Teatro Israel Peña, en El Paraíso. El orador de orden era Zapata, y después de aquella visión tan humana que dio de la vida de Beethoven no tuve alternativa: me convertí en un asiduo seguidor del músico alemán, hasta el día de hoy. Esa se la debo al maestro Zapata. De estudiante universitario tuve el privilegio de reír hasta la comprensión con ese ícono de la cultura ucevista llamado la “Cátedra del Humor”. Y ya en los noventa, en el papel de director encargado de la Dirección de Cultura de la UCV, me correspondió ir al Palacio Municipal a firmar el documento de aceptación de la construcción del Mural de don Pedro León que hoy embellece uno de los costados de la Ciudad Universitaria de Caracas. Ahí pudimos conversar y recordar viejos encuentros. Pero fue también la última vez que lo vi. Lo que vino a continuación es historia reciente. Es la inesperada historia de un país que se ha ido convirtiendo en una sastrería de ficciones, que corta y cose “a la medida” “trajes” habilitantes para pequeños emperadores, o sapos con charreteras. Quedan, sin embargo, las enseñanzas de Zapata, y quedan, por supuesto, los taxistas en la autopista y los universitarios en las academias.